jueves, 30 de enero de 2014

La evolución en el jardín de Dorotea – Héctor Ranea



A Blakeld le pasaban las cosas, no así a su mujer. Por eso estaba tan intrigado su psicólogo. En efecto, si bien éste no creía en las hipótesis conspirativas, tanta acumulación de obsesiones en Blakeld sin efectos medibles en Dorotea, su mujer, lo hacían sospechar hasta al menos propenso a verlas.
El paciente notó sus primeros síntomas en el jardín que, claro, gestionaba Dorotea y fue así:
—Por favor Blakeld, cortá algunas flores que viene tu madre a almorzar —pidió ella un domingo.
Y Blakeld ahí iba a notar que algo no funcionaba.
—¿Cuáles traigo? —preguntó para tener alguna precisión mayor.
—Aquellas que no estén demasiado abiertas ni demasiado cerradas, querido. —Dorotea usó un tono ciertamente sarcástico pero no burlón.
Y ahí fue Blakeld, inerme frente a la incertidumbre, a recolectar flores en un estado indefinido.
Empezó, claro, por las rosas. Prescindiendo del color y de la localización en el jardín, comenzó por la primera planta y cortó prolijamente, como Dorotea le había enseñado, un par de rosas de rojo profundo muy perfumadas, ni muy abiertas, ni muy cerradas. Siguió con otra que de tan blanca parecía la piel de los muertos y se llevó una sola porque lo impresionó la comparación y así siguió por todos los rosales, llenando una canasta de mimbre que llevó a tal fin.
Pero hete aquí que en la mitad de la tarea descubrió que en el primer rosal ya había otra flor en condiciones para ser recolectada y recordaba perfectamente que antes esa estaba cerrada, lo mismo con la blanca, la que parecía una camelia, la rosa con tintes azules, la amarilla con corazón de melón amarillo, la que parecía una margarita desde lejos, todas ellas. A pesar de haberles sacado las rosas que consideraba dentro de la pauta dada por Dorotea, he ahí nuevas candidatas.
Menos mal que Dorotea, cansada de esperar y ya próxima a llegar su suegra, le llamó y al ver el cargamento de rosas, sin desesperarse pero al borde de ello, lo reprendió suavemente:
—¿Y ahora dónde las ponemos, querido? En la heladera, tal vez.
Y Blakeld estaba preocupado porque le faltaban las dahlias, las nomeolvides, los lirios, las flores de menta y todas esas que parecían salir de ningún lado que ya estaban dentro del criterio de no tener demasiado abierto el pimpollo ni demasiado cerrado aún.
Al poco tiempo, Dorotea le pidió recolectar alguna fruta:
—Te recomiendo que estén maduras. Que casi no tengas que hacerles fuerza para sacarlas de la planta, tal como te enseñé días atrás, ¿recuerdas?
Blakeld recordaba, ciertamente. Y empezó con las fresas, siguió con las frambuesas, continuó con las ciruelas y los melones y algunos de esos frutos peludos que colgaban de los árboles. Sólo que cuando terminó con las fresas vio más fresas que habían madurado durante el periplo de recolección y así con las frambuesas y el resto de las frutas. Llenó la cesta que antes tuvo para las flores. Ya estaba haciéndose de noche cuando Dorotea lo llamó para adentro.
—¡Menos mal que iba a hacer mermelada, querido! Si no ¿qué haríamos con tanta fruta? —rió.
Pero a Blakeld le sonó que algo no andaba bien. Las frutas no maduran tan rápido, como las flores no se ponen a punto con esos tiempos. Había una conspiración, seguramente, pero no entendía de dónde podía provenir.
Una noche de invierno, Blakeld leyendo el diario advierte que se están descubriendo planetas fuera del sistema solar, el nuestro. Al día siguiente compra un telescopio poderoso y decide buscar donde el diario decía. Esa noche encuentra un planeta que nadie conoce, sigue mirando y sigue descubriendo y continúa llenando cuadernos con planetas hasta que decide retornar a donde había descubierto el primero y encuentra otro, y otro más, y se pasa toda la noche, a pesar de los pedidos de Dorotea, descubriendo planetas que antes no estaban ahí. No estaban ahí.
Denuncia los planetas y se convierte en la celebridad del barrio. Blakeld aprendió astronomía durante el fin de semana y es una celebridad. Dorotea quiere hacer un pastel de salmón y le pide que vaya a comprar al supermercado algunas piezas ni muy grandes ni muy chicas. Blakeld sabe que tendrá que llevar muchas, porque todas son más o menos parecidas y, además, más le aparecen mientras más busca.
—¡Querido, menos mal que nuestro congelador es grande! Así podremos tener pescado para todo el año —exclamó con júbilo no forzado Dorotea, pero Blakeld sabía que no estaba bien traer tanto pescado a casa, aunque no lo podía evitar.
Entonces, recordaba el psicólogo, ocurrió la peor catástrofe. A Blakeld no se le metió mejor idea que resolver el tema de los brazos de las espirales de las galaxias. Su afición a la astronomía lo estaba asfixiando. Pero, no teniendo argumentos sólidos en contra, el psicólogo no pudo negarse y ahí fue Blakeld, con su telescopio, a contar brazos de galaxias. De más está decir que contaba en un sector y al volver a contar, las galaxias ya tenían otro número de brazos. Según Blakeld llegaron a ser pulpos, sepias, calamares pero también se mancaban hasta quedar sin brazos. Tanto que el paciente le suplicó que viniera con él a contar los brazos. Como tenía lágrimas reales en los ojos, el psicólogo aceptó: era, se dijo, como una sesión con la psicosis actuando. Llevó su propio telescopio para poder comparar el número de brazos con los contabilizados por Blakeld.
Llegada la noche, fueron al espacio profundo a contar los brazos. Dorotea los miró con ternura pero los dejó hacer. Si bien era patético, al menos no se emborrachaban. A las dos horas, el psicólogo entró urgido por mostrarle a Dorotea cierta galaxia. Estaba excitado, balbuceaba más que hablaba. Su galaxia, al parecer, cambiaba de número de brazos como de poeta favorito Dorotea.
Ella lo miró con severidad insólita:
—Sepa usted, psicólogo aficionado, que mi poeta favorito no lo cambio desde mis años de la universidad: es Yeats, sin duda.
—¿Yeats? Blakeld me dijo que era Whitman.
—Como le dije, psicólogo entrometido, siempre fue y será Wilde. Y punto.
Y fue punto, nomás.

