miércoles, 30 de abril de 2014

La espera - Isabel María González




Existen también lugares como éste: círculos rotos. Con cuatro oberturas para entrar en ellos, para salir o para quedarse siempre. Nadie se queda para siempre. Ni siquiera yo.
El círculo concentra agua, como todo. Siempre regresamos al agua. Pero ésta es sumisa, estanca, verde. Es hermosa. ¿Qué miras? pienso. La tórtola que bebe en la isleta de piedra que marca el centro, ladea su cabecilla interrogante, se percata de mi presencia y estudia las posibilidades que tiene de permanecer un poco más de tiempo para acbar lo que ha venido a hacer. Puedes hacerlo, soy inofensiva. De momento.
Yo también lo hago y nos aguantamos la mirada. A ver quién puede más. Cada una a lo suyo. Yo estudio las curvas envolventes de este lugar redondo. Tú, bebe. Desde el banco en el que me senté hace un rato, en este espacio que me rodea literalmente, me como con los ojos el puente de madera que lo cruza y los otros siete bancos vacíos, inquietos, ellos también te esperan. Mi vista gira despacio deteniéndose en los detalles que a su vez, en sentido inverso, despacio, también giran. Todo vuelve a su sitio. Todo se encuentra.
Alguien soñó aquí una cápsula del tiempo, una pequeña arca con un poquito de todo, no sea que mañana nos traicione la memoria y no sepamos lo que era un pino, un ciprés, un olivo, un falso naranjo, otro pino, un chopo, más pinos, otro olivo. Me estoy mareando. Dos farolas de copa redonda y blanca. El estanque, el puente, la isleta de piedra, la tórtola. Ya no me mira. Quizás piensa que formo parte de la cápsula, una mujer quieta, ladeando la cabeza, estudiando las posibilidades que tiene de permanecer, la paciencia de esperarte. Puedes venir. Soy inofensiva. De momento.
Y llega. Y está cambiando el tono de las cosas. Siento su calor débil de finales de invierno y veo esas luces rojas que se ven con los ojos cerrados. Ahora sí, ya siento la piel, percibo mi sonrisa, suspiro satisfecha.


Acerca de la autora:  Isabel María González

El día y la noche - Jesús Ademir Morales Rojas



Cual si se tratara de una cósmica dialéctica, el día y la noche se implican en una dinámica perenne. Cada día, en su festín de lucidez, precisa de una noche estimulante, que seduzca sus ínferos hasta el delirio. Cada razonamiento se alimenta de un enigma y cada argumento de un capcioso dilema.
Feliz de aquel que puede iluminar sus secretos con la diurna voluntad de lo material, puesto que así devela inasibles regiones de sombras por explorar. Dichoso quien se adentra en la negrura de la noche, para redescubrirse diferente en cada nueva alba.
Ciertos seres parecen orientados a explayar sus potencialidades en la rotundidad del día, otros, en cambio, en la ambigüedad de la noche. Optar por uno de estos horizontes, es decidirse por la ruta que nos llevará más remotamente en nuestras particulares lejanías.
El amoroso combate del día y la noche es crisol de destinos, en donde el mundo halla un extravío liberador. De esta ambivalente regularidad, parten todas las incertidumbres vivenciales, espacios para construirse un ser-libertad y más.
No tiene otra fuente que el día y la noche, la diferencia, esa vía de alteridad en donde las cosas se vierten en existir.
El día y la noche sostienen un secreto coloquio, en el cual el azar queda disimulado en un lúdico intercambio de luz y de tinieblas. Interpretar el sentido de esta comunicación fundamental, es como el culminar glorioso de cada ocaso, como la entrega que hace de sí el primer brillo de la aurora.
Cual si se tratara de un primordial silogismo, el día y la noche se justifican en infinita operación. Cada noche, en su aquelarre de misterios, añora un día liberador que le haga descubrir su verdad del todo, más allá de todo.

