jueves, 27 de febrero de 2014

Eran - Daniel Diez Crespo


Era gordo como un globo rojo de cinco de las antiguas pesetas repleto de agua de la fuente de la plaza del pueblo. Era delgado y torcido como el rabillo de una pera, verde, olvidada por su dureza en la cesta de mimbre de la vieja cocina de la abuela. Era ciega como la visibilidad que deja una lluvia densa en el cristal de un vehículo que alguien conduce de noche a excesiva velocidad. Era coja como un peluche de pie sobre un colchón viejo, torcido e inestable, tratando de avanzar con la ayuda de la manos de un humano sobre las arrugas de las sábanas. Era sorda como el suspiro de un cadáver atrapado en una caja, que lloran familiares y amigos en el cementerio de lo alto de una ladera olvidada. Eran todos un planeta de infinitos recovecos imposibles y preciosos, distintos, perfecto o imperfectos, pero repletos de misterios pendientes de alumbrar. Eran. Todos. Son y serán.

Tomado del blog El país de la Gominola
Sobre el autor: Daniel Diez Crespo

¿El cartel? - Ana María Caliyuri


Iba camino al encuentro, después de todo, alguna vez hay que intentar ser más sociable. Todos aprendemos de todos. Me hablaron muy bien de este grupo, se respetan, se comprenden, se ayudan, ergo, ha de ser un grupo creativo distendido y no competitivo, pensaba mientras esquivaba las hojas de los árboles caídas sobre la acera. En verdad; ella goza de un cierto grado de timidez rayano con la ridiculez o tal vez es la torpeza quien la coloca siempre en absurdas situaciones. El caso es que al traspasar el umbral de la pequeña sala donde estaba previsto el primer encuentro de escritores, el tacón de su zapato quedó enganchado en el escalón o mejor dicho en la insensatez. Se desplomó a lo largo de la puerta ante la presencia de los que allí estaban. Alzó la testa y alcanzó a ver un cartel colgado sobre la puerta de acceso. Lo leyó y los ojos parecieron girar como la niña del exorcista, se alzó como pudo y huyó de allí. Esto de catalogar a la gente nunca me ha gustado. Menos que menos me gusta que me digan en qué lugar he de estar. Nononono. Jaj; menos mal que a pesar del golpe pude leer el metamensaje del cartel, se dirá metamensaje? O ha de ser un submensaje, bueno como sea lo víiiii.y decía bien clarito “Quien adelante no mira, atrás se queda.” No seré una adelantada, pero mi abuela siempre decía: “para muestra alcanza un botón”…

Sobre la autora: Ana María Caliyuri

martes, 25 de febrero de 2014

Sopa de tetas - Héctor Ranea



Epifanio, en otra de sus aventuras maravillosas, estuvo a punto de delirar en el Bar La Distracción, justo entrando en la curva del Piche Viejo, en la Ruta 61 vieja. No va que el tendero, que oficiaba de cafetero y expendedor en el bar le dice con voz cómplice:
—Creamé, Epifanio, el plato del día es sopa de tetas. Muy buena sopa, muy buenas tetas.
Al punto justo de la incredulidad, el otro le hace que no con la cabeza, muerto de risa.
—Tabio, no me llenés la cabeza —Tabio se llamaba el cafetero—. Estoy seguro de que es sopa de letras. Letras. ¿Cómo va a ser tetas? ¡Hacé el favor!
—Vos haceme caso. Muy buenas tetas. Y tiene alverjas. Rica sopa.
El Epifanio no le hizo caso y siguió tomándose la caña de durazno con parsimonia pampera, haciéndose como quien pensaba aunque en realidad pensaba en la sopa. Una imaginación así, pocos tenían en el pago y el Epifanio si se imaginaba cosas ésas eran las tetas. El Tabio siguió su prédica con otros parroquianos y por ahí uno que parecía venido del Tuyú por el barro seco del poncho, le pidió un plato grande.
Se hizo silencio. Tanto que se sorprendió hasta el del poncho bayo. Tabio, con una sonrisa de oreja a oreja, fue a la cocina y trajo la sopa. A medida que pasaba por el salón la gente se levantaba, los espejos se movían con la mirada de los que jugaban al truco a cara de piedra, las miradas exaltadas de los que todavía olían a caballo y, por supuesto, la exclamación al borde del desmayo del gaucho del Tuyú que, en un rapto de embelesamiento procaz, se convirtió en payador solista, lanzando a los vientos del Sur un par de coplas por décima que nadie había escuchado de aquí al Napaleofú. En suma: todos, quien más, quien menos, silbaba de alegría, gemía de lujuria contenida, saltaba de salacidad y lascivia, brindaban a la salud del desenfreno y se hipnotizaban con el centro de ese plato de comida que todos le envidiaban al paisano de poncho manchado.
El Epifanio no pudo más, lo llamó al Tabio y le dijo:
—Tabio, perdoname hermano, no creí que fuera así tu sopa. Traeme un plato bien lleno, que me quiero mandar esa sopa.
—Lo siento —dijo el Tabio—. Fueron las últimas de las once mil vírgenes. No sé si va a volver a ocurrir algo así, no puedo prometértelo hermano. Se terminó la sopa.
Hubieron de sujetarlo al Epifanio antes de que ensartara sus partes con el cuchillo macho con empuñadura de plata con adornos de oro que le había regalado su Tata.


Acerca del autor:  Héctor Ranea

Pequeñas inquietudes - Anahí González


I
El pequeño era uno con su pierna-mamá y no había caso. Ella le pidió, le explicó, le ordenó, le gritó que la soltara —en ese orden. Pero el monito, colgado de su pierna-rama, entró con ella al baño. Cuando mamá se sentó en el inodoro a hacer pis, él observó todo con indisimulada curiosidad hasta que...post higiene materna sobrevino su cara de pánico.
—¡Mamá! ¿Por qué te sacaste el pitooooo?

II
Matteo —6 años— se baña con espuma. Se recuesta sobre las burbujas y mira su cielo blanco algo descascarado desde la bañera. Sus profundos ojos negros hacen contraste.

—¿Sabés, mamá...? Cuando iba al jardín me gustaba una nena que se llamaba Yanina. Y ahora me gusta otra, pero de verdad. Porque antes, cuando era chiquito, no entendía nada... No sabía nada del amor.

III
El pediatra se asoma a la sala de espera para anunciar el próximo turno. Entonces ve a una mini ricitos de oro, con un caramelo en la boca.
—Te estás comiendo otro caramelo y a mí no me convidaste ninguno...
—¡¡No!! Te hace mal a la panza, doctor.

Tomado de Espejitos de colores
Sobre la autora: Anahí González

Sol ciego - Fernando Puga


—Hasta luego Don Hugo.
Carmen se retiró a su habitación —oí el click del picaporte. Me deja a esta hora y yo disfruto a solas; eleva mi autoestima. Lo sabe, como también sabe que apenas será un rato; tomará u ...na ducha reparadora, unos pocos minutos frente al espejo y volverá a mi lado, protectora.
Carmen —hormiguita laboriosa que reaparecerá apenas apoye mi cabeza en la almohada. Me acompaña desde el accidente; no conozco su cara —ni su cuerpo, pero la imagino a partir del dibujo que construyen las yemas de mis dedos cuando palpan sus relieves llenos de historia.
No es tan ancho el mundo cuando estoy en casa. Sin bastón, deambulo entre muebles que conocen mi recorrido y me eluden, se abren a mi paso como palomas de plaza cuando el niño corre por la senda que lo lleva hasta los juegos. No tantean el aire mis brazos extendidos, no titubean mis pies, siempre al borde del precipicio, de la caída, del golpe, del ridículo. No. Cuando estoy en casa mantengo el equilibrio sin tener que pensar en ello; un funámbulo libre a punto de volar. Nada me apura y ése es el disfrute; cada pequeño acto, un rito íntimo, un último presente. Paso a paso me aligero hasta encontrar el sueño.
Arranco entonces con mi rutina liberadora que cada noche me conduce hacia la puerta que da al otro lado.