Sobre el autor:
Héctor Ranea

sábado, 25 de enero de 2014

El cine contemporáneo - José Luis Velarde


Antaño las salas de cine escondían personas parlanchinas y bolsas de plástico rasgándose para extraer dulces con espantosos chirridos como las voces mal educadas. Uno temía a los incontinentes levantándose cada quince minutos para ir al baño o a comprar más dulces. Era horrible sufrir la proximidad de cuerpos voluminosos y sudor agrio. La falta de aire acondicionado era martirio, pero los problemas se evitaban yendo a las funciones menos congestionadas.
El cine del Siglo XXI aún sufre todas esas molestias y empeora con la proliferación de quienes cargan IPads, IPhones y demás mierdas de pantallas deslumbrantes. Faros que encandilan mientras los propietarios atienden facebook, responden llamadas, teclean mensajes de textos o mandan estupideces como:
"Aquí en el cine viendo El Hobbit.
PD:
Anexo foto del "Combo chatarra grasienta" que devoro nomás pa dar envidia XD."

Lo único diferente es que las personas no platican con quienes les acompañan. Platican con interlocutores ubicados en cualquier otro sitio siempre y cuando sea remoto y de mal gusto.
Suelo exclamar: "Por favor apague sus pinches artefactos electrónicos y deje ver la película en paz".

PD:
Mensaje enviado al volver a casa.
No pude hacerlo desde el cine, pues me expulsaron por insultar al propietario de una tablet cercana.

Acerca del autor:
José Luis Velarde

El ladrón de palabras - Héctor García


Alguien estaba robando palabras en el pueblo. Las amas de casa ya no intercambiaban chismes a la salida del almacén, los poetas enamorados ya no recitaban poemas bajo los balcones de sus amadas, los relatores de fútbol ya no relataban los partidos del torneo juvenil local. Los vecinos se organizaban y marchaban todos los días a la comisaría exigiendo que la policía atrape al ladrón, pero sus carteles y sus banderas eran pobres, y sus canciones de protesta sonaban huecas, pues contaban cada vez con menos vocablos con los que expresar su descontento.
Y mientras tanto la falta de palabras en el habla cotidiana hacía estragos en las discusiones: cualquier altercado, por ínfimo que fuera, terminaba en negocios inconclusos, noviazgos truncos, familias destrozadas o amistades destruidas, ante la incapacidad de los protagonistas de comunicar su ira verbalmente. Pronto cada disputa se vio coronada con lluvias de dientes, piernas quebradas, cráneos rotos o, en general, golpizas sangrientas. Ante el descontrol creciente las despensas eran saqueadas, las casas apedreadas y los autos desmantelados. La violencia aumentaba sin límites.
En el colmo de la histeria colectiva, el más anciano del pueblo se animó a sugerir que quizás no existiera ningún ladrón, sino que las palabras, ofendidas por el poco uso que se les estaba dando, simplemente se cansaban y se marchaban. Los más jóvenes, ofendidos ante semejante idea, quisieron protestar, pero ya no tenían términos con los que transmitir su enojo, así que para hacerse entender no les quedó otra opción más que matar al viejo a garrotazos entre gruñidos y gemidos salvajes.

