sábado, 31 de agosto de 2013

Una moneda antigua - Raquel Sequeiro

Tenía tanto apuro que apretó las piernas, se desabrochó el cinturón de camino a los lavabos y se bajó los pantalones antes de cerrar la puerta. Las diarreas provocadas por el calor de El Cairo le estaban dejando exhausto. Decidió que esa sería la última, y, como si se tratase de magia, su cuerpo obedeció las órdenes y al día siguiente estaba trabajando en el yacimiento, sacando objetos valiosos de la tumba de un rey desconocido por completo. Nadie sabía, para su desgracia, dónde estaba el mayor tesoro que cualquier hombre puede poseer. Catherina miraba el cuerpo encallecido de la extraña momia con aspecto de exraterrestre y olor a címbalos y matarratas.
—¡Señor! Si hasta el ataúd tiene una forma extraña. No creo en cuentos chinos si no los veo.
—Déjate de absurdidades —le contestó Marta, la única experta en jeroglíficos— y deja que nos la llevamos y analicemos el contenido.
—El contenido y el continente. —Julius vomitó un poco de saliva, doblado sobre sí mismo.
—¿Estás bien? —preguntó la arqueóloga, amiga de la niñez.
—De maravilla. —Se puso tan derecho que ni las estatuas del patio de los dragones podían asustarlo. Tuvo la firme resolución de encontrar a toda costa lo que había ido a buscar, además de la momia.
—¿Y eso es? —Catherina intentaba arduamente leerle la mente; los ayudantes trabajaban fuera.
Marta no entendía nada. Sólo pensó, cuando lo vio adentrarse por los pasadizos, que el doctor estaba loco.
La historia se remonta a unos siglos atrás, cuando un grupo de sacerdotes encerró en una cámara del hipogeo una moneda.
—Te digo que nuestro rey viene de las estrellas.
—Pues yo te digo que no y para demostrarlo queda esa moneda aquí. Quien consiga abrir la puerta será un dios.
—Un dios con mayúsculas —dijo la momia—, pero yo aquí dejo mi cuerpo, nada más.


Acerca de la autora:  Raquel Sequeiro


Dermis II - Cristian Mitelman


A los veintitrés años me recibí de Profesor de Dibujo en la Escuela Pridiliano Pueyrredón. Ejercí la docencia poco tiempo; no tardé en comprender que una rutina de timbres, pasillos y de notas se hallaba en las antípodas de cualquier forma de belleza. Lo admito, salvando dos o tres excepciones, no me interesaban los alumnos. Yo tampoco les resultaba interesante a ellos. Diría (sin temor a caer en un error filológico) que mi vida como docente se disolvió.
El dinero se agotaba y hasta entonces sólo había vendido unos pocos dibujos a una galería de arte semifantasmal que dirigía un conocido de mi padre.
Una tarde me llamó mi amigo Marcelo Franz. Había instalado en Once un taller  de artes alternativas que incluían el tatuaje.
Así fue como pasé a desempeñarme como tatuador de cuanto motoquero, hombre canoso con pretensiones juveniles o músico heavy con más tachas que notas en las manos existía.
Los modelos eran triviales: dragones, rosas y el nombre de hijos o amantes furtivas.
A fines de marzo (la tarde ya empezaba a insinuar el otoño) se hizo presente una chica que escapaba a toda lógica. Era muy delgada; su piel tenía algo de invisible.
Extrajo de su cartera un papel y  previsiblemente entendí que iba a mostrarme el dibujo que deseaba. Me equivoqué. Con voz irónica leyó un informe médico que hablaba de un cáncer con metástasis. Apenas terminó la lectura,  me dijo que esos párrafos le correspondían  a ella. No sé qué estupidez quise balbucear a modo de consuelo. Por fortuna no me oyó o no me hizo caso.
Se sacó la remera. Me enseñó los pechos y la espalda. Luego me marcó unas zonas ligeramente azuladas. (Supuse que esas marcas eran la forma de su enfermedad.)
—Seguí cada una de las estrías.
—Está bien, pero qué necesitás que dibuje.
Se rió.
—El dibujo no importa: combiná los colores: hacé de cuenta que sos un músico que elabora variaciones sobre un tema. Vas a ir trabajando cada una de estas líneas a medida que se vayan formando. No importa cómo quede.
Supuse que el dolor de las agujas en un cuerpo tan frágil iba a ser insostenible. Otra vez mis suposiciones fueron erradas.
Y así, a lo largo de dos meses, me fue internando en sus pechos, en su espalda, en la blanda porcelana de las piernas.
Lentamente se fue formando una especie de marea selvática. Debo decir que aunque quise evitar los arabescos, me fue imposible. Cada vez que ella regresaba (podían pasar diez o quince días entre una tanda y otra)  había nuevos filamentos que seguir, nuevas ramificaciones de inconcebible belleza.
La vi por última vez antes de que terminara junio. Recuerdo que el frío nos estremecía más allá del calentador que habíamos puesto. Ella se dejó dibujar, indiferente al temblor de mis manos.
Se miró en el espejo y al saludarme supe que ya no iba a regresar.
Pasaron los años. Dibujé mucho. Pinté mucho. En vano intento recordar esa flor que fui modelando en su piel. No hay tela; no hay color; no hay papel que sirvan. Tal vez cada uno trace en el mapa de los días un dibujo único y yo haya entrevisto esa forma que está más allá de la comprensión.