Ahora busco la pava, la que silba, y le pongo un poco de agua. Cuando silba significa que hirvió, pero no tiene que llegar a ese punto.
Ahora apoyo la pava sobre la hornalla. La enciendo con el magiclick que descansa en el rincón superior izquierdo de la mesada. Cuido de dejarlo en el mismo lugar.
Mientras se calienta el agua abro la puerta chiquita de la alacena, la de arriba. Busco la caja de té de hierbas —suave aroma a manzanilla, saco un sobre y lo meto en la taza alta y con rugosidades que permiten reconocerla aun a oscuras; la que guardo en un rincón del estante de los vasos junto al pote con miel.
Ahora pondré una cucharada de miel dentro de la taza. ¡Ah! Me olvidé de buscar la cucharita. Vuelvo sobre mis pasos hasta el cajón de los cubiertos y agarro una, no las más chiquitas, no sirven, se chorrea todo por los costados; una de las medianitas con mango de madera, son mejores. Lleno la cucharita con la miel y la meto en la taza.
Ahora vuelvo a la pava. La toco levemente con mi mano. El agua ya está bastante caliente. A pesar de mi demora buscando la cucharita el agua no llegó a hervir; no hubo silbido. Con la agarradera multicolor —¿desteñida?, que me regaló hace añares mi hermana mayor, hecha con sus manos y que cuelga de la llave de gas que está sobre la cocina, retiro la pava de la hornalla.
Ahora vuelco el agua caliente encima del sobrecito de té que espera dentro de la taza. Mientras se diluye la miel que lo cubre, mi dedo se apoya en el borde hasta sentir el calor del agua. ¡Listo! A esperar.
El té estará a punto dentro de tres minutos; se tiene que asentar, como todo lo que en el mundo vale la pena. Mientras espero busco a tientas la panera que está sobre la heladera; la de mimbre —la única de la casa. Dentro de la panera hay una caja de alfajorcitos cordobeses que trajo mi otra hermana —la que aún me visita, el día de mi cumpleaños.
Carmen me indicó que allí los dejaría y no me engaña. Estos alfajores no le gustan a nadie —a mí sí. Son de fruta, no muy grandes; muy adecuados para acompañar la tibia infusión. El dulzor fresco del alfajor y el aroma sin tiempo del té anticipan la suavidad de las sábanas que terminará por vencer la resistencia de mis voces interiores que no saben de aromas ni texturas –sólo reproches.
Saco un alfajor de la caja y con él en una mano y la taza en la otra voy a la cama; un camino que conozco. Con un movimiento mecánico enciendo la radio que está sobre la mesa de luz; algo habrá para escuchar que le avise a mis ojos que es hora de cerrarse, un arrullo que lubrique los engranajes del alma.

No siempre noto cuándo es de noche. Sobre todo en estos días de otoño en que todo es de un indefinido color pastel, sin notas estridentes. La misma tonalidad que se atisba desde el lado interior de mis párpados y que se aclara a medida que avanzo entre las sinfónicas notas de Brahms que revolotean desde la FM Clásica —se van espaciando los árboles del tupido bosque al que ingreso, hasta vaciar de obstáculos el horizonte.
En lo insondable del sueño, inmerso en un agudo cielo despejado, amanezco sobre el mar que brilla y abierto como explorador ante el sarcófago secreto del primer faraón, enceguezco a los hombres y mujeres que alborean en la playa — cuerpos que se entrelazan en la arena.

—Hasta mañana Don Hugo.
Carmen retira la taza vacía y da por terminado otro día de trabajo. Descubrirá en el silencio negro mi sonrisa repleta de colores, se acercará hasta rozarme con sus labios y mantendrá por un rato en su boca el sabor de la eufórica lágrima.
Sal que rebalsa.

Sobre el autor: Fernando Puga

domingo, 23 de febrero de 2014

La imaginación / el narrador oral condenado a muerte – Francisco Garzón Céspedes


El narrador oral había sido condenado a muerte. La ejecución lo aguardaba. Faltaban veinticuatro horas cuando los jueces y asesores entraron en su celda. El narrador era un hombre venerado por el pueblo y era imposible no concederle una última voluntad. La condena obedecía a que sus cuentos sobre la justicia, en un territorio de injusticias, propiciaron una rebelión cada vez más inacallable. Habiendo sido capturado, cárcel, juicio y culpabilidad resultaron cuestión de horas. La rebelión, ah, la rebelión debía ser ahorcada, quemada, gaseada, electrocutada, empalada, decapitada, borrada. El narrador dijo: “Una única voluntad. Antes de morir, deseo ver, a cielo abierto, la noche. Y en la noche narrar un cuento”. Los jueces y asesores se miraron entre sí estupefactos. Pensaron que el narrador hubiera podido pedir hacer el amor una vez más o que su cadáver no fuera enterrado en una fosa común. Pero era su última voluntad. Podía ser respetada. Resultaba permisible. Llegó la noche y los soldados, en presencia de los jueces y asesores, condujeron al condenado a muerte hasta el patio de la prisión. El narrador contempló intensamente el cielo, alzó un brazo hacia aquel poblado vacío y con voz potente habló: “Había una vez un narrador oral condenado a muerte. A petición suya, para cumplir con la costumbre de una última voluntad, lo condujeron hasta el patio de la prisión. Y cuando alzó brazo y voz, y pronunció las palabras que únicamente son mágicas en los labios de los narradores, una estrella fugaz cayó, cayó, y a punto de tocar el suelo, cual una alfombra prodigiosa, se detuvo para que el narrador subiera y lo condujo fuera de los muros de la cárcel”. Y mientras el narrador contaba, y se alejaba libre sobre la punta de la estrella, todos comprobaron que “la imaginación es tan poderosa” que predice el futuro y, si es necesario, lo moldea.

De gaviotas de azogue  34

Sobre el autor: Francisco Garzón Céspedes

El pacto - José Alfredo Padilla


Acordaron la cita en un bar de mala muerte. Ella, mujer hermosa que despertaba intensas pasiones. El la cortejó como todo un caballero, anhelando poseerla, más ella nunca lo permitió. Terminada las copas de vino dialogaron bajo la luz del candelabro sobre el amor que tanto ocultaron. -Lo sé, me he olvidado un poco de ti.- dijo ella. -¿Esta muerto?- pregunto Sancho. -Sí, hace unas horas. Tomó de la copa envenenada. Entregué a su familia la armadura, el escudo y su lanza. Ya no existirán amores idealizados.” Atrás quedaron los discursos sobre la caballería, molinos gigantes y bellas doncellas. Sancho, desengañado por vanas promesas de fama y fortuna, atestado de soberbia, llevo a cabo su el plan. Terminado el vino, Sancho y Dulcinea entrelazaron sus miradas y partieron hacia una posada donde ahí subyugaron sus cuerpos a la más intensa pasión. Ya sin obstáculos no había motivo para ocultar su amor. En un suspiro final Don Quijote logro advertirle a su corcel: “Diles que no me maten…..” Esa noche, salieron a la búsqueda del único testigo: Rocinante .La observación del crimen a simple vista no permite descubrir el mas mínimo fallo.