Acerca del autor: Jesús Ademir Morales Rojas

domingo, 20 de abril de 2014

El haiku - Sergio Fabián Salinas Sixtos


Una tarde, nos reunimos Ulises Luna, Pepe Daconte y yo en el Café Ik de la calle Independencia. El aroma a café tostado y el chocar de tazas de las mesas vecinas, incitaron a Daconte a contar una de sus historias de detectives —tenía dos años retirado y aún no lo abandonaba la nostalgia—, sin dejar de garabatear en su libreta caricaturas de las personas que ocupaban las mesas vecinas dijo: —Voy a contarles algo que sucedió hace años, llega la idea, ya que no puedo quitar la vista de la portada del libro que lee la joven a la que estoy retratando. Miré el dibujo, no era malo, pero a veces Daconte exageraba con sus pretensiones artísticas. El libro de la joven era una antología de haikus clásicos japoneses: Issa, Buson, Shiki y otros. —En 26 de septiembre de hace cuatro años —comenzó Daconte—, recibí una llamada urgente de mi jefe, habían asesinado en su departamento a la prestigiosa poetisa Xóchitl Guadarrama, tal vez recuerden el caso, la prensa amarillista hizo un escándalo del homicidio. —Lo recuerdo, se descubrió que fue un crimen pasional más no tenía idea de que estuviste involucrado en el caso —dijo Ulises Luna. —Las consecuencias del crimen me tienen sin cuidado —dijo Daconte haciendo una mueca de desdén—, lo interesante, es que se cumple aquel viejo refrán: "genio y figura hasta la sepultura". Aquella mujer: escribió libros de poemas, acaparó premios literarios y vivió la poesía hasta el final de su vida. No soy una autoridad en el tema ni mucho menos, pero sé distinguir entre el trabajo de un aficionado y un profesional en casi todos los campos útiles para mi profesión. —Daconte haciendo gala de su terrible modestia, hizo una pausa teatral mientras cerraba su libreta de apuntes y apuraba su café con leche, pidió uno más a la camarera y prosiguió: —Me dirigí al conjunto urbano Nonoalco Tlatelolco, al departamento 576 del edificio Cuauhtémoc. Los policías de a pie con los que me encontré estaban desconcertados por la evidencia encontrada o mejor dicho por la falta de evidencia; la poetisa había sido apuñalada y no había rastro de lucha en el departamento, ni arma homicida. La única pista palpable era un pequeño poema escrito, con la propia sangre de la víctima, a un lado del cadáver. Todo hacía suponer que la poetisa había escrito esos versos, quizá como testamento literario. Algunos de mis compañeros lo pensaron así. Soy escéptico en todos los campos por naturaleza y rechacé la idea desde un principio, aunque la letra era errática y temblorosa había algo que no cuadraba. En la biblioteca de la poetisa, como es de suponer, estaban sus obras completas; revisé cada uno de los libros y leí los poemas; eran cantos al amor, la esperanza y a la vida. No estaba presente la métrica que desde pequeño me enseñaron en la escuela, todo el trabajo de la poetisa era prosa poética. —¿Había una diferencia con lo escrito en el piso? —pregunté tratando de recordar alguno de los poemas que sabía de memoria. —Sí, era un haiku, ya saben: pequeños poemas compuestos de tres versos que describen la naturaleza —contestó Daconte señalando el libro de la joven. —Es extraño que una poetisa que escribió prosa poética toda su vida decidiera escribir un haiku en sus últimas horas —dijo Ulises Luna mirando el libro de la joven. —Lo mismo pensé, leí con atención el haiku y dirigí a los policías de a pie a detener al asesino —dijo Daconte con satisfacción. —Espera, espera. ¿Quieres decir que estaba escrito en el haiku la identidad del asesino? —pregunté incrédulo. —Claro que no, la vida no es tan simple amigo mío; quiero decir que el asesino quería que lo descubriera y dejó todo a mi disposición —contestó Daconte con una sonrisa burlona. Miré ofendido a Daconte, mientras éste ordenaba su tercer café con leche. Daconte prosiguió sin darse por aludido: —El haiku era de lo más vulgar y decía: Observa el cuerpo fue próxima la muerte sigue los versos. —No entiendo —tuve que admitir. —Está claro —apuntó Daconte sonriendo. —Tampoco entiendo —secundó Ulises Luna frunciendo el ceño. —El haiku amigos, es un poema breve, una reflexión poética de la naturaleza o la vida cotidiana y sólo lo estructuran tres versos; para llamarse haiku, se necesita que el primer verso sea de cinco sílabas, el segundo de siete y el tercero verso de cinco sílabas. 575; el número del departamento del homicida, era el vecino, el amante despechado. Encontramos el arma homicida y al sospechoso que aún no se deshacía de la evidencia. —Daconte terminó su tercer café con leche y ordenó la cuenta.


