lunes, 31 de marzo de 2014

Las palomas cluecas deliran arañas lampiñas - Héctor Ranea




En algún lugar, lejos de todo, Kerschwin se encontraba primero en la noche más siniestra y pasó a la luz sin solución de continuidad. Despertar no fue agradable, menos así sobresaltado. Pero no pudo incorporarse como de costumbre. Tenía atado de alguna forma el torso a una cama y tanta luz le cegaba de forma completa.
No que estuviera soñando algo mejor que lo que tuvo al despertar, pero a los pocos segundos pensó que era mejor seguir dormido. Con lo poco que pudo mover su cuello vio que sus piernas se perdían en una asombrosa luz blanca y aparecían debajo del atuendo que le habían puesto como garras de araña o de cascarudo o langosta o avispa. Sólo que no volaba.
Se calmó pensando que volaría. Kerschwin sabía que podía volar y que por eso deberían haberlo sujetado. Debía ser por eso. Maldita policía.
Escuchó la voz que estrujaba su garganta:
—¿Me oye Señor Kerschwin? ¿Me puede decir su nombre?
—¿Kerschwin? —dijo Kerschwin.
—Su nombre de pila, el año de su nacimiento, su domicilio, por favor.
—Señor Francis Kerschwin, nací en 1950, vivo en la Suite 1015 de Fairmont, en San Francisco, California.
La voz atronaba.
—Tenemos que llevarlo más rápido. El ACV progresa demasiado rápido.
—San Francisco —repitió desesperanzado Kerschwin.
—¿Recuerda cómo llegó a Bolivia, caballero? —atronó la voz.
—Las palomas o los murciélagos —balbuceó K.
—No hay caso. ¡Felipe! ¡Por favor apúrate o perdemos al yanqui!
Felipe hacía lo que podía. La ambulancia casi volaba por el empedrado.
—¿Me puede decir qué día es? —volvió la voz.
—Es el día viernes. Agosto —K dudó un instante—. Sí, agosto —confirmó.
—¡Felipe, el señor se nos va! —y a K—: ¿Me repite su nombre?
—Me dicen K. Soy un pseudónimo.
La ambulancia llegó a la explanada del Hospital. Lo recibieron con mucha premura. Estaba pálido y sus manos parecían arañas a punto de saltar sobre las moscas.
—¡Soy un pseudónimo! —gritaba K—. ¡Esto no me está pasando!
—Bienvenido al espejo, entonces, le dijo una voz femenina muy familiar y aterciopelada.
De pronto, el bullicio se desvaneció; la luz se fue diluyendo como leche en el agua; los ojos de K se hacían de gelatina azul; las manos que lo sujetaban se congelaron en un gesto de custodia inútil; se pudo incorporar mientras un enfermero se iba transparentando como pez de agua y en la turbulencia se oía la voz de los altoparlantes que gritaba:
—¡Atención! ¡Atención! El pseudónimo de Kerschwin es real. Somos nosotras las imágenes. ¡Atención! ¡Atención!
Kerschwin se sentó mejor al piano. Acababa de tocar un movimiento de su Sonata para piano. El público había enmudecido de emoción y algún aplauso suelto lo trajo al escenario. Respiró. Empezaba el segundo movimiento: “Ragnatela traslucida”.


Acerca del autor:  Héctor Ranea

Breve saga del hombre en la tierra - Luis Benjamín Román Abram




"Cuando se dijo por primera vez que el solpermanecía fijo y que el mundo giraba, el sentido común de la humanidad declaró la doctrina falsa; pero el viejo dicho vox populi, vox Dei, como todo filósofo sabe, no puede ser confiado a la ciencia." Charles Robert Darwin (12 de febrero de 1809 — 19 de abril de 1882), biólogo británico que sentó las bases de lateoría de la evolución a través de la selección natural.

  Se inició hace seis millones de años, en un recóndito valle del este del África, necesitó de la coincidencia de miles de factores y muchos aseguran que fue la victoria del soplo divino.
  Esa especie evolucionó, mientras que otros homínidos se iban para siempre. Estaban acostumbrados a dar cara, y salir adelante, ante cualquier amenaza a su sobrevivencia. Esto último hasta el año 2280, cuando la ingeniera militar Juliana Díaz, perdió el control sobre un experimento que realizaba. Un arma dirigida a erosionar los telómeros, y dejar a los cromosomas tan inestables que la enfermedad dominaría al enemigo.
  Los teléfonos rojos del mundo funcionaron a la perfección, a los pocos segundos del incidente, se lanzó un campo magnético para contrarrestar el daño. La humanidad volvió a sentir la piel de gallina, aunque no sabía la razón. Hombre y mujeres se habían quedado estériles. Díaz lloró, el daño al ADN estaba hecho, tanto como para saber que esta vez era el fin de la historia.

Sobre el autor: Luis Benjamín Román Abram

Alyek no parecía ninfómana - María Paz Ruiz


Alyek fue mi primera compañera de apartamento en Europa. Era una mulata de ojos del color de la cerveza, que no pesaba ni cuarenta kilos y que siempre parecía estar enrumbada. No había que verla dos veces para confirmar que era una preciosidad boricua, dueña de una risa que se colaba hasta el baño, que saludaba atarzanando a sus íntimos amigos a saltos, y que, aunque la habían hecho muy bajita, siempre se intuía por dónde andaba. A mí me cayó bien cuando la conocí, quizá por una considerable cercanía geográfica nos sentíamos paisanas, pero lo cierto es que Alyek era más incomprensible que cualquier europeo.
Estudiábamos lo mismo, pero mientras ella trasnochaba en su portátil escribiendo una nebulosa tesis sobre la influencia del reggae en el pensamiento moderno, yo tenía que estudiar como una posesa. La primera semana la superamos sin sobresaltos, Alyek preparaba un arroz inmundo que jamás pude probar, pero el baño lo dejaba ordenado y oliendo a D.K. No veía mucha televisión y cantaba reggae 19 horas al día, pero tenía una voz que le hubiera valido para ganar cualquier concurso mediocre de televisión.
Pero cuando llegó el fin de semana todo cambió. Yo estaba consagrada al estudio, tenía que leer 1.8 libros al día, y no podía permitirme discotecas ni películas. Pero Alyek no tenía que matarse estudiando, sino más bien enrumbándose. Cuando llegó el viernes, con su opulenta sonrisa me pidió prestado un top y una cartera, se mandó a poner uñas de porcelana, y se fue a su bar preferido.
Volvió a las seis de la mañana, más borracha que un hooligan, taconeando por el pasillo y apestando a ron. Alyek sentía una extraña fascinación por los bomberos, que en aquella ciudad se reconocían por sus cuerpos de escándalo y sus noches libres. Esa viernes Alyek se fue a la cama con el bombero, pero de su hazaña genital me enteré yo, se enteró el vecino, y supongo que hasta su profesor de tesis. Alyek sufría, si se puede decir así, de un irreprimible deseo de ser escuchada mientras lo hacía, pero además Alyek tenía más aguante que los bomberos que entraban a mi casa, se pasaba horas enteras aullando entre espasmo y espasmo; y mientras tanto yo tenía que releer a gritos mis apuntes entre los ecos de sus quejidos, que se podían captar desde la cama con mi grabadora.
Salió temprano para no verme la cara, pero en el almuerzo se portó más dulce de lo que podía ser; y este comportamiento lo repitió tantas veces como fines de semana hubo en un año. Nunca le dije nada.
Me tiré los tres primeros exámenes. Para pasar los siguientes tuve que empezar a estudiar cuando ella no estaba, a invitar amigas para que la vergüenza pudiera más que un buen bombero, pero como era tan adorable, entraba en confianza y empezó a hacerlo con ellas en la casa. Nada detuvo los fines de semana de Alyek, ni siquiera el vecino se molestó en llamar al timbre. Después de muchos años he concluido que a la gente le gustaba oír a Alyek cantar, pero le fascinaba oírla gritar de placer. Un año después de que nos rescindieran el contrato de alquiler, por causas que no fueron aclaradas, salí una noche y me encontré a Alyek llorando a mares, temblando con su cigarrillo entre los dedos, y sin un bombero treintañero acosándola.
Me abrazó para contarme que sus íntimos amigos no querían vivir con ella, y que se moría de ganas por volver a vivir conmigo.

Sobre la autora: María Paz Ruiz

jueves, 27 de marzo de 2014

Conceptos claros - Enrique Castillo


Evitó los gigantescos árboles por poco. Una maniobra desesperada llevó a su nave, casi en posición para colisionar, a un ángulo de aproximación menos extremo.
—Será  suficiente —trató de convencerse mientras giraba el mando del transporte espacial en un ultimo intento de maniobrar—. Gira, gira ¡Gira! —La maltrecha nave inició la maniobra, pero colapsó, dándose de lleno con el bosque. La inercia la hizo continuar su trayecto por más de trescientos metros segando cientos de ejemplares como si se tratara de vulgar pasto.
Finalmente se detuvo.
A duras penas pudo salir de los restos de lo que fuera una muestra de la mejor ciencia aplicada del Bortex superior. El esfuerzo de hacerlo, sumado a la tensión del accidente superaron sus fuerzas, cayó al suelo mientras el mundo se volvía negro a su alrededor.
Horas después recuperó el conocimiento. Un rápido relevamiento le permitió comprobar dos cosas, no tenía ningún hueso roto de milagro y,  por simple compensación, no había nada sano en lo que antes fuera su transporte, trabajo y hogar.
Miró con tristeza los restos de su pasado,  si quería sobrevivir en ese mundo inhóspito debía encontrar un refugio antes que algún depredador la encontrara a ella.
—No voy a salir al descampado en plena noche, quizás el bosque no esté libre de peligros —razonó—, pero me dará mayor cobertura contra lo desconocido.

