
Gordon me preguntó cómo podía pasarme el día escribiendo sobre cosas que nunca había hecho y que probablemente nunca haría. Cómo podía describir la agonía previa a la muerte sin haberla visto antes. Llegué a casa lleno de preguntas, dudas, resquemores… Las interrogaciones me angustiaban y entorpecían mi prosa. No podía pensar con claridad. Cuando ella llamó a la puerta hablando de Dios, supe que aquella era una señal. Dios me la había mandado para dar fin a mi sufrimiento. Entró en mi casa, se sentó en una butaca y mientras hablaba de salvación, yo sólo pensaba como lo haría: estrangulada, degollada, envenenada. Se abría ante mí todo un abanico de posibilidades. Luego pensé horrorizado en la sangre y en los gritos. Le ofrecí una taza de café que aceptó sin vacilar. Fue la primera de una larga lista de creaciones aunque lo más curioso es que ya no escribo.
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