Acerca del autor:  Sergio Fabián Salinas Sixtos

Para una teoría del vacío - Cristian Mitelman


Me observa con ojos donde la fiebre, la locura y el sueño convergen. Está tirado en la vereda; lleva un traje antiguo, como robado de una fiesta de pueblo de hace décadas. Hay viejas lluvias en ese traje. 
–Señor –me dice–, entrégueme por favor esta carta. 
Sus palabras son lentas. No alcanzo a distinguir si es un pedido, un ruego o (¿por qué no?) una orden. Me alcanza un sobre amarillento. Lo coloco en mi portafolios, entre los cientos de papeles que llevamos los profesores. Para tranquilizarlo le digo que sí, que está bien, que apenas salga del trabajo llevaré su carta. 
No me dice a quién. Tampoco se lo pregunto. 
Pasan los días. Una tarde, mientras me dispongo a corregir unos exámenes, reencuentro el sobre. Sonrío. Lo dejo a un costado. Una hora más tarde, después de enmendar el enésimo ejercicio de Lógica, empiezo a pensar en él. 
Salgo a la calle, pero sé que ya no voy a encontrar al mendigo. 
Vuelvo. No me animo a abrirlo. Sé que allí hay un papel que debe de tener una confesión que me excede. Sé que esas palabras guardan las claves de una vida. 
Para tranquilizarme, coloco el sobre en un libro. Es una medida absurda. Pasan los días y sueño con cartas infinitas, con hojas fantasmales que cruzan los distintos pueblos del país y nunca llegan a tiempo. Comprendo que todos los libros de mi biblioteca giran en derredor de ese tomito que contiene la carta. Giran como estrellas en derredor de un vacío que, sin  prisa ni pausa, los devora. 
Comienzo a escribir esta carta para que alguien la entregue a un destinatario que no conozco.

Acerca del autor: Cristian Mitelman

viernes, 18 de abril de 2014

El canto - Silvia Milos




Nos habíamos acostumbrado a las sirenas. El canto llegaba desde la profundidad del cielo azul.
Más allá de las tremendas nubes esperábamos oírlas para compensar el fastidioso viaje de ida y vuelta, una y mil veces hacia Kronos. Ninguno de nosotros las había visto, sin embargo siempre, cuando pasábamos por la estación 4 ellas comenzaban a llamarnos. Los mismos nombres de siempre, que no eran los nuestros, sino de viajeros anteriores. ¿Qué querían de nosotros?, imposible saberlo, sólo que esos seres celestiales e imperceptibles estaban allí, lejos, o muy cerca.
Sin embargo en un trayecto de esos, tan circulares y repetidos, acertaron al cantar mi nombre. Fue tal la fuerza de sus gargantas que traspasaron mi casco. Desesperado miré a mis camaradas, ellos parecían no escucharlas, y yo que no aguantaba más el dolor y la angustia, tirè de la escotilla y salí a buscarlas. Sentí alivio, nadando entre los restos de basura y las estrellas, más ellas de golpe, cesaron su canto. Giré para ver la nave, que definitivamente se había ido, di vueltas en espiral tratando de alcanzarla, pero una mano fría, casi congelada atrapó mi mano.
Así logró inmovilizarme, como un veneno. Lentamente me desintegré entre sus brazos, y morí de amor.


