
El tirano Polícrates mandó que le llevaran tres frascos sellados que contenían tres deliciosos vinos de diferente especie. El diligente esclavo cogió un frasco de piedra negra, un frasco de oro amarillo y un frasco de límpido cristal. Pero el olvidadizo copero vertió en los tres frascos el mismo vino de Samos.
Polícrates miró atentamente el frasco de piedra negra y frunció el ceño. Rompió el sello de yeso y olió el vino. “El frasco”, dijo, “es de materia inferior, y el olor de lo que encierra me resulta poco atrayente”.
Alzó el frasco de oro amarillo y lo admiró. Luego, después de quitarle el sello: “Este vino”, dijo, “seguramente es inferior a su bella envoltura, magnífica para racimos bermejos y luminosos pámpanos”.
Pero, cuando cogió el tercer frasco de límpido cristal, lo puso contra el sol. El sangriento vino resplandeció. Polícrates quitó el sello, vació el frasco en su copa y bebió de un solo trago. “Éste”, dijo con un suspiro, “es el mejor vino que he probado en mi vida”. Y luego, dejando la copa sobre la mesa, golpeó el frasco, que cayó al polvo.
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