Estoy prisionero. La habitación, un cubo perfecto, está sumida en la más profunda oscuridad. No recuerdo cómo llegué hasta este lugar y nada sé de mis captores. Lo único evidente es que el cubo no tiene paredes, ni techo ni piso; sólo hay puertas, treinta y seis puertas en cada cara del cubo. Doscientas dieciséis puertas y una llave. Una de las doscientas dieciséis puertas puede (debe) ser abierta por esa llave, pero no tengo la menor idea de cuál de ellas, y tampoco sé qué ocurrirá cuando la abra. ¿Caeré al vacío y flotaré para siempre en el espacio? ¿Iré a parar a otro cubo idéntico? ¿Desembocaré en un pasillo que lleva a la salida? Hace horas (digo "horas" por usar una unidad de tiempo convencional; no sé cuánto hace que estoy en esta habitación) que reflexiono, tomo una decisión, la descarto y vuelvo a empezar. Tal vez la llave sea una burla cruel y sirva para abrir cualquier puerta pero, al mismo tiempo, es posible que cualquier puerta sea mi perdición, una trampa mortal. Uso el cerebro para imaginar una salida alternativa y se me ocurre algo que podría resultar fructífero: no usaré la llave. Pienso que, una vez más, voy a la casa de Margarita, la mujer que me cerró la puerta en las narices. Fui cientos de veces (doscientas quince veces), a la casa de Margarita y todas esas veces besé la cerradura. O sea que esto es una metáfora, me digo. O sea que cualquiera de estas puertas es la número doscientos dieciséis. Bien: asumo el riesgo. Arrojo la llave por encima de mi hombro y acerco los nudillos a la madera, dispuesto a besar la cerradura una vez más. Cierro los ojos, pero antes de que el golpe se haga efectivo, la puerta se abre chirriando, y antes de que me atreva a abrirlos, los labios de Margarita se posan en los míos.
Este relato me gustó en especial, tiene algo diferente que le hacer un poco mejor de los demás (en mi opinión, claro)
ResponderBorrarseguid así ;)
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