El autor: Héctor García

sábado, 18 de enero de 2014

El arcipreste de Titán en Navidad – Daniel Alcoba


Solsticio marciano de diciembre de 2073. En Little Los Ángeles, la iglesia del Cristo Cósmico que agrupa a los colonos marcianos, actualiza los misterios del Evangelio Para Cuántico al cierre de cada año.
Los angelitos pensaban sacrificar la octobibúfala jupiterina que criaron el último año, para transmutarla en una docena de platos asados y otros tantos guisados, en la comilona cósmica que comenzaba a medianoche del 24 de diciembre y acababa en la media noche del día siguiente.
La víctima del sacrificio era una vaca gigantesca de ocho patas y dos cabezas procedente de las praderas jupiterinas, llamada Renata, porque no paraba de cantar arias de Verdi, Puccini o Mozart, en suaves dúos de soprano y contralto.
Además de atesorar masa muscular y tejido adiposo (oleína, margarina, estearina), Renata también guardó amor, afecto de Los Angelitos, que fue como acabó llamándose la colonia… Y había aprendido a conversar con los seres humanos, ayudar en las labores agrícolas, jugar a la rayuela, cantar dúos de opera con auténtico arte e incluso zapatear de maravillas cuartetos de malambo.
El cocinero mayor era productivista. Calculaba que las setenta y cinco mil milanesas y otros tantos bifes, más los dos kilómetros y medio de tiras de asado que sacarían de Renata, permitiría a la comunidad construir un polideportivo con piscina climatizada y sauna.
Renata, que era además una criatura muy buena, fue al matadero de buena gana cuando las cuentas del cocinero mayor convencieron a las bases populares reunidas en asamblea, de que el Polideportivo los Angelitos era más útil que la vida de Renata, y el ejercicio del sentimentalismo, o el amor a las mascotas, menos interesante que una piscina olímpica y un gimnasio.
En el momento en que las dos mazas eléctricas del matarife estaban a punto de descargarse sobre las dos cabezas de Renata se oyó una voz inhumana:
–¡Parad, insensatos! Antes de consumar semejante asesinato probad estos bocados que os envía Nehuén Tronkbear Chambre, que es el Arcipreste de Titán.

Los monjes y monjas de la orden titánica repartieron milanesas napolitanas de seitán argentino (gluten de trigo, harina de avena, harina de centeno, germen de trigo), croquetas de proteína texturizada de soja producida en La Pampa, canapés vegetarianos…
En esa maravillosa cena de Nochebuena-Navidad, a los postres, Renata, inspirada, improvisó el dúo para tenor y soprano El matarife y yo, y con esa canción se convirtió en la 1ª Prima Dona del Sistema Solar, y la gran atracción de Los Angelitos, donde ofrecía un recital cada noche, invariablemente dedicado a la comunidad de la Iglesia del Cristo Cósmico que ejecutó la renovación anual de su Evangelio Para y Meta Cuántico convirtiéndose al veganismo y consagrando leche de almendras en la Eucaristía mezclada con el agua y el vino, al tiempo que la indultaba, con el doble martillo de Damocles sobre sus dos cabezas. A partir de entonces, esa estampa fue el icono oficial de la Orden de los Titánicos Interplanetarios, que difundieron el veganismo por toda la galaxia y el canto lírico en las ganaderías jupiterinas.

Acerca del autor:
Daniel Alcoba

Antes de las siete - Pablo Roset


A las seis de la tarde en punto, “El Negro” Osorio entró a la autopista al norte. Obsesivo, puso el cuentakilómetros en cero y el regulador de velocidad en 100. Si no había inconvenientes, antes de las siete llegaría a destino. Conocía el paisaje, lo recorría tres veces al mes. Por eso le dio play a su música rutera y se acomodó en la butaca. No había otros autos. Aun así, cada tanto controlaba tablero y camino. Se alegró de ver pasar el mojón de los 25 km a las seis y cuarto, y le sonrió con suficiencia al Gauchito Gil cuando cruzó el mojón 50 a las seis y media. Pronto caería la noche.
Minutos más tarde se enderezó en la butaca al notar que el mojón del cruce con la ruta 47 decía 40 en vez de 60. —Nunca falta un gracioso —pensó, y diez kilómetros más allá, el mojón de la garita abandonada lo obligó a apagar el estéreo. —¡Treinta! —gritó. Decidió volver al sur en el retorno. El tablero marcaba las siete menos cuarto.
Detuvo el Audi en el santuario del Gauchito, donde ahora eran las seis y media y el mojón decía 10. Con indignación en el entrecejo, Osorio maldijo la falla espacio-temporal. Rezó un padrenuestro apurado y otra vez pegó la vuelta hacia el norte. A las siete menos veinte, en el mojón cero, el Negro encendió las bajas y escapó de la autopista por la ruta 47.
Habían dado las cinco y cuarto de la tarde cuando en la puerta de su casa leyó 127 en el cuentakilómetros. Los vecinos que mateaban a oscuras en la vereda percibieron algo raro en él. Los ignoró. Deambuló por el living casi hasta el mediodía, cuando, exhausto, se fue a dormir. Era noche cerrada y las estrellas brillaban como nunca.


