—No se ponga nerviosa, señora —dijo el juez— y cuénteme lo que ocurrió la noche del 5 de mayo; trate de no omitir ningún detalle, por insignificante que parezca.
Estábamos en el despacho del doctor René Frog, juez de familia, un tipo singular por donde se lo mire. Lo primero que había llamado mi atención al entrar a la enorme oficina era un cuadro que representaba un sapo que sonreía en la mano de una princesa. Pero no tardé en advertir que el lugar estaba poblado por las más variadas representaciones de anuros que pueda imaginarse. Había ranas y escuerzos, renacuajos y adultos, bellos y espantosos; pero lo más sorprendente era la variedad de materiales: cristal, peluche, terracota, madera, paño, hierro...
—... entonces él me levantó la mano y trató de pegarme en la cara...
—Ya —dijo el juez Frog—. Ahora dígame: ¿había intentado golpearla en otras oportunidades?
Mi cliente era la señora Zapac, una mujer de unos cuarenta años, aún atractiva, que cargaba una cruz: un esposo drogadicto que había entrado en fase de violencia física. Pero no lograba concentrarme. El juez hablaba, mi cliente hablaba y yo sólo tenía ojos para los batracios. Allí una rana de ónix, sobre la biblioteca un sapo de plastilina, un escuerzo de acrílico me miraba desde una repisa. De pronto sonó el teléfono y Frog atendió; el aparato era otro animal de la familia, una enorme rana Goliat.
—Diga. (Pausa). Estoy en una audiencia. (Pausa). No me pase más llamadas.
—Le dije que no lo hiciera. —La señora Zapac empezaba a repetirse, aunque el juez no lucía impaciente. Más aún: una sonrisa líquida le empapaba los labios, como si disfrutara de la poco imaginativa descripción, casi hipnótica, de mi cliente.
—Señora —dijo Frog—: en estos casos hay que tener en cuenta que el manejo de la patología no es para aficionados...
Dejé de escuchar. Me pareció que la rana de la corbata del juez me guiñaba el ojo. Imposible. Casi de inmediato, un sapo de arcilla sacó la lengua y atrapó la única mosca que volaba en cien metros a la redonda. Juro que no había tomado nada, por lo que comencé a suponer que mi delirio procedía de los efluvios que emanaban de la boca de Frog. Traté de interrumpir a mi cliente, que empezaba a explicar por decimonona vez que ella no le permitía a ningún hombre que le levantara la mano, y el que ya no pudo levantar la mano fui yo. ¿Qué me estaba pasando? Asistir a una audiencia y no poder intervenir me hacía sentir un sapo de otro pozo.
—Señora Zapac —dijo el juez, babeando de un modo indecente—: tenemos suficientes elementos como para hacer que su esposo reviente como un escuerzo.
—¿Perdón? —Mi cliente parecía haber llegado de Júpiter en ese mismo momento. Sus movimientos se ralentizaron y no volvió a hablar.
—Digo que tengo sobrados motivos para suponer que está lista para la transformación. —De pronto, el juez se volvió hacia mí y sus ojos parecieron salírsele de las órbitas—. Y en cuanto a usted, doctor, le ruego que no trate de entender el proceso que se iniciará en pocos instantes. Pero me permito asegurarle que se convertirá en un bello sapo de seda, el ejemplar más hermoso de mi colección.
Estábamos en el despacho del doctor René Frog, juez de familia, un tipo singular por donde se lo mire. Lo primero que había llamado mi atención al entrar a la enorme oficina era un cuadro que representaba un sapo que sonreía en la mano de una princesa. Pero no tardé en advertir que el lugar estaba poblado por las más variadas representaciones de anuros que pueda imaginarse. Había ranas y escuerzos, renacuajos y adultos, bellos y espantosos; pero lo más sorprendente era la variedad de materiales: cristal, peluche, terracota, madera, paño, hierro...
—... entonces él me levantó la mano y trató de pegarme en la cara...
—Ya —dijo el juez Frog—. Ahora dígame: ¿había intentado golpearla en otras oportunidades?
Mi cliente era la señora Zapac, una mujer de unos cuarenta años, aún atractiva, que cargaba una cruz: un esposo drogadicto que había entrado en fase de violencia física. Pero no lograba concentrarme. El juez hablaba, mi cliente hablaba y yo sólo tenía ojos para los batracios. Allí una rana de ónix, sobre la biblioteca un sapo de plastilina, un escuerzo de acrílico me miraba desde una repisa. De pronto sonó el teléfono y Frog atendió; el aparato era otro animal de la familia, una enorme rana Goliat.
—Diga. (Pausa). Estoy en una audiencia. (Pausa). No me pase más llamadas.
—Le dije que no lo hiciera. —La señora Zapac empezaba a repetirse, aunque el juez no lucía impaciente. Más aún: una sonrisa líquida le empapaba los labios, como si disfrutara de la poco imaginativa descripción, casi hipnótica, de mi cliente.
—Señora —dijo Frog—: en estos casos hay que tener en cuenta que el manejo de la patología no es para aficionados...
Dejé de escuchar. Me pareció que la rana de la corbata del juez me guiñaba el ojo. Imposible. Casi de inmediato, un sapo de arcilla sacó la lengua y atrapó la única mosca que volaba en cien metros a la redonda. Juro que no había tomado nada, por lo que comencé a suponer que mi delirio procedía de los efluvios que emanaban de la boca de Frog. Traté de interrumpir a mi cliente, que empezaba a explicar por decimonona vez que ella no le permitía a ningún hombre que le levantara la mano, y el que ya no pudo levantar la mano fui yo. ¿Qué me estaba pasando? Asistir a una audiencia y no poder intervenir me hacía sentir un sapo de otro pozo.
—Señora Zapac —dijo el juez, babeando de un modo indecente—: tenemos suficientes elementos como para hacer que su esposo reviente como un escuerzo.
—¿Perdón? —Mi cliente parecía haber llegado de Júpiter en ese mismo momento. Sus movimientos se ralentizaron y no volvió a hablar.
—Digo que tengo sobrados motivos para suponer que está lista para la transformación. —De pronto, el juez se volvió hacia mí y sus ojos parecieron salírsele de las órbitas—. Y en cuanto a usted, doctor, le ruego que no trate de entender el proceso que se iniciará en pocos instantes. Pero me permito asegurarle que se convertirá en un bello sapo de seda, el ejemplar más hermoso de mi colección.
3 comentarios:
No puedo parar de reirme:este cuento debería estar acompañado de una nota que dijera "cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia"
Felicitaciones a Sergio por el cuento.
Sergio, con tu permiso y el de Breves, me llevo este micro a www.charcaderanas.blogspot.com
Un saludo
Permiso concedido, Puck. gracias por interesarte en mi cuento...
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