Acerca del autor: José Alfredo Padilla

Sin sosiego - Maru Cermandel


Hacía ya una hora que había detenido el auto al costado de la ruta, buscando un poco de silencio para su ruido interior, ese que no podía acallar así nomás. A su alrededor, extensiones de tierra sin labrar, sin cultivar, tan pobres y resecas como su propia vida. Un árbol añoso, del cual no podía recordar el nombre, le ofreció la posibilidad de un refugio para el incendiario sol de ese raro invierno. Como pidiendo permiso, acomodó su cuerpo en una hendidura del tronco y se dispuso a aspirar el aroma refrescante y suave de esas hojas gruesas que resistían el asedio permanente del clima y del paso del tiempo. Concentrarse en los ruidos, identificarlos y silenciarlos, eso era lo que tenía que hacer. El psiquiatra se lo había recomendado, la instructora de yoga sugería concentración y meditación, el terapista floral con sus gotitas para el equilibrio y la armonización de su yo interior… Poco a poco, siguiendo el ritmo de la respiración, cada sonido fue apagándose apenas era reconocido. Monótono y pegajoso, un nuevo sonido llegaba desde algún sitio imposible de precisar. Lo conocía pero no podía nombrarlo, era inasible, no el sonido pero sí el nombre, eso que lo hacía palpable y concreto. Se sintió maldito. Su capacidad auditiva tenía ahora que dividirse para prestar atención a esos ruidos de adentro y de afuera que lo obligaban a estar alerta como tigre de asediado. Cerró los ojos y en un esfuerzo vital los unió. El oficial de la caminera lo sacó del mundo esférico en el que había entrado. - ¡Sí, sí…Fui yo, no quería, se lo juro…No sé qué me pasó…Los ruidos, los ruidos…La maté, la maté… No era mala, pero no se callaba no se callaba y yo no sé pero pero ¿cómo se lo digo?... Aturdido, así estaba y…y ahora usted viene y está bien, así debe ser ¿no? - Mire, don, cálmese y no se preocupe…A cada rato aparecen bichos muertos en la ruta, yo le venía a decir que nos llamó la atención encontrar un auto con el motor encendido y una puerta abierta… ¿es el suyo?


Acerca de la autora:  Maru Cermandel


Ayes de Satie bajo el agapantus de mis aniversarios – Héctor Ranea


Vi la rata saltar por encima de una planta de margaritas (las ratas no saltan) y esconderse en un agujero hecho en el tronco del agapantus (el agapantus no tiene tronco). Eso es lo que vi y no es conjetura. A la rata la cola le molestaba por los muchos pelos (la rata no tiene pelos en la cola) sobre todo para leer el orden del día (rata del demonio, ¡era un burócrata!) donde decía todo lo que tenía que escribir, escribir, escribir y archivar (las ratas no escriben ni archivan) que era en sustancia lo que la rata sabía hacer (las ratas no saben hacer, sólo hacen). Eso y anunciar el peor verano de todos (el del año 1956 fue peor y este era el 2113) cada vez que podía, a través de un megáfono que usaba entre la cena y el primer sueño (la rata duerme antes de la cena).
Total que eso es lo que vi y lo que no vi, porque si hubiera visto todo no quedaría espacio para imaginarme que la rata estaría escondida hasta que pasara el momento difícil en que todos atacan a la rata que estaría escondida hasta que pasara el momento difícil en que todos atacan sin la rata escondida hasta que pasara el momento difícil en que todos atacan al resto de los demás. El festejo, cuando descerrajan tiros a mansalva que pueden matar también a las ratas (las ratas mueren de miedo en el estruendo) sería, como siempre, inoportuno, porque nadie sabe qué es el tiempo y por lo tanto no sé qué festejan cuando termina el 2113. Y ese sería el final (pero el final sólo lo conoce el que tiene el control del programa de escritura pautada que parece estar bastante fallado y flojo de dientes). Final inminente sin salida.
Alcé la vista y estaba ella, la niña de la que hablan dos o más novelas, mirándome con curiosidad (las muñecas no ven con sus temibles ojos de porcelana) donde adivinaba que estarían mis ojos. El pelo amarillo (no hay pelo amarillo, hay paja pintada) y la máscara de miga de pan (masticada por las muelas y algo tiznadas las harinas, el pan salado de las tierras de otros sólo sirve para hacer de la miga máscara y de cualquier entrada una amenaza), las suelas de los zapatos de cáscara de zapallo (los zapatos no sirven para quienes ya carecen de piernas), los cuernos de lata pintada (la lata se pinta de ácido que duele al que lleva los cuernos). Me indicó, la muñeca de porcelana, que me fuera de mi jardín por donde había venido (yo no había venido) y me acercara a la primer casa que viera a festejar la fecha especial, aunque era fin de año y no hay fecha especial (nadie sabe qué es el tiempo).
Yo tenía cien años más que ayer, veía cien veces mejor que ayer. Y en breve cumpliría sesenta y cuatro si me dejan (no dejan cumplir más de treinta). He perdido algo de pelo, nadie me envía vino ni tarjetas (el vino está extinto). El viaje a la URSS lo tuve que suspender hacer rato, y aunque la muñeca es tan vieja como yo (las muñecas no envejecen), la rata nos mantuvo viejos también a tí, le dije, y me envejeció a mí.
Y aunque con su pelo me niega el paseo a caballo, el domingo saldré a cabalgar, si encuentro un caballo (¿quedaron caballos en la extinción masiva?) y si no, caballeros, les prometo que saldré con mi chica de pelo amarillo a la siesta, después de la siesta (los que tenemos 64 dormimos bellas siestas), a pasear en ellas, porque probablemente, para esa fecha, ya sepa andar en bicicleta (las ratas no pedalean, Satie).

Acerca del autor:
Héctor Ranea

miércoles, 19 de febrero de 2014

Un asunto laboral - Patricia Olivera




El sol primaveral le daba de lleno en la cara, le gustaba sentir esa tibieza a pesar de las gotas de sudor que se le formaban en las sienes. Lo que estaba haciendo era una osadía, pero a pesar del miedo valía la pena pasar por aquello. Hacía tiempo que lo venía pensando y al fin ciertos sucesos coadyuvaron a que lo decidiera con rapidez. Esa mañana había dado parte de enfermo en el trabajo, así se abocaría de lleno a solucionar ese problema que lo tenía a mal traer. Se detuvo, cerró los ojos y suspiró, más bien hizo una inhalación profunda de aire para exhalarlo luego con un silbido bajo. Se mordió el labio inferior y miró hacia el cielo, intentó sonreír al ver la ausencia de nubes que pudieran complicar las cosas. «Señor Gómez, el informe que me entregó ayer a última hora está incompleto. No es la primera vez que sucede. Debería saber que hay candidatos más jóvenes esperando para hincarle el diente al puesto que ocupa». Recordar a la vieja decrépita de su jefa le daba náuseas, deseos irreprimibles de llorar lo embargaban cada vez que tenía que enfrentarse a ella y soportar sus desprecios y «sanos consejos». Ánimo, pensó, no es momento de traerla a colación ahora que estoy a punto de hacer algo que me hará tan feliz. Ya casi estoy llegando, unos pasos más sobre éste maldito alféizer y me daré el gran gusto… La encontraron en la cocina, con el rostro hundido en el merengue de una torta que estaba decorando para celebrar el aniversario de uno de los nietos. Tenía un tiro en el pecho, una gran mancha de sangre se había formado sobre las baldosas cuadriculadas del piso. Tenía sesenta y cinco años y era Encargada del Departamento de Contabilidad de la Empresa X. La puerta de calle estaba cerrada con llave desde dentro, no había signos de lucha y aparentemente no se habían llevado nada. La policía hacía especulaciones mientras la cortina del ventanal abierto del living se dejaba mecer indiferente por la brisa primaveral…