Acerca del autor: Pablo Roset

jueves, 16 de enero de 2014

Temas preocupantes en un fin de año – Héctor Ranea


Cinco temas que me preocupan actualmente, a saber: la forma de las cosas, el color de los ojos de las personas, cuál es el sabor del chocolate, el orden perfecto de las palabras y qué piensa de mí mi gato.
Para estudiar estos temas armé un equipo en el que sólo trabajo yo, pero por suerte, dividido. En parte leo qué piensan otros que razonan cosas parecidas o, si no son las mismas, de qué manera se prenden del problema para resolverlo, eventualmente. Por ejemplo, encontré en la red una mujer que piensa que tiene que saber la razón por la que el hielo tiene color. O la de un joven birmano que tiene motores a explosión y quiere saber dónde va la explosión de cada tiempo. O la de cierta mujer que no dice la edad, que quiere conocer de cada semilla la planta de la que viene, suponiendo cierta distribución de viento y transporte por bichos.
Somos legión.
Pero no tengo en claro por dónde empezar, por ejemplo, con el tema del chocolate. Sobre todo porque no me da el tiempo ya que, ni bien empieza el verano, el chocolate se derrite demasiado rápido y no me da para saborearlo y me pierdo en tantas pruebas que tengo que hacer, porque el gusto se me pone bastante fastidioso y, si bien yo sigo siendo yo, esa parte del equipo se me rebela y quiere tomarse las cosas con más calma. Lo mismo que con los colores.
Ahí tenemos varias discrepancias pero el maestro del equipo, que vengo a ser yo durante la etapa posterior al estudio, estableció que los colores surgen de los ojos. Me parece que tiene lecturas atrasadas, pero es el maestro, así que estamos en cierto modo atascados como pato que tragó cebo, como dicen en mi pueblo. Y seguimos con la discusión de los colores como si supiéramos. Que si verde, que si rojo, que si amarillo y, al final, los colores hacen lo que quieren, se llaman como quieren y no sabemos si están ahí o en los ojos. Una calamidad, más o menos como los otros, como el orden de las palabras.
En el principio fue el Verbo, me dice el teólogo del equipo. Y yo le creo. Claro, qué otra cosa me queda que creerle si al fin él supuestamente habló con una autoridad y no como yo, que soy un mero escriba. Sin embargo, a nadie le queda claro qué podríamos decir si ponemos el verbo adelante y menos aún si no sabemos cómo sigue. Teniendo todo esto en cuenta, no me caben dudas de que pocas oraciones llevo escritas comenzando con verbos. Una podría ser: “Comió con semillas el melón” y, aunque es correcta, no sé qué quiere decir ni a quién se refiere. Comió y después cualquier cosa es otra oración, por cierto; pero me dificulta la respiración no saber qué pasaría si no hubiera comido o si no tuviera semillas o qué hubiera sucedido si en lugar de melón comía, quien quiera que fuese, otra cosa. Hágase la luz es otra oración, bastante buena. Ahí va el verbo. Pero la luz, ¿de dónde sale? Yo creo que el teólogo debería decirnos de dónde sale la luz o no le creo nada, igual que con el asunto del gato.
Ése es el que más me preocupa, en absoluto. Y no porque no me preocupen las otras cosas (aunque no voy a hablar de todas) sino porque mi gato evidentemente piensa porquerías de mí, a estar por la forma en que se ríe de mis silencios y de la forma en que me inclino para servirle el alimento. Eso cuando me dejan los otros del equipo. El zoólogo, por ejemplo, insiste en que los gatos no piensan nada de las personas, del mismo modo que nosotros no pensamos nada de las mojarritas: sólo las comemos fritas. Más o menos. O sea, el tipo dice que el gato es superior a todos nosotros juntos, que al fin somos yo. Y eso es paradojal: es más que todos juntos cuando somos uno solo. Listo, lo dije.
Ahora tengo otro tema del que tengo o tenemos que ocuparnos. Ya van seis.

Sobre el autor:
Héctor Ranea

sábado, 11 de enero de 2014

Inútil pitonisa - Lucila Adela Guzmán



La premonición se le presentaba demasiado tarde, a diez minutos de que acontecieran los hechos. Fueron tantas las muertes anunciadas, tantas las catástrofes enfocadas por sus ojos abiertos hacia adentro, que un día pensó en arrancárselos. Casandra, devorada por la antelación, era embestida cada vez por la urgencia de avisar a los otros. Pero sus presentimientos la alienaban y no lograba evitar que el grito la poseyera entera, y si bien, éste, salía desde su propia garganta, sonaba como un aullido que no le pertenecía. Con el tiempo, no pudo más que reconocerse como inútil pitonisa. Sus visiones, siempre tardías, desahuciaban cualquier intento de prevención. Es por ello que ante lo inevitable, desesperaba, y a lo único a que atinaba era a gritar de espanto. Por lo menos así lo hacía hasta que lo visto sucedía dándole secretamente la razón. Razón, que los ciegos vecinos de Casandra, insistían en declarar como perdida. Una noche en que los planetas y los astrólogos se contradecían sobrevino el ineluctable desenlace. A diez minutos del Apocalipsis, la loca, que así era como la llamaban, se quedó afónica. A tres minutos del fin, ella había terminado de atentar contra sus pupilas. Ciega, callada y a la espera, se quedó en silencio, deseando que esta vez, tuviesen razón los otros. Su última visión, aquella que no pudo ser descargada en el grito, llegó para suceder con exactitud. Y la adivina, agradecida por estallar junto al universo, sonrió maravillada por el fin de todos los tiempos y sus desajustes. Al fin ya no tendría más que visiones de color negro nada, visión de lo más inútil para ser anunciada por cualquier pitonisa.