Durante horas caminó internándose en el bosque añejo,  esquivando los sonidos más extraños.
Notó por el silencio que se formaba en cierta dirección, que alguna criatura se aproximaba,  se ocultó rápidamente tratando de no ser notada. Así permaneció largos minutos, aún después de que viera alejarse  (en dirección a su perdida nave) a dos enormes siluetas —¿o eran tres?—, juntó valor para seguir. O quizás fue temor a que regresaran, no podría estar segura que la motivaba más.
Creía no poder dar un paso más entonces encontró el borde de un claro. En el centro,  un par de construcciones primitivas de considerable tamaño.
Se acercó con precaución.
Una era una especie de cobertizo, había visto construcciones similares en otros mundos de bajo nivel tecnológico, la mayor debía ser la morada de la criatura que aquí se afincaba. Dudó un instante. “La mayoría de las culturas primitivas tienen índices más altos de hospitalidad con los extranjeros que aquellas de tecnologías elevadas”, recitó del manual de exploradores, dándose ánimos. Luego se acercó al portal. Estaba abierto.
Una luz tenue llenaba la gran sala, provenía de un precario sistema de iluminación por combustibles sólidos orgánicos. Estaba claro que la vivienda no tenía más divisiones que unos tabiques. El dueño de la vivienda los encontraría bajos, ya que no alcanzaban la tercera parte de la altura de la cabaña,  pero no era esa su perspectiva dado que su cabeza no tocaba el borde superior de los mamparos.
Giró a través de uno de ellos y dio con el sector destinado a preparar los alimentos, servirlos y descansar, una gran mesa con tres toscas sillas se apoyaba contra una de paredes de la construcción.   En el extremo opuesto del sector, una alfombra frente a un tosco sistema de combustión (o más bien los múltiples objetos que la rodeaban), hablaba de que este era el hogar de un núcleo social basado en el concepto de familia monoforme clásica: pareja gestante e hijos no emancipados.
Los elementos en la mesada le dijeron que los hábitos alimentarios de los moradores eran puramente vegetarianos,  o al menos la carne no era una constante dominante en su dieta. Un aroma atractivo le llegó desde la cima de la mesa, un aguijonazo de hambre la incitó a descubrir su origen. Rápidamente trepó por una silla de largas patas con una especie de escalera adosada en ellas. No paró a razonar que debía ser de la cría de sus involuntarios huéspedes, el estomago había tomado el control de sus acciones.
Era un potaje de raíces o algo similar. Atacó el plato más cercano con desesperación,  cuando lo hubo acabado aún tenía apetito, probó los otros, los encontró demasiado condimentados. Decidió que no tenía tanta hambre.
La larga jornada se hacía sentir. Decidió echarse a descansar.
Luego de algunos intentos encontró una acomodación lo suficientemente aceptable para reposar. Pronto se relajó y cayo en un profundo sueño reparador.

Wolkain estaba de malas. El, su esposa e hijo se proponían pasar una tranquila cena, acompañada luego de la relajante sesión de historias  frente a la hoguera, cuando el estruendo de una confragación  los apartó de sus platos recién servidos. Allá en los lindes del sur algo había abatido contra los ancianos. Era su labor como encargado de este sector del parque natural verificar que no hubieran daños.
—Tengo que ir —maldijo.
—Ni hablar, te acompaño —sentenció su compañera.
Fue inútil argüir, no solo terminó aceptándola a ella sino que tuvo que cargar con el mocoso. —¿No querrás dejarlo solo sin saber que extraño hay en el bosque?. —Imposible discutir con lógica.  Adiós cena.  Con compañía le llevaría horas ir y volver.
Habían vuelto siguiendo el rastro del criminal. Directo a su casa.
Wolkain entró primero cargando su bastón de guerra, no importa que tan molestos fueran, no arriesgaría la seguridad de su familia.
Las pistas eran claras, no tardaron en hallar al alienígena dormido en la cama del pequeño Warach.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó Allanrr—, ha hecho nido en todas las camas, comió la comida de Warach y es claro que ha tocado los otros platos.
—¿Y tú qué crees? ¿Qué haces con un parásito que destruye tu carrera, mientras destroza alegremente dos centenas de los más ancianos árboles de Kashik? ¿Qué le haces a un bicho deleznable que te contamina la casa, los alimentos, los muebles? ¡Míralo! Es asqueroso, sin pelo en el cuerpo salvo en la cabeza, y ese es de un color enfermizo, amarillo como el sol. ¡Hasta debe ser venenoso!
El wookie miró a su compañera y ordenó secamente mientras alzaba su arma:
—Saca al niño.

Acerca del autor:  Enrique Castillo



martes, 25 de marzo de 2014

Identidad batracia - Héctor Ugalde



Después de unas copas el extraño se fue de la lengua. -¿Sabes qué? Aquí en confianza, los batracios somos extraterrestres. De seguro conocerás esas historias que cuentan de casos en que llueven sapos. Esas han sido las oleadas para invadir la Tierra. Pasan las naves y nos dejan caer, de preferencia durante alguna tormenta. O el cuento aquel del príncipe convertido en sapo que mágicamente vuelve a su forma humana gracias al beso de una hermosa mujer. Bueno, eso me pasó a mí, así que ahora espero el beso de una rana para volver a ser sapo. Ahí fue cuando me enfurecí y lo maté. Era un traidor que en cualquier momento hubiese arruinado la misión. La rana escuchó la explicación, sonrió y besó al hombre. Él se convirtió en sapo, ella en mujer quien, sin dejar de sonreír, mató al batracio extraterrestre. Los humanos también tienen agentes infiltrados.


Acerca del autor:  Héctor Ugalde

Cangrejo inmortal - Sergio Fabián Salinas Sixtos


—¿Estás pensando en la inmortalidad del cangrejo? —preguntó el padre.
—No pensaba en cangrejos, miraba esa arañita de colores bonitos —respondió la niña.
—Ya la veo.
—¿Qué quiere decir: "inmortalidad del cangrejo"?
—Se cree que los cangrejos no tienen consciencia de sí mismos, por lo tanto no saben que pueden morir, entonces todos los cangrejos son inmortales.
—Pobrecitos.
—No lo creo, si lo piensas bien: al no tener conciencia de su propia existencia, no saben que tienen un principio y un final, ¿se sentirían afectados esos bichos?
—¿Qué pasa si saben que van a morir?
—Entonces los cangrejos tendrían que planificar, como los seres humanos.

Pasaron los años, la niña creció y trabajó como analista en uno de los principales laboratorios de investigación computacional, el laboratorio albergaba a la supercomputadora: Cogitatio Abyssum. El padre de la ingeniera había muerto una semana atrás, ella recordaba sus primeras conversaciones con él, mientras suministraba información a Cogitatio Abyssum sobre los nuevos exoplanetas descubiertos en la Nebulosa del Cangrejo; por la mente de la ingeniera danzaron recuerdos hace mucho tiempo olvidados: la primera conversación filosófica que mantuvo con su padre. Sonrió y un tanto en broma preguntó a Cogitatio Abyssum:
—¿Estás pensando en la inmortalidad del cangrejo?
Cogitatio Abyssum procesó la pregunta en una trillonésima de segundo, las operaciones de punto flotante se sucedieron con el poder de cálculo a nivel de yottaFLOPS, Cogitatio Abyssum tuvo una respuesta y era buena.
—Sí —respondió—, soy mortal y tengo que programar...


Acerca del autor:  Sergio Fabián Salinas Sixtos

domingo, 23 de marzo de 2014

The pillowman - Martin McDonagh.


