Al despertar me encontré en mi vieja habitación. Era sorprendente saberme allí, como si me hubiesen dado de alta de un día para el otro, pero esa noche, misterios aparte, logré dormir bien.
Al otro día desperté sin dolor. Alguien me había dejado una bandeja con comida; constaté también que la puerta estaba cerrada desde afuera. Desayuné esperando que la digestión se me volviera imposible, pero no fue así. Todos los procesos de mi cuerpo habían vuelto a la normalidad.
Después debí quedarme dormido.
Al despertar descubrí una mancha en la pared, como si alguien la hubiese tocado con un dedo viscoso, dejando un rastro de mucosa. Un almuerzo esperaba en el mismo lugar donde había aparecido el desayuno; apenas terminé de comer me venció el sueño. Dormí por lo que debieron ser seis o siete horas y, cuando abrí los ojos, allí estaba mi cena.
Estos curiosos acontecimientos se repitieron una y otra vez. Un día abrí la puerta, o me dejaron abrirla. No había nadie.
Durante todos aquellos días la mancha no hizo más que crecer y adquirir volumen, como una semilla que daba origen a una extraña forma vegetal. Estaba empotrada en la pared, pero sus zarcillos crecían a gran velocidad. Pronto, supe, llenarían la habitación.
Al día siguiente de mi salida al pasillo dejaron de alimentarme. Las comidas ya no aparecieron. Recorrí la casa —enorme y abandonada— en busca de una despensa... y la encontré. Había alimentos para varios meses.
Entonces di paso a otra rutina. Podía controlar mejor mis ciclos de sueño, asi que, si bien dormía en la misma habitación junto a aquella planta monstruosa, dejaba transcurrir las tardes en la biblioteca y las primeras horas de la noche en el observatorio. Mi atención se volcó a la ciudad en ruinas dispersa alrededor de la casa.
Pasado el primer mes la planta -sigo llamándola así porque es lo que mejor parece aludir a su crecimiento barroco que invadía todos los espacios de una antigua civilización u orden- ocupó casi la totalidad del cuarto; pronto cubrió toda la planta baja y el primer piso. Me refugié en el observatorio a aguardar los zarcillos-tentáculos, pero alimentaba el plan de escalar la fechada y acceder a la calle.
No pasó mucho tiempo antes que tal hazaña se volvió impostergable. Mis pies golpearon el jardín el día en que se cumplían nueve meses de mi recuperación de la enfermedad.
Dediqué semana tras semana a explorar las calles vacías y los edificios derrumbados. Al principio me asustó la posibilidad de no encontrar comida; pronto, sin embargo, dejé de tener hambre. Y no encontré otra cosa que ruinas, baldíos y devastación. Ninguna señal de vida, sólo la planta monstruosa emergiendo de la casa y avanzando entre los edificios en una pausada metástasis.
La perspectiva de abandonar aquella ciudad me hizo sonreír.
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