lunes, 27 de octubre de 2014

La almohada ergonómica - Virginia Cortés


 Sí, señorita. Le repito que no deseo asentar una queja sino saber si la puedo trasplantar sana y salva. Usted no me está escuchando. ¿Hola? ¿HOLA? Pero la puta madre…

Una planta había crecido en mi almohada. No diré que de la noche a la mañana, pero en un período relativamente breve, sobre todo teniendo en cuenta que yo no la había plantado ahí.

Tengo mal dormir, soy alérgica a la picadura de mosquitos, abejas y no se cuántos bichos más, problemas en las cervicales, en vías respiratorias y con todos los tauro y géminis, así que probé comprarme té de tilo, una almohada ergonómica, cantidad de Loratadina, un nebulizador de los que no hacen ruido y una carta astral por internet por la que me habían advertido en insistentes mails que era “tan exacta que da miedo”.

Una noche algo en la almohada me picaba. Otra noche era más bien un pinchazo cuando me giraba de determinada manera. Luego simplemente me resultaba incómoda. Me parecía que tenía durezas, que estaba despareja, en fin. Podría ser por el uso, trataba de decirme a mí misma, pero sin mucha convicción. La almohada anti-ergonómica fue perdiendo protagonismo en mi cama, pateada y desplazada al vacío espacio “del acompañante” o a los pies, hasta que un día noté un fino tallo verde asomando de la blancura nívea del poliestireno.

Me asombró, no diré que no, y muchísimas dudas inundaron mi mente, pero una cosa era cabalmente cierta: eso era una planta y había que regarla. Así lo hice mientras le transmitía a Berta (me pareció que tenía cara de Berta), una a una todas mis preguntas, y a falta de respuesta de su parte, también mis especulaciones.

Pensé en trasplantarla, pero temí que sus raíces, delicadamente entrelazadas con la almohada se dañaran. Se me ocurrió entonces llevar la almohada con todo y Berta al balconcito, pero cualquier viento podía encajonarse ahí y sacar volando a Berta con la ligerísima almohada. En la mesada de la cocina, al lado de la ventana realmente no había espacio para la almohada. No parecía haber lugar mejor que la cama. Y allí volvió después de la breve peregrinación departamental.

Con Berta preparamos las nueve materias de derecho que me quedaban, hicimos el duelo del Gran Matías, de tres chongos casuales y de una compañera de la facu que estaba muy confundida y bastante buena. Para cuando instalé el 40” en la habitación, ya le asomaba redondo y prometedor un capullo de alguna flor. Empecé a anticiparme a cómo sería la flor, sus colores, su perfume. Incluso me replanteé el nombre, porque Berta es un nombre de una robustez injustificada si llegaba a ser una violeta de los Alpes, por ejemplo. No parecía que lo fuera, tenía el tallo carnoso y firme, pero es un decir.

Al tiempo que abrió su primera flor, empezó a brotar otra, y pronto aparecieron otras dos más. Eran como bocas dentadas, verdes por fuera y rosadas por dentro. Su perfume era bastante desagradable, y ya estaba por deshacerme de ella cuando una noche de insomnio se cortó la luz. Hacía un calor de horror y sin poder usar el ventilador. Abrí el ventanal de par en par. No entraba nada de aire. Mosquitos, sin embargo, entraron unos ocho mil. Los oía zumbar y sentía sus vientos pequeños cuando volaban sobre mi cara. Puteé a Edesur y me preparé mentalmente para empezar a los cachetazos desesperados en todas direcciones. Traté de recordar si tenía Raid en aerosol y una máscara antigases, pero el tumulto pareció disiparse en el aire. Pronto ya no había más zumbidos, ni vientitos, y me dormí como una reina del Sahara.

A la mañana siguiente Berta estaba rozagante, gordita y sus flores dentadas parecían sonreír satisfechas. De una de ellas asomaba una patita fina de algo que podría haber sido un mosquito.

Me dio risa. Después de todo, yo me hice vegetariana recién a los 15.