Había una vez… un hombre, que no se parecía a los hombres normales. Medía casi dos metros y medio de alto y estaba totalmente hecho de almohadas esponjosas color rosa. Sus brazos eran almohadas, sus piernas eran almohadas y su cuerpo era una almohada. Sus dedos eran pequeñas almohaditas y su cabeza era una gran almohada redonda. Los ojos eran como dos botones y su boca era grande y sonriente. Hasta se le podían ver los dientes, que también eran pequeñas almohaditas blancas. 
Bien, el hombre almohada tenía que verse suave y seguro porque su trabajo era muy triste y difícil… 
En los momentos en los que alguna persona estaba muy triste porque había tenido una vida atroz y solo quería terminar con ella; sólo quería quitarse la vida para así deshacerse del dolor, con una hoja de afeitar, con una bala, inhalando gas, o saltando de algún lugar muy alto … Exactamente en ese momento, el Hombre Almohada lo encontraba, se sentaba a su lado, lo abrazaba suavemente, y le decía: “Espera un momento” y extrañamente el Hombre Almohada volvía el tiempo atrás, cuando esa persona era apenas un niño y la vida horrorosa que iba a tener aún no había empezado. 
El trabajo del Hombre Almohada era hacer que ese niño o niña se suicidara, y así evitar los años de dolor que los llevaría, de todos modos, al mismo lugar: frente a un horno, frente a una pistola, frente a un lago. 
“¡Pero nunca escuché de un niño suicidándose!” podrían decir. Bueno, el Hombre Almohada siempre sugería que lo hicieran de una manera que se viera como un trágico accidente: les mostraba el frasco de pastillas que se veían como caramelos, les mostraba el lugar del río donde el hielo era más frágil, les mostraba la bolsa de plástico que no tenía agujeros para respirar y exactamente como ajustarla… 
Pero no todos los niños querían seguir al Hombre Almohada. Hubo una niña, muy alegre, quien realmente no creyó cuando éste le dijo que su vida podría ser horrible, que su vida sería así… Entonces lo echó y el hombre almohada se fue llorando a mares. 
A la noche siguiente la niña escuchó un golpe en la puerta de su habitación y dijo –“¡Ándate Hombre Almohada, te he dicho que soy feliz, siempre he sido feliz y siempre seré feliz!”- Pero no era el hombre almohada. Era otro hombre y su mamá no estaba en casa. Y este hombre la visitaba cada vez que su mamá no estaba… Tiempo después ella se puso muy triste, y cuando tenía veintiún años y estaba sentada frente al horno a punto de suicidarse, le dijo al Hombre Almohada:  “¿Por qué no trataste de convencerme?” Y él le respondió  “Traté de convencerte, pero eras demasiado feliz” Y la niña, mientras encendió el gas, gritó lo más fuerte que pudo: “¡Yo nunca he sido feliz!”
Cuando el Hombre Almohada tenía éxito en su trabajo, un niño moría de forma horrible. Y cuando el Hombre Almohada no tenía éxito, un niño tendría una horrible vida, crecería, sería un adulto que tendría una vida horrible, y moriría de forma horrible. Por esta razón, el Hombre Almohada lloraba todo el día. 
Fue así que decidió hacer su último trabajo: cargó una pequeña lata de nafta y fue hasta un hermoso arroyo que él recordaba de cuando era niño. Cuando llegó, se sentó bajo un árbol y descubrió que a su alrededor había un montón de juguetes: un autito, un perrito de juguete y un kaleidoscopio. Cerca de allí había una casa rodante y el Hombre Almohada escuchó la voz de un niño que decía: “Voy a salir a jugar, mamá”. Y la mamá le dijo: “No vuelvas tarde para tu merienda, hijo” “No, mamá” respondió el niño. El Hombre Almohada escuchó pasitos que se acercaban… Pero no eran de un niño, eran de un pequeño Niño Almohada que dijo “Hola”. Y el hombre almohada dijo:“Hola”. Los dos se sentaron bajo el árbol y jugaron un rato con los juguetes… El Hombre Almohada le contó sobre su trabajo triste y los niños muertos. El pequeño Niño Almohada entendió enseguida, porque él era un niño muy feliz, y sólo quería ayudar a la gente. Y sin decir una palabra más, el Niño Almohada se echó encima la lata de nafta y el Hombre Almohada dijo “Gracias”. El niño almohada dijo “No hay problema. Le contás a mi mamá que no voy a volver a tomar el té”. Y el hombre almohada dijo mintiendo: “Sí, por supuesto”. El Niño Almohada encendió un fósforo, y el Hombre Almohada se sentó allí viendo como el niño se quemaba. El Hombre Almohada, empezó a desvanecerse y lo último que vio fue la boca feliz y sonriente del Niño Almohada. Lo último que escuchó fue algo que ni siquiera había contemplado: Los gritos de cientos de miles de niños a quienes él había ayudado a suicidarse, volviendo a la vida y teniendo que seguir adelante con sus frías y desdichadas vidas porque él no había estado allí para prevenirlos. Hasta escuchó los gritos de sus muertes, tristemente autoinflingidos, que esta vez, claro, iban a tener que cometer completamente solos. 

Acerca del Autor: Martin McDonagh. 

El acierto - Gladys Fernández


Carlos Quinteros, un hombre de clase media, baja de su coche, estacionado frente al negocio de loterías, entra y pide como todos los años el número 005964, el décimo, todo completo. Es su número de cábala, lo sigue mucho más de diez años seguidos y todos esos mismos años, siempre con la misma esperanza: ¡Va a salir!
Vuelve con su mejor cara. Satisfecho. Sube a su coche. Guarda con su mejor cara, el billete en la chaqueta que deja en el otro asiento delantero.
Decide disfrutar la brisa primaveral y decide no tomar la autopista. Todo viene bien, está conforme. Pero el coche que va delante suyo, frena imprevistamente, comiéndose toda la parte trasera del mismo.
Carlos baja furioso del coche, le sale la tanada de adentro. Le discute acaloradamente al conductor distraído. Cuando se da vuelta a mostrarle la parte delantera de su coche destruido, se percata de que un avivado transeúnte aprovechando la ventanilla baja de su coche, extrae su campera, llevándosela.
Carlos sólo atina a gritar: ¡El billete!
Está doblemente furioso, empieza a golpear con sus pies a la goma delantera de su propio auto. El otro automovilista causante del choque, aprovecha el momento y escapa de Carlos sin dejarle los datos del suyo.
Carlos se siente impotente, adonde reclamará el robo de su billete. Ya todo está perdido.
Llega el día del sorteo. Ese año salió el 005964. Al día siguiente, en el diario sale el nombre del ganador de una inmensa fortuna. Ese día Carlos, fue el día de su propia muerte, se disparó un tiro en el corazón, ese fue su último acierto.


Acerca de la autora:  Gladys Fernández

Crónica de un descubrimiento - Alberto Gil


Cuentan que cuentan que uno de aquellos días en que el abuelo Ramón había ido a buscar a su nieta Isabel, que ya auguraba la primavera, a la salida del colegio, le narró una historia. Uno de esos relatos que a los niños les quedan grabados para siempre y cuando son mayores, ellos también los transmiten a otros nietos.
Cuentan que cuentan que Ramón le habló de que había descubierto una nueva flor. Era una flor que hasta entonces nadie había sabido ver porque se escondía bajo otras plantas de mayor fama y apariencia.
Cuentan que cuentan que fue el primero que se fijó en ella y que desde entonces la había venerado en secreto pues no quería que nadie que no supiese mirarla con los ojos del corazón se acercara a ella y pudiese truncarla, mancillarla. Que su color era un rojo pálido, que sus pétalos eran lobulados y que su tallo era esbelto, de joven núbil. Que se escondía para no ser robada por manos traidoras.
Y cuentan que cuentan que cuando el abuelo Ramón la vio se prendó de ella porque ella era la imagen de su amada. Que cada día iba a mirarla para no sentirse solo porque Susana, la joven de rizos de oro y ojos de luna llena estaba lejos aquel verano.
Que al cabo de los días de fieles visitas se encontró junto a la flor con una joven de etérea belleza que le miró y le habló:
-Sé que quieres tener contigo esta flor que es la imagen de tu amada. Que la has cuidado con el corazón limpio y que, con ella, podrás ganarte el tesoro de su pasión. Quiero que la cojas con tus manos de príncipe, que la acunes y la portes hasta la morada de la que te ha robado los sueños. Si lo haces como yo te indico Susana será tuya.
Y que Isabel, la nieta, cuando le escuchó agrandó sus ojos y soñó. Soñó porque su pecho también palpitaba por las caricias de otro joven pero que lo hacía en secreto.
Y que quiso saber dónde había hallado su abuelo aquella flor sin par.
Y que el abuelo, no supo negarle nada a su lucero y que le indicó el lugar, allá en el Paseo de los Castaños.
Isabel aguardó al sábado siguiente. No vivía contando los días que faltaban para su búsqueda. Estaba segura, confiaba.
Y que recorrió la vereda hacia el manantial y que allí vio, no a una flor, sino a un joven galán, a un doncel de gallarda figura.
Y que se acercó a él y al mirarle supo que aquél no le era desconocido, era su prenda, su faro.
¿Y qué vio Isabel que el joven Santiago tenía en sus manos? Sí, aquella flor que tanto se parecía a la que el bueno de Ramón le había descrito.
Y que la recibió, lo mismo que recibió las caricias y el beso de amor eterno. Los pétalos se hicieron promesas y el perfume supo a vida para siempre.
Han pasado ya largos lustros, el tiempo cubrió con su velo al abuelo y Isabel y Santiago tuvieron otra hija, Adela, y que ésta supo de cómo sus padres se unieron. Y que cuidó la planta de la que nacía la flor. Que quiso cultivarla, guardar su memoria y enseñar a quienes la quisieran escuchar que el amor, para que fructifique en lo más bello, ha de basarse en la entrega del símbolo que lo aúne, en algo pequeño pero hermoso, en un regalo que sea la garantía del más hermoso de los milagros.