Acerca de la autora:  Silvia Milos


Sentencia previa - Marcela Guttilla




Él se le había parado enfrente, casi pecho a pecho, con la mirada altiva, sin inclinar el mentón, la pera sobre su ceño, implacable la mirada, sin gesto ni expresión. Seguro de sí mismo y de su billetera, amedrentando a la que era su mejor empleada, ante sus compañeros expuso “su verdad”, llevado de calumnias quién sabe de qué bocas, aquellas que la envidia no conoce piedad. Le dijo con dureza:
-No hubiera imaginado, ni hubiera presumido, que una cosa así viniera de usted niña, que en esta empresa a mí me costó llegar arriba, y no voy a permitir romances de pasillos, entre los empleados que lamen mi  bolsillo. Aclaro no me importa cuáles son las razones por las cuales usted ande detrás de pantalones, sólo que ésta sin dudas, es “Mi Empresa”, y sáquese esos aires de diva de la cabeza, no vaya ser que un día se encuentre en la calle, vacíos los bolsillos, y en la mano un telegrama, que apenas si le den a usted la puerta para salir a vuelo de pájaro sin nido. Advierta señorita que mucho he contenido, el que era mi lenguaje en tiempos de juventud, pero es necesario, sin duda a usted decirle, si me permite, al oído… (-nos vemos en el café, y lo damos al olvido!).
La acosó al oído sin perder un minuto, y como uno más aprovechó la situación, para hincar el diente a aquella señorita, el señor muy prudente y de mucha dignidad. Ella miró esos ojos, que sin querer sonreían, sarcástico el hombre, como no había muchos, lo miró con desprecio y se apartó de él. En ese mismo instante, llevado por la ira, su jefe la miró y levantó el dedo, mostrándole la puerta pidió que se marchara, y le dio la segunda sorpresa de la tarde: el lance acosador y despedida ingrata.
Se sintió desplazada por ese dedo que, sin juicio ni palabras, la puerta señalaba. Privada su defensa de grandes impiedades, jugados su destino, su honor y su imagen, de pie y sin moverse, pronunció este relato:
-En mi vida, hay tres Valores que no son negociables: mi Fe, mi Dignidad y mis Afectos. Esta es la trenza que voy entretejiendo a medida que va surgiendo cada situación, cada paso en el camino. No es fácil encontrar un equilibrio, a veces esa trenza se afloja en un extremo, se tensa en el otro, y para colmo yo, ni astuta ni atenta, suelo descuidarla, y a veces se enreda. La amarro firmemente, la tomo, la entrecruzo, y puedo ver que cuando sostengo a una, las otras se acomodan, se amoldan, se adaptan, y así puedo experimentar lo bella que puede ser la vida en armonía, de una trenza bien armada, con lucha y sacrificio: los hilos conductores que enlazan mis acciones, la trenza de mi vida: mi Escala de Valores.
Y sin mediar más palabras, se fueron sus tacones. (Es que una persona justa, no acepta Sentencia Previa, de quien con tirana soberbia, se erige como juez).


Acerca de la autora:  Marcela Guttilla

Reciclado - Lucila Adela Guzmán




Ángel Gomez sondea en el basural cercano al cinturón ecológico. Cuando descargan los camiones él se apura para sacar de entre las inmundicias algo que le sirva para vender, las latas por un lado, las botellas por el otro, incluso separa algo que limpiándolo un poco podría quedar apto para comer .Ángel separa diarios .Sí, diarios, (todavía hay gente que no aprendió a separar el papel de la basura). Una bolsa llena de revistas asoma bastante limpia al borde de su zona. Su zona esta delimitada por una banda de chicos que simulan haber perdido su humanidad entre la basura En cuanto Ángel va por la bolsa, uno de los chicos lo mira con furia mostrándole una pequeña navaja, un rayo de sol mañanero rebota sobre la hoja de metal y lo encandila lo suficiente como para disimular su cobardía. Los odia. Al proteger sus ojos del resplandor advierte que más arriba, casi llegando a la cima del basural, hay un cartel entre los escombros. Trepa la montaña y sonríe ante el hallazgo, es una pizarra de estas modernas donde se escribe con marcador y de lo mas gracioso fue para él, leer lo que allí estaba escrito. No sin dificultad leyó descifrando algunas letras borroneadas “El ser humano pierde alrededor de un millón de células muertas por día”. Al menos el sabía leer, no como esos animales de allá abajo que no habían aprendido ni a escribir sus nombres, pensó mientras miraba triunfalmente la pizarra .Lo que no sabría Ángel es que en es mismo instante sus células muertas exaltadas por la noticia que él acababa de leer harían algo impensado .El olor del metano se hacía a veces insoportable incluso para él cuya nariz, hacía mucho que ya había pasado el umbral de captar lo nauseabundo. El pensaba que, gracias a dios, su olfato estaba adiestrado, pero hoy, hoy no se podía aguantar, Ángel decidió bajar y poner su tesoro a resguardo junto a las demás cosas que había apartado, así lo hizo mientras calculaba a cuanto podría vender la pizarra, que parecía estar en perfecto estado . Los muchachotes de la banda de miserables lo vieron empacar y burlándose de él, imitaban los movimientos de las gallinas otros gesticulaban amenazas para con su cuello. Él se marchó deseándoles la muerte, sólo para no tener que encontrárselos al día siguiente
En un surco de huellas que habían dejado las raídas botas de Ángel se formó un rió sulfuroso. Allí, fuera de todo orden conocido sus células muertas esparcidas recordarían tiempos mejores, dando así, resucitadas, inicio a una nueva especie. Una especie de apariencia abominable que germinó en medio de la inmundicia y de un efímero deseo de venganza. Al día siguiente Ángel Gomez llegó al basural bien temprano y trabajó tranquilo, la pandilla que lo acuciaba todas las mañanas no apareció, ni ese día ni nunca más.