Acerca del autor:  Cristian Mitelman

Cientificista versus googlero - Cristian Cano

—¿Cómo sabés que saltamos hacia un futuro posible? —le preguntó Carlos.
—¿No ves lo que dice acá? —dijo Ernesto—. Los eclipses lunares son anulares.
—¿Y eso?
—La Luna siempre se estuvo alejando de la Tierra y su órbita es una elipse.
—Sí, comprendo.
—Cuando la Luna se posicionaba entre el Sol y la Tierra el tipo de eclipse dependía de su lugar orbital en el que sucedía el evento. En su parte más alejada de nosotros no alcanzaba a cubrir el disco solar: un eclipse anular.
—Sí, te sigo —dijo Carlos.
—... y en su posición más cercana a la Tierra siempre alcanzó a cubrir el Sol. Eclipse total, ¿entendés?
—Comprendo. ¿Eso deducís de ese libro viejo?
—¡Claro! Por supuesto, si acá dice que únicamente suceden eclipses lunares anulares, es porque tuvieron que haber transcurrido miles de años para que la Luna se aleje lo suficiente de la Tierra y no alcance a cubrir el Sol.
—Recuerdo que, —dijo Carlos— en el colegio, nos enseñaban que nuestro satélite natural se alejaba 3 y medio centímetros por año.
—Sí, me acuerdo —dijo Ernesto—. Sacá la cuenta.
—¡Uf! Tenés razón. Es una prueba con fundamento. Entonces... efectivamente, viajamos hacia el futuro. Ahora, me pregunto: si estos libros son tan buenos ¿no hubiese resultado práctico consultar la fecha de edición en las primeras hojas?


Acerca del autor:  Cristian Cano


  

jueves, 29 de agosto de 2013

Sin opción - Fernando Puga


Hubiera preferido no volver antes del viaje que no pude postergar y que fue la razón por la que te quedaste sola durante tantos días, pero papá no resistió tanto como los médicos habían predicho y con mis hermanos decidimos cremarlo inmediatamente, cada uno tenía sus obligaciones y nos urgía regresar a casa.
Hubiera preferido avisarte que llegaría un par de días antes de lo esperado, pero cuando iba a hacerlo descubrí que mi celular se había quedado sin batería y ahí, en el camarote del tren, no había modo de conseguir un cargador; el mío había quedado en algún cajón de la vieja casa familiar y ya no podía bajar para ir a recuperarlo. Así que pensé que tampoco estaría mal darte una sorpresa.
Hubiera preferido no hacerlo, pero los jadeos se oían desde la entrada; la puerta estaba abierta; la luz, encendida. El resplandor que irradiaba tu piel me encegueció y fue inevitable.
Ahora tendré que buscar la manera de borrar las huellas, pero aunque sé que si no lo hago terminaré condenado, preferiría no hacerlo. ¡Me duele tanto la cabeza!


Sobre el autor: Fernando Puga

miércoles, 28 de agosto de 2013

Una gota - Ana Caliyuri


La memoria es una senda que nos transita a la medida de cada uno y con estilo. En ella habitan los recuerdos y también vibran los olvidos. Es ese manantial tácito que habla de nosotros sin siquiera percibirlo, tal vez por ese afán de creernos irrompibles, únicos e irrepetibles es que transcurrimos con ella a cuestas distraídamente. A veces las reminiscencias remotas semejan una puerta en reversa como la vida misma; otras veces son islas con voces de vuelos extintos. Entonces me pregunto por ese infinito que me mantiene en vilo; ese colmo que rumorea en mi alma y que tiene faz de sueño, de bramido o de simple misterio cual corcel indomable haciendo por el aire sus pininos. Y pregunto para responder a la boca que concluye un terrenal destino. Otras veces, río del tiempo que reposa conmigo o sin mi; entonces entre la memoria, los olvidos, el infinito y el alma misma sólo quedan en pie los sentires que a pesar de guardar magnificencia cuando son genuinos son factibles de ser revelados con tan sólo una lágrima tibia. En definitiva, colijo: aquello que es excelso e inquebrantable está a la espera húmeda y blandamente en nosotros mismos.

Acerca de la autora:  Ana Caliyuri

lunes, 26 de agosto de 2013

Es tan verdadera como tú y la lluvia - Héctor Ranea



La canción es de Jacques Palmieri, cantante de principio del Siglo XX, famoso en Les Tuilleries porque le cantaba a los gorriones que afanaban los crépes de los transeúntes y a las calles mojadas de Mont Martre. Es improbable que lo hayas escuchado porque se conservan pocas grabaciones en hilo férrico, una rareza. Sin embargo, un pariente suyo (a su vez descendiente de quien robó la Monna Lisa del Louvre) le regaló una copia de la partitura a Les Blanchard, un franco-americano que la grabó para la Sun Records, donde grabó por primera vez Elvis y entonces... la magia. ¡No va que se encuentra con Aretha Murphy, la llamada Condesa del Dixie! Se casaron y ella no abandonó el canto (porque si no, no comerían, ya que Les, una vez instalada la estatua de la Libertad en el pueblo, se dedicó a cantar esa canción a los patos de Memphis y no cobraba ni diez guitas). Un día, en presencia de Duke Ellington ella la cantó y el Duke se la pasó a Satchmo y Satchmo la cantó y todos felices comieron perdices. Si esta versión no te cierra, no importa, tengo otras, pero de la canción, ni idea. Sé que lo verdadero son tus ojos negros.