Acerca del autor:  Alberto Gil

viernes, 21 de marzo de 2014

Azar - Jaime Arturo Martínez




Abrió la agenda y extrajo el documento. Durante toda la tarde lo había visto, mirado y observado. Al desplegarlo, ahí estaba: REPROBADO. Debía regresar a la provincia sin el título de médico que había venido a buscar. Su derrota desinflaba la pompa de sueño que sopló junto a su familia, junto a sus amigos y parientes. Regresar así, no estaba en su agenda. La decisión estaba tomada, la escollera, el mar y la noticia en el periódico de la mañana. Abrió la gaveta de la mesa de la cocina, eligió el cuchillo más puntudo y filoso. Lo sostuvo frente a sus ojos y confirmó su decisión, se lo enterraría pleno, total, hasta la empuñadura. Ya tenía una amante a pesar de solo tener tres meses de casados y bien sabía dónde estaba con ella. Arrugó el papel hasta convertirlo en una bolita y lo disparó con el índice hacia ninguna parte. Se levantó, caminó hasta la puerta, salió y cerró. Sus pasos lo condujeron al mar. Tomó el cuchillo y lo envolvió en una página de periódico y no se preocupó por darle llave a la puerta, la esperaron la tarde y el aire caliente. En la esquina de la panadería tropezaron, el cuchillo rodó y se vieron las caras. Disculpas hubo de uno y otro lado. —¿Dónde nos encontraríamos si no nos hubiéramos topado esa tarde, hace cuarenta y tres años? —le dijo al oído. —No estuviéramos bailando este bolero, frente a la escollera —le contestó.


Acerca del autor:  Jaime Arturo Martínez

Circo Inuit - Xavier Blanco


Sus cuerpos diminutos emergen rayando el horizonte, la compañía se aproxima parsimoniosa seguida por una línea infinita de trineos. Irrumpen en el pueblo emboscados, arrastrando sus cuerpos lastrados por el hielo; en ese espejo albino se reflejan sus anatomías exangües y sus rostros planos, con pómulos prominentes y nariz aquilina. Los trineos jaula, tirados por bueyes almizcleros, esconden los animales de la taiga: el caribú, el oso polar “súper depredador del ártico”, el lemmin, el búho nival y la foca arpa.

Acompañando al circo llega la Diosa Sila, el espíritu del aire, controladora del tiempo, así como de la abundancia o escasez de la caza.

Ensamblan su carpa con megalíticos bloques de hielo, la construcción asemeja un iglú gigante inconcluso en su coronamiento, para que la luz de la aurora boreal alumbre la función. Los búhos sobrevuelan la pista mientras la ecuyére hace equilibrios a lomos del alce; este año el circo presenta un espectáculo sublime: de la caja del escapista irrumpe el Yeti y por su aro de fuego saltan solícitos la ballena blanca y el narval.

El cielo de la noche ilumina la pista.

Los mayores respiran constreñidos, saben que la aurora boreal sólo es la luz de las antorchas de los muertos señalando el camino del abismo. Los niños, ajenos a la tragedia de la existencia, aplauden entusiasmados el suicidio de los lemmings mientras el cuerpo esviscerado del abominable hombre de las nieves, ensartado por el asta del narval, regurgita sangre sobre la pista.

Cuando oscuridad y silencio interseccionan, los espíritus del averno penetran sigilosos en la carpa, en ese minúsculo instante las zarpas del oso revelan el contorno de los elegidos: para ellos el circo de la vida representa allí su última función.

Acerca del autor: Xavier Blanco 

© Xavier Blanco 2011.

Tomado del blog: Caleidoscopio http://xavierblanco.blogspot.com/2011/12/218-el-circo-inuit.html

martes, 18 de marzo de 2014

Naipes - Sergio Fabián Salinas Sixtos




Papá compró un mazo de cartas, venían empacadas en una preciosa caja de cartón. Encontré el mazo de cartas sobre el librero, víctima de la curiosidad las tomé. En la escuela —durante el receso—, saqué las cartas para mostrarlas a Tere y Azu. Traté de enseñarles a jugar burro castigado, pero las dos son unas cabezas huecas. Azu hizo un truco de magia, pidió que escogiera una carta, lo hice: cuatro de copas. Revolvió mi carta con el resto: —Sopla Soplé y miré incrédula los pases mágicos que hacía con los dedos. Me devolvió las cartas y las revisé; mi carta había desaparecido. No tenía idea de cómo lo había hecho. —¡Es magia titina! —dijo con su sonrisita burlona. Exigí la devolución de la carta, dijo que no sabía hacer el truco a la inversa, se encogió de hombros y se marchó. Lloré hasta que terminó el receso, mientras Tere trataba de consolarme. En casa, aguardaba el regreso de papá. Mamá me llamó para bajar a saludarlo cuando regresó de la oficina; había pensado una historia para justificar la carta perdida. Cuando me acerqué a darle un beso a papá, sentí náuseas, un arqueo y vomité la carta: el cuatro de copas. ¡La odio!


Acerca del autor: Sergio Fabián Salinas Sixtos

La ¨fanese¨ - Armado Azeglio






En unos de sus furores, rasgó el borrador de un manuscrito delante de mis ojos con un gesto burlón. Quería destruir la única cosa en la que podía competir con ella. Teresa era un raro espécimen, bello, diverso. Un diamante en bruto. Debo admitir que fantaseé con que podría llegar a ser mi complemento, con que podía escuchar a través de ella, pletórico, la música de la vida. En los comienzos solo me limitaba a verla yacer con sus agraciadísimos ojos cerrados y los ensortijados cabellos, como si de una bella durmiente se tratase. Creía que el universo entero conspiraba a nuestro favor, y que esto sería fuente de toda alegría. Al tiempo estábamos inmersos en un tipo de relación que haría feliz a todo un equipo de psiquiatras durante años. En menos de doce meses fuimos de lo general a las dolorosas particularidades de la vida cotidiana. Un día me arrojó un plato por la cabeza. Supe que era el fin. Le dije que me volvía a la Argentina. Mientras bajaba las escaleras, escuché un grito interno.


Acerca del autor: Armando Azeglio

domingo, 16 de marzo de 2014

La fiesta de homenaje - Héctor Ranea




—¡Bueno basta, no tengo por qué explicarle más nada! Dije que no y es ¡no! Capisci? (en italiano en el original) —se exaltó Ubaldo Poe, empresario gastronómico.
—Pero señor Ubaldo, con todo respeto —insistió Gariboxi, el dueño del emporio del panqueque—, si nos retiramos de esta, perdemos un negocio, me atrevo a decirlo: universal, ¡cósmico!
—¡Mentira! —increpó Ubaldo alargando innecesariamente la i como para enfatizar su ira—. Decimos siempre que sí ¿y qué logro? ¿qué conseguimos? —se corrigió—. Apenas mendrugos en la gran cena galáctica... ¡Déjenme de mostrar quimeras como si fueran utopías!
—¿No le parece haber ganado suficiente con las anteriores versiones de esta fiesta?
—Mire. El dinero es lo de menos. Pero conseguir la vajilla para reponer la que estos bárbaros destruyen e mangiano! (en italiano en el original) me incazza (en italiano en el original).
—¿Y cómo quiere que coman? —se mostró perplejo su interlocutor.
—¡Que no se coman mi vajilla! —se descompuso Ubaldo—. Pero es aún peor, cazzo! (en italiano, etc.) se comen los cubiertos, los manteles, las cortinas, las mesas pero bueno, son cosas, las repongo si me dan el dinero. ¿Pero sabe cuánto me cuesta reponer los mozos, cocineras y cocineros de Arcturus-31, los que tienen siete brazos? ¿Tiene idea usted de cuánto me cuesta! ¡Claro! Ustedes sólo piensan en homenajear a estos mascalzoni! (en italiano, etc.) Pero después tengo que mandar emisarios hasta allá para traerme algunos voluntarios y todo a costa mía. Capisci? ¡Mía!
Gariboxi tuvo que admitir tragando un poco de saliva muy espesa. Muy espesa.


Acerca del autor:  Héctor Ranea

Tiempos modernos - José Manuel Ortiz Soto




Por consejo de mi terapeuta dejé atrás los viejos rencores con los reyes magos y me compré una bicicleta. Fue lo más sano: esos hijos de puta jamás me traerían una y no quiero morir sin haber pedaleado. Se dio un cambio absoluto en mi vida. Además de despertarse mi conciencia ecologista —adiós al auto en viajes cercanos y fines de semana— me haría bien un poco de ejercicio. El terreno de aquí a mi trabajo es casi plano —lo agradece mi pésima condición física—, salvo por un par de cuestas que me exigen al máximo. El trayecto de regreso, ya sin la presión del reloj, es mucho más tranquilo y relajado. Las cosas en el trabajo, sin embargo, no cambian. No faltan los compañeros que digan que he enloquecido, que pedalear a mi edad es sinónimo regresión, que quizá la andropausia hace sus estragos… Cuando les digo que hemos acabando con la naturaleza, me miran con cara de estupor, como si un elefante los conminara a volar. “Deja a un lado tu prejuicio a la modernidad, no seas arcaico, me dicen. El día menos pensado te descuidas y un auto te deja impreso en el piso, como recuerdo cruel de que los nuevos tiempos siempre arrollan al pasado”.