Acerca de la autora:  Patricia Olivera

martes, 18 de febrero de 2014

Anticipaciones - Cristian Mitelman


Una mañana me crucé con una mujer de unos cincuenta años en una esquina de Monserrat y en mi mente me estallaron estas palabras: ¨Decile a Marcos que lo perdono; no dejes de decírselo¨. Me llamó la atención, porque nunca había visto a esa señora y no conozco a ningún Marcos. Lo cierto es que algunos días después me sucedió lo mismo en el Subte. Pasó un vendedor ambulante y de pronto escuché en las galerías de mis pensamiento esta reflexión: ¨Ojalá que nadie lo sepa; ojalá que se pase el dolor. Hace tanto que no viene Claudia¨. ¿Qué clases de palabras eran esas? ¿Por qué interrumpían el flujo normal de los nombres y las circunstancias de mi mundo? Más tarde comprendí… Tenía la habilidad de captar la frase final de personas que me eran ajenas; esa frase que antecede al vértigo de la disolución. Volví a experimentar lo mismo otras siete veces. Los hombres y mujeres siempre me eran ignotos. Las circunstancias en que los veía, absolutamente pasajeras. Una mañana enfrenté mi rostro en el espejo. Un pensamiento me conmovió: ¨Laura, siempre lo supe. No importa. Ya no importa¨. ¿Quién es Laura? ¿Cómo llegará a mi vida? ¿Qué es lo que, a la vuelta de los años, habrá dejado de importarme? Me afeito. Salgo a la calle. Sin que pueda evitarlo, la marejada de rostros me lleva, inexorable, a un encuentro.

Acerca del autor: Cristian Mitelman

lunes, 17 de febrero de 2014

Numerales – Héctor Ranea



Para robar un Banco –razonaba Joe Pisanello @ Joey– hacen falta al menos un motivo, un procedimiento de entrada y otro de fuga. El primero es sencillo de encontrar, siempre: si los Bancos tienen dinero, ¡vamos por él! Nada más simple ni más efectivo que una razón que podría llamar termodinámica; nada de cuestiones políticas o económicas o de venganzas personales o impersonales. Nada. La elemental búsqueda del equilibrio del dinero. En cuanto a cómo entrar, Joey tenía más o menos pergeñada una idea también sencilla, siempre. En el punto en que todo parecía fallar, casi siempre, era en la de encontrar un escape sencillo.
Joey no tenía nada de improvisado ni de amateur. Tenía un buen curriculum que más de uno envidiaría por sus logros, pero nunca había sido excelente para escapar. Lo bueno de todo líder es admitir las flaquezas de carácter y Joey era un excelente líder, sin exagerar la jactancia. De todas maneras, para esta ocasión tenía dos o tres opciones válidas, sólo que le costaba elegirlas porque sencillamente no era hombre de escapar. Aunque, como siempre, esta vez también tenía que ceder y escapar.
Entraría solo. En realidad, en Three Oaks el Banco era de acceso sencillo. Tenía una cantidad de dinero interesante y por la 12 se podía huir bastante limpiamente hasta la 94 y de ahí volver para atrás, hasta Elkhart y despistar a la cana hasta la semana siguiente; después volvería a Chicago vía Michigan y luego Gary o bien vía Walkerton y luego Valparaiso por la intrincada red de rutas vecinales alrededor de la 6. Ésa era la parte más difícil para tomar una decisión.
Si volvía por Gary podía visitar a Aunt Mae, que no era su tía, a pasos de la 2, mientras que si volvía por Valparaiso estaba Mommy Pop, la belleza rubia que conoció de morocha en 1958 en sus épocas de bailarina en Tanglewood, Berkley, casi sobre la 337, que ahora alternaba en un bar en la vecindad del cruce de la 130 con la 49.
Este tipo de indecisiones llevaba a Joey a trabajar solo, sobre todo porque sus cómplices anteriores pasaban al fresco varias temporadas desde 1950, unos en las prisiones de Lincoln, Nebraska (creía que por la 80) y otros quién sabe dónde. De todas maneras estos pequeños robos lo mantenían en forma y deslumbraba con la precisión de los detalles del ingreso y sustracción. Pero siempre solo, como un sapo solo.
El día 3 de noviembre de 1964 un rayo llamado Joey dejó sin dinero el Banco de Three Oaks y antes de que la policía entrase en acción, Joey estaba en Michigan y, como había planeado, retomó por la 93 hasta Elkhart. Había robado exactamente 93 grandes en billetes chicos y 12 mil en billetes de cien. Estaba seguro que con esas pistas la cana podría al menos intentar perseguirlo, pero no.
Decidió pasar con Aunt Mae ese fin de semana así que fue por Gary que, aunque había realizado limpieza en el aire por cierto tiempo, todavía tenía suburbios con techos color orín por el acero y la atmósfera era de color naranja patético. Mae tenía unos años más que él y sabía cómo gastar dinero, sobre todo si venía del no-sobrino predilecto Pisanello, pero esta vez se contuvo y sólo se mantuvieron con el delivery de comida china de la 65. Aunque una noche, Joey la llevó a un bar de desnudistas sobre la 2 con el secreto deseo de que Mae se entusiasmara y se desnudara y mostrara sus números a una audiencia pacata y horrible, necia y vagabunda. Esa noche, efectivamente, Aunt Mae deslumbró a todos y consiguió un contrato por 3 centenares a la semana. No era mucho, pero un buen comienzo dada su edad. A los 41 ninguna chica tenía esa paga. Mae se lo agradeció a Joey de buena forma esa noche.
Cuando se volvió a Chicago, entrando por la 90, ya estaba pensando en otro golpe. Pero tenía que consultar la libreta. No se recordaba qué números de ruta le quedaban libres. Probablemente, pensó con una sonrisa acompañada de ese gesto de media risa característico de las películas de gángster, le quedaría la 61. De paso, iría a visitar la tienda de su cantante favorito.
El auto de Joey se perdió en el tremendo tráfico del túnel, mientras la Luna se mostraba apenas entre los altos edificios al flanco de la 55 y las nubes que levantaba el viento.

