sábado, 31 de mayo de 2014

El pez de colores - Héctor Meda



Mi abuelo me contó en cierta ocasión cómo de pequeño se quedó maravillado de los peces que había en el río de su pueblucho. Uno, en especial, de colores chillones, vivos, variados, que nadaba feliz, ignorante de todo estrés, de toda obligación, pero, ay, pescarlo resultaba una odisea porque era cogerlo con la mano y de puro rápido y mojado se te escapaba de los deditos de las manos, así que cuando alcanzó por fin a aquel maravilloso pececito, lo hizo con tanta temerosa fuerza que el animal terminó con los ojos saliéndose de sus cuencas, las entrañas erupcionando de sus carnes, todo él pura argamasa informe de espinas, vísceras, escamas y sueños; y mi abuelo, que volvió del frente con cicatrices, algunas visibles, otras no, justo a tiempo para la boda de la mujer a la que estérilmente había sonsacado una promesa de amor antes de la contienda civil; y mi abuelo, que a base de cinturones, gritos y amenazas, intentó en vano que sus hijos se hicieran doctos y licenciados; y mi abuelo, que después de atender y proteger con paternal devoción a su esposa, fue abandonado por ella en la senectud; y mi abuelo, que aún con una dieta espartana como único equipaje, nunca tuvo fuerzas para esquivar una anemia crónica; y mi abuelo, en fin, que había vivido tanto y tanto tiempo, en su última cama de hospital, al narrarme aquella frustrada pesca del pez de colores, con feroz extrañeza me consignó que aquel había sido el momento más triste y más patético de toda su vida, en cierto modo el único, porque el resto: burdas copias.

Acerca del autor:  Héctor Meda

martes, 27 de mayo de 2014

Dilema vertiginoso - Ana Caliyuri


La nave estaba cuasi vacía, el comandante había pedido refuerzos a Don. El hombre colocó carteles en todas las latitudes posibles con el firme propósito de captar voluntades. En el segundo día de convocatoria se alistaron varias criaturas. Los seres de Loxis los esperaron con entusiasmo. El único dilema fue el vértigo a la altura. Un importante número de recién llegados a la estación espacial, entre náuseas y temores, pidieron el relevo. Don no supo si escarmentarlos con el enfado de los dioses o incentivarlos con el resplandor de una azulada ventana. El comandante Saw, antes de la expulsión definitiva los invitó a la sala de hologramas; allí todos y cada uno se vieron en el tiempo. Las verdades hicieron pininos de fantasías, y las mentiras se arrastraron como orugas. Desde siempre, para volar hay que pasar de estadío. De alguna manera el infierno arde para dar lugar a una superior altura, dijo Saw, mientras los instaba a Ser o No ser criaturas de batalla, blandiendo entre sus manos la espada de la palabra.


Acerca de la autora:
Ana Caliyuri 

La lentitud y el alcohol – Héctor Ranea


Madame Hindira Chukwa se encontraría con Leonora Quelonei para ir a probar la nueva línea de aperitivos para el almuerzo, los diseñados por Clyde Oread en el bar Dodecaneso. Quelonei, como siempre, se veía a lo lejos venir sin pudor y con un retraso considerable. Rozagante, envuelta en sus vestidos caros y transparentes sonriente y despampanante, pero sin la finura de Hindira, parecía resbalarle la mirada de atención por la tardanza que le echaba su amiga.
—Tal vez ya nos perdimos seis o siete muestras de tragos —le reprochó Hindira.
—No importa —dijo Quelonei—, conozco al bartender, nos dará repeticiones. Es del mismo pueblo que Clyde y prima mía muy lejana,
—¿Cómo se llama?
—Orazia Eco.
Allá fueron las dos, tarde y caminando orgullosamente lentas. Cuando llegaron, a Eco casi le da un ataque porque casi estaba cerrando el bar y, con mucha rabia, empezó a reprogramar los tragos, pues su casi prima y la amiga estaban demasiado buenas como para no intentar algo. “Después de todo, la noche es joven aún” —pensó.

Sobre el autor\:
Héctor Ranea

domingo, 25 de mayo de 2014

Los puntos cardinales - Rafael Blanco Vázquez


Los hay que tienen una pasión y no soportan a los que tienen otra y entre todos se matan defendiendo cada uno su parcela. Son, por ejemplo, los ultras futbolísticos. Saben que una pasión es para toda la vida y cada cual defiende sólo sus intereses y les parece estupendo vivir en esa subjetividad. Se les llama intolerantes.

Después están los que también tienen sus pasiones pero respetan a los que tienen otras y entonces se dedican a cenar juntos y a discutir mientras fuman y luego se quieren todos y son los mejores amigos del mundo porque parten de la base de que cada cual es como es y les parece estupendo ir por ahí sosteniendo que cada persona es un mundo. Se llaman a sí mismos tolerantes.

A mí me molestan todos. No los soporto y me cago en ellos. Odio su incapacidad para buscar una verdad, así que se me revuelve toda la entraña y me meto en mi casa con mi mujer para no salir más durante mucho tiempo y entonces me enfado con ella porque tampoco soporto que tenga su carácter y me paso el día rumiando la bilis y el odio que me provoca vivir en este mundo de mierda y leo libros que me dan la razón porque los libros no son ni un viaje ni un descanso ni un tesoro sino la manera más profunda que tiene uno de aislarse.

¿Qué soy, muy especialito? Nada de eso. El mundo está lleno de hijos de puta como yo que no aguantamos que nos llamen intolerantes como si fuéramos los únicos intolerantes en este mundo lleno de hijos de puta.

La vida es una porquería hedionda pero qué vamos a hacer sino vivirla, y es que lo más gracioso (maldita la gracia) es que dicen que soy un tipo gracioso salvo cuando me pongo oscuro del todo como me ocurre cada vez más a menudo.