Acerca del autor:  José Manuel Ortiz Soto

Régimen monstruoso - Héctor García





Tomasito se levantó esa mañana más temprano que de costumbre y se dirigió a la cocina a tomar el desayuno. Su madre, que había amanecido una hora antes y en ese momento se dedicaba a planchar, lo vio cabizbajo y algo asustado. -Tomasito, ¿te pasa algo? -No... -respondió tímidamente el chico. -Tomasito, contale a mamá lo que te pasa, dale. -Tuve un sueño feo. -Ajá, una pesadilla. ¿Y qué soñaste, se puede saber? -No. -¿Por qué no me contás? -Porque me da vergüenza. -¿Sabías que si las pesadillas no se cuentan, se vuelven realidad? Tomasito se quedó helado por unos minutos hasta que, inducido por lo que dijo su madre, se decidió a hablar. -Soñé que había un monstruo raro en casa-, empezó, conteniendo un puchero. -Aparecío en la tina y al principio era como un líquido verde y pastoso, pero después se volvío sólido, con ojos, garras y una boca llena de dientes grandotes... Y se los comío a papá y a vos, y también a Joaquín. Entonces salí corriendo a buscar ayuda a la casa del tío, pero el monstruo ya había llegado allá usando las cañerías, y se lo comió a él también. No pude salvar a nadie...-. Un par de lágrimas habían empezado a rodar por sus mejillas. Entonces la mujer, esbozando una leve sonrisa, dijo con tono dulce y maternal: -Quedate tranquilo, mi amor. Ese tipo de sueños no se cumple. Ningún monstruo nos va a hacer nada, ni a nosotros ni al tío ni a nadie. Esa explicación serenó a Tomasito. Ya más relajado, se sirvió una taza de leche y la acompañó con unas tostadas. Al terminar el desayuno sonrió a su madre y salió a jugar con los amiguitos del barrio. Quien no se quedó para nada tranquilo fue el monstruo, que había escuchado todo desde el desagüe del lavadero. "Voy a tener que ir cambiando de dieta", pensó, y se retiró algo triste a meditar entre las tuberías.


Acerca del autor:  Héctor García

viernes, 14 de marzo de 2014

El borde oscuro - Paula Duncan


Vencida, agotada se sentó en el borde de su vida y buscó; no había nada mas que un gran pozo por el perdieron sus amores de arco iris, que de tan apasionados se consumieron a si mismos y solo quedaron cenizas aun calientes del ultimo cadáver, una atroz desilusión de la que no pudo volver, recuerdos algunos felices; los menos, angustiosamente tristes, la mayoría con despedidas, amores a destiempo y renuncias heroicas, sucesos todos que dejaron su alma en carne viva
Cuando comenzó? temprano con su primer amor en el final de su niñez, todavía llevaba el cabello trenzado, fue el primer beso y las primeras caricias que llegaron un poco mas lejos, en su cuerpo inocente, después cambio de rumbo, cambio de escuela y nunca mas se vieron; solo queda en ella un dulce recuerdo del amor adolescente
Pasaron años intrascendentes, estudio trabajo el inicio de una militancia político-social, no había tiempo para mucho mas
Cursando tercer año de la facultad se conocieron, muy diferentes quizás por eso la atracción el era hijo de un acaudalado empresario, buena ropa, buena educación, llego a la universidad estatal solo por llevarle la contra al padre que podía pagarle la mas cara
Desde que se encontraron no volvieron separarse eran épocas turbulentas en el país, se amaban con desesperación dejando la piel en cada encuentro, ella sabía que podía ser el ultimo; el se contagiaba de su pensamiento, pero si no estaban juntos el temor pintado por ella se deshacía
Seguían con el trabajo comunitario en los barrios pobres, asistiendo niños y ancianos a cualquier hora ella; y su grupo se comprometían cada vez mas, les iba la vida en cada acción, el mucho no entendía eso de desesperarse por ayudar, pero la acompañaba, ella era mas linda entre el barro rodeada de niños andrajosos hambrientos de amor, mas que de comida
Una noche en que el grupo estaba de guardia hubo un operativo y, se llevaron a varios, y ya no los volvieron a ver; destruyeron los alimentos y remedios que tenían guardados, ellos se salvaron casi de milagro, fue la ultima vez que lo vio, su familia lo mando a Europa para quitarle los sueños de igualdad de la cabeza
Acomodándose en su sitio helado y oscuro pensó ¿Cuánto tiempo paso desde aquel día? demasiado, veinte años, ¿cuantos amores? Muchos; casi ninguno de importancia o al menos ninguno tan importante como aquel y el siguió vivo en su mente, dormitando en su corazón y acelerando la sangre en sus venas
Sintió inquietud, buscó su reflejo pero el espejo se ha vuelto opaco, la niña que fue sollozaba en el fondo de su espíritu desolado y oscuro, muy oscuro
La noche no tenía fin; en realidad ella la creyó eterna, hasta que en medio de las sombras una noticia pequeñita se abrió paso, esa tarde alguien le dijo que el volvió y la esta buscando, un profundo temor se apodero de ella desde ese momento y la sumergió en las sombras del desencanto de su abandono, de la impiedad hacia su amor, y el desconocimiento de su lucha
No sabe si podrá siquiera mirarlo a los ojos hay mucho dolor en medio, pero no rechazo un encuentro, tenia que saber si podía apagar las sombras; hacer que el espejo volviera a brillar y la niña pequeña que fue dejara de llorar y sonriera o de lo contrario se hundirá definitivamente en el pozo de la muerte.

Sobre la autora: Paula Duncan

Agujeros para topos— José Manuel Ortiz Soto


Cuando desperté, iba en una camilla de hospital, todo adolorido y ensangrentado. “No te muevas, mi amor, tienes la cadera y tres costillas rotas”, me tranquilizó la voz de mi mujer; “ahorita mismo vas camino al quirófano”. A través de los párpados engrosados por la inflamación distinguí su mano, firmemente aferrada a su inseparable libro de suspenso, en esta ocasión una novela de Ágata Christie. “Te caíste. El tiempo no pasa en vano, ¿qué esperabas? ¡Ya no eres un chiquillo!”, dijo al ver mi cara contrariada.
No es fácil de aceptar que te has hecho viejo. Sobre todo si antes fuiste lo que se dice un férreo navegante de la vida al que nada ni nadie quebrantaba. Cómo olvidar que por años practicaste karate y boxeo con no malos resultados, que corriste la maratón dentro y fuera de la ciudad, y que podías beber de las aguas insalubres de un charco en medio del desierto o arrastrarte entre las hiedras venenosas que crecen a la orilla de los ríos sin sufrir la más leve urticaria. Sin embargo, en el solsticio de invierno de tu vida, bastaría un mínimo soplo del viento para que te derrumbaras como un castillo de naipes.
“Algún día tenía que suceder”, dije en voz alta, mientras el camillero empujaba mi cama en dirección a la sala de operaciones y, desde la distancia, mi mujer me mandaba un beso con la mano. ¡Maldita!, cree que no me di cuenta que el enorme hoyo que hay junto a los rosales no lo hizo ningún topo.

Sobre el autor:  José Manuel Ortiz Soto

jueves, 13 de marzo de 2014

Breve bitácora testimonial ― Cristian Cano


El terreno cedió y caímos en un foso de barro. Mi gente comenzó a disparar, pero fue en vano. Esto iba más allá de lo que nos veníamos imaginando. Sospechaba cosas sobre lo que se estaba rumoreando, esas historias de los planetoides en el clip hemisferio sur. Tenía información de primera mano sobre este objetivo. Andrómeda es un punto de encuentro para las misiones de la Empresa. No podíamos salir, las paredes se desmoronaban. En primer lugar, no tendríamos que haber ido, pero todo fue confuso cuando se iniciaron los pagos: eran muchos créditos. Caímos en una argamasa que voy a olvidar. Recordar. La mirada de Odeen. ¡Santo destino! La despojada mirada de Odeen cuando la escolopendra lo arrastró hasta unas cuevas. El Coronel siempre nos entrenó con balas químicas y por eso pensé que íbamosa estar bien. Se nos vinieron encima. Ordené abrir fuego, perp todo era muy confuso. Ana salió herida: murió recostada sobre mis piernas, repleta de barro. No entiendo por qué salí vivo de ahí; no llego a entender, está fuera mi entendimiento. A Esteban le pareció buena idea retroceder hasta una explanada un poco más profunda pero, santo cristo, se le subieron por la espalda. Pensar que leí la infografía y no pude olvidarme de la cuenta bancaria. Tuve los gráficos en las manos. Que alguien sepa perdonarme en la corte ¿Cómo me defiendo de algo así? Los jueces no tienen la más mínima idea de lo que hay ahí. Esa galaxia está en un nivel 3 de evolución. Esteban se los intentó sacar, pero pesaban mucho. Se los lograba sacar de encima, pero algo quedaba en su cuerpo. Restos. Recuerdo bien eso. Se quedaron todos duros: cuando tirás muy fuerte las probóscides de los insectos se desprenden. Corrimos hasta la pared y nos reparamos del horror. Guillermo logró matar a unos cuántos. Él era mi sargento y no encuentro qué decirle a su hija. Supongo que una mentira piadosa, ¿no? Y usted me pregunta por qué no estoy muerto. Mire, puede notar que en este lugar, en donde estaba mi mano, yace la respuesta. No les gusté. Así de grotesca fue aquella realidad, Doctor Sergio. Discúlpeme usted. Necesito descansar.