Acerca del autor:  Lucila Adela Guzmán

miércoles, 16 de abril de 2014

¡Hay cada gaucho en la pampa! (dicho pampero para indicar que se encuentra todo tipo de gaucho en la pampa) – Héctor Ranea


No pasó nada ese once del once del once a las once y once. Los paisanos alzaron sus copas para pedir más ginebra no para brindar. El del Bar “Sin Final” satisfizo al toque. Entonces entró el tape Gorchs gritando desaforado:
—¡Ta que lo tiró e´ las patas! ¡No pasó nada, che!
El reloj dio las once campanadas en el Bar “Sin Final”. Los paisanos hicieron un gesto que hubiera pasado inadvertido a todos, menos al galenso que servía, quien rápidamente comenzó a servir ginebra para todos. El minutero avanzaba con el distintivo ¡clak! de la aguja. Al llegar a los once minutos, pasadas ya al menos dos manos de ginebra, los paisanos miraron al cielo a través de la ventana decorada con las letras del nombre del bar. Cada uno contó once segundos como pudo (algunos contando elefantes, otros chingolos, otros, simplemente, parejeros) y se encogieron de hombros al comprobar que no pasó nada ese once de noviembre del año dos mil once. Todos alzaron la copa, más que para brindar, para pedir más ginebra, cosa que el del bar apuró a satisfacer. Entonces entró el tape Gorchs, de los pagos de Caja de Libros Usados, gritando con voz estentórea:
—¡Ta que lo tiró e´ las patas! ¡No pasó nada, che!
Del susto que se pegó más de uno, hubo que gastar más ginebra nomás para revivirlos, por más que sigue pasando.

Autor (texto e ilustración):  Héctor Ranea

Estereotipos - Fernando Andrés Puga



—¿Te acordás de Alfredo, el calentón?— preguntó mi entrañable amigo Carlos, el bromista, a poco de iniciar nuestra conversación telefónica después de tantos años.
—¡Claro que sí! ¿Te acordás cuando le sacabas la mochila y le revolvíamos todo? ¡Cómo se ponía el hijo de puta! ¿No me digas que lo volviste a ver?
—Sí y por eso te estoy llamando. ¿Estás sentado?
—Sí, ¿por qué?
—Porque resulta que el calentón se enfrió y estoy buscando a la barra de entonces para acompañar a la viuda que no es otra que Alicita, aquella chica tan fresca que se paseaba oronda por la plaza los domingos por la tarde y nos tenía a todos embobados. Tenemos que ayudarla, pobre mina, quedó sola y con tres pibes.
—¿Alicita? ¡No me digas! Así que se la ganó el calentón.
—Y claro. Fue el único que pudo soportar tanta frescura. Pero ya ves, terminó ganando ella la guerra térmica y ahora la guacha es de una tibieza irresistible. Así que te imaginarás que no la puedo dejar escapar. Tengo que ganarle de mano a Tito, el picaflor, que sigue tan mujeriego como siempre. ¿Me vas a dar una mano, no?
—Sí, cómo no, contá conmigo. Voy para tu casa.
Y colgué el teléfono con la imagen de Alicita en mi cabeza. Yo, el timorato, seguramente me quedaría otra vez sin el pan y sin la torta, frío y seco como un palo de escoba.