Estoy en el metro y me parecen todos feos e inútiles y me angustio y sólo quiero llegar a mi casa. Voy en el autobús y no quiero ir en el autobús porque está lleno de gente repugnante pero no me queda más remedio que sobrellevar la cosa con aparente serenidad porque lo único que me apetece es ponerme a gritar y a escupir y a vomitarles a todos en sus sucias caras de personitas satisfechas que sonríen a sus hijos. Me monto en un taxi y el taxista es un hijo de mil putas. Cuando por fin llego a mi casa respiro y suspiro y conspiro en vano. Por suerte, como digo, apenas salgo. Me he comprado dos pijamas y varias camisetas interiores para estar bien tranquilo en casa y no pasar frío, aunque mi mujer dice que lo que me hace falta es un suéter y unos vaqueros nuevos.

Sobre el autor: Rafael Blanco Vázquez

Identidades – Héctor García


—¡Basta papá, me tenés las pelotas llenas! ¡Tengo que trabajar y tengo que mantener a mi propia familia, no puedo estar todo el tiempo pendiente de vos! ¡No podés caminar, no podés comer solo, hay que llevarte de acá para allá...! Admití de una puta vez que ya no sos nada y dejame tranquilo, por favor...
—Como siempre, hijo, te equivocás. Todavía soy algo: soy vos. Yo te di la vida, yo te crié y te eduqué. Gracias a mí, vos sos lo que sos ahora. ¿Y qué sos ahora? Una extensión de mi vida, qué más.
Todas las noches se repite la misma discusión. Y todas las noches el hijo se imagina tomando el arma que su padre esconde en el cajón del ropero, y que tres o cuatro tiros bastarían para silenciarlo y poner fin a la disputa. Y finalmente pensaría “¿Viste que no sos nada?”. Pero algo lo detiene: sabe que, de matarlo, luego de todos los procesos legales de rutina sería condenado a la silla eléctrica, y que su padre, en algún lugar de la Eternidad, finalmente pensaría “¿Viste que soy vos?”

Sobre el autor: Héctor García

Ante el muerto aún caliente - Fernando Andrés Puga


—¿Vos decís que le gustó morirse? ¿Te parece?— le pregunté a Juana, sorprendido por esa afirmación tan contundente. Ella, no dejaba de lustrar el cajón ni un momento, como si quisiera devolverle la vida con la franela—. Es cierto que no la estaba pasando nada bien, que cada día estaba más estropeado, pero de ahí a afirmar que a alguien le pueda gustar morirse… No sé, che. Me parece demasiado.
—¡Pero sí! ¡Mírelo cómo sonríe! Si parece que nos estuviera invitando a ir con él. Se ve que no la está pasando nada mal, esté donde esté—. Quizás eso era lo que pretendía la vieja mucama con el constante franeleo, acompañarlo en el último viaje.
—¡Callate la boca!, pobre viejo. ¿Y Ricardito cómo está? Destrozado, supongo. ¿No lo viste todavía?— si alguien podía saber algo del único heredero, esa era la Juana. Quedó tan resentida cuando el hijo del patrón dejó plantada frente al altar a la Matilde, la niña de sus ojos, que desde entonces su única razón de vivir ha sido no perderle pisada, aguardando el momento de caerle encima.
—¿Ricardito? ¡Que va a estar destrozado! Ese está más feliz que no sé qué. Pasó por acá a primera hora, cargado de paquetes. Trajo regalos increíbles para todos, como si fuera Papá Noel. Ese sí que se sacó la grande. Y con lo fanfarrón que es, se va a volver insoportable— se descargó la muy turra, con mi querido ahijado.
—¡Pero si el muchacho es más bueno que el pan!— salí en su defensa.
—Era, querrá decir. Apenas se enteró de la muerte de Don Alfredo se le cayeron todas las caretas. Si hasta nos mostró su tatuaje. ¿Le parece a usted?— dijo con picardía malsana.
—¿Tatuaje? ¿De qué me estás hablando?— yo no podía creer lo que estaba escuchando. ¿El muy pelotudo se habría animado?
—Del tatuaje que se hizo en el culo. Se bajó los pantalones en medio del velorio y todos los presentes pudimos ver lo que se hizo en las nalgas. Fue realmente muy desagradable.
—Y dale. Contá. ¿Cómo era el tatuaje?— pregunté, haciéndome el que no sabe nada del asunto.
—¡Ah, no! Eso no se lo puedo decir, aunque usted lo debe saber ¿no? No se haga el mosquita muerta. Nos prohibió que habláramos de esto con usted. Para eso eran los regalos, vio. Para pagar nuestro silencio— sonrió con sorna, disfrutando sin duda de mi perplejidad—. Así que vaya y pregúntele usted. A lo mejor eso es lo que quiere. Mostrárselo a solas…— y siguió con el trapito. El brillo en sus ojos dejaba ver cómo gozaba de haber descubierto nuestro secreto, aunque conociéndola desde hace tanto tiempo intuyo que no habrá sido ninguna sorpresa para ella… ¡Vieja bruja!

Sobre el autor: Fernando Andrés Puga

jueves, 22 de mayo de 2014

Paralítica y sin limosna- Pamela Mella




De la nada, la sangre se te agolpa caótica, incomprensible. El más mínimo contacto se transforma en una colisión catastrófica. Me tomas, me aprietas y me llevas, sin decir nada.
Sin previo aviso viene el ataque, no me asombra, ya conozco la táctica.
La ropa es quitada sin cautela, desesperado, buscando ese tesoro útil que no amas, pero que no puedes dejar. Así te amo, sin amor.
Tu dedo se interna, con la sola precaución de haber sido remojado un segundo en tu boca, en mi poco santo canal de desagüe.  Enloqueces. Mi boca es llenada por un escupo, tu lengua rígida entra y sale, se refriega, me odia, me asesina, me ahoga. La penetración duele, bajas y escupes, lo intentas de nuevo victorioso. Te veo, me gusta. Entras con toda tu fuerza, como queriendo no dejar espacio dentro, a nada más que a ti y lo logras, estoy invadida por todos los flancos, pierdo la batalla.
Perdedora soy y me gusta serlo.
Paralítica y sin limosna.
Un par de minutos pasan lentos para mí, para ti son todo lo que anhelas. Te levantas con el rostro sudoroso, ebrio, te levantas exprimiendo mi pecho con ese desamor asqueado que te caracteriza, das el último toque torpe a tu sexo que ya lucha por fluir y eyaculas sobre este cuerpo, maldiciéndome, mascullando ese odio que es un orgasmo para mi. Te miro con desánimo, sé que no querrás un beso. Sonríes por la sensación, no conmigo. Luego ducha, comida y despedida, te vas al trabajo, para yo quedarme sola con el placer desmesurado de pertenecerte.