Acerca de la autora: Virginia Cortés

Todo lo que hace falta - Cristian Cano


Llovía como nunca. Agarró la botella con las dos manos y se arrimó a la vidriera para observar la calle. Era ella, estoy seguro. Los brillos que el empedrado soltaba recortaban como con tijeras las figuras grises de la gente. El trasfondo de la avenida era brumoso e inquietante, hasta que recordé que ella siempre estaba en ese café. Al momento olvidé todo, y entré. No miré las primeras mesas debido a un primer miedo irreconocible. No quería abruptos. La intriga me carcomió, pero insistí y me senté en la barra para pasar un rato. Mientras preparaban mi cortadito, aguardé su realidad extraña abrumar mis segundos. Y fue así, porque la botella golpeó la barra, muy cerca de mis manos. Le dije que me había parecido verla, y sonrió sin abrir los labios: esa mueca que se esquina en un costado de su cara, sin preocupación ni miedo a perder muchas veces.

Acerca del autor: Cristian Cano

viernes, 17 de octubre de 2014

El arte de comprender – Ana Caliyuri


 John Speek era un niño aficionado en el arte de montar caballos. Una tarde de abril conoció el mal carácter de un pura sangre. Cayó pesadamente sobre una valla dispuesta allí para el circuito de salto. Sintió un fuerte dolor en su espalda, y creyó no sentir más las piernas. Luego de unos minutos, todo retornó a la normalidad y John, un tanto avergonzado por el espectáculo que lo había tenido por protagonista, escondió su rostro tras su padre. La familia decidió que el niño debía tomar clases de equitación. Su madre solía repetirle hasta el cansancio:
—John, tú puedes. Es cuestión de mentalizarte.
—Madre, no subiré más a un caballo…decía el niño por lo bajo.
Una noche en que estaban reunidos durante la cena, el niño dijo:
—¡Padre! Hoy no he saltado ninguna valla, pero dí muchisimas vueltas montado sobre un alazán hermoso.
Su padre, un hombre ocupado en el negocio inmobiliario, le devolvió una ausente sonrisa. Su madre en cambio, sentía henchidas las venas del orgullo. ¡John sería un gran jinete!
Como todas las tardes, salía John rumbo a las clases de equitación de la mano de Clarisa, la niñera.
Ella, demostraba alegría en su rostro cada vez que debía realizar tal tarea pues,sentía una fuerte atracción por Antonio, el encargado del Club, tal es así, que sólo reparaba en el niño a la hora de regreso.Así se sucedieron varios meses, hasta que la madre del niño decidió ver los avances de su primogénito. ¡Hoy le daré una gran sorpresa a mi niño! Es el momento indicado , pensó ella, pues John ama tanto los caballos que cada día relata con pelos y señales el aspecto de cada uno de ellos. La noche anterior, el niño visiblemente emocionado, le había dicho:
—Madre, que he montado uno blanco con pintas negras. ¡Corcovea y me aferro, ya no me caigo!
Ese comentario la impulsó definitivamente a concretar la idea de ir a verlo durante la clase junto al instructor. Esperó que Clarisa y el niño se fuesen rumbo al Club. Sorpresas, son sorpresas, se dijo a si misma. Tomó su auto y en cuestión de minutos, estuvo aparcando en el estacionamiento. Descendió del auto y con paso seguro se dirigió a la pista de equitación. Miró hacia un lado y otro, pero no divisó a John, tampoco a Clarisa. Una leve inquietud se apoderó de su cuerpo. Seguramente el profesor estará dando clases en otro lugar, pensó. Preguntó aquí y allí,acá y acullá, pero nadie había visto a John, ni a Clarisa ni al instructor.
Hizo esfuerzos por recordar el atuendo de su hijo, pantalón de montar, sweater color marrón y el infaltable casco de salto. La mirada pareció multiplicarse. Sin embargo, su hijo no estaba a la vista.
Una dulce melodía la condujo hacia uno de los salones del club. A John le gustaba la música, seguramente estaría alli. Recorrió los metros que la separaban del amolio salón con visible premura. Al entrar al lugar divisó a Clarisa, y un suspiro de alivio la recorrió enteramente. Luego, la voz alzada de su hijo John la sustrajo de los pensamientos.
—¡Madre! ¡Madre! ¡Mírame! ¡No me caigo! ¡Súbete conmigo!
La voz se perdía en el salón sin que ella pudiese reparar el lugar desde donde partía la voz.Ya la música dulzona, le comenzaba a molestar los oídos,no obstante ello, volvió a escuchar.
—¡Madre! ¡Súbete!
Divisó el casco del niño, la sonrisa plena de felicidad y el corazón de Teresa latió apresurado. Observó con detenimiento las facciones de su niño, el gesto feliz de todo su cuerpo. Sin dudarlo, se aproximó a la plataforma giratoria y en un instante estuvo junto a él. La calesita siguió girando, esta vez, John había montado un caballo dorado con arabescos azules y rojos.