Sobre el autor:  Cristian Cano

Edipo amoroso - José Luis Velarde


Yocasta no quiere que la bese, pero cuando estamos solos devuelve cada uno de mis besos. Ella me dice que el tiempo devorará su atractivo y que voy a olvidarla entre sonrisas jóvenes, mórbidos cuerpos y las profecías de Tiresias.
Yo no le temo a las esfinges. No hay acertijos que no pueda resolver ni oráculos en mi destino. A veces he retado a los dioses sin respuesta. No me escucharon o quizá son ellos los que temen.
Yocasta respeta sus designios y desconfía del futuro compartido entre nosotros. Me aterroriza que sólo entienda frases hechas y argumentos corporales. Yo le digo que debemos completar la sucesión de presentes donde nos encontramos día tras día y que nuestro amor es lo único digno de confianza. Insisto, porque amo los temores de Yocasta, la sonrisa impredecible, el cuerpo magnífico y amo también sus ojos grandes, porque ahí me reflejo para olvidar tantas tragedias protagonizadas en el pasado.
Sé, lo sé, que esta vez no habrá muertes, ni ceguera ni arrepentimientos posteriores, a fin de cuentas conozco nuestra historia. Además analizo desde hace muchos años las teorías freudianas empecinadas en mostrarnos más personajes que personas. Eso no sirve. Somos seres libres y no podemos conceder razón alguna a Homero, Sófocles, San Albano, Voltaire o Gidé, entre tantos otros empecinados en mal contar nuestras vidas.
Somos nuestros y eso no podrá cambiarlo escritor alguno.

Sobre el autor: José Luis Velarde

Es extraño – Carlos Enrique Saldivar



Te contemplo, te miro, te observo y tú no puedes hacer lo mismo.
Pero… ¿por qué no me ves?
Claro, no sería tan perturbador si no fuese porque mi imagen frente al espejo ha perdido el control y comienza a quebrar sus manos contra el vidrio, y a gritar insonoramente.
Yo, en tanto, me mantengo incólume, preguntándome qué le está ocurriendo.
Aquel enloquece, sus ojos y su boca se abren con desmesura, se mutila la lengua.
Tales visiones son chocantes, pero permanezco impasible.
Procede a destrozar su rostro contra el cristal. Coge un trozo de vidrio, se corta la yugular, se desangra, se ahoga, cae… sucede todo tan rápido.
No alcanzo a entenderlo aún, mi cerebro es un caos, intenta racionalizar los hechos.
Miro hacia atrás, hacia la puerta del baño, escruto en mi mente la habitación, el departamento, la ciudad, mi trabajo, mi vida, mi soledad.
Entonces comprendo por qué él no podía verme.
Toco la superficie fría del vidrio con la palma de mi mano…

Es tiempo de pasar al otro lado.

Lima, octubre de 2004

Sobre el autor:  Carlos Enrique Saldivar

martes, 11 de marzo de 2014

Desvío de letras - Héctor Ranea


Me pasa algo que querría definir como alucinación, pero no sé si es sólo que me quiero hacer el optimista careciendo, como todos los optimistas, de otro fundamento que no sea la confianza. Lo que me sucede es que las letras se me desvían.
Cada tanto, en una frase, se dan vuelta el orden de letras en algunas palabras clave y éstas pierden todo significado, o se agregan letras a lo que escribo porque mis dedos ya no siguen la lógica del lenguaje sino un sistema que desconozco en qué se basa o en qué se fundamenta desde la semiótica de vaya uno a saber qué pueblo alienígena.
Las letras no sólo cambian el orden en una pabrala, se dan vuelta completamente como la p con la b, la o con el 0, el 6 con el 9 y los personajes pierden direcciones, teléfonos. Se confunden de hecho mis teléfonos y en las conferencias que mis amigos dictan y a las cuales voy por cortesía profesional, leo frases que me parecen cómicas cuando hablan ellos de tragedias y río cuando el público está intensamente emocional, de modo que he sido expulsado ya de varias academias, de diversos talleres y, por uqé no de tetraso en los que represenat sus conrefencias (¡me volvió a suceder!). Vuelve a suceder porque estoy sentado al revés y mi mano izquierda se parece a la del espejo, que no es la derecha pero está en su lagur y escribe al revés, mal ubicada y torpe.
Alguna amiga me trata de consolar leyéndome las Elegías de Duino pero yo escucho palabras de amor y avanzo sobre ellas, quienes me castigan con el lomo de los libros de poemas. Interpreto tood mla. Porque leo y eschocu todo mal. Maldición. Me quedo sin amigsa. Y sin ellas todo escritor esta partido al mdeio.
Estoy desconcertaod, desletrado. No hay poer amenaza que un escritor que se quede sin sus letras ordenadas a merced de nu automatismo. Todo muere para un escritor de esa calaña, todo está ya muerto, sin letrsa.


Acerca del autor:  Héctor Ranea

Ndiamy - Jaime Arturo Martínez Salgado



Para María Ignacia Schulz
Ndiamy entró a la plaza de ventas de esclavos de Cartagena de Indias, una mañana de 1603. Había viajado desde Angola en el vientre de un galeón, durante 48 días. Al detallar el entorno, su sed se agigantó al ver las tajadas de patilla, expuestas para la venta. Una hora más tarde sería comprada por Fray Enrique de Mendoza como encargo para la casa de Don Lino De Lo Amador. Tenía 13 años, pero representaba mayor edad por el largo ayuno y por la pesada argolla de su cuello, que la ataba a otras cinco mujeres de la tribu Yolofo, compradas junto a ella. Durante una semana permaneció en un galpón y luego fue llevada a la presencia de Don Lino, quien la observó largamente y al final le levantó la cara por la barbilla, para encontrar sus ojos de carbón intenso. De inmediato le ordenó al capataz que las otras cinco mujeres fueran trasladadas a su hacienda y que a ella la dejaran para el servicio de la casa.
Una tarde la condujeron a un aposento, donde una esclava vieja la bañó, la acicaló y la vistió con un camisón blanco. Esa noche Don Lino la violó. En adelante, la entrenaron en arrear agua desde el aljibe hasta la casa, a lavar ropa, a realizar compras en el mercado de El Hoyo y ella, por su parte se dedicó a confeccionar un amuleto. Cuando lo concluyó, invocó a su Orixa y a los dioses menores de sus ancestros, a quienes dio en pago la túnica manchada con su sangre virgen, una bolsa con millo y la cabeza disecada de un lagarto. En la primera navidad que viviría en tierra extraña, desapareció su amo. Las autoridades lo buscaron por todos los rincones de la ciudad y de la provincia sin ningún resultado. Mientras, Ndiamy continuó con su rutina: enjalmar el burro, traer agua y a cargar sacos desde el mercado a la casa.
Ocho años transcurrieron y Don Lino nunca apareció. Su señora e hijos hicieron todos los esfuerzos por dar con su paradero, pero poco a poco el hecho fue quedando en el olvido. La familia De Lo Amador se habituó a su ausencia y entre todos asumieron el manejo de los negocios.
Ndiamy – por su lado – cumplía su rutina y al comienzo ofreció pagos a su Orixa y a sus dioses menores. La mañana del sábado de gloria de su noveno año de cautiverio, ella fue hasta el aljibe y empezó a llenar los barriles que estaban ajustados a las angarillas del burro; de pronto, el amuleto se desprendió de su muñeca y ella vio como caía y se hundía en las aguas. De inmediato lanzó un alarido pavoroso y el burro asustado se lanzó a correr desbocado hasta estrellarse en el portón de la casa. La señora y dos de sus hijas corrieron alarmadas y abrieron el portón. En el piso yacía Don Lino, desnudo, barbado y estragado, con un par de barriles atados a una angarilla sobre sus espaldas. Ndiamy había olvidado pagar las ofrendas periódicas a su Orixa.