Acerca de la autora:  Pamela Mella

viernes, 16 de mayo de 2014

Carlitos - Paula Duncan




Aquel verano optamos por pasar la siesta juntos; Luis y Juan no tenían problemas, siempre esperaban a que ayudara a mi madre en la cocina, con los platos limpios, secos, guardados y la última copa en el estante; me podía ir a dormir la siesta, pasado el tiempo creo que nunca me creyó del todo, me apuraba si alguno silbaba avisando la espera y ella se hacía la que no escuchaba.

Juntábamos piedras para tirar al agua quieta del río, nos gustaba tirarnos en el pasto y mirar el paso de las embarcaciones, pequeñas, más grandes, la lancha de ramos generales pasaba a la mañana, tenía de todo; desde dulce de frutillas hasta alpargatas u ojotas en verano; era un mini-mercado flotante, pero nuestra mayor atención se la llevaba la lancha de pasajeros, tenía siempre un vistoso catálogo de personajes que nos servían para inventar historias fantásticas; solíamos ponerles nombre, según el color del cabello o de la ropa.

Así nació Carlitos; un adolescente despeinado demasiado alto y demasiado flaco, nos parecía que en cualquier momento sus huesos saldrían desparramados por la borda y caerían al río, no sabíamos cómo se llamaba en realidad, pero al verlo pasar con la cabeza afuera de la ventanilla bebiéndose todo el viento del río, que despeinaba aún más su larga cabellera, le gritábamos ¡ hola Carlitos! En un principio no se daba cuenta que nos dirigimos a él y nos miraba curiosamente tal vez pensando: “¿que les pasa a estos chicos?” hasta que un día, de tanto gritarle, nos devolvió el saludo algo confuso, nosotros saltábamos de contentos haciendo piruetas en la orilla del río esa tarde particularmente enojado.

 Fueron pasando los días, los viajes y los personajes a veces se tornaban aburridos, nosotros comenzamos a entristecernos viendo el fin de las vacaciones y el próximo ingreso en el colegio secundario, ellos dos irían al industrial, yo haría el bachillerato con orientación docente, siempre quise ser maestra.

Un día Carlitos desapareció; nos dijeron que estaba haciendo el servicio militar, por lo cual inferimos que tendría unos cinco años más que nosotros.

Comenzó el año escolar y nuestra vida a cambiar, si bien estábamos juntos los fines de semana, ya comenzaban a notarse las diferencias, no podía pasar por un niño más con gorrito marinero saltando y jugando a la pelota en la orilla; mi madre, antes de comenzar las clases, me había hecho cortar las trenzas que yo escondía debajo del gorro o entre la ropa y ahora natura me estaba regalando algunas curvas por lo que era muy difícil ocultar mi condición de niña- mujer

Un poco antes de comenzar las clases recibimos asombrados la visita de Carlitos que, en realidad, era Javier, pero lo seguimos llamando así, llevaba uniforme de soldado, nos trajo algunas golosinas; se asombró al verme, nos contó que marchaba al sur en una misión especial y que esperaba encontrarnos a su regreso para pasar una tarde de sábado juntos, lo saludamos con un dejo de tristeza, sin saber muy bien por qué.

En el mes de abril una enorme pena nos invadiò; estábamos en guerra, no lo podíamos creer, era algo completamente impensado para nuestra realidad; la gente caminaba atónita por las calles, nos dormíamos escuchando las noticias del frente, como si viviéramos en otro país; todo era una gran locura.

Aunque lo esperamos mucho tiempo, sentados en la orilla y sin jugar ni inventar personajes Carlitos, el chico demasiado alto y demasiado flaco, no volvió nunca más; sus flacos huesos se desparramaron en la helada turba isleña, lejos de nuestro querido río marrón.