Sobre la autora: Ana Caliyuri

Una isla hermosa para naufragar - Daniel Frini


Algo salió mal cuando el colisionador alcanzó los mil ciento cincuenta teraelectronvolts y los iones de níquel impactaron en los isótopos de plomo. Nunca se supo qué falló, y en el Crater de Laconnex ―una perfecta media esfera, de treinta kilómetros de diámetro y quince de profundidad; que va desde lo que era Bellegarde-sur-Valserine, en Francia, hasta Cologny, en Suiza; y que se llenó con las aguas del Lago Lemán y de los ríos Ródano y Avre― ya no existe nada que permita un análisis.
Hablaron de disfunciones magnéticas, de vacío cuántico, de un microagujero negro inestable, de strangelets y catalización a materia extraña, de monopolos y decaimiento de protones. Sin embargo, nada está claro.
Tampoco han podido explicar los fenómenos colaterales.
Los doctores Wagner y Sancho aventuraron la hipótesis de la Esponja Cuántica. 
―Carece de sentido indagar sobre la causa ―dijo Wagner ―. Fuera lo que fuese, ocurrió una vez; y se debería construir un acelerador similar para estudiar, con detalle, aquel hecho. El riesgo es muy grande y existe un acuerdo general en no volver a incursionar en ese campo. Sin embargo, es interesante conjeturar sobre las anormalidades marginales que tienen lugar ahora. Creemos que el espacio-tiempo presenta una estructura similar a la de una esponja metálica de cocina donde las hebras de metal actúan como caminos. La imagen más próxima que se nos ocurre es la de un gran laberinto en el que usted puede pasar de una habitación aquí en la tierra, por ejemplo, a otra en una galaxia a millones de años luz de distancia, y a otra habitación en el centro de una estrella supermasiva, y a otra y a otra más. Asimismo, al pasar de un cuarto al siguiente, habrá cambiado de tiempo; digamos que a cualquier momento en el pasado. Y cuando llegue a otra habitación lo hará en cualquier momento del futuro, tan lejos o tan cerca como se imagine. Como es lógico, ese inmenso laberinto que abarca todo el Universo y todos los tiempos, debe ser imposible de resolver. Es probable que el Incidente de Ginebra, sea cual fuere su causa, haya roto una pared y nos haya unido a ese esquema infinito.
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Apoyado en su barcaza de madera, concentrado, el viejo reparaba la red de pesca, en la arena de una playa pequeña, al sur de la isla de Sikinos. Una borrasca persistente fustigaba al Egeo. Notó la presencia del otro cuando lo tuvo a unos pocos metros. 
Levantó la vista: a su frente estaba un hombre no muy alto, musculoso; de piel aceitunada, y vestido con ropas antiguas; el torso descubierto, sucio y con un olor más próximo al de un establo que al del mar. El pescador estuvo a punto de sonreir, pero la postura imponente del otro y la espada corta que llevaba en la mano derecha, lista para atacar, le infundieron cierto temor respetuoso. Notó que en la mano izquierda apretaba, con fuerza, un pedazo de hilo blanco de dos codos de largo. 
El recién llegado habló, con voz enérgica, en una lengua que al otro le resultó familiar, pero ininteligible. Como pudo, mediante señas, se hizo repetir por dos veces, hasta que entendió: el guerrero hablaba su mismo idioma, pero de una manera distinta, cerrada y, se figuró, muy antigua. Al final, el pescador entendió:
―Me llamo Teseo ―dijo el guerrero ―. ¿Tiene usted idea de dónde puede haberse metido Ariadna?