Sobre el autor:  Fernando Andrés Puga

domingo, 6 de abril de 2014

Ella y él - Ana Caliyuri


El pertenecía a una casta reconocida . Para el barrio un “sangre azul”, un “paladar negro”; un privilegiado. Así lo demostraba su aspecto cuidado y hasta los rebuscados modales parecían indicar su clase y la educación recibida El caso es que nada es exacto y por más que su familia tuviese antecedentes “linajescos”; él se enloquecía cada vez que veía pasar a su vecina. Bah…creyó que era su vecina, pero en verdad , era una desmadrada; sin casa ni nadie que la sustentase. Ella se lo hacía notar. Cada vez que podía hacía gala frente a él de su libre albedrío. Él, visiblemente turbado, prefería acostarse a dormir. Dos meses fue demasiado tiempo para esperar. Una hermosa noche de luna llena, la casa se colmó de invitados; era el cumpleaños de Sara. Pero a él, nada le importó esa noche. Salió a la calle, con cierto nerviosismo caminó a lo largo de la cuadra, una y otra vez, cientos de veces, incontables veces. Luego, ya exhausto; la esperó pacientemente. Ella lo vislumbró desde la esquina. Con una loca carrera y en cuestión de segundos, estuvo junto a él. Juguetearon , se olfatearon, se aparearon. Después de todo ¿ a quién le podía importar que él fuese un Samoyedo y ella tan sólo la loquezna perra callejera?

Sobre la autora:  Ana Caliyuri

Una visita inesperada… - Xavier Blanco


No me diga que le explique por qué, ni siquiera cuándo, ni me pida dónde. No pregunte, no hay respuestas. Estoy aquí, eso es lo importante. Es normal que usted tenga miedo, que se sienta extraño. No me mire así: sí, claro que me conoce. Soy sus sueños, sus recuerdos, sus mentiras, sus anhelos. Su pasado. Puede que llegue a ser su futuro. Soy lo mejor de usted, y lo peor también. Ahí, envuelto en su piel, estando sin estar, pasando desapercibido. No se proscriba, no tenga miedo: mi voz es su voz que resuena como un eco, como cantos de sirena. Soy la ira, la envidia, la lujuria, la pereza, la avaricia, sus mentiras. Pero también la ternura, el amor, el deseo, la verdad. Quizás se le ha escapado el tiempo y ya no pueda regresar a la vida. No me espere, volveré: usted y yo hablaremos. No le quepa duda. Tal vez las certezas se han caído y han de caer del todo sin duda alguna.Vale.

Este relato tiene truco, acaba con la última frase de una novela muy conocida, insustituible, infinita diría yo. Seguro que sabes que novela es ¿lo intentas?. Te daré una pista, en algún lugar se escribió....

Tomado del blog: Caleidoscopio 
Sobre el autor: Xavier Blanco

viernes, 4 de abril de 2014

Eugenia: Intro - Isabel María González



Eugenia, una mujer desnuda (sin banderas), atada de pies y manos (lazos de seda), amordazada (sin palabras), una venda en los ojos, sola (muy sola). Martín, un hombre apuesto (solo), de mirada tierna (muy solo), abre la puerta, entra (a veces) y la seduce (siempre). La acaricia despacio con amor, con dulzura, con deseo (vencido) y cuando tiene entre sus manos su cuerpo rendido al placer (ausente), la desata lentamente: primero la boca, sellando sus labios con un beso (infinito), después sus manos que le acarician ya (urgente), por último sus piernas que ella separa, (ofreciéndose).
Ambos se entregan a una locura ascendente y al llegar al séptimo cielo (ingrávidos), plantan su bandera: la del amor, la del sexo, la de la vida. Rendidos y exhaustos se duermen abrazados el uno con el otro, allá tan lejos.
Al cabo de unas horas (no me olvides) la mujer despierta desnuda (sin banderas), atada de pies y manos (lazos de seda), amordazada (sin palabras), una venda en los ojos (permanente), sola (más sola).
Eugenia mira el espejo con recelo, no suele hacerlo, le asusta encontrarse con esa mujer vestida y libre que la mira extrañada, y a la que tiene que lavar los dientes, peinar y pintar un poco para ir al trabajo cada mañana. La otra se quedará esperándole, por si viene.

