miércoles, 4 de enero de 2012

De los hechos nunca acontecidos - Eduardo Poggi


Corría el año 2311, tiempos de verdades espantosas.
Yo estaba muy borracho como para saber por qué razón cinco individuos forzaron la puerta de mi laboratorio. Se me conocía por la maestría para resolver verdades ocultas, y asumí que me buscaban por ese saber. Obviaron transferirme la información directamente al cerebro —supuse que para evitar interferencias durante la transmisión—, y me entregaron las preguntas en un vetusto aparato digital.
Después, se fueron.
Y yo partí hacia donde imaginé encontraría las respuestas.

Abrumado por la geografía desoladora del lugar, perdido el vigor y la esperanza de encontrar el rumbo correcto luego de ambular —según me pareció, siglos—, una mínima fuerza imprevisible perturbó la oscuridad del valle de la muerte, y entonces se presentó ante mí un espectáculo de aterradora magnificencia: de las entrañas de una nube, una infinita cantidad de estrellas multicolores empezaron a materializarse en la silueta de una enorme montaña.
La tierra era firme. A medida que me acercaba, se amplificaba el sonido de los pasos, la montaña mutaba: montaña con cuevas, con cavernas transparentes, túneles convertidos en ventanas, ventanas de fuego. Finalmente, un edificio moldeado en la roca viva, ventanas reflejando la luz del sol.
Un pórtico y grandiosas columnas esperaban mi entrada. Subí con esfuerzo la escalinata. El sol se puso, la oscuridad descendió sobre mí, y un acceso tortuoso, sombrío, me llevó por los recovecos de la caverna horadada en la piedra. ¡Jamás pensé que me alegraría escuchar lo inaudible! ¡Me deleitaba!
La caverna me llevó a una sala iluminada por tres intensos haces de luz: azul, verde y rojo. Dispuestos en triángulo, orientaban sus rayos hacia un consistente centro de luz blanca, centro en el cual vi a un viejo sentado en una silla, flotando lejos del piso. Me miraba fijamente con ojos esmeralda. Su expresión, llena de misterio y sapiencia, me sonreía con su boca desdentada.
—¿Quién eres, anciano? —pregunté, anhelando una respuesta.
No respondió. Acercándome al viejo, noté los párpados de cartón, sostenidos por sus ojos: dos esmeraldas incrustadas; en el centro de ellas, un orificio permitía ver la oscuridad interna de su cuerpo momificado. Estremecido, sentí la mano de una sombra apoyarse en mi hombro.
—¿Y quién eres tú? —inquirió la sombra.
—Soy un viajero —respondí tembloroso y sin atreverme a darme vuelta—. Soy un viajero perdido en el camino y en el tiempo.
—No temas. Si has llegado hasta aquí, existen razones.
Existían, sí. Sus palabras permitieron que me atreviera. Y me volví. Era mayor el miedo de darle la espalda.
Nada.
Nadie.
—¡Dónde te ocultas! ¡Dónde estás!
—No me oculto —me dijo serenamente—. Puedes oírme pero no verme. Así te acostumbrarás a no concederle excesivo valor a lo corpóreo. Ustedes tienden a lo tangible, a concretarlo todo.
—¿Nosotros? ¿Quiénes?
—Ustedes —me advirtió la voz—, tú lo sabes. No intentes engañarme.
Aun sin verlo, intuí su presencia. Tal vez sentado en su trono de marfil y en las sombras, el iluminado hereje sabía lo que yo buscaba.
—¿No eres consciente acaso —me dijo—, de que los frutos surgen dulces o amargos según el árbol que has plantado?
—¿Qué dices? ¡Hazte ver!
—Paciencia. Debes aprender a ser paciente. Si has llegado hasta aquí, vale la pena que te instruyas. Ven, pasa.
Y al decir esto, una puerta se abrió ante mí, invitándome a franquearla. Entré. Y vi una senda recta bordeada de estantes, un infinito de libros. Comencé a recorrerla. Observé el primero de la línea: “De los hechos nunca acontecidos - Tomo I”. Leí cuando la Madre Teresa no se detuvo a atender al que fuera su primer moribundo, siendo brutalmente violada una cuadra más allá. Quedé pasmado y sin aliento. Seguí recorriendo el estante perpetuo: “De los hechos nunca acontecidos - Tomo II”. Leí cuando el Reverendo King fornicó con una de sus feligresas, actitud que le permitió salvarse de morir asesinado, muriendo al poco tiempo, borracho y olvidado en un callejón de una ciudad perdida. La biblioteca se repetía, perdí la noción del tiempo. “De los hechos nunca acontecidos - Tomo MCMXLV”. Leí que Juan Pablo I rechazó una taza de té y eliminó la corrupción y el hambre del mundo. Y así seguí: Nelson Mandela vendiéndose para evitar la cárcel; Hitler muerto de sífilis antes del holocausto, y aquel muerto en una cámara de gas junto al islámico fallecido en la Guerra del Golfo, convertidos en los líderes de la paz en Palestina; Einstein ingresando al secundario y un japonés muerto en Hiroshima hablando con Yoko Ono. Llegué al más voluminoso “De los hechos nunca acontecidos – Tomo...”, imposible descifrar su número. Necesitaba una nueva oportunidad con aquel viejo sabio. Y entonces vi el siguiente, el Tomo I, y comprobé que, creyendo estar en una recta, había transitado por un círculo que me llevó al punto de partida.
La metáfora del hombre estaba allí, aguardando un tren que nunca llegaría: la degradación cotidiana y sistemática del hombre por el hombre, devorándose mutuamente, arrancándose pedazos.
—¿Qué es todo esto, viejo?
—Nuestra tarea —explicó el viejo—, es relatar lo que nunca sucede. De allí esta vasta biblioteca. En cuanto a mí, soy sólo una voz aunque creas que habito este cuerpo.
—¿Pero... sólo eso?
—¿Te parece poco? ¡Ah, tú nunca has plantado árboles de frutos dulces! Podría agregarte que felicidad y desdicha, vida y muerte, realidad y ficción son dos caras de una misma hoja de papel. Ustedes tienen toda la sabiduría pero no saben cómo usarla. Buscas respuestas para cinco hombres, y no entiendes que esta vida paralela puede ser tan real como la otra, pero las movidas no realizadas en una partida de ajedrez exceden al real movimiento. Y este es eficaz si es correcto. No es grande el esfuerzo de la elección, depende de ti. Pero es mucho el valor que debes tener para generar ese imperceptible y esencial cambio que logra transformaciones verdaderas. ¿Entiendes ahora?
Entendí que, esta vez, había fracasado.

El autor: Eduardo Poggi

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