sábado, 13 de marzo de 2010

El secreto – Gustavo Valitutti


Lo lamentaba honestamente, pero órdenes eran órdenes y esa había sido muy clara. Como soldado había cosas que él podía elegir no obedecer, pero esa no era una. Lo sabía tan bien como sus doce compañeros de unidad. El sargento había dicho que “el sapo tenía que morir” y lo había dicho mirando directamente a los ojos de Miguel. Lo peor del caso era que el “hijo de puta” había aclarado que pretendía que él cumpliera la orden.
—Tengo que saber que podés matar algo más grande que una mosca, Hernández —había dicho el mal parido mientras rascaba la cabeza de la víctima para molestarla y nada más.
El sargento Medrano, era un muchacho de poco más de veinte años con aspecto tísico y rasgos duros. Había sido criado por su padre luego de que la madre lo abandonara y tan pronto había cumplido los dieciséis años había ido a parar a un colegio militar “porque querido vos ya sos grande y papá quiere vivir tranquilo con esta chica buena que la vida le puso en el camino”.
Eso no era excusa para ser un hijo de puta, pero Hernández, que tenía treinta años y había entrado al ejército para zafar de un juicio por asesinato, si es que “matar a dos adictos de mierda puede ser considerado así. Yo creo que es limpiar un poco el barrio y nada más”, sabía que las excusas para ser hijo de puta eran todas malas. Eran excusas y las excusas por definición eran “todas malas”.
“El sapo”, como decía Medrano, era un chico muy joven que, si hubiera sido terrestre, habría tenido unos ocho años. Como todos los de su especie tenía una cara poco amable, pero la verdad era que luego de estar un par de meses en ese mundo cualquiera podía distinguir en esas caras raras los gestos dulces, la alegría, la pena o el dolor con tanta facilidad como lo haría en rostros humanos. Como fuera, ese muchacho tenía los minutos contados y lo sabía porque permanecía agachado donde lo habían encontrado y rezaba en esa extraña lengua alienígena ocultando la cara entre las manos.
—No hay nada que hacer—le dijo Hernández al chico sabiendo que entendía bien a los terrestres luego de haber crecido en un mundo colonizado.
El chico levantó la vista cansada y balbuceó: —Si me deja ir puedo decirle un secreto.
Uno de los soldados rió sin ganas, pero Hernández lo hizo parar con un gesto fulminante.
—No, no quiero oír un secreto. Tampoco quiero dispararte, pero no puedo elegir —dijo Hernández y se sintió estúpido porque sólo estaba prolongando la agonía del chico.
—Está prohibido hablarle a los prisioneros. Sus palabras son muy peligrosas. Está en el manual —dijo Macías, un soldado diminuto que había llegado en el último transporte para suplantar a Ramírez, un cabo segundo que había muerto de una neumonía contra la que ninguna medicación terrestre había podido hacer nada. Macías era enfermero pero, como Ramírez y Medrano, era un hijo de puta que lo único que quería era participar en misiones peligrosas para hacer atrocidades y cobrar una bonificación.
Más allá de las cualidades maravillosas que Hernández le atribuía, el tipo tenía razón. En ese planeta todo el mundo sabía que los aborígenes resultaban de leguas filosas y convincentes hasta lo inexplicable y el manual realmente se ocupaba de desaconsejar el intercambio verbal, pero la realidad es que Hernández se iba a prestar de todas maneras porque la orden era matarlo y si algo tan simple como compartir un secreto lo hacía pensar por un segundo que iba a salvarse, entonces lo más humano era escucharlo y simular interés y luego, bueno, que pensara que eso lo iba a salvar hasta que fuera tarde.
—Bueno, querido, a ver, ¿qué querés decirme?
El chico se paró y acercándose juntó sus manos peludas para hacer un cuenco que apoyó en la oreja de Hernández.
Los ojos de Hernandez se cerraron y abrieron incrédulos. Se alejó del niño y repitiendo el gesto que este había usado confesó el secreto a Macías que se lo pasó a González, que se lo comentó a Manfredi, que se lo pasó a Acosta y así le llegó a los doce compañeros que miraban al niño y comentaban el secreto en voz baja.
Hernández llevó al chico a un lado y lo miró serio.
—Que el sargento no te vea —le dijo, y el niño se fue alejando y no tardó en desaparecer de la vista.

http://grupoheliconia.blogspot.com/2011/01/gustavo-valitutti.html

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