Sobre la autora: Isabel María González

El puente - Jesús Ademir Morales Rojas



El Che Guevara guardó su pipa, y fue con Pedro Infante hacia el puente. En el rojocielo las esferas sollozaban. Y las fauces del firmamento sonreían.
—No te pierdas— solicita Frida. Y a continuación se encoge en su silla de ruedas y se cubre el rostro con las manos. Hitler la consoló, besándole las negras trenzas.
Neruda había aguardado a sus compañeros, tras indicarles el momento para intentar cruzar el puente, hacia la otra orilla del precipicio, en donde sólo eran verdinieblas.
Cuando habían avanzado la mitad, las esferas en el cielo principiaron a rozarse, humedecerse, y asperjar la arenazul infinita del lugar, con humeácido.
Las fauces del firmamento se abrían. Pedro Infante agitó el charrombrero a sus compañeros advirtiéndoles.
El puente se contraía cual lengua de mariposa inmensa.
Presto regresan, pero en un instante Neruda y Pedro Infante cayeron a las tinieblas. Casi al llegar, el Che Guevara tendió la mano a Hitler, pero el peso del revolucionario hizo resbalar a Adolf y juntos se precipitaron al vacío.
En el cielo, las trémulas fauces vomitaron varias bolsas de líquido ambarino.
Al caer reventaron y de la viscosidad se incorporó un nuevo Che, otro Neruda y un Pedro Infante.
Se acercan entonces a Frida (al precipicio). Las esferas levitan calmas, sollozando. El puente se extiende con delectación. La boca en lo alto, se cierra. Dientes.
(…Frida retira las manos del rostro y musita entre lágrimas-sonriendo-despiadada…)
—No te pierdas…

Sobre el autor:  Jesús Ademir Morales Rojas

miércoles, 2 de abril de 2014

Cuidado con el golpe de calor – Héctor Ranea



—No; perdoname. No me gusta hablar de estos temas en el bondi. Perdoname. Esperá y vemos después.
—¡Pero no seas gil! Si justamente esa es la idea, pichón. ¡Esa es la idea!
—No te entiendo, me parece que no te sigo.
—¡Pero sí, gil! Lo que se usa es hablar de los problemas de uno por el celu. ¿Para qué te creés que se usa ese telefonito?
—Pero no quiero que todos en el bondi se enteren de que tengo esta enfermedad o estos problemas financieros del carajo que me estás comentando. ¡Y mucho menos de que no se me…!
—Fijate la cara del que tenés al lado. ¿No se hace el dolobu? ¿No se ríe?
—Sí; la verdad que sí. Y me molesta como el carajo. Después de todo…
—¿Ves? Todos escuchan para simpatizar con vos. Si se están riendo es para que te animes. Se llama transferencia de angustia. Hay quienes son muy buenos en eso. Te gastará un poco de tarifa telefónica, pero te ahorrás unos buenos mangos en shrink.
—¿En qué?
—En shrink, en terapeuta de la parte de arriba.
—¿Psicólogo? ¿Por qué lo llamás así?
—¡Qué sé yo! Todos lo llaman así ahora. ¿No ves tele, gil?
—Bueno. Te decía que no me interesa, por favor esperame que te llamo yo en un rato.
—No seas gil, te repito. Contame cómo vas a hacer para pagar esos empleados en negro.
—Pero ¿cómo pretendés que hable de eso en el bondi? ¡Estás de remate! Mirá si voy a decir que la Recaudadora me tiene contra las cuerdas, porque me olvidé de anotar tres tipos y dos mujeres.
—Contame la cara de los del bondi.
—Están preocupados.
—¿Ves, lo que te dije? ¡Zarpado, no! Están siendo transferidos.
—¡Esperá que una chica se tiró del bondi! ¡Uy!
—¿Qué estaba leyendo?
—Dejó un libro de Cioran, poemas y una novela de un tipo con apellido raro…
—Me parece que lograste una marca mundial, flaco. Contame más de estos mejunjes que tenés que hacer con las cuentas para que no te pesquen.
—Bueno, mirá. Tenemos esos en negro que hay que blanquear de a poco. Tengo los de Narcóticos atrás de las pistas, pero te juro que no tengo nada que ver.
—Como tu abogado, te pido que lo recuerdes siempre a eso. Vos no tenés nada que ver. A propósito: qué pasa ahora.
—No; arrancamos. La chica se estroló contra otro bondi, pobre. Ahora hay un joven que me mira fijo y parece que… ¡se desmayó! ¡Le sale espuma por la boca!
—¡Sos un genio! Lográs lo que nadie. Ya van dos. Seguro que ese se mandó cianuro.
—Tenés razón. Hay un olor especial…
—¡Claro, almendras amargas! Ahora contame del cumpleaños de tu hija.
—¡Ah! ¡Salió fenómeno! Un cumpleaños espectacular. Salieron todas las cosas bien, parece mentira. Ella, contentísima. Te imaginás. ¡Uy! ¡La viejita del fondo empezó a bailar!
—Lo dicho, pichón, estás transfiriendo bárbaro. Sos un fenómeno. Venite para casa y escribimos un cuento con esto.
—Bueno. Voy para allá, preparate algún trago.
Pero entonces el colectivero paró el bondi, se bajó a tomar una cerveza y dejó a todos arriba del coche, al calor matador del centro. Nuestro hombre del celular murió de golpe de calor. Pocos derramaron una media lágrima por el hijo de puta.

