viernes, 9 de enero de 2009

Final feliz - Marcos Zocaro


Dos años y tres meses fue lo que me llevó terminar mi primera novela, mi pequeña gran obra de arte. Pero a Garmendia sólo le bastó un mes para robármela.
Garmendia, Javier Garmendia, era uno de mis mejores amigos y, al igual que yo, amaba la literatura y soñaba con convertirse en un best seller. Pero, lamentablemente, jamás se le caía una idea de la cabeza. Eso fue lo que yo debí haber tenido en cuenta antes de prestarle el borrador de mi relato: un mes después, en vez de recibir su opinión sobre el libro, recibí una prolija carta donde me invitaba a la presentación de su novela: “Vértigo”… El desgraciado ni siquiera se había molestado en cambiarle el título.
La presentación se llevaría a cabo esa misma tarde en el Pasaje Dardo Rocha, y uno de los oradores sería, ni más ni menos, que Tomás M. Rocazo, el escritor que Garmendia y yo tanto admirábamos. Mi indignación no podía ser mayor.
Aprovechando una distracción de mi padre, pude quitarle del cajón de la mesa de luz su pistola reglamentaria. La escondí entre mi ropa y me dirigí al Pasaje Dardo Rocha. En un principio, mi plan (descabellado, si se quiere) no era más que ocultarme entre la muchedumbre y, en medio de la presentación, ponerme de pie, apuntarle con el arma a quien alguna vez había sido mi amigo y obligarlo a confesar su plagio. Sin embargo, ya en el lugar, todo cambió.
Para calmar mis nervios, mientras esperaba que Garmendia apareciese, decidí tomar uno de los ejemplares de “Vértigo” que descansaba sobre un stand. Al tenerlo entre mis manos, mi furia se acrecentó: la cubierta era tal como yo la había imaginado. En ese momento, más que nunca, pude sentir como me penetraba el frío de la Glock en mi cintura. Luego, por curiosidad, comencé a ojear el libro hasta que llegué al final y descubrí algo que me terminó de descolocar, algo que hizo alterar drásticamente mi plan.
Apenas Garmendia se presentó ante la multitud y se sentó detrás de un improvisado escritorio, saqué la pistola, le apunté y, después de contemplar por unos instantes su rostro lleno de terror, le vacié el cargador en medio del pecho… El afeminado de mierda le había cambiado el final a mi novela por uno “color de rosas”. Yo no lo podía creer. Lo que Garmendia había hecho, no tenía perdón de Dios.

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