jueves, 8 de enero de 2009

Captura - Federico Laurenzana


Durante varios siglos inmodificables, leía en los vacíos márgenes sin capturar. Veía en cada contorno de página un escudo siendo frente, vulnerable y frágil del libro, de los libros inaccesibles.
Nada sabía de aprehender, de asimilar desde palabras un símbolo, un signo, un significado para retener. Había abierto y cerrado tomos en la biblioteca creyendo que podría encontrar lo revelado en estos. Y cuando ya había elegido a varios se los llevaba pronto. 
Leía. Ya había alcanzado la última frase y notaba que nada de tanto sustantivo adjetivado con aceleradores corceles de verbos hípicos quedaba en él. Nada. El lector, el simple mirador deshabitado de observaciones, dejaba el libro junto al resto. Repasó los títulos, y nada. Releyó índices, y nada le indicaban más que títulos con números de calculados silábicos. Tanto se había apesadumbrado por su ineficacia que estuvo a punto de dejar sus ambiciones letradas. Pero lo asaltó el recuerdo de una frase que lo movilizaba a continuar. 
La oración fue compuesta mediante partes dispares, según la cadencia cayendo sobre su conciencia, su presente. Tras reconstruirla había vuelto a leer el primer libro escogido, y fue entendido, capturado en su plenitud, hecho presa. Es que cazaba con la creencia, pues creía en sus lecturas.
Daba con su arma, y hallaba puntos vulnerables para hacer puntadas, para retener. Hallaba otras armas, y mientras persistía con su descomunal caza había cada vez menos sitios donde depositarlos. Ya necesitaba un aula, un salón, un recinto rodeado por los estantes donde sus varias armas apuntaran hacia el centro. 
Necesitaba nutrir, siempre iba a conseguir su objetivo donando parte suya, dando siquiera el señuelo que sería uno de sus miembros. Y brindaba libros, la biblioteca. Lo hacía para atraer hacia sí a lectores distraídos, buscadores de páginas seductoras. 
Se mantenía firme. Rígida, exponía sus estantes ante todos aquellos que se acercasen, que quisieran apreciar alguna inusitada nota voceando una tónica imprevista y fatal. Ella bien conocía su oficio: ser hospicio infrecuente y animado de lectores. 
Varios siglos atrás había sido construida, elaborada para servir. Varios anaqueles proveía para quien se acercara. Aunque no variaba en modificaciones respecto a su trato con los allegados, advertía vacíos entre ella, huecos como si fueran márgenes de páginas. Eran sus pasillos y deseaba ocuparlos. 
No asimilaban a los veloces lectores apresurados por identificar un volumen e irse para verificar, reafirmar su esperanza de inmortales cazadores.

Sobre el autor: Federico Laurenzana

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