Sobre el autor: Héctor Ranea

Cuento de nunca acabar - Héctor Ugalde


Era un cuento de nunca acabar.
Comenzando con que no se decidía sí iniciar con el clásico "Había una vez", con el "Érase que se era" de gran abolengo y tradición, o con un principio moderno, corto e impactante.
Además el tema aún no estaba definido, ni tampoco el estilo. Podría ser de misterio, romántico, de terror, para reír, para llorar, para pensar, histórico, tradicional, futurista, infantil, para adultos... ¡o todo a la vez!
Y cuando creía que todo se aclaraba y resolvía, entonces la trama se enredaba, se desenredaba y se volvía a complicar volviéndose un embrollo.
Aunque decían que la historia no tenía pies, ni cabeza, ni panza, ni lengua, ni orejas, realmente tenía muchas, tal vez demasiadas...
Los personajes estaban desesperados porque de un momento a otro tenían que cambiar de papel, de ánimo, de edad y hasta de sexo, sin que se estableciera en concreto cuántos y cuáles serían los participantes.
Finalmente no había consenso en cómo terminaría la historia o sí resultaría con un final abierto.
Era la historia de todos nosotros... los que fuimos, los que somos y los que seremos... O sea: la misma historia de siempre.


Acerca del autor:  Héctor Ugalde

Fulgencio abandonado - Cristian Cano




Se agacha y la panza le cuelga. Las bolsas repletas de latas se le caen. No desperdicia un vaso plástico, no señor. Sirve para la noche, cuando está más solo. Dice que cada objeto mundano ciñe el sentido, eso o pegarse  un tiro. Los ojos pardos, blancos y nevados de frío, de piel dura, de indiferencia, de todo. Levanta el vasito y lo observa. Mira adentro, quiere saber si está lindo para usar. Fulgencio no desea nada de nadie. Es más, da miedo orbitar en su mundo. Se convirtió en un trozo de madera hosco, en un ermitaño del más acá: ese lugar cerquita al que ninguno va. El más acá de Fulgencio, el mal que lo mata. Mundo-Fulgencio. Lo sobrante de la gente. Limpia el vaso de cumpleaños con una telita y regresa a lo suyo, la nada. ¿O todo? El Emperador y el vasito. Lo complejo desvalorizado. La vida sencilla que destroza todo lo otro. Carne con tierra. Las personas le pasan por un lado como mundos indistintos: inerciales realidades en una Teoría de membranas. Si se miran, el Big Bang. Gente membrana. Pero no importa, la estupidez sale cuando él refriega bien con el trapito: la mirada nublada de lo verdaderamente existencial.


Acerca del autor:  Cristian Cano