Acerca de la autora:  Lucila Adela Guzmán

martes, 7 de enero de 2014

Loteada - Ada Inés Lerner



–Lotes en Marte, pronto partirá la nave, a diez pesos cada uno -- el niño, vestido con ropa del finado (que era de mayor talle), los dedos de los pies fuera de unas zapatillas que siempre le han quedado chicas, carita iluminada con ojitos de hambruna añeja recorre la taberna portuaria y deja en cada mesa unos papelitos que pasa a buscar luego y controla si el supuesto cliente falla –Déle, don, es un viaje corto y ya va reservando su lotecito –Gracias no tengo interés – Gideon se siente desdichado porque el niño no lo mira de frente, ¿su respuesta no es importante? Es la primera sílaba que acudió a sus labios. No tiene intención de lastimar al niño con una negativa. –Mire que la nave ya está por salir, podrá ubicarse donde quiera y recién se está poblando el planeta rojo, estará cerca del Super Chino, de los cines – repite el precoz vendedor sin mirar a nadie en particular y la vista fija en la mesita mugrienta y los platitos con algunos restos. Lorenzo observa al niño como si no lo hubiera escuchado y le tiende los palitos salados que el rapaz devora al instante. —Déle don, -- el niño se vuelve a Lorenzo. Lorenzo le acerca unas aceitunas flacas y arrugadas que desaparecen – será dueño, con su amigo, de un lote para un bar – la mirada abarca el local -- más grande que éste. —Eh! mocoso, ¿qué te pasa? encima que te dejo entrar – protesta el tronpa detrás del mostrador. La panza no lo deja acercarse al escaño y la diabetes ya le ha atacado las piernas, así que se bambolea con un ritmo irregular según el dolor. No escucha gran cosa y ve menos. El aludido, como si no hubiera registrado que se dirigen a él se vuelve al tercero en la mesa. —Y usted señor – la diferencia en el trato la hace el viejo fieltro que tapa la calva de don Ferro y su chaleco rayado bajo un ropaje que no se caracteriza por su armonía. La camisa ostenta el cuello despeluchado y las mangas no aparecen por ningún costado — usted que es un señor querrá tener una parcela mayor en el centro mismo. Don Ferro, elevado de categoría por el rapaz, quiere ser generoso y le estira su jarra de cerveza. —¡Animal! los chicos no… Sin dudarlo el vendedor traga de un sorbo los restos de la bebida. Esto fue algo imprevisto a más no poder, aun sin ser exactamente una iglesia. Lorenzo se siente un tanto azorado, pero también nota que le suda la región baja de la espalda, justo por encima de su cinturón de cuero de ocasión. —¿Y las llevas encima? – murmura Lorenzo. —Sí, don, la nave ya da vueltas – el vendedor hace un aspa con un brazo – y da vueltas y más vueltas y da vueltas sin parar, y así pronto partirá sin tiempo hacia el futuro. —Sí –dice Gideon – tomá diez pesos para que de vueltas sin fin. —Gracias, don, señor – como si fuera a partir ya a velocidad supersónica –, gira y gira. Pueden verla en la esquina… Don Ferro no supo dónde meterse. Incapaz de sonrojarse, fue más copioso su sudor. Nunca le había ocurrido nada como aquello, jamás. Se sentía desarmado, desmontado del caballo, y triste. Los ojos de todos ellos, los estibadores de hombros encorvados, los ferroviarios enzarzados en un truco tramposo o haciendo eses de camino a casa quedaron excluidos del todo, o tal vez aún mejor, eran del todo desconocidos y mucho más terrible, los ojos del niño se han clavado en él. Gideon sintió el rabo entre las piernas. Se le conocía allí dentro, en el sentido de que su grotesca apariencia externa tiempo atrás había dejado de contrariar y distanciar a los camareros. Aquel condenado chaval, con sus trapos y su presencia magnética los tenía a su merced. –No – farfulló Gideon – no, muchas gracias, esta noche no, gracias. –Sólo me quedan las últimas se las dejo por nada, yo también parto, ¿para qué quedarse, no les parece? – ¿Y cómo sabré – musita Lorenzo con un hilillo de voz – que no me estás metiendo el perro? -- La nave gira y gira y nos promete un futuro mejor... – Dios lo bendiga, señor – el niño hace ademán de marcharse. -- Eh – exclama don Ferro –, que me debés las entradas… me debés dos. – Gideon no reclamó. Se metió la lengua para dentro . -- Allá nos encontramos – dice el niño con claridad – Amén – don Ferro miró el fondo del vaso. – Lotes en la luna – arrimó otro – el viejo cuento porteño – Los mejores lotes – don Ferro rugió –. Para huir de este mundo, de nuestras penas, diez pesos por los mejores sueños Esto fue imprevisto, aún en el remedo de fraude todos se sintieron cómplices del fracaso de los seres humanos a la hora de comunicarse. El niño desplegó un par de alitas y desapareció. -- ¿Una ronda más, compañeros?