Acerca del autor:
Héctor Ranea

Zytwsi, humanista de 388 Alfa de Centauro - Daniel Alcoba


A siete millones de quánticos se les atragantaron los megahercios que sorbían tranquilamente en el desayuno cuando captaron le emisión de Zytwsi, el flamurólogo matinal de 388 Alfa Centauro 409 P.
Zytwsi había dicho “que les den por culo a to(d)os” y la frase asombró no sólo a los Quanti 409 P, también dejó alelada a la quantiosa audiencia de otros sistemas estelares vecinos que escuchaban las mañanitas de tres soles del flamurólogo sorbiendo ondas de radio, de radares, de radiotelescopios, y aún magmas ondulatorios de supernovas arcaicas cuando no la magra leche electromagnética de banda ancha de Proxi, la enana roja.
¿Zytwsi asombraba a su galaxia o lo suyo era una emisión más bien de alarma?  El asombro era inevitable, a causa de:
1º) Los significantes alienígenas procedentes del Sistema Solar. En Alfa Centauro 388 P, que es un planeta fluido, cuya forma depende absolutamente de la posición de los tres soles que determinan sus días de nueves clases diferentes y sus noches rojo-anaranjadas de treinta y dos tonalidades diversas, no existe ningún objeto que se parezca a un culo. El concepto “animal mamífero” es del todo abstracto.
2º) Los cuánticos sólo atribuyen al verbo “dar”  el significado de “emitir”, “irradiar”, y al de “recibir” el de captar la emisión o la irradiación para que tanto las ondas como las partículas, suenen o resuenen. De modo que el estilo de Zytwsi les parecía el colmo del hermetismo barroco, ya que se trataba de la emisión de un transceptor para otros transceptores, todos ellos fluidos y en consecuencia extravagantes a esas nociones de tomas y dacas culares.
3º)  Porque hasta esa misma mañana Zytwsi, un flamurólogo del todo realista, decidió desayunar con material radiofónico terráqueo que sorbió por sus ocho antenas caudales y aún  por su parabólica capital, y oyó que la ONU no investigaría al Orco sirio Bachar-el-Asad  que acababa de fumigar con gas letal a la población civil que se le opone; y que además la ONU no lo haría –investigarlo– “por razones de seguridad”.

Acerca del autor: 
Daniel Alcoba

Otra vuelta de tuerca sobre una cuestión topológica – Daniel Alcoba & Sergio Gaut vel Hartman

Vandálico Apichafuoco recogió el texto que alguien había abandonado en el banco de la plaza. Y en cuanto lo leyó pudo ver las inminentes influencias de Urano que esta semana, opuesto a Zeus o Júpiter, le haría la puñeta con la hipocondría a buena parte de los arqueoatletas. No eres el único acojonado del sector terciario, se dijo Vandálico. Prefirió no hacer nombres para no caer en una profunda depresión que lo obligara a comerse un puré de Desvenlafaxina, Nefazodona, Escitalopram y Trazodona, pero no pudo evitar un pensamiento dirigido a un amigo de antiguas luchas que buscaba un texto para la voz cantante de un muerto inminente.
—Urano es uno de los ángeles rebeldes que descuidaron su trabajo como guardias de tránsito de Vía Lactea —dijo un tipo calvo que se había sentado junto a Vandálico sin que este lo advirtiera. El calvo estaba limpiando una SIG Sauer P226—. Con esta, así como la ve —agregó dándole una palmadita afectuosa al arma— evitaré que salvajes como ese invadan la Tierra, seduzcan mujeres y refuercen nuestra hipocondría.
—¿Puedo saber quién es usted y de qué habla? —dijo Vandálico; nunca le había gustado jugar con pistolas—. ¿Cómo pretende herir con una pistola de pólvora plomo y acero a un ángel estelar? En primer lugar el tamaño es inconmensurable con el de un hombre.
—Tanto más fácil para no fallar los tiros... —respondió el otro. Había química. No estaban lejos de tomarse una sopa de pastillas (Desvenlafaxina, Nefazodona, Escitalopram y Trazodona) cuando Urano los sorprendió y engulló a los dos juntos, masticándolos apenas.