Acerca de la autora:  Paula Duncan

La camisa – Mirta Varela


Basada en testimonios. Por los curas villeros

Fui con Cata. El autito roncaba como si le fallaran los bronquios. Anduvimos bastante pero, charlando, el tiempo se hace corto. Llegamos a un espacio vacío, con aires de plaza, nos bajamos y continuamos de a pie varias cuadras. Las calles se estrechaban y se hacían más sombreadas. Calculé para después: un farol cada cien metros, con suerte. Hacía mucho frío y la escasa luz no era amigable. Nos salían al cruce ladridos de todo timbre, gritos de alegría o de bronca, música estridente. Mucha vitalidad se notaba dentro de las casitas.
Cuando llegamos y nos abrieron la puerta, nos salió al encuentro el brillo amarillento de una lamparita y ese aroma denso, mezcla de querosene, fritura, humanidad y la grasa de unas velas encendidas.
Alrededor de la mesa estaba Mabel, conversando con Lucía y Oscar, nuestros amigos, que debían haber llegado un poco antes, más un grupo de mujeres y hombre de distintas edades que yo desconocía. Algunos tenían aún en sus manos —todas curtidas, por cierto—, rosarios de plástico. Total, unas quince personas, al menos, en un espacio de tres por tres.
De pronto todos parecían tener prisa y se fueron yendo de a grupitos. Corteses pero decididos.
Sin embargo, la pude ver, así, de refilón. Una caja de zapatos quizá y dentro, algo que todos acariciaban, como si rozaran apenas las plumas de un pichón. Pero luego se santiguaban y se iban. Me miraban a hurtadillas, tal vez conjurando viejos miedos. Y con eso me distraje y… ya no vi más la caja, o el bulto, o lo que fuera.
Al fin quedamos solos, mis amigos y yo con la mamá de Mabel, Cata, que, enseguida, sacó vasos, soda, vino y unas sopaipillas. Ella es chilena.
La escasa luz se filtraba apenas, puro otoño frío, a través de los vidrios opacos de tierra. El sol ya había iniciado su escape silencioso y apurado. Los callejones de la Villa tienen mala fama.
Predominaban los rojos y verdes en el hule gastado de la mesa de la cocina, y, al rato, el cenicero estaba cargado de cenizas tibias de confidencias, recuerdos, intercambio de penas y puchos aplastados como temas cerrados.
—Yo no debería haberles dicho— Mabel tragó con dificultad un sorbo de vino.
—¿Por qué? Nos conocés. No vamos a hablar— arrimó Lucía.
—Mirá, si algo hemos aprendido es a manejarnos como anguilas, a ser sigilosos, escurridizos— la voz de Oscar tenía un sabor a descontento y a vergüenza.
—Sí; ya sé. Todos. Fueron tiempos duros. Igual… no pueden hacer nada para evitarlo.
—¿Entonces, es cierto que la tienen ustedes?— dije.
—Bueno, es difícil. En realidad no la tiene nadie. Porque la tienen todos. Va pasando de mano en mano ¿Sabés? Y nadie te dice, cuando te la da, quién se la entregó antes. Es como parte del rito.
—¿Y se la sacaron ahí mismo, en la vereda?
Mabel hizo del silencio una guarida de recuerdos y sentidos – No sé bien. Yo no estaba ese día. Orlando, el otro cura, me contó que lo dejaron tirado, desangrándose. Y tardaron en venir a buscarlo. Los vecinos se fueron juntando, llorando, gritando. Lo amábamos ¿Sabés?  A Orlando también. A él lo chuparon después y le dieron duro. Pero vivió para contarlo. Él me dijo. ¿Sabían que al rato empezó a llover despacito, lavando la sangre, llevándola como en arroyitos hasta un cantero con un árbol recién plantado? Su sangre no fue a parar a la cuneta, con la mugre. Siguió dando vida.
—La siguen teniendo —insistí, porque, con un escalofrío, presentí que la había visto.
—Sí. Rezamos con ella. Acá, que estamos acostumbrados al barro, no nos arrodillamos en la misa. Los de afuera creen que es por eso, por no ensuciarnos. Pero la verdad es que Carlos nos enseñó a pararnos. Que todos somos iguales. Que Jesús nos pone de pie. Eso cría, eso hacía. Eso sigue haciendo su camisa ensangrentada y llena de agujeros. Nos ayuda a recordar, a rezar, a volver a pararnos siempre, a dar la mano.
—Por eso se la pasan.
—Sí. De mano en mano. Recorrió la Villa tantas veces como él. De alguna manera también tiene nuestra sangre. Él se hizo cargo de nuestra sangre y de nuestro sudor… No es fácil de entender. Era lindo, joven, apasionado, inteligente. Lo queríamos. Lo queremos. Así está entre nosotros. Nos vuelve a mostrar cosas.
—Como un sacramento—dijo Lucía— una manera de reconocer con los ojos, la piel, la nariz, el amor de Dios en cada uno. Está bueno.
—No analicen tanto—dijo Mabel algo ofuscada— Desde afuera se analiza. Adentro se siente, se siguen códigos. No hace falta decir tanto.
—Pero Carlos era jesuita —intercedí—. Racionalizaba y pensaba mucho…
—Y eso no lo paraba. Yo no sé qué era. Sólo sé quién era y quién sigue siendo y qué significa para nosotros. Y de la sombra que acompaña su camisa. Que hace bien, que quita el miedo y se mete entre los callejones y entre el barro como pocos lo hicieron o lo harían.
Sonaba molesta la voz de Mabel.
Lucía, como en un ruego, le apoyó la mano sobre el brazo.
—Aunque seamos de afuera, aunque no vivíamos ni vivamos con los que él prefería, dejanos, al menos, que también podamos creerlo y sentirlo un poco nuestro. Aunque no tengamos la camisa.

Acerca de la Autora: Mirta Varela

miércoles, 14 de mayo de 2014

Leyenda de la mano más famosa – Héctor Ranea


¡Ojo con la mano que se mece! Así reza un proverbio pomerano que, traducido al cartaginés fue luego importado a las llanuras del Gólgota y ahí los padres fundadores de “Biblia Inc.” lo pusieron en mano, valga la redundancia, de un famoso personaje de historietas que la mecía y fue severamente perseguido por tamaña ofensa y castigado acordemente por los otros personajes de esa compañía, que se unieron en su repudio. El recipiendario de la mano quedó tan mal luego de la golpiza que debieron maquillarlo con cremas indelebles y ahora ahí está, colgado como títere de cada consultorio de psicólogo o psicóloga. Así que las manos entraron a tallar fuerte en la compañía esa, se transmitió de padres a hijos la maldición pomerana y la aversión a la mano que se mece. Pero en Pomerania se olvidaron del dicho, porque descubrieron que lo escribió un relojero que quería zafar de hacer un reloj con manecillas en lugar de las consabidas agujetas y no sabía dónde ponerse los dedos de esas manos. En fin, cosas de la arqueología.

