El hombre se sienta a escribir la carta que explica su renuncia indeclinable al cargo. Mide las palabras; las escribe a conciencia. Al rato comprueba que ellas no sólo hablan de su renuncia, sino también de su hastío, de su pareja amargura. Descubre que ellas rozan todas las conjunciones de su angustia: una esquina en la tarde, el juguete perdido de la infancia, la sensación de estar mirando una lluvia que no debía contemplarse en soledad. Comprende que las palabras hablan de la historia de la lluvia y de la lluvia en sí, del deseo de hundirse en el líquido amniótico de la madre, de ser uno en el agua primordial, de fundirse en el todo y perder la conciencia en la miríada de átomos y de quantos de energía, para finalmente no escribir palabras, sino grafemas sin sentido, líneas curvas, puntos muy unidos y más tarde puntos que se van separando; un punto en cada hoja, luego uno cada diez, cada veinte, cada treinta, cada cien hojas...
Pero ya no hará falta, porque él también se habrá disuelto. Y de la carta original sólo persistirá, cada millones de años, un leve chispazo que se perderá en milésimas de segundo.
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