Acerca de los autores: 
Daniel Alcoba
Sergio Gaut vel Hartman

domingo, 25 de agosto de 2013

Camino de Wínnappu - David Moreno


A Agustín Martínez Valderrama

Le dijo uno al otro —¿y tú quién eres?
—Resulta extraño que me lo preguntes. Yo soy el otro, ¿no te das cuenta? Y tú eres el uno. Así de fácil.
—¡Anda! Que conste que yo soy Agus. Y tú me habías parecido Adolfo, ¿no eres Adolfo? Vas vestido de etiqueta como él, con el bombín ceñido y descalzo. Y te huelen los pies también como a él…
—No sé quién es Adolfo. Yo soy el otro y ¡punto!
—Vale, vale. No te enfades. ¿Vas a algún sitio?
—Claro, todos vamos a alguna parte o ¿no?
—Mira yo voy camino de Wínnapu, si te animas.
—¿A qué?
—Mmmmmm no sé, a venir a Wínnappu.
—¿Y qué hay allí?
—En Wínnappu hay muchas cosas. Para empezar, una réplica exacta de la Torre Eiffel, desde la que se ve una panorámica de Roma, la Alhambra, el Partenón, la Sagrada Familia, el Templo de Kukulkán… sólo los días grises y lluviosos no se ve nada. A lo sumo, París.
—Ah parece me interesante.
—Hay también cangrejos que escriben; circos con pulgas y hombres elefantes que se cortan las orejas, muñecas hinchables suspendidas en el aire y rubias pizpiretas de tres tetas que guiñan un ojo.
—¿Tres ojos que guiñan una teta?
—Jajaja He dicho rubias pizpiretas con tres tetas que guiñan un ojo. Si no te lo crees, lo de las tetas, no lo del ojo, vente.
—Casi convencido me has.
—Esto no es todo, se busca a un forajido, Woody Welles, boticario y entusiasta del celuloide, que desde que rodaron algunas escenas del western El bueno, el feo y el malo está desaparecido en el desierto de Tabernas y a quién lo encuentre, le espera una buena recompensa.
—Vamos, vamos nos pues.
—Agárrate a esta cuerda de ahí arriba y en seguida, en varios días alcanzaremos Wínnappu.
—¿Varios días? ¿Qué cuerda?
—Los ojos cierra y las manos extiende, es una cuerda imaginaria. Wínnappuuuuuuuuuuuuuuuuu

Tomado de No Comments
Sobre el autor: David Moreno

On being your own man - Lisandro Varela


En la ruta odio a mi padre. Lo odio por entre las rendijas con viento del jeep amarillo que acelera más de lo que dobla. Lo odio mirando el acantilado marrón que sigue en un mar también marrón y después en arena fría y apenas sembrada de yuyos.
Lo odio con las rodillas duras de tierra fría. Lo odio con las escupidas que me ligué de los de mi propio equipo, por no pasarla, después del tercer tiempo.
Odio a mi padre admirando su cicatriz sobre la ceja izquierda. Odio a mi padre que hace nada dentro del buffet, concentrado en la tasa de loza gruesa con borde verde y café malo. Odio a mi padre que mira para otro lado mientras mi hermano el del medio y yo nos ligamos piñas y repartimos patadas. Repartimos patadas como podemos.
Odio a mi padre que me pasa la mano por la cabeza sin mirar, porque mira la ruta que tiene enfrente. Ya no odio a mi padre y su mano redonda y tibia. Mi padre dice que ya nos peleamos y que ahora nos van a respetar, que era mejor que él no se metiera.

Tomado de: http://vidadocampo.com/
Sobre el autor: Lisandro Varela

sábado, 24 de agosto de 2013

El manso río - Héctor Ranea


Si alguien amansa a las arañas es el primo Serio Taranto, de Matera, en Puglia. Capaz de hacer que las tarántulas se queden como narcisos mirándose en un espejo peinándose pelo por pelo, o de que coman queso con la misma fruición con la que comen moscas si están airadas. Nada se dice en los libros de los naturalistas de este encantador de arañas, pero tan así es que se lo llevaron a Moscú para hacer un número circense con la eminente ecuyere Dominova, gran jinete. El problema es que esta virgen de Dogovor, entre el vodka del bisonte pardo y el tano, engordó (no sé si corresponde que diga cómo y por cuál razón) y cada vez que montaba las tarántulas reblandecidas las aplastaba sin remedio. De más está que diga que las tarántulas serán arañas pero no comen vidrio y no se dejaron amansar más por el pugliese, rajándose a cierta región del Kurdistán, pero mejor no digo cuál para no espantar a los parroquianos.


Acerca del autor:   Héctor Ranea

viernes, 23 de agosto de 2013

Terapias y espejos - Paula Duncan

Viernes; cayendo la tarde, el cielo se cubrió de densos nubarrones presagiando lluvia, él estaciono el coche al costado de la vía, bajo y cerro todo muy bien, conecto la alarma y comenzó a caminar la cuadra que le faltaba para cruzar las vías, a mitad de camino comenzó a llover tan fuerte y con gotas tan grandes que dolían, busco refugio, en la esquina había una casa al parecer abandonada, corrió y cuando estaba llegando a la esquina choco con fuerza con una mujer…
Viernes cayendo la tarde, el cielo se nublo de repente, comenzó a llover y ella no conocía el barrio, tenía una dirección confusa, lo único claro es que tenia que cruzar las vías, casi no ve las gotas de lluvia se lo impedían, tenia frio; un frio raro era desde los huesos a la piel, comenzó a correr y al llegar a la esquina chocó con un hombre…
Se miraron sorprendidos, se pidieron disculpas y en ese momento arrecio la tormenta casi era imposible estar parados, no había demasiado lugar donde guarecerse los truenos y los relámpagos convertían todo en una escena de terror, el toco la puerta casi por intuición y se abrió crujiendo; entraron muy despacio pero no había nadie, solo telarañas y muebles viejos cubiertos con telas, se miraron por primera vez y sonrieron “al menos acá no llueve” dijo el ella asintió todavía con algo de miedo.
 Recorrieron la estancia, abandonada pero no demasiado sucia, era agradable con algunos cuadros y lindos murales, destaparon un sillón para descansar hasta que parará de llover, ella le conto que era maestra en un barrio carenciado de chicos con demasiados problemas sobre todo con la droga y la falta de contención ; el la escucho interesado, solo le conto que se dedicaba a los fletes desde hacia algún tiempo, nada le dijo sobre lo que estaba tratando de dejar atrás, la distribución de estupefacientes
 Encontraron una puerta enorme tallada con pequeños seres del bosque donde se escuchaban murmullos; la abrieron y en medio de su asombro entraron en una sala con muchos espejos chicos grandes ovalados rectangulares, al pararse delante de alguno veían una parte de su vida pasada, y ahí se enteraron cosas del otro que no habían querido contar; cuando llegaron al mas grande les mostro el futuro inmediato de ambos, y se los vio en una reunión con otras personas, cada una con algo especial que contar, y con la convicción de que juntos podrían llevarlas a cabo, se dieron cuenta que había pasado mucho tiempo y ya no llovía, pero era tarde para ir a donde se dirigían, salieron ella lo saludo bondadosamente y el algo asombrado le contesto muy formal, todavía no podía saber si lo que paso era cierto.
Viernes ya de noche, la lluvia había lavado las hojas de los aboles dejándolas brillante y con nuevos brotes, ella se apuró a volver a su casa y salir de ese barrio desconocido, se dijo “el próximo viernes llegare con tiempo a mi primera reunión de terapia” pensó en lo sucedido y se sonrió.
Viernes ya de noche, la lluvia lavó las hojas de los arboles dejándolas con un brillo especial, el se apuró a volver a su coche, pensó con antipatía en su vida, y decidió cambiarla para siempre, se dijo” el próximo viernes llegare tempano a mi reunión de terapia, ahí encontrare ayuda” pensó en lo sucedido, y se confundió aún mas, pero una extraña tranquilidad se apoderó de él…