Sobre el autor: Héctor Ranea

El último - Alberto Jaumot de Zuloaga



Mas allá de la civilización se encontraba el “Buena Esperanza”, constantemente lijado por las terribles ventiscas y martilleado por el duro hielo que flotaba inerte sobre el mar. No se podía decir que fuera el mejor barco crucero ni que siguiera su rumbo. Mejor dicho: iba a la deriva.
En sus entrañas se encontraba solo, callado y asustado un hombre joven, escuálido y más pálido que la nieve. Había sobrepasado la veintena de años. Ahora dentro de un camarote sucio, mohoso y frío estaba sentado en la cama. Mirando a la puerta cerrada que lo separaba del resto del barco.
Intentó mirar por el ojo de buey, pero solo vio vaho.
Él no recordaba nada, ni durante ni antes de subir a ese barco. Hasta ignoraba su nombre y su edad. Lo único que sabía no era más que un mero presentimiento, arraigado a su corazón, de muerte y horror.
Decidió salir.
El pasillo de afuera, con las paredes doradas, alfombras rojas y las puertas de madera de los otros camarotes, estaba en igual de condiciones. Todo roto y sucio. Pero allí había algo más. arañazos tan grandes que ni un tigre podría haberlos hecho. Los miró boquiabierto y empezó a caminar, era mejor salir de allí. Todo a su paso era igual, solitario, sucio, mohoso y con esos arañazos. Pero ni sangre ni cadáveres.
Empezó a sentir que los seguían, en un momento dado le pareció vislumbrar por el rabillo del ojo una silueta. Aún más, a lo lejos se oyó el chirrido de un ascensor al funcionar que reboto en forma de eco por todo el lugar. ¿Había alguien más?
Al compas del sonido su estómago se quejó y pronto el hambre supero al miedo. En la cocina palpó en busca de alimentos por que había poca luz. Solo encontró dos manzanas.
No estaban muy buenas pero se las comió con gusto.
“Opulencia, risas, danza, felicidad, amor”
Pasaron como imágenes por su mente. Decidió que lo mejor era continuar y descubrir más, las dudas lo estaban matando. Necesitaba una respuesta y ya.
Guiado por un mal presentimiento se llevo las manos a la cabeza. No halló pelo alguno. Y aunque padecía amnesia de alguna forma tenía la certeza de que él nunca había sufrido alopecia.
Para colmo, en la inmensa soledad del barco empezaron a resonar cientos de pasos, risas y murmullos. Provenían de la cubierta. ¿Pero quien en su sano juicio saldría a fuera con ese frio? El “buena esperanza” vagabundeaba por uno de los polos. Trago saliva y guiado por otro impulso empezó a correr, este parecía más kamikaze. Fueran quienes fueran los del baile tendrían respuestas.
“muerte, sangre, gritos, horror, pesadilla”
De nuevo imágenes, flash-backs. Su corazón se sobrecogió.
Finalmente llegó a otra puerta cerrada, esta separaba el interior del exterior.
La abrió.
Afuera sorprendentemente no hacia frío. Pero si ventisca que le golpeaba con violencia el rostro.
La aurora boreal surcaba el cielo negro y lo partía en dos. Su luz se reflejaba en el hielo y lo iluminaba todo. Daba un efecto mágico de cientos de remolinos de color. Parecía “la noche estrellada” de Van Gogh. Una música dulce y tranquila acompañaba la escena, al ritmo de los pies danzantes de la gente.
Más de cien personas vestidas con trajes y vestidos de gala bailaban bajo aquella estampa. Varios camareros iban de un lado al otro sirviendo copas. Todos ellos muerto. Actuarían como vivos pero a él no le engañaban, lo veía en sus ojos perdidos y vacíos. Él era el último pasajero.
Pero los fantasmas no eran los únicos allí, había un invitado más. El causante de los arañazos. El joven empezó a temblar. La criatura parecía salida de los avernos. Aquello tenía cuerpo de hombre alto y corpulento, con pelaje negro, tras su espalda unos grotescos tentáculos danzaban en el aire y sobre los cuellos, tres en total, nacían cabezas de perro. Como un cancerbero.
Una de ellas estaba devorando un cadáver, las otras dos lo miraban. De las fauces y las garras le goteaba sangre medio coagulada.
Permaneció inmóvil, excepto por el temblor, mirándolo también.
El cancerbero olfateo el aire, contrayendo y relajando uno de los hocicos. Rió como una hiena, contento de haber encontrado al último. Se puso en posición de ataque y aulló. Cargo contra él, con las tres bocas libres para morderle mejor.
Cada zancada que daba retumbaba en el suelo, casi al mismo ritmo que su corazón.
En aquel momento pre final sus ojos pasaron de la bestia a una mujer de entre la multitud. Tenía su misma edad y observaba con admiración un anillo. Era un fantasma como el resto.
Y entonces sus recuerdos volvieron.
Notó las tres bocas cerrarse en su piel.
Ya sabía su nombre y que hacia allí. El “Buena Esperanza” en un principio iba por el Atlántico, antes de desviarse claro. Había venido con ella, con la intención de pedirle matrimonio. La respuesta fue sí. También recordaba un baile, aquel. Bailaron hasta que esa cosa apareció, de o por donde no se sabía y comenzó a matar a la gente. La vio morir y corrió, esquivando a gente e intentando ignorara los gritos, a esconderse en su camarote.
Cerró la puerta tras de sí.
Dentro bajo el llanto y las suplicas de los demás olvido todo, debido a un trauma, que también le hizo perder el pelo. y quedó allí en shock mental, esperando. Cuando recobro la conciencia vi o la puerta y salió en busca de respuestas.


Acerca del autor:  Alberto Jaumot de Zuloaga

sábado, 15 de febrero de 2014

Azathoth - H.P. Lovecraft


Cuando el mundo se sumió en la vejez, y la maravilla rehuyó la muerte de los hombres; cuando ciudades grises elevaron hacia cielos velados por el humo torres altas, temibles y feas, a cuya sombra nadie podía soñar sobre el sol ni las praderas floridas de la primavera; cuando el conocimiento despojó a la tierra de su manto de belleza, y los poetas no cantaron sino a distorsionados fantasmas, vistos a través de ojos cansados e introspectivos; cuando tales cosas tuvieron lugar y los anhelos infantiles se hubieron esfumado para siempre, hubo un hombre que empleó su vida en la búsqueda de los espacios hacia los que habían huido los sueños del mundo.
Poco hay consignado sobre el nombre y procedencia de este hombre, ya que eso correspondía exclusivamente al mundo despierto, aunque se dice que ambos eran oscuros. Baste saber que vivía en una ciudad de altos muros donde reinaba un estéril crepúsculo; y que se afanaba todo el día entre sombras y alborotos, volviendo a casa por la tarde, a una habitación cuya ventana no daba a campos y arboledas, sino a un penumbroso patio hacia el que muchas otras ventanas se abrían en lúgubre desesperación. Desde ese alféizar no se divisaba sino muros y ventanas, a no ser que uno se inclinara mucho para escudriñar hacia lo alto, hacia las pequeñas estrellas que pasaban. Y dado que los muros desnudos y las ventanas conducen pronto a la locura al hombre que sueña y lee demasiado, el inquilino de este cuarto solía asomarse noche tras noche, escrutando a lo alto para vislumbrar alguna fracción de cosas que estaban más allá del mundo despierto y de la grisura de la elevada ciudad. Con el paso de los años, fue conociendo a las estrellas de curso lento por su nombre, y a seguirlas con la fantasía cuando, con pesar, se deslizaban fuera de su vista; hasta que al fin su mirada se abrió a la multitud de paisajes secretos cuya existencia no llega a sospechar el ojo mundano. Y una noche salvó un tremendo abismo, y los cielos repletos de sueños se abalanzaron hacia la ventana del solitario observador para mezclarse con el aire viciado de su alcoba y hacerle partícipe de sus fabulosa maravilla.
A ese cuarto llegaron extrañas corrientes de medianoches violetas, resplandeciendo con polvo de oro; torbellinos de oro y fuego arremolinándose desde los más lejanos espacios, cuajados con perfumes de más allá de los mundos. Océanos opiáceos se derramaron allí, alumbrados por soles que los ojos jamás han contemplado, albergando entre sus remolinos extraños delfines y ninfas marinas, de profundidades olvidadas. La infinitud silenciosa giraba en torno al soñador, arrebatándolo sin tocar siquiera el cuerpo que se asomaba con rigidez a la solitaria ventana; y durante días no consignados por los calendarios del hombre, las mareas de las lejanas esferas lo transportaron gentiles a reunirse con los sueños por los que tanto había porfiado, los sueños que el hombre había perdido. Y en el transcurso de multitud de ciclos, tiernamente, lo dejaron durmiendo sobre una verde playa al amanecer; una ribera de verdor, fragante por los capullos de lotos y sembrado de rojas calamitas...