Sobre el autor: Héctor Ranea

jueves, 8 de mayo de 2014

Mecanismo de persistencia - Héctor Ranea



Casi podría decirse que la fotografía cayó de la nada, como si se hubiera materializado en uno de esos experimentos de duplicación o de teletransportación que se veían en la tele. Tal vez —razonó Philip— se había desprendido desde una de las avionetas del festival aéreo y por eso cayó. Sonaba raro por dos razones: nadie lleva fotos pegadas al fuselaje de esos aviones y el último festival, de 1934, llevaba más de cien años muerto. La negativa a pensarlo de ese modo venía de la muy silenciosa Bette, la pelirroja que lo salvó de la inundación que provocó la colisión con el cometa años atrás.
La foto mostraba un médico con su espejo para escrutar la garganta, un niño como de doce y una mujer de mirada extraña. Estaba arruinada en parte, pero se podía ver claramente a los personajes aunque no podía leerse el documento que colgaba atrás, en la pared, con forma de diploma. La llevó a casa, la olvidó en el plato de las llaves.
Vivian, al volver de su trabajo, la vio. La tomó y a los pocos segundos, casi llorando, le preguntó, después de un rápido beso:
—¿Cómo encontraste esta foto de mi padre?
Se le atragantó la cerveza.
—No la encontré en la casa. Cayó o algo así. Estaba en la playa.
—Es mi padre con su primera esposa y éste —dijo señalando al niño— es Artie, el padre de Bette. ¿Dónde está ella?
—Vio la fotografía —le dije—. Pero no aceptó pensar de dónde pudo venir. Es más, pensé que venía conmigo pero ya no está. ¿La hija de Artie? ¿Quién es ese Artie, entonces? ¿Bette es tu sobrina o algo así?
—Algo así. Dame una cerveza —dijo Vivian sin despegar sus ojos de aquella foto.
Se hizo un silencio especial y, justo antes de que tocaran a la puerta, ella comenzó a hablar, como si la persistencia de la memoria le hubiera hecho saltar recuerdos que ni siquiera ella sabía tener. Evocó su infancia, sus paseos con sus padres y explicó que el médico fue su padre casi en su vejez de modo que no tuvo mucho tiempo para conocerlo.
—Vivian —le dije—, si todo esto fuera cierto, nuestra edad es casi de cien años. ¿Estás segura de lo que recuerdas?
—Sin duda. Llamemos a Bette.
Y en ese momento, como si hubieran materializado lo elemental, sonó el timbre. Era ella.
—Quise venir porque sé que mentí respecto de esa foto —dijo y me miró con cara de hacerse la culpable.
—Seamos claros —pedí—. Puedo pensar de todo menos que ustedes estén complotadas para hacerme sentir mal. Sé que en todo esto tiene que haber un error.
—El error es esa porquería —dijo Bette señalando el objeto e instantáneamente tuvo que soportar una mirada de cuervo resentido de parte de Vivian.
—No es una porquería. Es un error, tal vez, pero no una porquería. ¡Es mi padre!
—No; no es tu padre. Es una foto falsa, Vivian. Es falsa. Apareció de pronto. Recuerda lo que te dije cuando lo traje a él después de la inundación: “Somos las marionetas de un Destino sin sentido”. ¿Recuerdas lo que me contestaste?
Vivian asintió moviendo la cabeza y repitiendo una letanía.
—Somos las marionetas, somos las marionetas. Un Destino sin sentido, marionetas. Artie —mencionó de pronto—. Artie. Era tu padre.
—No. No venimos de allí, Vivian. No venimos de allí.
Él no entendió nada más. Miró la foto. Artie tenía la mirada de Bette, la mujer del médico era idéntica a Vivian. Tan idéntica.
—Vivian —le preguntó—, ¿acaso esta mujer... ?
—Mejor no sigas —Bette interfirió con la pregunta a Vivian.
Se quedó solo en la casa de la playa. No podría decir si Vivian y Bette se desvanecieron o se fueron. Lo que es seguro que no tampoco dejaron la foto. Al salir, la Luna parecía inmensa y el mar estaba tan calmo que casi se diría que no era mar.


Acerca del autor:  Héctor Ranea

Los ocultos motivos del silencio - Jesús Ademir Morales Rojas




Esa tarde, Citlali y Nadia ingresaron al ascensor del antiguo edificio, tal y como todos los días. No era algo cómodo para Citlali, porque Nadia con su charla interminab ...le alteraba su temperamento introspectivo. De pronto, casi a la mitad del descendente recorrido, se presentó una alteración en la energía eléctrica. Las lámparas del ascensor comenzaron a cintilar y luego de un gran sobresalto, la cabina se detuvo.
Ambas pasajeras, estremecidas de alarma, se quedaron mirando bajo la incierta y tenue luminosidad de los focos de emergencia.
Su rostro parecía distinto a causa de los juegos de luz y el espanto.

DisTiNto.

***

Pasó mucho tiempo: al principio se mostraron ajenas al percance, como si al restarle importancia este pudiera desaparecer. La demora del percance comenzaba ya a importunarles, pero ninguna de las dos parecía querer aceptarlo. Sin embargo, Nadia comenzaba a mostrar grietas en su entereza: su facilidad de charla vana se acentuó. Citlali estuvo a punto de cubrirse los oídos, ante el torrente de comentarios sosos que más parecían un medio de evasión de aquel cautiverio. Pronto, este discurso atropellado derivó en clamores de auxilio y golpes en contra de las paredes metálicas del ascensor. Al poco rato, Citlali se contagió de esta actitud de angustia. La cabina del ascensor, se trasformó en un pequeño manicomio. Pero todos los gritos fueron infructuosos. No mucho después yacían ambas tumbadas en la alfombra del ascensor, sollozando amargamente, como niñas pequeñas y extraviadas.
………pasó el tiempo……………………………………………………………………..

