martes, 2 de septiembre de 2008

Aviso fúnebre - Miguel Sardegna


El diario, desplegado sobre la mesa de la cocina, no conseguía eludir los restos de una merienda de tazas de café con leche y bizcochitos.
—Marta, Marta —llamó Carmen, sin levantar la vista—, mirá quién escribió. ¿Te acordás de la Beba?
Carmen agudizó la vista: leer cada vez le exigía más esfuerzo. Todas las mañanas le leía los titulares a su hermana, mientras ella preparaba el desayuno. Marta tenía apenas dos años más que ella, pero hacía ya mucho —cuando cumplió los setenta o los setenta y cinco— que había renunciado a leer la letra pequeña del diario. Comentaban las noticias y luego charlaban de la familia y de recuerdos, de amoríos viejos e inventados. La memoria se comportaba con ellas de manera caprichosa, obligándolas a menudo a inventar algún énfasis donde sólo había sucesos repetidos y olvidables. Ninguna de las dos se había casado, y tras cuarenta años de vivir juntas se habían acostumbrado a compartirlo todo, a pensar en voz alta, a esperar una respuesta, una conformidad.
Con el brazo, hizo a un lado algunas tazas. El día anterior había sido de visitas: las amigas del club de jubilados, con sus achaques de señoras grandes, y las primas de Adrogué con sus falsas compasiones, y las condolencias de los tíos, de los sobrinos nietos y del resto de la familia Arancibia: un montón de gente preocupada que la veía incapaz de manejarse sola. La noche tampoco había sido más tranquila: los preparativos generales la habían dejado agotada.
—¡Maaarta! —dijo una vez más, y leyó en voz alta:
ARANCIBIA, Marta, q.e.p.d. Su tía hermana Beba participa con dolor su fallecimiento a los ochenta y cuatro años de edad. Se ruega una oración en su memoria.
Una lágrima cayó sobre el diario. Recordó de pronto que no tenía sentido seguir llamando a su hermana.
Y que por primera vez debería acostumbrarse a leer el diario en silencio.

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