Ejército insectil - Héctor García





Una mañana, tras despertar de un sueño agitado, Gregor Samsa se encontró en su cama transformado en un monstruoso insecto. Pero no sólo él había cambiado: también su habitación se le representaba extraña, infinita, con un techo altísimo, paredes curvas y radiantes, millares de otras camas ocupadas por millares de otros bichos idénticos... De repente y contra su voluntad, se incorporó y comenzó a moverse. Quiso hablar pero no pudo emitir ningún sonido. Pronto entendió que algo externo controlaba su cuerpo y asimismo el de los otros insectos. Abandonó la habitación y se encontró en una especie de hall todavía más amplio, más iluminado, más frío que el ambiente anterior. Siguió caminando lentamente, como en penitencia, y al cabo de un tiempo vio el exterior: a su alrededor la ciudad desolada, blanca, cubierta de nieve; arriba el cielo oscuro, silencioso, salpicado de estrellas. La procesión avanzó por una avenida ancha llevando un aparato gigantesco que Samsa no había visto nunca antes en su vida. Tampoco había visto ninguno de los edificios destruidos ni los vehículos arruinados que adornaban el devastado paisaje. Caminó y caminó por calles cada vez más estrechas, siempre contra su voluntad, pensando que quizás seguía soñando o que había viajado al futuro.
Cuando se detuvieron Samsa ya había perdido la noción del tiempo. A lo lejos pudo distinguir una construcción enorme, como un estadio. Más cerca, a una cuadra, dos hombres se escondieron entre las casas deshechas. Sorpresivamente el aparato gigantesco emitió un rayo luminoso acompañado de un zumbido y de un calor insoportables. Como respuesta, uno de los hombres lanzó una granada que estalló a pocos metros de Samsa, quien murió irremediablemente a causa de la explosión, como la mayoría de sus compañeros. El resto cayó víctima de las metralletas.
—¡Bien hecho, teniente Salvo! —celebró uno de los vencedores.
—Apuremos, Franco. Estos cascarudos me dan náuseas.


Acerca del autor:  Héctor García

martes, 11 de febrero de 2014

La señal del Clemente – Daniel Alcoba


En el súbito derrumbe o la imprevista crisis de torpeza de su cuasieco Asifun no podía haber sino un nuevo mensaje del Clemente. En efecto, la bestia del Emir de los Creyentes fue la única de la parada y desfile que se comportó como un auténtico mamarracho. Sólo el cuasieco de Qobb al-Din marchó o trotó de un modo del todo indigno de un jinete beduino, para colmo jefe del arma de caballería. ¿Pero qué podía hacer? No hay que cambiar de cuasieco en medio de una algazara, dice un refrán beduino, que también vale para una parada.
De todas maneras, Qobb al- Din abrevió la revista a cuatro páginas: hizo un pasaje, con el cuasieco derivando hasta dos pasos a uno y otro lado de la recta axial. Algunos jinetes del 28º de Predicadores no pudieron ocultar los esfuerzos que hacían para no reír. Había quien se mordía los labios aprovechando la cubierta del bigote, la barba, y quien la lengua. El Emir estaba más que serio, temía que el animal se cayera de lado, de modo que intentaba concentrarse en lo que tendría que hacer en caso de derrumbe. En principio, quitó los pies de los estribos para girar en sentido contrario al de la caída de Asifun… Pero éste no se cayó, con perfecta indignidad caminó haciendo eses hasta el final de la línea, y Qobb al Din lo condujo a las cuadras de la comandancia.
Apenas hubo desaparecido el emir de la vista de la tropa formada, echó un pie a tierra y llevó al cuasieco por la brida hacia la cuasiequeriza. Él en persona le quitó los arreos.
—No se inquiete, soldado —le dijo a un asistente de cuadra que se acercó para ocuparse de la montura—. La silla se la quito yo mesmo.
Entretanto, el oficial al mando, en el patio de armas ordenó: “¡Rooooommm pan filas!”. Al mismo tiempo que las hileras y líneas se rompían, una carcajada unánime trepaba al cielo como una aclamación de la multitud.
El jeque apenas oyó un rumor, pero su amauta, que a la sazón hacia caracolear a Jhuchuy entre los cuasiecos de las compañías de predicadores, regaló al respetable la filigrana del trotecito bailado, que consiste en un andar de fantasía donde el cuasieco marca cuatro pasos con los cascos traseros por cada uno que da con los delanteros.
—¡Jinetazo, el Hatun Amauta! —gritó un recluta argentino, creyente, que estrenaba cuasieco, chilaba de campaña y Kalashnikov.
«Yaque Hatun Amauta» «Yaque, yaque Hatun Coranquenque», se saludaron los dos indios sabios, amauta y coraquenque.

Entretanto Qobb al-Din llevaba a Asifun dibujando eses con las cuatro remos. Apenas vio un montón de paja lo bastante grande, el malacara alazán se echó de bruces, estirando luego los miembros como si estuviera desperezándose. Acabado ese ejercicio, soltó primero una especie de bramido toruno que debió oírse a tres kilómetros de distancia; y a continuación, se tiró un pedo de gran volumen gaseoso que sonó con  estridencia de claxon alto. A continuación, apoyó la cabeza entre los remos delanteros, y rascándose las corvas con los cuernos, se puso a roncar como una escuadra de creyentes que duermen después de haber triunfado en el combate.

El jeque estaba mirándolo con pena. Fue justo entonces cuando llegó el Amauta ibn Quillán, todavía sosteniendo el trotecito bailado de su overo bicorne, que ya cortejaba el zapateo.
—Me temo que este animal esté bastante enfermo, Abdulá.
—No,  jeque, verá usted: se ha comportado como cualquier cuasieco pasado de ansiolíticos, Eminencia. Pero yo le suministré sólo una pastilla, en la dosis correcta: diez miligramos.
—¿Le has dado ansiolíticos y no me dijiste nada?
—¿Para qué distraerlo con menudencias, Emir? A los cuasiecos como el suyo, sobre todo antes de una revista o parada, hay que darles una pastilla de diez miligramos, es la norma. No olvide la publicidad de la tele, Pachanchik Jiqui:
Si el cuasieco está gruñón
Le da un toque de Ansinón.
Y eso es lo que hice, darle a Asifun una pastilla de Ansinón 10 en el interior de una algarroba. No entiendo por qué se puso así…
Qobb al Din reclamó al veterinario del Regimiento de Predicadores con el celular de campaña. El hombre, que llegó en apenas tres minutos, tomó el pulso y la temperatura al animal echado, luego le examinó la lengua, Asifun sacó de muy buena gana unos cuarenta centímetros de aquella, que bastaron para ensalivar la cara del sanitario, asquerosamente.
El jeque y su amauta se habían distanciado de las cuasiequerizas.
—¿Qué dijeron de mí los soldados al romper filas, Abdulá?
—Decir no decían, Pachanchik Jeque, pero reír, sí que reían, por la figura que hacían usted y Asifun, Eminencia, ¡jispaykukunapaqchi asiyn, jeque, jispaykukunapaqchi!
—¿Otra vez con el quechua? ¿Qué cojones significa lo que has dicho?
—Pues eso, que se meaban de risa, Eminencia, de la figura que usted hacía jineteando al cuasieco borracho. Me preguntó si este animal no habrá bebido alcohol en un descuido nuestro…
—¿Pero de verdad que alguno se ha meado de pura risa?
—Sí, jeque, algunos se han meado de risa. No se lo tome a mal; reían sanamente.
El jeque se mantuvo en silencio. También en el hecho de que sus oficiales y soldados se mearan de risa había un signo: estaba en Bolivariyya para imponer disciplina y concentración antes de los combates, y se convertía en el hazmerreír de la tropa.

La parada había sido breve no tan breve. No hubo discursos, nadie pronunció una palabra. Sólo se habían oído carcajadas, y se habían visto árabes, asiáticos, quechuas y aymarás meándose de risa con el espectáculo del Emir de los Creyentes que hacía de payaso sobre un cuasieco que iba tan borracho como un mero incircunciso.