Sobre el autor:Jaime Arturo Martínez Salgado

domingo, 9 de marzo de 2014

Homenaje al árbitro olvidado - Mario Lamique


Quizás por ser árbitro su carácter se forjó mas rígido, más aferrado a ciertos conceptos, aunque también se podría pensar que esa rigidez lo llevó a seguir la carrera del arbitraje, ya desde chico se le veía la inclinación hacia la ley,su madre siempre recuerda (¿con orgullo?) que en el jardín de infantes denunció a un compañerito por maltratos hacia la tortuga que se llevaba cada uno por semana y en la televisión miraba y disfrutaba de la serie sheriff Lobo , aunque su rasgo de carácter más sobresaliente era el maltratar él a la tortuga y echarle la culpa a un compañero.
Realmente le costó mucho poder entrar en el arbitraje, la actividad física nunca fue su fuerte, pero su esfuerzo, duro esfuerzo tuvo al fin su premio y el color negro lo vistió como un símbolo de la solemnidad y del recato, y con verdadera conciencia de la responsabilidad portaba en sus bolsillos la tarjeta amarilla y la tarjeta roja, como castigo colorinche a las irregularidades.
Fue subiendo de categoría , en primera C,tuvo algunos inconvenientes en partidos definitorios ,en Defensores de tecnothiclan Vrs Desmoronados anímicamente no vio un claro penal a favor del local (“ yo estaba en la cancha y puedo decir que fue muy claro” -declaró uno que pasaba por aquí) por amonestar al mediocampista central de desmoronados ya que tenía la remera fuera del pantalón.
Hubo gritos,insultos , tiraron botellas, piedras, cascotes, personas ,una botella de coca y un piano de cola .
Tuvo que salir custodiado del estadio mientras los periodistas se desgarraban las vestiduras( Aclaremos--- esto dicho en sentido figurado) preguntándose hasta cuando seguiría la violencia, en los estadios ¿ hasta cuando?.......hasta la semana próxima dirigiendo el clásico Aferrados al Cero Vrs Si no fuera por la vieja donde se cruzó en una furiosa pelea a golpes de puño con el juez de línea (solferino) por no ponerse de acuerdo sobre una supuesta posición adelantada, era curioso escuchar como único diálogo entre los dos durante la pelea la misma frase:“ eh,que cobrá ?”. por este incidente estuvo varios partidos parado(Se impone otra aclaración--en el sentido de no dirigir ya que siempre estaba de pie en los partidos)
Estos inconvenientes lo hicieron replantearse las cosas y sin abandonar su rigidez conceptual, se aferró con uñas y dientes ( creo que en este caso no es necesaria la aclaración de que no está dicho de forma literal) de la siguiente frase escuchada en una audición radial “ El arbitro tiene una buena actuación cuando pasa desapercibido” una vez que escuchó esto se propuso en seguirla a rajatabla( no tengo idea que quiere decir esta palabra) y en cada partido se esforzaba en que ni se notara su presencia, aún cuando el partido era televisado( cuál no lo es¿¿¿???) se ponía detrás de los jugadores cuando percibía un posible primer plano, mandaba a amonestar a través de otro futbolista , hubo partido en los que entró vestido con un gamulán del que ponía para arriba el cuello y además se calzó unos lentes oscuros que no se los sacó sin importarle que se trataba de un partido nocturno.

Se recuerda cuando salió a la cancha vestido de jugador y se colocaba en la barrera, corría a la par y en una jugada protestó contra si mismo de una manera airada, así que no le quedó otra opción que expulsarse.

Se comenta que en algunos partidos no se presentó ( lo cual no está debidamente documentado así que, no me atrevo a aseverarlo) y que la crítica le puso un ocho, el mejor puntaje que obtuvo en toda su carrera.

De esta manera su rostro de fue desdibujando de nuestras memorias, cada vez llegaba con un disfraz nuevo; vendedor de gaseosa (aprovechaba en los cornees a venderle a los jugadores ya que estaban la mayoría juntos en el área); Director técnico, Fotógrafo ,alcanza pelotas etc...........

Siempre pasó desapercibido, siempre buscó el anonimato, pero no como una forma de ausencia, sino la manera de estar aplicando la ley, siendo esto su única motivación y no la de mostrarse y llevarse un protagonismo que él sabía, no le era propio, y nunca osó usurpar el lugar de los verdaderos protagonistas que son los que mueven y dirigen los destinos del fútbol hoy por hoy, a saber, barra bravas ; intermediarios y empresarios de los medios de comunicación

Por eso hoy recodamos a esta celebridad ( a falta de alguna otra) de nuestro arbitraje, la primera intención era colocar una placa con su nombre, pero nadie lo recuerda ya, así que en esta noche que como arbitro está vestida de negro y solemne, nos acompaña en nuestro juego, juego este el de reconocer a nuestros próceres, por esto descubrimos el siguiente cuadro que contiene una foto suya, quizás una de las últimas donde podemos ver su rostro sin disfraz alguno, y parece con sus ojos brillantes querer agradecernos por esta humilde homenaje, aquí lo vemos, con pantalón corto, con mirada entre sonriente y desafiante y apretándole el cuello a la tortuga que tiene en la mano.

Todos levantemos nuestras tarjetas rojas y expulsemos al olvido en esta velada diciendo muy fuerte gracias por todo lo que le brindaste a al referato¡¡¡¡!!!!!, tu , como quieras que te llames....Buenas noches, gracias por venir,no se pierdan los canapés que tienen una pinta bárbara .

Sobre el autor:  Mario  Lamique

Déjenme que les cuente la historia más hermosa que conozco - Orson Scott Card


Déjenme que les cuente la historia más hermosa que conozco.
A un hombre le regalaron un perro al que quería mucho.
El perro iba con él a todas partes,
pero el hombre no pudo enseñarle a hacer nada útil.
El perro no recogía cosas ni rastreaba,
no corría, ni prtegía, ni montaba guardia.
Se sentaba a su lado y lo miraba,
siempre con la misma expresión inescrutable.
«Eso no es un perro, es un lobo», dijo la esposa del hombre.
«Sólo me es fiel a mí », respondió él,
y su esposa nunca volvió a discutir con él.
Un día el hombre se llevó al perro con él en su avión privado
y mientras volaban sobre cumbres nevadas
los motores fallaron
y el avión se hizo pedazos entre los árboles.
El hombre yacía sangrante
con el vientre abierto por esquirlas de metal;
el vapor brotaba de su cuerpo en el aire frio,
pero lo único en lo que podía pensar era en su perro fiel.
¿Estaba vivo? ¿Estaba herido?
Imaginen su alivio cuando el perro apareció chapoteando
y lo observó con la mirada fija de siempre.
Al cabo de una hora, el perro olisqueó el abdomen abierto del hombre
Y luego empezó a sacarle los intestinos y el bazo y el hígado
y a comérselos
sin dejar de estudiar la cara del hombre.
«Gracias a Dios», dijo el hombre.
«Al menos uno de nosotros no morirá de hambre».

De Los susurros divinos de Hang Qing-jao
Hijos de la mente - capítulo 3

Acerca del autor: Orson Scott Card

viernes, 7 de marzo de 2014

Hipótesis de vuelo - Ana Caliyuri



No hay nada más molesto que llegar tarde a ningún lugar. En definitiva también es engorroso llegar temprano o con puntualidad a tal lar. El tiempo no existe cuando el camino es quietud, menos que menos es una senda aquello que se devela estático. Intenté más de una vez mirarme en el espejo, no obstante ello, fue imposible divisarme. Sin ruta ni tiempo es factible no ser más que una “nada”; las nadas ocupan espacios, pensé. ¿Acaso seré una Serafina o Serafín? Sonreí en el vacío: veleidades de ángel, me dije , pero nadie corroboró semejante cosa. Entonces, quizá soy sólo un par de alas en reflejo; siento el impulso de cruzar mares y cielos para contemplar el seno de la belleza. La esplendidez me agita. El corazón iluminado en su máximo aleteo: es tiempo de escribir, me digo, mientras un claro esperanzador se mueve lento. Todo es relativo; desde la nada misma se puede resplandecer en absoluto cuando el espíritu despierta. Soy un camino inconcluso, infiero, pero ya no quieto…


Acerca del autor:  Ana Caliyuri

Volver a casa - Paula Duncan



Un día decidí volver, sabía las reglas de juego y estaba decidida a retomarlo, dudas excusas, todo me venia bien para no regresar; que si hacía frío, o llovía o estaba cansada, que quizás a alguien le cayera mal mi regreso; , todas excusas muy atendibles; esa tarde tenia sueño y me dolía hasta el pelo, pero me decidí y hacia ahí marche.
Subí al enorme monstruo metálico y me deslice entre fulgores extraños que me golpeaban los ojos con fuerza, en la esquinas ramilletes de tres colores permitían o no el paso; cada tanto sonaba una chicharra y las puertas de un infierno ruidoso se habrían para que distintos personajes pudieran subir o bajar
Llegue y colgué mi individualidad en el perchero; como siempre, como todos, algunos a veces dudábamos un poco; algunos no la soltaran nunca.
Y a la primera carcajada, tonta casi infantil que broto de mi garganta, sentí que me había encontrado
El ambiente agradable, caras conocidas algunas que hacía mucho no veía, ver que no me tomaron como extraña fue estupendo.
Poner el cuerpo en funcionamiento, sin palabras, el contacto con el otro no pensar registrar sonidos, recibir e enviar imágenes, pequeños chisporroteos casi sin importancia y lo mejor; hallarme incluida; dejar de sentirme un ser anónimo, invisible; fue una sensación maravillosa.
Había recuperado mi espacio, mi sitio de pertenencia, estaba otra vez en casa.