Acerca de la autora:   Paula Duncan

Garito - Nélida Magdalena González


—¡Dale, jugá la última! —dijo Cholo.
—¡Sabés que no tengo un mango!
—¡No arrugues, Pepe, apostá la Caro!
—La Caro no, la Pancha…
—La Pancha no, tu mujer está vieja. La Caro o nada.
Dejame pensar, mañana te contesto, ahora me esperan.
La noche siguiente jugaron la partida, el Cholo ganó.
Pepe, disgustado, entregó a la Caro.
—No me gusta perder, pero…Te doy la llave…
El Cholo, disfrutando, abrió la puerta y subió a la Caro. Una coupé antigua que valía una fortuna.
La puso en marcha y gritó:
—¡Te afano la gorra, van a creer que soy vos! —riendo a carcajadas.
Cholo, sintiendo satisfacción, fingió bronca lanzando una botella de vidrio.
Luego recordó las palabras del dueño del Bingo de otra zona.
—Cuando mañana salgas del garito donde te metés, te la cobro. Tu gorra te vende.
Esperó unos minutos sentado en el cordón de la vereda. Escuchó unos disparos, dejó pasar un tiempo prudente y corrió hacia el lugar que supuso se encontraría la Caro.
Al verla, espió por la ventanilla. El Cholo estaba muerto, la sangre se desparramaba por sus sienes.
Se alejó unos metros y dijo en voz baja:
—Cholo querido. ¿Quién ganó la partida?— sonriendo.

Acerca de la autora:
Nélida Magdalena González de Tapia


miércoles, 21 de agosto de 2013

El pigmentador II - Silvia Milos


Les voy a contar como empezó todo. A El Loco lo conocí cuando acompañé a mi novia, él le presentó al Pigmentador. El Loco cobró 400 minutos de mi tiempo solo por eso. Era caro. Luego nos dejó y el Pigmentador empezó con su arte. Yo me dí vuelta, era impresionable a las agujas y los pinches tableros que fluctuaban en la pared según se los mirara. Si movías las pupilas, se desplazaban hacia el lado contrario, haciendo que por reflejo los advirtieras. Tenían vida propia. Habían pasado un par de horas cuando ella salió. Con sus ojos teñidos de rojo, y estaba muda. El Pigmentador tenía sus guantes puestos , y más allá pude advertir como una figura se escurría tras sus espaldas. La tomé del brazo y nos fuimos cual si huyeramos. Pude escuchar que nos gritaba antes de girar el domo: -¡falló !-que vuelva cuando decida hacerlo en serio.
 No le hice caso, aunque pensé que algo raro sucedió. Ella siguió así, y jamás me pudo contar nada, ni quiso volver a intentarlo. Eso de pedir no volver a ver a alguien tiene sus consecuencias.


Acerca de la autora:  Silvia Milos


8-40 - Cristian Cano


—¡No! Mirá. Esto es así —sacó el llavero y lo zamarreó como para que su perorata estuviese en la palestra—. ¡Vos estás conmigo! ¡Olvidáte! Ni bien llegas a la ciudad, te venís para acá, que yo me encargo de todo —escudriñaba el horizonte en busca de acontecimientos y posibilidades; siempre alerta y dispuesto como una antena telefónica. Mirar a los ojos, jamás—. ¿Cuántos días te vas a quedar? Porque, mirá que vinieron unas minas que te morís. Vení. Tomamos un cafetito y arreglamos.
Se hicieron las nueve de la noche y estaba empezando a pensar detenidamente en la posibilidad de verme enredado en un asunto ilegal. Acaparaba tanto con su dialéctica beneficiaria que nunca hallé la oportunidad de contarle mis cosas. Los desaciertos del hombre común. Los diez minutos más largos del mundo. Al minuto veinte: la oportunidad —¿Y vos, cómo andás? ¿Qué hacés en tu ciudad?—. Le dije que estaba juntado (mentira) y que mi visita tenía como motivo "aclarar los tantos". No quería más su omnipresente servicio. Dejó ruidosamente el llavero sobre la mesa del café. Se quitó y dejó el saco en el respaldar de la silla. Sus amigas entraron al viejo café asesinando las baldosas con puñaladas al estilo TAP. Los clientes pertenecían a otra dimensión. Lugares tan dispares divididos por la mesa del café. Una mínima distancia.
Me fui al otro día. Estaba cansado. Con las ideas en claro y carente de estrés, me animé a contradecirlo. Se enojó cuando le dije que había minas que son independientes, que no andaban con 8-40. En ese momento las dimensiones se juntaron, las mesas volaron y para qué te cuento.