***

¿Sabes? me parece que algo grave se ha suscitado allá afuera.
¿…?
Yo creo que ha habido un atentado en contra del edificio, alguna tragedia horrible ha sucedido y nosotras hemos quedado atrapadas aquí. Quizá pasen días antes de que alguien pueda ayudarnos, ¿Te imaginas? ¿Qué vamos a hacer? Qué…
Y de nuevo más ataques de llanto y agitación.
Esta escena se repetía varias veces, pero pronto hasta eso dejo de servir como medida para calcular el paso del encierro.
Luego sólo quedaron los latidos: ********************************************
************************** pero a la larga el tedio y la sofocación fue adueñándose hasta de esto, hasta de eso, hasta de, hasta

***

Cuando despertó por un instante, Citlali notó como el dial de señalamiento de los pisos del ascensor subía y bajaba…Nadia yacía tumbada frente a ella y la miraba con fijeza enfermiza. Lo incomodo de esa contemplación, la luz vacilante y el vertiginoso movimiento de un ascensor que se suponía estropeado, le hizo voltear cansinamente la mirada y retornar al negro marasmo de su conciencia.

***

Oye…
Oye pequeña…
La despertaron las caricias suaves pero ansiosas de Nadia. El ascensor volvía a estar inmóvil y escasamente iluminado. Su compañera de cautiverio le frotaba las piernas con delectación.
Citlali sintió una honda pena por ambas, una inmensa tristeza, que la impulsó hacia el abrazo de Nadia con desesperación. Pronto se abandono a aquellos besos mustios, y fueron una solamente, en aquel espacio silencioso.

***

(¿Y si nunca hubiéramos salido verdaderamente de aquí? ¿Y si todo lo que hemos vivido afuera no hubiera sido sino un sueño? ¿Te imaginas? ¿Te imaginas? ¿Puedes hacer eso?)

***

Cuando despertó por un instante, Nadia notó como el dial de señalamiento de los pisos del ascensor subía y bajaba frenéticamente…Citlali yacía tumbada frente a ella, dormida; lo incomodo de su encierro, la luz vacilante y el movimiento vertiginoso de un ascensor que se suponía estropeado, le hizo voltear cansinamente la mirada para retornar al negro marasmo de su conciencia… pero no se lo permitió un acontecimiento extraordinario: al llegar al tope de los pisos superiores el ascensor se detuvo y la puerta se abrió lentamente: Nadia contempló una lejana extensión de nubes azules y vetas de luz diamantina que se extendía hasta lontananza. Un castillo de cristal puro esmeralda, se dejaba ver sobre un grupo de cúmulos. Y un grupo de hombres enormes con batas verde pastel, y con máscaras de cráneos de animales, se asomaban dentro del ascensor para verle. Todos cantaban- con voces extrañamente blancas, infantiles- un motete de melodía inconcebible, pronunciando al revés cada palabra de él. A la señal de uno de los hombres- que llevaba una grotesca máscara de cráneo de cerdo- todos callaron, sólo el rumor de un viento lejano y áspero se dejaba sentir.
El enmascarado le dijo entonces con su voz de flauta:

Tú nunca saldrás de aquí. Porque para que salgas tienes que quedarte dentro. Nunca olvides que el fuego camina contigo, siempre, hasta el final.

Y entonces se llevó la mano, de canto, hacía el centro de su rostro oculto. Y lo fue bajando lentamente. Mientras, todos los demás seres emitían un chillido tan agudo, que Nadia se tapó los oídos y gritó para acallarlo en su propia mente, hasta que se derrumbó desvanecida.
Los extraños seres seguían chillando, cuando la puerta del ascensor cerró.
Luego, no más.

***

La despertó un extraño sonido: la luz deliraba en efectos estroboscópicos, mientras su compañera que se revolvía frenéticamente contra un cuerpo desconocido y musitaba frases de alarma en una lengua ignota o como si las pronunciara séver al. Ella quiso ayudarla, pero la furia con la que eso la estrellaba-contra-las-paredes //////*///////*////////*////////*//////*///////// le impidió que pudiera era era algo pavOrOOOOOOsOOOOO pensó que un horrihombre se había intrrrroducido al ( )mientras dormían y ahora quería des---tro---zar-----las a ambasamabas y ella abrió la bOca para bramar por el dooloor de verse rasssssssssssgada y ella gritoauauAUAUAUAU se tapó el rostro IIIoIII con las manos terrotrémulas y el díal 103102101100999897969594…ylasangreyeldolorylafuria y*y*y*y*******OOOOOOOOOOOOOOOOOOO…………...............

***

El ascensor llegó a la planta baja.
Las puertas se abrieron lentamente.
Ella salió con calma de allí, y abandonó el edificio rumbo a la calle, para seguir con su vida normal.
Las puertas del ascensor se cerraron de nuevo.

Silencio

Acerca del autor:  Jesús Ademir Morales Rojas


domingo, 4 de mayo de 2014

Fin a la noche - Patricia Muscia


La foto de Daniel está en un marco de 24 x 11 de cartón corrugado con incrustaciones de piedras falsas, bastante llamativo, en el segundo estante de la izquierda, arriba del teléfono. 
A Patricia le dicen la loca, como a Juana, porque suele amar desaforadamente y por su carácter un tanto incierto, que no hay otros motivos. 
La relación de Daniel con Patricia comenzó un poco fríamente. Ella estaba cansada de describirse por mail, y además habían tenido problemas, a él no le llegaban los mensajes. Cansada, escribió un texto tenso y desapasionado, pero él decidió que era un modelo a seguir, tal vez por idénticos motivos. La cuestión es que a esa hoguera le faltaba aire. 
Y luego de dos mails él la llamó por teléfono. Y después el chat. Ahí la cosa se inflamó y tomó visos de incendio forestal. 
De nuevo el desencuentro: ella se operaba, él padecía la huelga telefónica.
Al final lo lograron.
Ella le permitió elegir el lugar, el día y hasta la hora. Parece una tontería, pero eran doscientos kilómetros. A las nueve de la mañana se encontraron en Chascomús.
Como tenían un guión, cada uno pensó que el otro haría los gestos adecuados, pero no ocurrió. 
La foto de Daniel salió del marco y se perdió en un cajón, ¿alguna vez ella se preguntará que hubiese sido si…?