Acerca de la autora:  Ada Inés Lerner

En un bar los turnos que toma Martina - Héctor Ranea


—¡Hola! ¿Bar el Yacaránda? —dijo en inglés el buen Teddy. Luego de un segundo de silencio, Martina le responde, en castellano.
—Bar el Jacarandá; sí, señor.
—En la televisión le llaman Yacaránda, ¿sabe? —insistió con cierta presuntuosa pronunciación de Eton, el irascible Teddy—. En todo caso —siguió en inglés, claro—, ¿tienen una mesa para esta noche, señorita...? ¿Cómo se llama usted?
—Martina, señor. ¿Quiere la mesa cerca de la barra o cerca del escenario?
—¿Están muy lejos unas de otras? —dijo con ironía Teddy.
—Una está más cerca de la barra, la otra casi tocando el escenario —precisó Martina con buen humor.
—¿Sólo dos mesas? —interrogó perplejo Teddy.
—Sí; sólo dos, por esta noche.
—¡Ah, sí! Es para esta noche; claro. ¿Tocan The Beatles, no es cierto?
—¿Quiénes son esos, señor? —dijo en castellano Martina.
—¡Pero cómo! ¿No conoce a los cuatro fabulosos? —dijo Fabs Four pero Martina entendió los fabulosos cuatro y yo escribo los cuatro fabulosos.
—¿Son unos chicos con flequillo? Simpáticos. Sí; deben ser ellos. Hay uno muy educado y callado. Los otros son divertidos.
—¿Dijo usted simpáticos? —ese acento británico estaba siendo parecido a tener apoplejía sin previo aviso.
—¿No le gusta que diga simpáticos? —replicó Martina, ya con sorna—. ¿Le preparo la mesa con una cerveza negra?
—¿Usted sabe que The Beatles jamás mencionaron la cerveza en sus canciones?
—¿Me va a enseñar a manejar un bar, señor de Eton? ¡Floreat Eton! —espetó Martina, ya vencedora. El señor de pronunciación altisonante colgó, rojo de ira. Luego se supo: no había ya lugares en el Jacarandá y Martina se hizo pasar por la empleada aunque en realidad estuviera peleando el último lugar en la barra así que, con su acento más british (en inglés en el original) posible se acercó al del bar y le dijo:
—Acabo de encontrar un lugar libre, amoroso. Lo tomo.
Con esas palabras el del bar no tuvo más remedio que entregárselo a la joven Martina. El tarado de Teddy de Eton que se joda.

Sobre el autor: Héctor Ranea

Extrañando - Paula Duncan

La seguía extrañando; desde que se separaron, las horas se habían vuelto densas y pegajosas, nunca terminaban de irse.
Después del evento del “debut”estuvo tres extraños, confusos, y amargos días encerrado en su cuarto, lugar en donde la extrañaba menos; desde ahí construyó mágicos castillos con inmensos parques donde volvían a estar juntos; todo era amor y dulzura; pero la imaginación dejo de darle refugio cuando se terminó su licencia, el doctor dijo que ya estaba en condiciones de retomar sus tareas habituales con el consabido plan bien aprendido y por las dudas unos apuntes; que en principio le ayudarían.
El desayuno previo a su vuelta al trabajo fue deprimente, él estaba habituado habituado a otras cosas, medialunas por ejemplo, se conformó con algunos mates amargos y cuatro delgadísimas tostadas con queso blanco; al salir pensó: “con esto muero de hambre hasta el mediodía”, antes de entrar a la oficina se compró dos manzanas como le indicaron.
Su corazón estaba afligido; en el solo había lugar para ella, todo lo demás era cartón pintado, los días se habían convertido en un desfile de horas vacías, vagando por un largo y tenebroso pasillo; se sentía desvalido, sin ella la vida era una amarga sucesión de acontecimientos sin brillo ni placer.
Hacia el fin de semana lo invitaron como siempre a las habituales reuniones de amigos; se excusó diciendo que había tomado otro compromiso; en realidad sólo ansiaba volver a su casa apagar todo sonido que la recordara, hasta el de la máquina de café, y así en silencio, cerrar los ojos y rememorar los momentos en que ella había sido la reina de su vida y le endulzaba cada momento; pero fue peor a poco de haberse recostado en el sofá del living, su boca comenzó a necesitarla de tal manera que hasta el pulso en la vena de su frente se hizo notorio, tenía la garganta seca y una especie de garra atenazaba sus órganos hasta hacerlo gritar de dolor.
se levantó por un vaso de agua fresca… su heladera estaba interiormente vestida de manera extraña, agua algo de fruta, queso untable descremado ,unas fetas de jamón y gelatina se preguntó ¿gelatina? nunca le había gustado pero era tal su angustia por buscar algo fresco que eligió una de cerezas y la comió de un tirón.
Anduvo deambulando por la casa como un zombie, sin tumba a donde volver; así paso el sábado; el domingo unos amigos lo invitaron a un asado, no fue les dijo que no se sentía bien y era cierto, y llegó el domingo por la tarde, solo, deprimido, la noche se avecinaba con tormenta ya se escuchaban los truenos, eso sobrecogió aún más su ya maltrecho ego, por un momento pensó, que nunca podría lograrlo que la vida sin ella no tenía sentido, que tratar de suplantarla sería una traición, sería como vivir con una copia falsificada.
Abrió la ventana, tomó aire; el olor a tierra mojada le trajo recuerdos de su infancia en el campo, Pensó” hice todo el secundario con copias de libros y me fue bien, el cuadro de la entrada no es original, pero le gusta a todos, podría probar; si esta mala copia me deja vivir algo más tranquilo no sera tan mala”.
Se dirigió a la cocina decidido a encender la maquina de café, y se entretuvo hojeando una revista;cuando el aroma invadió la estancia se decidió; fue hasta la alacena corrió hasta el fondo el azúcar y sacó de un frasco dos sobres de edulcorante...”