Acerca del autor:
Daniel Alcoba

Reuniones - Héctor García


Es un hecho. Las reuniones me aburren. Ya no puedo pasar cinco minutos sin distraerme. Cualquier cosa me entretiene más que escuchar la monótona voz del gerente. Si habré tamborileado con los dedos sobre la mesa, imitando a Bonham, Taylor o Sidotti; si habré jugado con los pliegues de mis camisas, imaginando que son regiones montañosas donde algún intrépido montañista busca la gloria o la muerte; si habré garabateado sobre los márgenes de mi anotador mil rostros y mil cuerpos de personas y animales que solo existen en mi mente; si habré creado, con alguna servilleta de papel, naves espaciales capaces de moverse a velocidad hiperlumínica y cruzar el Universo de punta a punta en un santia.
—García, ¿qué está haciendo?
La voz del gerente me sorprende con el brazo izquierdo levantado, sosteniendo en posición de lanzamiento la nave que acabo de fabricar. A su derecha el sucio de Mancini, ocultando tras la mirada seria una sonrisa de satisfacción, al creerse esta vez poseedor del cargo que hoy ocupo y que siempre anheló. Enfrente mío Rodríguez, con la cara de bobo que lo caracteriza, mirando alternadamente al gerente, a Mancini y a mí. El resto, tosiendo o bajando la cabeza o llevando la taza de café a la boca para disimular las risas. Yo, subiendo a la nave, dispuesto a abandonar este mundo lleno de obligaciones aburridas para visitar planetas donde no haya reuniones y la vida sea más amena y llevadera...

El autor: Héctor García

domingo, 9 de febrero de 2014

El páramo desolado - Cristian Cano


—Lo sentí. ¿Por qué no me crees? —dijo Siria—. No me quedo más sola. Esta casa tiene algo basto. No me gusta.
—Vos quisiste venir —dijo su novio: Ramiro siempre encontraba la forma de contradecirla—. Y acá dentro no hay nada. ¿Qué me queres insinuar?
—Que el cielo es un velo engañoso.
—No te pongas así, que me preocupo —dijo Ramiro—. ¿Ves este uniforme? No te va a pasar nada.
Siria caminó hasta la ventana y se agarró de la cortina, como lo haría una piba. Observó el cielo sobremanera. Ramiro no supo cuándo ella había dejado su cabello como la crin de un caballo. Empezaba a temerle, pero de una forma muy especial. Él se sentó, miró sus manos y su espala, el vestido que traía (de dónde lo había sacado) y las flores que había cortado.
—Amor —dijo ella mientras soltaba la cortina—. El cielo es insípido. Siempre tiene la culpa. Siempre me estanco en la cresta de su melancolía. Yo no tengo la culpa, sabés. Sólo me doy cuenta.

Acerca del autor:
Cristian Cano

Sobre la pintura – Cristian Mitelman


Li Yu enseñaba caligrafía y dibujo. Un día le exigió al más aventajado de sus discípulos que dibujara un caballo en cuatro trazos. El joven, tras meditar unos momentos, cumplió la consigna.
Una semana después, Li Yu le pidió que dibujara un caballo en tres trazos. Por más que lo intentó, el alumno no logró su cometido en el taller. Sin embargo, al otro día se presentó con el dibujo solicitado. Había trabajado toda la noche y estaba pálido por el esfuerzo.
Li Yu apenas miró la obra y lo instó a que dibujara un caballo perfecto utilizando sólo dos trazos.
Siete días después, la luz del candil enseñaba un rostro ceniciento, como el de quien ha pasado muchas noches en vela resolviendo un problema que se halla en el límite de sus posibilidades.
—Dibuja un caballo con un solo trazo —respondió lacónicamente el maestro.
Las grullas retornaron nueve veces sobre el techo de Li Yu. Una mañana apareció un hombre envejecido. ¿El estudio? ¿El cansancio de los viajes? ¿Los excesos de concentración?
Al anciano le costó reconocerlo, pero un gesto disipó sus dudas:
—¿Me has traído el caballo?
El discípulo habló modestamente:
—Dibujé días enteros; estudié a los clásicos; frecuenté a los modernos. Conocí todas las formas de la caligrafía, incluso las letras que anteceden al Imperio. Finalmente comprendí las formas del dibujo.
El hombre señaló el cielo. Una pequeña nube indolente cabalga en el azul.
Li Yu le respondió al joven que a partir de ese momento ya no era discípulo de nadie.

Acerca del autor:
Cristian Mitelman

Corriendo al encuentro del andén – Héctor Ranea

Nadie me encuentra. Corro para que no me busquen. Y corro más si no me ven. Es, creo, Buenos Aires, aunque de noche parece otra ciudad con una iglesia roja y blanca y verde. Iglesias de mármol. Pero cuando es de noche me escondo para que si me ven no me crean. Al alba corro. Entrecerrando los ojos para no ser demasiado visto. Subo al bondi 80 pero bajo sin pagar. Me chistan y cuando me chistan me detengo. ¿Qué pide este? ¿Monedas o saber dónde queda su casa? Tal vez las dos cosas. Me detengo a preguntar pero me arden las respuestas. Si esto es o no Paseo Colón, quiere saber. ¿Cómo diablos debería saber yo, que apenas soy un corredor?
Nadie me encuentra. No logro yo tampoco verme en los espejos. Seguramente es porque viajo demasiado apurado. La velocidad es enemiga de la reflexión. Quiero detenerme, al menos ir menos veloz, pero es inútil. No puedo bajar. Exhalo, inhalo. Me oxigeno.
Dentro se queman mil imágenes que valen cada una mil palabras. Es la quema, lloro la quema de mis libros, la quema de vehículos, el arma de mi abuelo enterrada en un jardín ahora desaparecido. El paquebote donde viajó mi mujer, la sonrisa de su infancia en mi bolsillo. Estoy llegando al lugar donde. Estoy donde el lugar. No hay más viento en mi cara, gastamos la sonrisa en un paquete de cigarrillos que no fumaré.
¿Por qué no fumo? Porque corro. Corro. Porque nadie me encuentra. No me buscan si corro. El animal con miedo no llama a los cazadores. Tengo mucho miedo. Estoy en el colectivo 54, ¿me lleva al Aeropuerto? No hay vuelos este día.
De regreso me subo al tren. Siempre quise volver al tren. El maquinista con su gorra de cocinero me pide los boletos. ¿Los boletos? ¿Por qué más de uno? Estoy solo. ¿Estoy solo? ¡Todo el tren para mí! Entonces, ¿por qué quieren cobrarme el maquinista y esa bonita mujer que corre conmigo?
Llego al andén. No corro más porque la señora me vio, me tiene ahogado el pecho con pasión de juventud. El pecho me ahoga. Hay algo en el pecho, la mujer se me tatúa entre el pecho y la espalda. Todo mi cuerpo vibra cuando me toca, me fluye el calor en las piernas. Ella me mira con un fervor de música y libros que están ahí, para que los lea. Es tanto mi amor por ella que en el pecho ahogado fenece mi último grito.

