Kurosawa se aferró a las cerdas que sobresalían del cuerpo de la abeja; las cerdas chillaron como marranas, pero el japonés no se soltó.
—Hiroshima —gritó, con la esperanza de que el conductor accediera a venderle un pasaje. Pero el conductor era la abeja y la abeja era el buz; estaba de pésimo humor.
—Vamos al torneo de ajedrez de Bersheeva —dijo un calvo menudo que también estaba aferrado a una cerda, aunque con asco. Se parecía a David Bronstein.
—No sé jugar al ajedrez.
—Podemos enseñarle —respondió el ruso—. Aquí hay más ajedrecistas de los que se necesitan.
Kurosawa miró a su alrededor y comprobó que, en efecto, había más ajedrecistas de los que se necesitaban. Estaban el prepotente Kasparov y el taimado Lasker, Alekhine y su gato, Tahl y una bataclana, Fischer y dos enfermeros que procuraban que no usara su genio para sacarse el chaleco de fuerza.
—Bersheeva está en medio del Negev —protestó el japonés mientras trataba de adaptarse al manejo heterodoxo del conductor.
—Lo de los desiertos es relativo —dijo Kasparov, que se comportaba como si ya fuera presidente de Rusia—. Preparen los paracaídas que el buz no baja a menos de cien metros.
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