jueves, 5 de mayo de 2011

Otro cielo - Guillermo Rossini


La avioneta despegó desde Villa Mercedes a las seis de la mañana. Fumigar era un trabajo fácil y rentable, pensó Ramiro. Apenas se veía en el horizonte la claridad de un sol que asomaría sus rayos en cualquier momento. Levantó vuelo y viró en dirección sur, hacia el campo de los Roca. Revisó los instrumentos y estabilizó la altura: todo marchaba normalmente. Estaba cansado. Había tomado demasiado la noche anterior y las partidas de truco estiraron la hora de acostarse hasta las tres de la mañana. Pasó por encima del viejo establo y le pareció que se veía demasiado chico. Sin embargo, no estaba volando tan alto como para que esto sucediera. Volvió a mirar el altímetro y corroboró que estaba volando a mil metros. Algo andaba mal. Allá abajo, los campos se veían como una alfombra y los árboles no se distinguían. Además, el sol no había irrumpido en el cielo y la noche seguía instalada en el paisaje. Cerró las ventanillas y se ajustó el cuello de la campera; la temperatura de la cabina había bajado unos cuantos grados en cuestión de segundos. El altímetro ahora indicaba cien mil metros y la velocidad era de trescientos mil metros por segundo. "Una locura" pensó. Se aferró al comando y cerró los ojos, esperando que pase la alucinación. Cuando los abrió, estaba sobrevolando un paisaje muy similar al de Las Quijadas. Una hondonada gigante, llena de rocas redondeadas. El marcador de combustible titilaba; los otros instrumentos tenían las agujas inmóviles, muertas. Decidió aterrizar. Cuando encontró un lugar despejado, dejó planear el aparato hasta hacer contacto con la superficie y carreteó unos metros, como en cámara lenta. Era de noche y, en el cielo, una Tierra en Cuarto Menguante lo observaba como un deforme ojo azul y verde.

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