Acerca de la autora:   Paula Duncan

sábado, 4 de enero de 2014

Y ahora era un Dios - Luis Benjamín Román Abram


En los primeros instantes de su teletransportación al futuro de la tierra no sabía que era más asombroso, el que hubiera conquistado el último campo que se resistía a la física o la inesperada morfología de los pobladores. Hasta que descubrió que no había otro de su especie y su rostro, sumamente hermoseado, ocupaba muchos lugares de la ciudad. Ya sea en pinturas, estatuas y otras formas de evocación claramente vinculadas a la reverencia. En un gran friso, pudo ver que estaba representado con un aura, rodeado de muchos personajes, eran sus ayudantes del proyecto, científicos de todas las razas y lugares que acudieron a su invitación. Eso sí, para su sorpresa, también tenía un lugar su última pareja, con la que salió por dos semanas antes de terminar con ella por sus insoportables cambios emocionales. Concluyó que necesariamente su desplazamiento había dejado tras de sí un accidente catastrófico en su tiempo e incluso volatilizado el combustible para el retorno. Lo cierto era que hacia doscientas centurias había dejado el laboratorio temporal, y ahora era un dios.
  Su motivación principal siempre había sido investigar, no pretendía abandonar su vida, ni causar un cambio en el mañana, solo viajar, ver y regresar. Bastante angustiado, y luego de hacer una serie de gestos de desesperación que nadie veía, ante la pérdida de energía; reajustó elexholograma que le proveía de invisibilidad y continúo su recorrido por la zona. Era muy cuidadoso con sus pasos. Los habitantes, iban deprisa y de manera atropellada. Por supuesto, lo que encontró en este presente esto no podía ser casual. La evolución no era suficiente para aclarar por qué la raza dominante era una especie de mono bípedo. Tras un total de cinco horas terminó de recopilar los datos básicos y regresó a la Peregrina.
   Si solo fuese un futuro alterno, respiraría tranquilo, pero el equipo no detecta nada más en el espacio-tiempo, así que esta es la única línea.
    Confirmó que en la época de su partida había avanzados experimentos genéticos para crear especies, y supuso que él, RA, el halcón, era adorado por los humanos egipcios, agradecidos por haberles dado el mundo.