Acerca del autor: Daniel Frini

sábado, 11 de octubre de 2014

Faltan dieciséis y van cero a cero - Daniel Frini


Está parado en el centro del campo. Apenas participó en el partido.
En el área del equipo contrario, la jugada es confusa para suponer un riesgo serio. El arquero toma la pelota y saca del arco con un derechazo imponente. La pelota se confunde con las luces del estadio, y pasa la mitad de la cancha. Alguien la recibe de cabeza, otro se arrastra y toca mitad pelota, mitad pantorrilla. Un compañero suyo despeja. 
Ve que la pelota viene hacia su zona. Sus músculos se tensan. El balón cae, suave, a tres metros por delante suyo. El arco está lejos, pero sólo se interponen un defensor y el arquero. Corre. Pasa la pelota de pie a pie. Un toque a la derecha y el defensor queda atrás. Ve al arquero que sale a achicar. No lo piensa. La emboquillada es perfecta. Uno a cero. El gol se recordará por siempre. Él ya es leyenda. 
El partido sigue trabado y nada cambia el resultado. El árbitro marca el final. La Libertadores es suya. El estadio se cae, todos corean su nombre. Invaden el campo, alguien lo levanta en andas, le arrancan la camiseta, los botines; las medias desaparecen. Le gritan, lo tocan, le pegan, le tiran el pelo. Lo adoran.
Algún fanático arrancó el silbato del árbitro y empieza a sonarlo a unos centímetros de su oído; con mucha fuerza, hasta hacerse molesto. Gira su cabeza para buscar al cargoso, pero solo ve manos que lo buscan.
Su mujer pasa la mano por sobre él y apaga el despertador. 
―Apurate ―le dice ―. Después llegás tarde y el Mudo te descuenta el presentismo.
Mientras orina, recuerda que alguna vez, cuando era chico, tiró una emboquillada en el campito que estaba cerca de las vías, donde ahora está el corralón del Tano; pero el arquero era el gordo Pereyra, que le llevaba dos cabezas, así que la atajó sin problemas.

Acerca del autor: Daniel Frini

martes, 7 de octubre de 2014

Madame y yo – Raquel Barbieri


Salgo a caminar en busca de un poco de aire oxigenado porque deduzco que mi malestar físico y anímico se debe a una mala combustión de la estufa de mi dormitorio que hace que mi cerebro produzca pensamientos tristes y mi cabeza estalle de dolor. Tengo una sobredosis de monóxido de carbono que ha logrado que mi manera de pensar de hasta hace poco, haya cambiado casi totalmente. La química tiene un gran efecto en los seres vivos y yo estoy sometiéndome voluntariamente a ella, por pasividad, por dejadez o tal vez por falta de temor a una contaminación paulatina de mi sistema.
Entonces, como todo tiene un límite, tengo que salir; agarro la calle sin rumbo y pienso en cosas, en las grandes decisiones, en las pequeñas e insignificantes, en mi mundo interior plagado de contradicciones. Tomo envión y camino cada vez a paso más veloz, y me alejo. Siempre me han dicho que es difícil seguirme el ritmo de la caminata, pero es así la manera en que funciona para mí, respirando profundamente y soltando el aire en siete, diez veces, cantando para adentro como cuando nado en la pileta, o hablando bajito conmigo misma cuando veo que nadie está cerca. Mi barrio da para eso porque es posible caminar tres cuadras sin cruzarse con nadie. 
La estufa era mi gran amiga, luego pasó a ser una amiga a secas, después una desconocida antipática y ahora se ha convertido en una acechanza que me espera cada día, que hace arder mis ojos y estallar mi cerebro; también calienta mi cuarto, lo cual no es poco, aunque su calor está saliéndome caro. Esta amistad se ha convertido en una relación forzada por las circunstancias, por su ensañamiento combinado con mi negligencia; mala junta. No sé cómo abordarla, cómo decirle que nuestro vínculo es tóxico, como se usa ahora describir ese tipo de relaciones enfermas. Así somos nosotras, y cuando ella-- llamémosla Madame La Chaleur—me ofende con sus emanaciones, me voy, huyo lo más lejos posible y respiro un aire frío y purificador, seco o húmedo, lejano a las malas intenciones de Madame L. C.
Me siento amenazada por su presencia y no me atrevo a entrar tanto a mi dormitorio, sólo lo justo e indispensable; la miro de soslayo para que ella piense que no la percibo, para que ella sola intente morirse y me obligue con dicha muerte a encontrar a una nueva amiga que sólo me dé calor sin envenenarme y sin exigir tanto de mí. La muy puta no se da por aludida. Entonces, para ofenderla solapadamente, abro la ventana de par en par y anulo su efecto nocivo. Al parecer, ella hace lo mismo que yo, me mira de reojo y sigue con su objetivo en mente, que no es otro que matarme. Y es vehemente.
El otro día decidí ir a dormir a mi estudio. Tiré el colchón de las visitas al piso y me arropé; sin embargo, ella parecía llamarme a la distancia. No pude pegar un ojo. Me levanté con un cansancio extremo y añorando la comodidad de mi cama.
Ya está. Tomé una decisión sabia. Dejaré a Madame La Chaleur sola y me iré con mi perro. Viviremos en la calle, aquí cerca nomás; ya tengo visto un pequeño terreno baldío discretamente ubicado, un sitio ideal para esconderse. Cualquier cosa haré, menos darle el gusto a la maldita. Se quedará más sola que cualquier otra estufa en este mundo, y lo que es más importante, no tendrá a quien asesinar. Tendrá toda la casa a su disposición, si quiere. Yo me llevaré unas frazadas y el carrito de las compras con mis pertenencias más básicas. Tejeré un pullover para mi perro y estaremos bien en el baldío. 
Sí, creo que tomé la decisión más sensata y lógica.