Acerca del autor: Cristian Cano

Las formas del olvido - Diana Sánchez



“Hay un pájaro que vuela en busca de su jaula”
Franz Kafka


No poseo memoria ninguna de aquel amor. Es mejor así; dejar de lado el sufrimiento. Basta ya de sufrir. Se sufre al nacer, al crecer, al amar. Se sufre si se tiene un amor. Se sufre si se pierde ese amor; el amor.
Sin embargo, en ocasiones recuerdo ese amor olvidado. Y quisiera darle forma. Pensé en el mar en una tarde quieta. No resultó; ese amor fue turbulento entonces, se me ocurrió una ola encrespada estallando en la orilla con su rugido de plata. Pensé en el río, manso en la superficie, misterioso en lo profundo. Me acosté indecisa. Abrí los ojos en medio de la noche. Pensé en darle forma de estrella. Ese amor fue como una estrella: me iluminó, me guió. Mirar las estrellas me conforta. Ese amor me confortó. Un rayo de sol se filtró por la ventana entreabierta y me encontró aún despierta. Salí al jardín. La primavera palpitaba en cada pétalo. Las flores, desnudas como el viento, parecían ofrecerse al amor. Me recibieron las azucenas, sencillas, delicadas; las violetas, tímidas como siempre. Acaricié un lirio, aspiré el perfume inquietante de la rosa. Recogí un crisantemo que yacía solitario al pie de la maceta, y lo acomodé en un florero. Dejé de recordar ese amor olvidado. El crisantemo está radiante. Todas las noches le cambio el agua.

Acerca de la autora:  Diana Sánchez

Él, ella y la urraca del otro lado del cristal – Francisco Garzón Céspedes


La urraca roza la ventana. Un ala que toca suave, fugazmente. De inmediato vuelve de amor y da por una milésima con el pico en el cristal. Ha entrenado para conseguirlo sin perecer, sin dañarse afuera. Luego desaparece, no insiste en búsqueda de una apertura, de una caricia, de un intercambio de miradas o de sonidos. Regresará al día siguiente, a la misma hora de intensa luz. Tras la ventana, siete pisos arriba de la desolación, él, un adolescente ni siquiera espera a la urraca cada mediodía. Es su hora de hallarse junto a esa pared, entre dos destinos. No es capaz del enamoramiento y del deseo del ave, ni tampoco de su creciente desesperanza. Está en los cúmulos protectores de su indiferencia. Si acaso alguna vez, con la perplejidad pensante de quien, sin percibir los riesgos, no comprende roce y picotazo. Ni siquiera repara en la habilidad, en la precisión. Si de niño él no hubiera sido arrebatado de sí por ella que debía protegerlo, violada consigo su capacidad de sentimiento, cuando menos se asombraría por la urraca. Por su empecinada elección. Por la intensidad de sus presencias. Quizás como se asombraría el cristal de la ventana si pudiera.


De los cuadernos de las gaviotas 17: 50 formas literarias
Sobre el autor: Francisco Garzón Céspedes 

La huida - Ada Inés Lerner






En los malos momentos, en las malas rachas, la tristeza se agazapa cuando la noche convierte sus lágrimas en estrellas. Los compañeros de navegación advierten algunas melancolías aunque no todos sienten cierta picadura de malestar al ir alejándose del viejo hogar, del antiguo planeta que ya no puede darles cobijo.
Cuando abordan la nave que los llevará a un hogar provisorio, pocas mujeres no lloran y los niños aferrados a sus faldas, sin entender demasiado, presienten que la esperanza puede ser una mentira más.
El camino que la confederación intergaláctica les ofrece parece dormitar a su paso. Ninguno de los responsables se engaña, en cualquier momento puede aparecer un escollo inesperado, o una tormenta agazapada que les alcance. Las voces silenciosas son como un salmo al Cielo piadoso para que culmine y los viajeros gocen de un nuevo orden.
Desafíos y choques se enfrentaron cuando la devastación los envolvió sofocándolos de vértigo, metáfora del horror inigualable de la guerra.
¿Regresarán alguna vez a la espera, unirán las voces en busca de sus sueños? irán suplicando aliento en los corazones ardientes por el vértigo de la justicia, por la paz, por la compasión, por la libertad.
Nadie sabe que hay tras un siglo de oscuridad. El viaje sigue su curso al destino ya cercano, ya están a punto de saltar como cazadores furtivos y desesperados, preparados para el descenso designado en una zona deshabitada en el planeta de los drogs, no saben cómo serán recibidos …