Acerca de la autora:  Patricia Muscia




Risa - Valentina Vidal


Todo comenzó con una risa apretada, amordazada. De aquellas que cuanto más se aguantan, menos se evitan, hasta estallar inevitablemente en una ráfaga de carcajadas estrepitosas. Así que el tipo se reía y se reía, y una risa llevaba a la otra. Le gente se daba vuelta por la calle, porque aquel hombre no paraba de reírse. Alguno que otro se le acercaba, pensando que habría enloquecido, ó para averiguar que era lo tan gracioso, pero el reidor lo miraba y se reía cada vez más, lo que provocó que el averiguador también comenzara a reírse. Algunas personas formaron un círculo alrededor de ellos, porque les causaba gracia ver a los dos hombres reidores. Se juntaron hasta 10, 15, todas reían. Se miraban exhaustos, apoyándose el uno en el otro, intentando detenerse, pero eso les provocaba más risa aún. Los autos frenaban en medio de la calle, porque no daban más de la risa. Y así se fueron sucediendo las horas, las personas y todo el barrio se volvió una gran risotada.
Repentinamente el primer reidor se detuvo.
Se fueron apagando una a una las risas y los cubrió un gran silencio.
Los autos y los vecinos, retomaron su camino sin decir una palabra.
El hombre, se estiró la ropa sudada de tanto reír, hizo un bollo con el papel que tenía en su mano, lo tiró y se fue.
Al cabo de un rato, la kiosquera que había estado observándolo todo, tomó el bollo de papel y lo leyó:

Manuel,
Me voy. Lo siento.
Sandra.


Acerca de la autora:  Valentina Vidal


Después no diga que no se lo advertí - Andrés Terzaghi


Usted que pensaba en que iba a leer algo interesante y supuso esto porque se le dio la gana o porque, no teniendo otra mejor cosa que hacer, o porque subestima mi ignorancia, o porque intenta evadirse de sus obligaciones excusándose tras la lectura como si esto fuera “El Ser y la Nada” de Sartre, que además dista en números de páginas, o porque fuera llueve y no puede escapar de su casa, o está en el trabajo y trata de pasar la hora, o por lo que sea…
Usted que se detuvo frente a estas palabras tratando de hacer algo útil con su vida al menos por un instante y sin embargo se dará cuenta que pierde su tiempo, porque el mío ya lo he malgastado escribiendo esta sarta de pavadas; se lo advierto, no ocupe más tiempo en mi y dedíquese a otra cosa, puede leer, por ejemplo, las instrucciones de cómo usar su teléfono celular o mirar una película, le recomiendo “Inteligencia Artificial”, o si desea indignarse con pavadas verdaderamente profesionales vea los almuerzos de Chiquita, cualquier cosa menos pasar sus ojos por aquí. No tengo nada que contar. Ningún cuento. Si quiere podemos compartir un frenético momento en silencio pero es un poco aburrido. ¿Le gusta escuchar música? Bueno, vaya y suspírese. Haga cualquier cosa con tal de no leer estas porquerías que escribí, considérelo como el consejo de un escritor honesto que sabe que no sabe escribir, no haga como mi amigo que un día vino a casa y se puso a leer mi manuscrito. ¿Cuándo lo vas a publicar? Preguntó como si fuera un simple trámite de todos los días. Usted no lo va a creer pero mi amigo tiene un amigo que tiene una amiga que tiene un amigo que tiene un amigo que lo conoce ¿a quién? A usted, si si. A usted. Y me contó cosas vergonzosas de usted. Y me dijo que no se las dijera. No insista, le debo la confianza a la amistosa sucesión de amigos de mi amigo.
¿Qué te cuesta publicar un libro? ¡Daleeeeee! Me dijo y como yo andaba con el culo palnorte le dije coloquialmente. Hagamos una cosa, vos me preparás un té de tilo mientras yo me echo un cago y después vemos, que toda obra maestra de la literatura necesita de concentración y rigurosidad. ¿Estamosdeacuerdos? Pero él se limitó a asentir con la cabeza. No le agradaba que le llevara la contra ni el olor que despediría al concluir mi deposición. Cosa que rematé con un sonoro flato y al instante se me ocurrió algo entretenido para hacer. Escribamos algo juntos ¿qué te parece? Le dije, invitándolo a tan grata actividad artística. Presto a mis dotes intelectuales las cuales él admiraba y elogiaba inmerecidamente nos pusimos a escribir esto que usted porfiadamente lee y no se convence en abandonar.
Mi amigo le envía un saludo. Espero no se lo devuelva.
Se lo advertí.

Acerca del autor:  Andrés Terzaghi  

viernes, 2 de mayo de 2014

Maletero accidental - Ricardo Emilio Ibarra




—¡Juan! —llamó su madre.
Sordo para todo lo que no fuese su objeto, con el corazón golpeándole el pecho y a la carrera —entre las estrechas y adoquinadas callejuelas—, Juan veía acercarse el tren a la añosa pero pulcra estación de su pueblo de provincias y el quería estarse allí para quedar temblando de emoción ante la imagen creciente de aquella negra locomotora de vapor que, tronando como un dragón, echando vapor y aceite, arrastraba tres verdes vagones de madera de segunda clase para pasajeros.
Una vez al mes ocurría que paraba el tren, allí.
Y Juan era un feligrés, un adepto, entusiasta, incondicional del ferrocarril.
Estaba con su gran bocaza abierta, en estado de gracia.
Así lo encontró una joven natural de Madrid y buena moza, que venía a visitar en esos días a unas tías.
No pudo ella evitar soltar su risa. Tampoco dejo de mirarlo como miran las mujeres.
Y, además, creyó creer que Juan era empleado de la estación.
—Joven —dijo—, ¿usted es el maletero?
Turbado, Juan giro su cabeza y la miro con sus mejillas encendidas. Iba a responderle. ¿Pero para qué…?
Le pareció que habia llegado otro tren. O que se habían volado todas las palomas, menos una. O que…
Una enorme luz lo cubrió.
Se llamaba Carmen y le sonreía.
Juan se convirtió a sus diecisiete años en maletero accidental.
Imaginemos el resto.


