A Monique y Miguelángel
Desde la ventana, Herminia mira la calle vacía, las huellas sucias que ha dejado la lluvia. ¿Se habrá mojado? En un charco puede ver reflejada la luz del vecino, la única que alumbra las losas y muros. El silencio, como todo lo que ocurre en sus pensamientos, la aterra. Su calle es un pasillo angosto donde sólo se puede transitar a pie, o en la bicicleta que Xavier siempre quiso y que ella nunca le compró. Detrás de los rombos de hierro, como buena madre, lo mantenía resguardado de todos los accidentes posibles. No se imaginó que algún día él hallaría la llave, que se escaparía aún sabiendo los peligros y horrores de allá fuera, los que ella le contaba cada noche para hacerlo dormir, sentirse tranquilo en su recámara. Tal vez no fueron suficientes los diarios, la nota roja, las fotos de atropellados que ella le fue coleccionando como estampitas en su cuaderno de dibujo. Quizá debió haberle hablado de las dos palabras. Aquellas terribles.
Xavier no había nacido todavía cuando en su cuna recién comprada apareció tallada la frase: morirás joven. No fue Dios, ni un ángel caído, decía la abuela. Tampoco la navaja borracha de su padre. Nadie supo cómo llegaron a enterrarse esas letras en aquella madera nuevecita. Herminia las lijó, les echó plastas de pintura, pegó encima una imagen del sagrado corazón. Pero ellas siguieron ahí, visibles y tercas en la cabecera del niño. A los seis meses, decidió regalar la cuna y su frase fatídica al orfanato. Compró una cama amplia, de latón, ningún mueble de madera. Pero las dos palabras se habían incrustado ya en su frente y siempre aparecían en cada gripe, cada fiebre, cada raspón de su hijo. Ella lo cuidó, lo educó en casa, lo mantuvo a salvo estos diecinueve años. No entiende qué le dio a Xavier por salir si allí lo tenía todo. Por qué se fue así, sin avisarle siquiera.
Han pasado seis horas desde que escuchó la puerta cerrarse. Ha llamado a hospitales, policía, delegaciones. Ya lo buscó por todo el barrio, entró a la iglesia, rezó sesenta avesmarías. Sólo le queda esperar ahí, mirar la calle detrás de los rombos, saludar a los pocos vecinos que llegan, como lo hacía Xavier todas las tardes.
Pasan horas, no sabe cuántas, cuando el ruido de unas pisadas la espabila. Herminia se asoma, ve a un muchacho trastabillar, detenerse en la pared, doblarse como si algo le doliera a la mitad del cuerpo. Ella le grita pero él no voltea. Sin zapatos, baja apurada la escalera. Corre por las losas aún mojadas pensando que su hijo está herido, que lo han asaltado. No se imagina que ese hombre es su esposo, borracho, como siempre, que trae la cara ensangrentada y los ojos hinchados, que no la reconocerá cuando ella se acerque y él le hunda la navaja que no se atrevió a sacar en la cantina. Herminia no sabe, no sabrá nunca que Xavier no volverá a casa, que vivirá muchos años más.
Publicado en Historias baldías http://monicaescuer.blogspot.com/
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