Acerca de la autora:  Ada Inés Lerner

La ciudad muerta – Alberto Sánchez Arguello


Quince minutos después del terremoto, Managua yace destruida por tercera vez en su historia. Desparramadas están sus casas y edificios, heridos de muerte por un 9.5 que echó por tierra la caótica ciudad. Un sol rojo sangre, contempla la masiva destrucción y el cielo está parchado de densas estelas de humo que suben dispersas desde los escombros de cemento y metal. Filas de carros abandonados, se agolpan en los semáforos y rotondas. Esperas el retorno de los dueños que no alcanzaron a escapar más que unos pocos metros, en medio del vaivén cataclísmico.
En el que fuera el nuevo centro de Managua, entre comercio, bancos y hoteles, rajaduras como ríos, recorren sus vías de norte a sur y de este a oeste, evidencias de nuevas fallas surgidas del impactante sismo.
La sucursal de Alke muestra sus puertas y vitrinas destruidas, con toda su vajilla congelada en una ola que se esparce hacia la calle. El resto de edificios no son más que un conjunto de metal retorcido. Sus techos parecen cartones apiñados en desorden. Solo el Hilton sobrevive, parcialmente derrumbado, mostrando sus interiores como si se desnudara a los ojos del Alexis, que inclinado, aún se sostiene lo suficiente para contemplar el desastre.
Solo un hombre camina entre el asfalto y los cadáveres aplastados. Es alto y robusto, de tez morena quemada. Tiene el pelo grasoso, negrísimo como plumas de cuervo, una quijada prominente y cuadrada y entre su frente ancha y unos ojos profundos, las cejas son gruesas y voluminosas. Usa una camiseta rota y sucia con la cara de Obama y un jeans lleno de parches que le queda como pescador. Sus pies descalzos son testigos mudos de las caminatas infernales de su trabajo como limpiavidrios y una que otra carrera para robar lo que le permita comprar pega
Chepe Bolas es como le conocen los habitantes de la plaza de las victorias, aunque ya nadie recuerda a ciencia cierta el origen de su apodo.
Por primera vez, desde su venida desde el Caribe, unos quince años atrás, se permite una sonrisa, que deja pronto al descubierto sus dientes irregulares y sus muelas podridas. El vidrio roto, que raya sus pies llenos de costras, no le incomoda. Chepe está más interesado en revisar los cuerpos, en busca de alguna prenda de valor, dinero inclusive, este es su día de suerte, nadie le negará un peso.
Desde los escombros de lo que fue el Hiper Unión, le contemplan unos pocos vende lentes y accesorios telefónicos. Aún están recuperando lentamente la conciencia en sus cuerpos golpeados y confunden a Chepe con un espectro, cuando le miran inmerso en su macabra labor de voltear y registrar los cuerpos aplastados.
Chepe se conoce bien la zona. Sus buenos años de dormir en los campos de catedral, en el terreno de los circos y en todo recoveco y callejuela de los alrededores le ha dejado un entendimiento del terreno como nadie más posee. Pero ahora todo ha cambiado, parece un sueño dentro de un sueño. Se mira que sigue atontado por los vapores del pegamento y sin saber bien como logró sobrevivir, obliga a sus ojos a aceptar que lo que mira no es el alucín del último tarrito. El olor metálico de la sangre de sus pies y de las vísceras de los muertos le permite conectarse con la realidad del momento.
Chepe Bolas se carga los bolsillos rotos de relojes, celulares y billeteras, hasta que levanta la mirada y se detiene absorto ante la contemplación del estómago abierto del Hilton. En su centro desbaratado se yergue aún, en tenue equilibrio, una habitación con su cama en perfecto estado. Después de un tiempo en silencio, se abalanza raudo hacia el que fuera un suntuoso hotel, dejando atrás todo interés por el botín funerario que venía de recolectar.
Los vendedores, ya más repuestos, intentan gritar para advertirle el peligro, pero de sus gargantas solo surgen graznidos rotos y roncos estertores que no comunican más que el dolor de costillas rotas y espaldas lastimadas. Chepe de todas maneras parece estar más allá de sonidos o advertencias. Con una agilidad renovada, se encarama en columnas y pisos desnivelados hasta alcanzar el cuarto, milagrosamente intocado. Se sienta despacio en la cama, con una expresión de gozo que distiende su rostro hasta hacerlo ver casi en paz.
Por un momento los vendedores olvidan sus dolores ante la visión irreal que les llega desde lejos. El hombre tosco y brutal que han conocido en los semáforos, acostado como un bebé y arropándose a sí mismo para un descanso que posiblemente nunca había experimentado.
Luego sobrevino lo inevitable…
La caída de los pisos del Hilton, se anunció con un zumbido corto seguido de una serie de pequeños estruendos que asemejaban explosiones, y los vendedores tuvieron el tiempo de contemplar a Chepe que seguía acostado, sin inmutarse ni un poco por la caída de aquellas masas descomunales sobre su cuerpo. Nunca se despertó.
Luego, todo fue quietud. Solo una columna de polvo evidenciaba que el último gran edificio del centro, había sucumbido finalmente. Los vendedores, ya en pie, se ayudaron entre sí para buscar un refugio. Empezaron a andar sin rumbo cierto, bajando hacia la rotonda. En su caminar lastimero y silencioso, les acompañaba la imagen de Chepe, dormido en medio de la caída del coloso. Más de alguno diría después, que pensó si no sería mejor dormir así, para siempre, antes que enfrentar el rostro de la ciudad muerta, pero igual siguieron caminando, el impulso del instinto pudo más.



