martes, 3 de abril de 2012

El ascenso del general Lon Dong - Pablo Martínez Burkett



Haz que los adversarios vean como extraordinario lo que es ordinario para ti.
Sun Tzu – El Arte de la Guerra 

Aunque los escribas pusieron todo su empeño en imaginar un origen épico, las crónicas son bastante elusivas a la hora de recordar el ascenso al trono del Emperador Lon Dong. La versión más verosímil indica que tras el asedio, la Ciudad de las Siete Puertas quedó reducida a unas pocas murallas, cenizas humeantes y el olor acre de la descomposición. Las fuerzas de la Coalición Xiang habían sido escrupulosamente mortales. El entonces joven Tigre de Quan Jian fue uno de los primeros nobles en entrar en el Palacio de las Flores. Vagó por las habitaciones, sorteando muestras del rigor criminal de sus tropas. Para evitar el acecho de unos buitres codiciosos, retrocedió hasta tropezar con una bóveda derruida. Perdió pie y cayó en medio del tesoro real. La maldición fue silenciada por la sorpresa: a su alrededor, torres de lingotes de oro se perdían con minucioso orden. Diamantes multifacéticos, esmeraldas de exquisita labor y rubíes gordos como huevos, irisaban a una multitud de jarrones, tallas, carruajes y armas. Alternando risa y llanto, el Señor de la Guerra peregrinaba por las galerías. Iba de maravilla en maravilla, alabando la benevolencia celestial, mientras anticipaba el goce de infinitas concubinas. Y en aquel momento lo vio. El sello imperial yacía bajo un vaso de vidrio. Un juego de espejos le otorgaba un extravagante fulgor. 
Antes de que su padre cayera en desgracia, recordaba haber visto la rúbrica al pie de los rollos solemnes. Para el destinatario, significaba la fama o el escarnio. El cuño era de base cuadrada y había sido labrado en el infrecuente jade blanco. Llevaba la frase votiva: “Señor de la Tierra, Señor del Cielo, Señor del Agua, Señor del Fuego”. Por mango tenía la vívida talla de un dragón. Su posesión confería el poder supremo en el país de las Tres Primaveras y otorgaba el derecho de vida y muerte sobre todos sus habitantes.
El joven general ya se felicitaba por restablecer la honra de su padre. Ya se imaginaba pacificando los confines del reino. Ya no pudo soportar el dolor y entre unos piadosos cortinado alivió el intestino. Los prudentes cronistas omitieron este detalle.

Sobre el autor:
Pablo Martínez Burkett

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