Acerca del autor:
Héctor Ranea

viernes, 7 de febrero de 2014

Letras y argucias – Héctor Ranea


Mike Writer tomó una palabra, la adelantó y esperó que el visor del otro lado hiciera la movida. Y ésta no se hizo esperar. No fue un adjetivo sino un verbo, con lo que el otro amenazaba con dejarlo sin posibilidad de dominar el centro de la frase. Es que el otro era un púgil muy avezado y un ajedrecista de las letras que lo convertía en el mayor general de todos los tiempos. Sin embargo, Mike se centró en su jugada, que iba más allá del simple verbo, y al poner un pronombre neutralizó la acción, pasándola a subordinada; eso empalideció al otro. Hubo una especie de silencio en el que sólo se escuchaba el tableteo de los dedos en el teclado.
El otro se levantó para mirar desde otra perspectiva el campo que Mike estaba armando y supuso que él tendría que evitar una de dos: o que el verbo importante finalmente quedara para el escritor o que la subordinada tomase control de todo el tablero. Se decidió por esto último. Prefería perder esa batalla para ganarle la guerra al orgulloso Mike.
En un largo momento en que el silencio exigido parecía una lluvia mecánica, el visor comenzó a dudar de su estratagema. Vio que Mike acercó el participio final, que cerró en el centro una frase imponente, deslumbrante, que le dejó sin posibilidad alguna de vencer la contienda. Así, luego de unas horas de lucha, Mike pudo escribir su crónica de unas letras que no le valió, sin embargo, ningún elogio, salvo un momentáneo apagón en su monitor, que él interpretó como un guiño del visor.

El autor:
Héctor Ranea

Obsesión - Patricia K. Olivera


Llevaba tiempo esperando. Había dedicado su vida a la búsqueda de vida extraterrestre. Desde que era un niño había planificado su vida para ser científico y así indagar en la posibilidad de otro tipo de inteligencia. Era el mejor estudioso en Ufología, un científico de renombre, reconocido en todo el planeta; pero a él no le importaba. Continuaba haciendo su vida de siempre, conectando los instrumentos que algún día le hicieran oír otra voz, otro lenguaje a años luz de la Tierra.
Había tenido tiempo de casarse, formar un hogar y tener hijos; pero nunca se molestó en conocerlos, simplemente estaban ahí, como cosas sin importancia; no sabía de sus vidas, y cuando los miraba los veía como a extraños, de la misma forma que ellos lo veían a él. Cubría sus necesidades elementales de forma mecánica, comer, dormir, ducharse; había perdido hasta la delicadeza, ya ni recordaba la pasión o besar a su esposa cada mañana. En lo único que había emitido opinión de forma enérgica fue en el lugar donde debían vivir, en una chacra en medio del campo donde no existieran luces artificiales que le dificultara su relación con las estrellas. Por ello, con el correr de los años, los hijos abandonaron el hogar, llevándose a su madre y dejándolo solo.
Pero esa noche al fin ocurriría lo tan anhelado. Primero fue solo un zumbido, que luego se transformó en interferencia y en medio de esta, a intervalos, un lenguaje desconocido; difícilmente podía llegar a oírse una frase entera. Salió corriendo a encontrarse con la inmensidad negra sobre su cabeza, todo era silencio, únicamente las estrellas titilaban desde lejos. Volvió al interior de la casa y otra vez el mismo zumbido, la misma interferencia y la voz que poco a poco dejaba oír el mensaje. El científico sonrió de oreja a oreja, sus ojos brillaron, otro sonido comenzó a oírse. Salió, esta vez con tranquilidad. Afuera, un enorme disco plateado levitaba sobre la casa, produciendo un sonido ensordecedor, alumbrando todo con sus luces brillantes y provocando que el viento se desatara. Se cubrió los ojos con el antebrazo para ver mejor y se colocó bajo el haz de luz que provenía del vientre de la nave. Con lentitud, comenzó a quitarse la ropa y, cuando quedó desnudo, siguió con las orejas, la nariz, los ojos y la piel...
Al fin volvería a casa.

Acerca de la autora:
Patricia K. Olivera

martes, 4 de febrero de 2014

Tiroteo en letras – Héctor Ranea


Kant fue el primero: disparó sus prolegómenos, tres tomos de cuero grueso. Impactaron de lleno en Joyce como un imperativo. James apenas pudo lanzar un monólogo de Molly intenso pero ya sin vida que llegó a Wittgenstein haciendo que se incendiara su solipsismo inencontrado, deconstruyéndolo con poca o nula piedad, de modo que, aun a riesgo de no saber qué estaba haciendo, disparó proposiciones epistemológicas que lastimaron profundamente a Kafka, que debió huir en seis patas mientras arrojaba maldiciones con aliento a cerveza Pilsen que llegaron a oídos de Madame de Staël que, desmayada por el espanto, cayó con un cigarro en la tela de un cortinado de brocato que dio comienzo al incendio de la biblioteca, al cual asistieron algunos afamados guionistas de Hollywood que expresaron su embeleco lanzando rollos de papel de limpieza íntimo escritos con poemas de amor salvajemente malos, pésimas conversaciones filosóficas que nadie hubiera tragado con el fin de atragantar a Charles Laughton, a Sophia Loren, a Anna Magnani y a José Carrera quien cantaba “Che gelida manina” y todos en el anaquel lloraban de envidia por Rilke caminando por la cornisa de Duino de la mano de una bella dama que parecía salida del cuento del Cazador Furtivo pero que nunca dijo una palabra de más y en eso se sintieron tocados, heridos, lastimados sin culpa pero no sin responsabilidad, el maduro Nietzsche y el joven Kierkegaard, quienes tiraron sus sogas para hacer recapacitar a los suicidas y conversos sacrificales.
Tanto libro que volaba de aquí para allá, tanto epíteto cruzado en una epopeya campal inédita, desconcertó a los pie de imprenta y sus genuflexos colofones de poca veracidad. De Sócrates casi nadie supo después de que Dostoievsky disparase su cañón cargado con las culpas, los castigos y los crímenes esenciales. Tampoco se salvaron los griegos que fueron Homero, ni los que copiaron con mano de púa los Veda y otros círculos de letras. Todo pasó como pasan los furores de los tiburones. Pronto la calma volvió a ser como debe ser la calma y el silencio en la biblioteca se restituyó con un breve tratado de paz sellado entre Monterroso y Alice Munro, por un lado y Alejandra Pizarnik y Julio Cortázar por el otro. Hubo algunas protestas, sobre todo de matemáticos que argüían que ningún polígono convexo podía tener sólo dos lados, y los escritores de la extrema izquierda los apoyaron pero se llamaron a sosiego pronto al ver que la biblioteca abría nuevamente al público. Sólo quedó un monstruoso insecto caminando entre los libros como relicario de esas letras trenzadas en las poco hipócritas batallas literarias. Pronto, sin embargo, se convirtió en una cucaracha más y nadie notó su presencia.

Acerca del autor:
Héctor Ranea

Teatro – Ada Inés Lerner


—Así, algo así, adviene con los zombis —señaló el antropólogo Ernesto Sabes—, criaturas de origen vudú, ajenas al lenguaje y el deseo. Esto fue producto de una situación ajena a sus deseos pero necesaria para enfrentar a su enemigo. Atrincherarse bajo tierra para emerger desde ahí y poner en fuga a los invasores. Claro que ya no volvieron a ser los mismos.
El público, la mayoría estudiantes blancos, algunos indiferentes, otros horrorizados, permanecían en silencio durante la hora que duró la conferencia.
—Ahora son indiferentes y harapientos —continuó el científico—, víctimas de pócimas o de magia, los zombis son una multitud sin liderazgo. Y transitan sordos a lo que no sea su hambre de carne humana…
Un murmullo se levantó desde el público hasta convertirse en un grito de horror, dos seres como los descriptos por el antropólogo se dirigían hacia él con un gemido nauseabundo. La sola presencia de los sujetos en el escenario hizo huir a un público delirante, sin que nadie volviera la vista atrás.
El antropólogo tendió sendos billetes a los dos actores, recogió sus pertenencias y los tres se alejaron por la puerta trasera del salón.

La autora: Ada Inés Lerner