martes, 23 de diciembre de 2008

Ataduras - Amélie Olaiz


Últimamente no llueve por aquí y el polvo se junta sobre los sentimientos entumidos. Ayer bajé a la ciudad. Hace meses que no lo hacía porque el trabajo ha aumentado y el poco tiempo que me queda libre lo uso para escribir. 
Bajé porque me mandaron llamar de la escuela. La maestra sabe que soy cuenta cuentos y quería que leyera uno durante el festival del libro. Llevaba dos bajo el brazo; uno tuyo y uno mío. Seguro adivinarás cuáles.
Caminé por una calle paralela a la principal, mi ánimo no estaba para el barullo propio de la ciudad. Además últimamente se ha llenado de extranjeros y gente rara que usa objetos estrafalarios y máscaras sin chiste. A veces siento que ya no conozco a nadie por aquí. El humor de los nuevos pobladores no me causa gracia, ni encuentro diversión en leer los letreros que cuelgan afuera de sus casas para que sepamos quiénes son. No es lo mismo que cuando iba tomada de tu brazo y comentábamos las locas ideas de uno y otro, o el arribo de algún invasor con nombre novedoso, que en el fondo, sabíamos, era una antigüedad de pueblo. Recordé aquellos tiempos y una lágrima rodó marcando una línea en mi cara de polvorón.
Supe que te tenías que ir antes de que lo hicieras. Y aunque te extrañaba mucho, sabía que una dosis de lejanía le sentaría bien a nuestros arcones que rebosan de un cariño que pide tocarse. 
Iba tan ensimismada en tu recuerdo que me tropecé con las evocaciones. Por lo menos eso sentí en aquel momento. Rodé por el terregal un par de metros, pero me levanté rápidamente. No vi nada concreto que me hubiese hecho caer, pero tampoco me detuve a investigar demasiado, cuando uno va de prisa no tiene tiempo para sutilezas. Mi abuela decía que caerse resulta humillante, por eso es mejor reponerse rápido para seguir la marcha, anotar el incidente en la memoria profunda y olvidar el asunto. Así el cuerpo solito se va a acostumbrando a superar las caídas. 
Llegué a la escuela tarde, raspada y llena de polvo. La maestra me hizo una mueca de desagrado, pero los niños me recibieron con un escándalo a la medida de mi facha, a ellos no les importan esas cosas de la etiqueta y la pulcritud.
Al iniciar mi voz temblaba, eso siempre me pasa cuando tengo un público al frente. Elena, que da muchas conferencias, dice que ese nerviosismo genera expectativa en los escuchas y hace el discurso más emocionante. Desde que me lo dijo ese instante tiene otro matiz y hasta lo disfruto. Cuando tomé vuelo leí los cuentos haciendo aspavientos con las manos, me movía con la liviandad de quien acostumbra trabajar sobre nubes y simulando que atrapaba estrellas hice voces diversas. Les gustó mi cuento, pero los hice felices con el tuyo. Al final les dije tu nombre.
Uno de los niños se acercó con intención de hablar en privado. Me puse en cuclillas para que nuestras cabezas quedaran a la misma altura. Con el dedo índice señaló algo sobre mi pecho, incliné la cabeza pero de nuevo no vi nada.
—¿Puedo?—preguntó sonrojándose un poco.
Asentí con la cabeza. Juntó dedo pulgar e índice y tomo algo del aire, justo a la altura de mi seno izquierdo, y dio un tirón firme y fuerte. Sentí un vuelco en el corazón. Era el hilo invisible.
Le di un beso tronado que se limpió de inmediato con la manga de la camisa y me despedí rápido del grupo, no tenía tiempo que perder. Había tomado conciencia de mi situación: estaba unida con un hilo invisible. Salí a la calle y caminé por la avenida central, hasta llegar al final del camino. El trayecto no fue fácil porque al hilo, consciente de que ahora lo notaba, le dio por jalarme con demasiada fuerza, además se había enredado a un montón de objetos que tuve que ir librando hasta llegar a la cima de la hondonada que precede la entrada a la ciudad.
Desde ahí te vi venir con la madeja invisible en las manos y el extremo opuesto atado a tu corazón.

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