Acerca de la autora: Raquel Barbieri

Llaves - Héctor García


Le voy a contar un secreto: tengo la facultad, por cierto bastante peculiar, de encontrar en mi bolsillo, y al primer intento, la llave indicada para abrir o cerrar la puerta que se halla frente a mis narices en un determinado momento. Por supuesto, la única condición necesaria (algo no trivial, como podrá apreciar), es poseer la llave adecuada.
Usted dirá que, más que peculiar, esta facultad es algo estúpida. Permítame entonces introducir lo que algunos dan en llamar, quizás de forma impropia en estos casos, "condiciones de contorno". Si su llavero consta de cincuenta y dos llaves, y si además el tiempo, o el clima, o su esposa, o su marido, o su amante, o su jefe (o todo eso junto, o cualquier otra cosa o combinación de cosas) apremia, sabrá ver que esta habilidad inclina la balanza más en favor de la peculiaridad (y, sobre todo, de la utilidad) que de la estupidez.
No obstante, tal vez pueda usted seguir en su postura acerca de la futilidad de mis poderes. En ese caso déjeme agregar algunos detalles que, con suerte, harán que cambie de opinión. Resulta que este don no se aplica solamente a puertas de edificios y de vehículos en general, sino a todo tipo de cerraduras: hablo de candados (de bicicleta, de moto, de auto, de lo que se le ocurra), de cofres, de cajas fuertes, de armarios, de casilleros, de tanques de combustible, de motores, de turbinas... y la lista podría seguir indefinidamente.
Si a esta altura aún no le he convencido, deje que me explaye un poco más. Dígame, ¿cuántas veces ha oído hablar de bocas cerradas, de mentes impenetrables, de corazones herméticos? Ante cualquiera de estos obstáculos, el mero uso del gesto indicado (ya sea una mirada, un sonido, un suave movimiento de manos o la más sencilla de las palabras) equivale para mí a una llave con la que acceder, de forma prácticamente instantánea, a todo tipo de confidencias. Créame que, gracias a esto, puedo incluso doblegar la más férrea de las voluntades y alterar los sentimientos y los pensamientos de la gente a gusto y placer. Basta, como ya dije, con tener la llave correspondiente. Si, por ejemplo, finalmente le he persuadido sobre este asunto, querrá decir que entre estas palabras he utilizado la indicada para ello.

Acerca del autor:  Héctor García