Acerca del autor:  Ricardo Emilio Ibarra

Aniversario de la Lujz - Alex Solá




Sucedió en Mont-roig de la Segarra, durante la deslumbrante luna llena de Abril, una inmensa luz almibarada, en la parte inferior del pueblo, se vislumbraba una discreta casita, y bajo la balaustrada valla, muy próxima a la rugosa base de los esbeltos cedros, por donde se deslizaban parsimoniosos, los viscosos caracoles, emp ...ezó a condensarse la densa humedad suspendida en el fresco aire nocturno, inmediatamente se inició un fabuloso espectáculo de infinitos reflejos de lunática luz sobre cada una de las esféricas gotas de rocío, caprichosamente repartidas en las hojas cercanas a los caracoles, que a su vez, estos, al pasar rozandolas recogían lentamente alguna gota. Estas gotas adquirían el movimiento de su baboso portador. A cierta distancia el panorama mostraba un universo de estrellas terrestres estáticas entremezcladas con otras de lento movimiento.

Y por si esto fuera poco, de repente, en medio de esas blancas constelaciones, algunos puntos verde-fosforito, estos con movimientos espasmódicos, ahora uno se mueve, otro se para, en resumen, un conjunto de zigzagueos aleatorios.

En la proximidad de uno de esos micro-mundos, un caracol arduamente trepa por un tallo hasta su nutritiva hoja, sorprendiendo al insecto de luminoso abdomen, cual semaforo dando paso al tráfico, se desplaza hasta la siguiente hoja dejando un destellante camino verdoso.

Amenazadores nubarrones enmascaran la luna, esta inserta sus brillantes rayos entre los antojados claros, un espectacular escenario en movimiento, debido a un arremolinado viento que doblega los estirados cipreses, agitada batalla de oscuras lanzas, ¿contra quién lucharán? ¿o quizá solo juegan?. Esos escurridizos rayos lunares son abatidos por las casuales estocadas de los cipreses y , en consecuencia, aquellos brillos del rocio antes estáticos, ahora son un frenético flasheo, cual concentración de reporteros fotográficos ante un desfile de modelos.

Acerca del autor:  Alex Solá

Barrotes - Maximiliano Provenzani




Resultó ser que todas mis conjeturas fueron erróneas, y la elegante y hermosa mujer que me había perturbado durante toda la noche no era la gran señora madre respetable e impoluta que yo había pensado, sino que, por suerte, era la puta más asquerosa, desafiante y perversa que me había cruzado en toda mi vida. Se sacó los zapatos, me dio la espalda y se puso en puntas de pie contra la pared. Tenía unos tobillos perfectos. Se levantó la pollera hasta la cintura, apoyó las manos contra la pared fría y rugosa; arqueó un poco el cuerpo y me arrimó el culo desnudo y carnoso. Tuyo, me dijo. No me lo tuvo que repetir. Me la cogí con rabia, con desprecio, sabiendo que si le mostraba algo de ternura nuestra burbuja reventaría al instante convirtiéndose en una mancha acuosa y mugrienta. La bombita del pasillo del quinto nos pintaba la piel de amarillo pálido. Mirá que todavía vivo con mamá, me avisó. Yegua. Las tetas se le movían arriba y abajo rozando la pared y pensé que si me la seguía cojiendo un rato más se iba a poner a gritar como una loca. Mientras se la metía y se la sacaba, se me venía a la mente la imagen de la vieja espiándonos por el visor de la puerta del 5ºC. Vieja perversa. El ascensor arrancó de golpe, el ruido de las poleas nos sobresaltó pero ninguno de los dos amagó con abandonar la faena. No podía parar de entrarle, y no hubiera parado aunque me lo hubiera pedido. Siempre me gustó agarrar maduritas. Las pendejas siempre te traen problemas, tienen voces finitas e insoportables como chirridos de tenedores, y además no saben qué hacer cuando tienen una pija adentro. Se tiran en la cama como un bofe y se piensan que te están haciendo un favor, y los favores yo los voy a pedir a la iglesia. Las veteranas son otra cosa, no tienen aires de diva ni pruritos a la hora de los bifes, quieren cojer y punto. Y ahí aparezco yo, sin falsas promesas ni tontos reproches, sin llamadas a deshoras, sin llantos de despedida; porque, digamos la verdad, llega un momento en nuestras pobres vidas en que los bailecitos de cortejo y la labia sistemática se vuelven tareas inútiles y obsoletas, hay que correr, hay que aguantar, hay que zafar de los segunderos que te pinchan el culo y te avisan que la cuerda se está acabando, hay que aprovechar. Dale que baja gente, susurró entre gemidos contenidos. La cabeza me explotaba, el sonido de los cables rozando las paredes del hueco del ascensor me dolió en los dientes y se transformó en una visión atroz, cadenas enormes y pesadas se enredaban en mis piernas y me arrastraban en un descenso sin escalas hacia el infierno de los viles, de los crueles, de los cafishios, de los chongos, de los ventajeros, de los cojeviejas, de los hijos de puta, ese infierno horroroso infectado de buitres carroñeros. El ascensor dibujó sobre la pared cuatro barrotes blancos, se la enterré hasta el fondo y acabamos los dos a la vez mordiéndonos los labios. Me prendí un pucho y suspiré, nos quedamos en silencio mirándonos como extraños; se bajó la pollera despacio, se puso los zapatos, se acomodó las tetas adentro de la camisa y me besó. Por debajo de la puerta del 5º C comenzó a escaparse un hilito de luz matinal. Me voy. No, vení, quedate a desayunar. No hagamos ruido, los chicos duermen. Entramos. El café con leche de esa mañana tenía tanto sabor a derrota que aún hoy no me lo puedo enjuagar.


Acerca del autor:  Maximiliano Provenzani