
Y llegó a la montaña donde moraba el anciano. Sus pies estaban ensangrentados de los guijarros del camino, y empañado el fulgor de sus ojos por el desaliento y el cansancio.
—Señor, siete años ha que vine a pedirte consejo. Los varones de los más remotos países alababan tu santidad y tu sabiduría. Lleno de fe escuché tus palabras: "Oye tu propio corazón, y el amor que tengas por tus hermanos no lo celes". Y desde entonces no encubría mis pasiones a los hombres. Mi corazón fue para ellos como guía en agua clara. Mas la gracia de Dios no descendió sobre mí. Las muestras de amor que hice a mis hermanos las tuvieron por fingimiento. Y he aquí que la soledad oscureció mi camino.
El ermitaño le besó tres veces en la frente; una leve sonrisa alumbró su semblante, y dijo:
—Encubre a tus hermanos el amor que les tengas y disimula tus pasiones ante los hombres, porque eres, hijo mío, un mal actor de tus emociones.
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