La primera piedra me alcanzó en la oreja. La puntada me recorrió la cabeza. La siguiente imagen que alcancé a ver, mostraba una perspectiva extraña y surrealista. El mundo visto desde el ras del piso. Con la cara pegada al asfalto, sentí como la arenilla de la calle se me incrustaba en el pómulo. La bicicleta había caído más adelante. La rueda aún giraba.
Otro impacto me alcanzó por la espalda, justo en el omóplato. Me doblé como un ovillo, para evitar los golpes en la cabeza o en otras partes delicadas. Escuché los gritos desde lejos. Luego unos pasos se acercaron y más piedras me alcanzaron. Tal vez eran más pequeñas o tal vez el dolor me hacía insensible.
Un pie descalzo me pateó en el hombro. Llegué a verlo pero nada pude hacer para evitarlo. Alguien me tiró el pelo con odio. Me contraje aún más, listo para recibir otra oleada de golpes.
El sonido de la sirena del patrullero me alivió. Con la vista ensangrentada pude ver a varias personas alejarse a la carrera. Cuando los oficiales me arrojaron en la parte trasera de la patrulla, me prometí que nunca más volvería a robar una bicicleta.
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