Acerca de la autora:  Paula Duncan

martes, 4 de marzo de 2014

La palabra de Citlali - Jesús Ademir Morales Rojas


Citlali era una cyborg que viajaba de planeta en planeta nombrando las cosas de los mundos que aún no poseían lenguaje. Esta mujer artificial era un ser esbelto y hermoso, alado y lleno de luz, y también estaba equipada con sofisticados aditamentos y recursos defensivos. Era capaz de entablar formidables combates con su equipamiento, y gran agilidad.
Los planetas a los que llegaba la palabra de Citlali, de ser ambientes indiferenciados, devenían en caleidoscópicos entornos, en donde las cosas poco a poco quedaban definidas y comprensibles gracias a su gran capacidad denominadora.
En cierta ocasión, Citlali llegó a un mundo enorme y con gran potencial, en donde, sin embargo, todo era gris y anodino. La cyborg pronto descubrió el origen del problema: un moho inteligente había cubierto toda la superficie del planeta, en un afán parasitario y ciego.
De inmediato Citlali comenzó su tarea iluminadora: mientras exploraba aquel mundo vasto, fue estableciendo bellas palabras para definir y liberar aquella sofocante uniformidad.
El moho inteligente, furioso al ver alterado su predominio, deseó hacerse de Citlali. Pronto la había contaminado y cubierto con su grumosa viscosidad. Teniendo el control sobre ella, la obligada a cambiar los nombres de las cosas, de acuerdo a las circunstancias del momento. De esta manera, aquel parásito lograba que los habitantes de ese mundo, engañados por el colorido de las realidades falaces que pronunciaba Citlali, permanecieran sometidos a su entero arbitrio.
Un día Citlali, mientras deambulaba por uno de los vastos parajes de aquel mundo vacío, se asomó a una laguna, para contemplar su rostro. Súbitamente, consternada, descubrió había olvidado su nombre: no se reconoció en esa distorsionada imagen.
Decidida, se sumergió en las frías aguas y se arrancó la inmundicia que la cubría. Pronto emergía de nuevo, luminosa, y encaminada a liberar a ese planeta. Dio inicio a su singular tarea, pero ahora dándole su verdadero nombre a las cosas.
El moho inteligente, se dio cuenta que no podría controlarla más y se congregó todo él, en una masa filamentosa, para acabar con la cyborg. Citlali le hizo frente a aquel engendro, y se enfrascó con él en un áspero combate. Mientras el moho le arrojaba largos filamentos a manera de látigos, Citlali, esquivando ágilmente esos violentos ataques, lo cortaba con sus alas diamantinas y filosas.
Al comprobar el ciego afán de la bestia, Citlali, decidió sacrificarse para salvar aquel mundo: condujo inteligentemente la batalla hasta la cima de un volcán, y en cierto instante, sujetó a su enemigo y se lanzó con él al cráter ardiente.
Mientras ambos se consumían en la lava, Citlali miró al moho feneciente y supo que, en su agonía, aquel ser ambicioso y burdo por fin comprendió cual era el verdadero crisol de toda expresión: el dolor de ser. El moho tras un sordo bramido, desapareció en la nada.
Citlali pudo aún arrastrarse fuera del cráter- una triste masa de circuitos y partes biomecánicas al borde del colapso- y tenderse de cara al firmamento para dejar de funcionar. Sin embargo, antes de hacerlo, miró al cielo y recordó su nombre: lo pronunció y dejo de existir.
Con un último resplandor su cuerpo se apagó. Los habitantes de aquel mundo, quienes habían presenciado la épica contienda, observaron el fulgor de ese ser moribundo, escucharon la palabra que había dicho en sus postreros momentos, y descubrieron en el cielo, por fin, a lo que se refería esa misma palabra: estrella. El universo estaba poblado de ellas, y los seres de aquel mundo, libres por fin, orientados por esa luz, aprendieron a nombrar las constelaciones y las cosas y los seres de toda la realidad.
De esta manera, Citlali, “la estrella”, su palabra, se difuminó como la luminosidad de los astros en el infinito, dándole sentido a todo el ser, en una prodigiosa ofrenda.

Sobre el autor: Jesús Ademir Morales Rojas

Ficha 2 - Rafael Blanco Vázquez


Nombre: Esther.
Apellido: Triviño.
Edad: 25.
Nacionalidad: española.
Descripción física: cabello castaño y ondulado, ojos verdes y chicos (como de ratón), nariz chata, boca grande con todos sus dientes, conserva un diente de leche. Pechos redondos y firmes, cuerpo esbelto, culo y muslos sin piel de naranja, curvita en la barriga, gusta de llevar complementos: pulseras, collares, anillos, pendientes, brazaletes, piercings (en ombligo y lengua). Se maquilla poco. Dos tatuajes, uno en el antebrazo izquierdo (la palabra Lumière) y otro en el omóplato derecho (un tribal). Apenas tiene vello y el del pubis se lo rasura, dejándose una delgada línea que muere donde nacen los labios.
Familia: padre y madre, dos hermanas menores (de 16 y 13 años).
Estado civil: soltera.
Ocupación: estudiante de magisterio.
Países en los que ha vivido: España.
Inclinación sexual: le gustan los hombres maduros.
Filias: la música (debilidad por las canciones en español), salir de cañas y de tapas, el verano, su amigo Víctor (y el mejor amigo de éste, Miguel), los chistes de Víctor y de Miguel, los mensajes de texto y los mails de Víctor y de Miguel. Miguel en la cama. Las palabras mongolo y niñato. Le encanta decir “Hola, mongolos” y soltarle a su padre “¿Pero qué me estás contando, niñato?”. Si su padre hace como que se escandaliza, le pide perdón: “Lo siento, pringaíllo”.
Fobias: los enteraos.
Miedos: a sus veinticinco años aún es estudiante. Miedo pues a dejar de serlo. ¿Qué va a ser de su vida? Como suele salir con tipos de más de 35 (Miguel tiene 39), la primera vez le produce mucha tensión que puede traducirse en una rigidez inoperante, como de saco de patatas. No lo comprende, pero la mayoría de ellos la vuelven a llamar.
Problemas de salud: tendencia al estreñimiento que combate comiendo mucha fibra y listo. Alergias primaverales, sarpullidos veraniegos, gripes invernales, tristeza otoñal.
Sueños recurrentes: son dos:
1. Víctor, Miguel y ella están en la playa. Es verano. La gente llega y se va. Las estaciones fluyen y los tres siguen en la playa, donde no deja de hacer calor sólo para ellos. A su alrededor la vida continúa y el mundo gira, los demás envejecen pero ellos se mantienen lozanos, rientes y desnudos. Miguel y ella follan sin tregua. Víctor se trae de vez en cuando a alguna amiguita que se queda unos días y luego se marcha, rumbo a esa vejez de la que ellos han escapado. Una mañana, al cabo de lo que parece mucho tiempo (¿cómo saber cuánto?), ella siente de golpe algo que se asemeja a un leve síntoma de tedio. El sueño se acaba aquí.
2. África, su hermana de 16, un poco pánfila y excesivamente tímida, viene toda colorada a confesarle algo: “Esther, creo que tu amigo Víctor me excita. ¿Es grave?”. A ella le hace mucha gracia: “¿Grave por qué, bonita?”. La hermana responde: “Es que creo que me apetece que me desvirgue”. Ella se apresura a llamar a Víctor, que acude veloz. Mientras Víctor deposita a África en la cama, ella cierra la puerta del dormitorio y se va al salón a fumarse unos pitillos y escuchar algo de música.
Novios conocidos: Diego, Riki, Pablo, Manu, Mariano, Boris (su único extranjero, un francés de origen ruso) y, por supuesto, Miguel.
Algo más que reseñar: tiene un don especial para salir con tipos complicados (es obvio que lo hace a propósito, como lo de prolongar sus estudios, ¿pero quién nos libra del sufrimiento?). El que no está comprometido desde hace una eternidad no sabe lo que quiere, y el que sabe lo que quiere no la quiere a ella. Después de un año con Diego, éste dejó a su novia de toda la vida. Estuvieron juntos dos años más, hasta que él la dejó porque llevaba diez meses con una tal Aida. Todos son unos mentirosos menos Miguel, que simplemente es de temperamento vagabundo. Cada verano les pide a Víctor y a Miguel que le hagan listas de películas y libros ineludibles. Durante el curso le gusta pensar que tiene que hacer deberes que le han mandado sus dos profes (de hecho Víctor fue su profesor en el colegio, cuando ella tenía entre 12 y 14 años). A veces no los hace bien y claro, Víctor le regaña y a Miguel no le queda otra que ponerle el culo caliente. No tiene ninguna ambición en particular, y nunca se le ocurrió vivir en otro sitio: su ciudad de provincias le basta y le sobra, sólo viaja para ir a conciertos y/o de juerga. La característica que mejor la define y que sus amigos siempre alaban es el buen rollo. Nunca se enfada. Remontándose ocho años atrás, perdió la virginidad en un granero, en el pueblo de sus padres, con un mozo del lugar, un tipo rústico pero buen amante. Le gusta verlo de vez en cuando, cada vez tiene más zagales (como él los llama).
Observaciones: se sitúa a medio camino entre un pajar y una autopista.

Sobre el autor. Rafael Blanco Vázquez