martes, 8 de marzo de 2011

Crimen perfecto - Xavier Blanco


No perdía de vista la portada de los diarios, aparecía en todas. Por suerte las fotos no eran recientes; costaba reconocerlo, pero captaban a la perfección esa presencia perversa que tantos disgustos le había dado. Se ciñó la gorra y volvió a colocarse las gafas. Recogió el maletín con cuidado. No podía cometer ninguna indiscreción, ni un solo fallo.

Apuró el café y dejó unas monedas sobre la mesa ante la mirada sospechosa del camarero. No había marcha atrás, hiciera lo que hiciera ya nada cambiaría su suerte: era cruel, fiero, sanguinario y desalmado. Era el destino que, como una maldición ancestral, le perseguía. Toda una vida engañando púberes y degollando ancianitas. Era un lobo solitario.

Mientras aceleraba el paso, giró por un callejón angosto y se encontró a las afueras de la ciudad. Siguió caminando. Conocía el camino a la perfección, había repasado el plan cientos de veces, demasiadas horas planeando un nuevo crimen perfecto. Mañana volvería a aparecer su nombre en los diarios y un nuevo muerto se añadiría a su ya larga lista. Una detrás de otra iba cobrando las piezas de su colección. Pero él no era un asesino. Sólo era un verdugo, un justiciero. No se arrepentía de nada.

Esta vez no había sido fácil. No sirvió con engatusar a la secretaria de la Editorial. Tuvo que emplearse a fondo; habían cambiado al corrector, y el linotipista ya no le creía. Suerte de aquel joven traductor que accedió a sus pretensiones. Ya no había marcha atrás.

Se apostó detrás de unos árboles, desde donde tenía una visión privilegiada de los tres hermanos. Reían, ajenos a su suerte. Qué poco le gustaba la felicidad. Con deleite abrió el maletín y, como si de un mecano se tratara, fue montando el arma pieza a pieza: insertó el cargador en la recámara y tiró de la palanca de armado hacia atrás. Veinte balas serían suficientes, pensó. Levantó el arma y fue apuntando caprichosamente a un hermano y luego a otro. Una mueca cruzó su cara: a cada cerdo le llega su San Martín.
La primera vez no lo pasó bien, pero al final te acostumbras a todo. La historia pone a cada uno en su sitio. Él tenía una misión y debía cumplirla. Apuntó al menor de los tres pero, sin saber por qué, giró el arma y disparó al hermano mayor -al listo, al de la casita de ladrillos, ¡menudo idiota! Acto seguido acabó con los otros dos. Impasible, desmontó el arma y la guardó en su maletín. Mientras tachaba una nueva pieza de su lista, se vio caminando hacia el siguiente cuento “El Lobo y las siete cabritas”. No pensaba dejar ni una con vida. ¡Cuántas cosas habían pasado desde que abandonó a Caperucita!

© Xavier Blanco 2011.

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