Sobre el autor: Luis Benjamín Román Abram

jueves, 2 de enero de 2014

Al paso de las estrellas incendiadas - César Bandín Ron


Mamá siempre habla de Proust: que Proust esto, que Proust lo otro. Desde que papá se fue ella no hace más que leer. La dejo leyendo cuando salgo para el colegio y la encuentro leyendo cuando vuelvo. Perdoname, tesoro, me olvidé de hacer la comida, me dice, a veces. Pero a mí nunca me importa, en realidad me gusta que nos preparemos juntas cualquier cosa y después pasemos la tarde así, como ahora, ella en el sillón y yo sobre la alfombra, cada una con sus libros. Porque mamá me fue comprando un montón de libros para mí, para que “me vaya armando mi propia biblioteca”. Alicia en el país de las maravillas, Moby Dick, Cuentos de la Alhambra, El príncipe feliz, Cinco semanas en globo, Jane Eyre…, la mayoría con ilustraciones maravillosas, perturbadoras, en las que las historias cobran vida y uno se enfrenta con un rostro posible para los personajes.
Por supuesto que me asusté cuando papá se fue. Cómo lloraba, no entendía nada, pero ahora ya me acostumbré a que él no viva más con nosotras. Igual lo veo seguido, los fines de semana y, a veces, hasta se me aparece a la salida del colegio. Creo que papá no lee tanto como mamá, tiene un negocio en el que vende muebles, y le gusta más el cine, me dice. Pero él también es muy bueno conmigo y me gusta mucho cuando hablamos: tiene una mirada, papá, que me tranquiliza, que me hace sentir segura, y a veces me abraza de una manera hermosa. Ayer me dijo que cuando en noviembre cumpla los nueve me va a regalar una computadora. A mamá no le gustó demasiado la cosa, me parece que a ella ya no le gusta nada que tenga que ver con él. Yo se lo había contado entusiasmada, porque me imaginé que tener una compu para mí sola era algo muy bueno. Además, después de todo, para algo los martes voy al curso de Windows. Pero cuando se lo dije, mamá pareció no escucharme: estiró el brazo y me dijo Tomá, te compré el libro sobre cometas que me habías pedido. Después nos sentamos juntas y los copiamos. También había traído marcadores nuevos y otro block.
De todos modos, era tan lindo cuando todavía estábamos los tres juntos. Sin ir más lejos, justo ayer, cuando me senté en la cocina a tomarme sola mi chocolatada con vainillas, al mojar la primera nomás se me vinieron encima, uno a uno, esos maravillosos recuerdos de cuando todo era risas y gritos y juegos, y de cuando yo esperaba, hasta la hora que fuese, a oir sus pasos y recibir después sus besos y su Hasta mañana, mi amor, que duermas bien.

Sobre el autor:  César Bandín Ron

La bella y la bestia - Rafael Blanco Vázquez


Yo lo que digo es que ella lo hacía adrede. Que yo me equivocaba al ponerme como me ponía, vale, de acuerdo, puede ser. Pero ella lo hacía adrede, a mí que no me vengan.
Se pasaba las horas muertas insistiendo con lo de la seguridad. Convenía cerrar bien puertas y ventanas, sobre todo de noche. Pero como en todo, sólo insistía de boquilla. Después la mayoría de las veces tenía que estar yo detrás de ella para que no se lo dejase todo abierto.
Aquella noche yo estaba muy cansado. Lo cerré todo y me fui a la cama. Ella se quedó un rato viendo la tele. Aún dormía cuando me desperté por la mañana. Bajé (vivíamos en una casa de dos plantas) y vi que la puerta de la terraza estaba entreabierta.
Cuando la señorita (que roncaba como un elefante) se despertó, y tras un intervalo prudencial en el que la dejé que se tomase su café y se fumase los cuatro cigarros de la primera hora de su jornada, en un tono bien cuidadoso para no herir su susceptibilidad le dije:
—Cuqui, no es por nada, pero ayer no cerraste la puerta de la terraza.
—Sí que la cerré, lo recuerdo perfectamente.
—Esta mañana me la encontré entreabierta.
—Pues yo recuerdo perfectamente que la cerré.
—¿Y entonces cómo es que estaba entreabierta?
—Yo sólo sé que recuerdo perfectamente que la cerré.
Y ahí estallé. No lo pude evitar. Me puse a pegar unos gritos que me asustaron a mí mismo. Me temblaban las manos, me palpitaba el corazón, se me salían los ojos de las órbitas. La llamé de todo. ¿Cómo era posible tener tanta mala fe? ¿Qué necesidad había de seguir negando una evidencia? ¿Es que no era posible que se callase, que aceptase un error, que por una vez dejase de combatir, de competir, de rivalizar?
Con aires de inocencia y la voz temblorosa me dijo que me tenía miedo, que yo era un ogro, que qué sentido tenía ponerse en ese estado, que vivía en una angustia perpetua porque yo era una escopeta cargada, que así no podíamos seguir.
Pero eso ya lo sabía yo, que no podíamos seguir, ni así ni de ninguna forma. Que ésa es otra. ¿Por qué oscura razón seguíamos juntos? Yo no la soportaba, ya no follábamos (en realidad sí, y eso era lo peor: era de esas veces en que uno folla a menudo pero tiene la sensación de que no: ¿saben de lo que hablo?), apenas nos dirigíamos la palabra, en varias ocasiones dormí en otra cama, en otra habitación, y no se dio ni cuenta. Yo la miraba y me parecía fea, me molestaban sus ronquidos, su respiración difícil (era asmática), su voz, todo, en fin.
¿Pero qué tiene eso que ver con lo de sus tres negaciones? ¿Qué ganaba ella sacándome de mis casillas a base de mala intención? ¿Era masoquista? ¿Estaba buscando razones para que lo nuestro se fuera definitivamente a pique? ¿Le gustaba ver que mis emociones dependían de ella: antes el placer sexual, ahora la ira? ¿Necesitaba mi ira para desempeñar su papel favorito, el de pobre víctima inocente?
Probablemente un poco de todo. Pero a mí que no me vengan, lo hacía adrede.
Dicen que cuando uno se enfada pierde. ¿Pero qué necesidad tenía yo de ganar semejante combate? Eso hubiera significado que lo aceptaba.
Sobre el autor: Rafael Blanco Vázquez