Sobre el autor: Alberto Sánchez Arguello.

lunes, 19 de agosto de 2013

HISTORIAS DEL HOMBRE DEL SACO 4 - José Vicente Ortuño

El monstruo bajo la cama

Antes de hacer la ronda aquella noche, David decidió pasar por casa del niño llamado Kevin Jesús —pensó que debería de haberles arrancado el hígado a sus padres por ponerle un nombre tan estúpido— quería comprobar que todos cumplían lo pactado.
En cuanto atravesó la puerta el gato salió a su encuentro y se restregó en sus piernas. Le gustaba aquel animal. No era el típico gato doméstico mimado y acicalado como una diva de Hollywood, sino un gato callejero negro como la noche, aunque con una mancha blanca en la punta de la cola.
El niño llamado Kevin estaba dormido y el ordenador totalmente frío, señal de que no lo había utilizado recientemente. Los padres, sentados en el sofá del salón, veían la televisión. Ella estaba echada con la cabeza apoyada en el regazo de él, que jugueteaba con un mechón del cabello de su esposa. Parecían bien avenidos y enamorados. Ese era el ambiente que necesitaba el niño. Salió en busca de una nueva presa.

Al entrar en la casa, además de a mocoso despierto, olía a zapatilla rancia y eso quería decir que había un indeseable en el cuarto.
—¡Oye tú, deja al mocoso, que es mío! —dijo el Monstruo-Bajo-la-Cama. Sólo asomaban un par de garras de aspecto terrorífico, pero Dav conocía el verdadero aspecto del Monstruo. No era tan feroz como se podía imaginar, ya que su único trabajo era asustar a los niños asomando las garras y de vez en cuando el hocico. El resto de la bestia tenía un aspecto indefinido. Era una criatura imaginada por los terrores nocturnos infantiles y muy raras veces un niño imaginaba más allá de las garras y el hocico. En cierta ocasión, siendo David todavía aprendiz, el viejo Max se había enfrentado a uno de aquellos monstruos, una criatura especialmente perversa, creada por un niño que no había duda de que en un futuro sería un escritor de novelas de terror de mucho éxito.
—Finge estar dormido —dijo Dav tras olfatear al presunto durmiente—. Si no duerme es de mi competencia.
—Pero la mía es mantenerlo despierto… ¡y aterrorizado!
—Tienes razón. Tendremos que dirimir el asunto en la forma habitual.
—¿Lucha a muerte? ¡Jo, eso no, que seguro que ganas tú, que eres más grande!
—Vale, ¿cómo lo hacemos?
—¿Qué tal Piedra, Papel y Tijeras?
—Bien, al que gane dos de tres.
La primera ronda la ganó Dav. La segunda Ronnie el Monstruo. La tercera Dav de nuevo.
—Gané, me llevo al niño —dijo Dav abriendo el saco.
—Jo, no me fastidies, si te llevas al mocoso me quedo sin trabajo —se quejó el monstruo—. ¡Porfa, porfa, porfa, no te lo lleves! ¡Seguro que puedes encontrar otro, no te lleves éste, por fa... vooorrr! —lloriqueó asomando la cabeza y mirando a David con ojos tristones. No hay nada tan patético como un Monstruo-Bajo-la-Cama suplicando.
David estuvo a punto de compadecerse, pero él era un Hombre del Saco diplomado con el corazón duro como la roca. Inconmovible iba a responder agarrando al niño y echándolo al saco, cuando se dio cuenta de que el infante estaba roncando a pierna suelta.
—¡Vaya, se ha dormido! —exclamó Dav cabreado. Los Hombres del Saco son temibles cuando están de buen humor, aunque en apariencia estén serios, pero cuando se enfadan pueden ser realmente terroríficos—. ¡Sabandija rastrera, me has hecho perder el tiempo con tus juegos! —lanzó un puntapié al hocico del Monstruo-bajo-la-cama, pero éste fue más rápido y se escondió lloriqueando.
David arropó al niño y abandonó la casa atravesando puertas, paredes y muebles. Estaba de muy mal humor. Casi amanecía y si volvía con el saco vacío otra vez, se llevaría una bronca por parte del Jefe de Abductores, y eso era lo último que necesitaba.


Continuará... 

Sobre el autor: José Vicente Ortuño

HISTORIAS DEL HOMBRE DEL SACO 3 - José Vicente Ortuño

Niño despierto, padres ausentes

David, el joven Hombre del Saco, entró en una casa siguiendo el rastro de un niño insomne. El dormitorio de los adultos estaba vacío y la cama sin deshacer. ¿Por qué habían dejado solo a un niño?
 El pequeño estaba en su cuarto. La atravesó la puerta como un fantasma. Un truco sencillo, cuando se sabe cómo hacerlo.
 Ante la pantalla de un ordenador había un niño de diez años, que parecía muy ocupado.

Se acercó. En cuatro pasos no podía andar lento, pesado, cansino, pero hizo lo que pudo. Arrastraba el saco, porque sabía que su áspero roce con el suelo provocaba estremecimientos de miedo. Sin embargo, el niño continuaba absorto en su videojuego y no había oído sus pasos. Pero de repente el niño se volvió, dio un salto y se refugió en un rincón.

—Qui… quién eres tú —dijo con voz temblorosa.

Soy el Hombre del Saco —dijo David utilizando su tono de voz más desagradable, el que recordaba una roca arrastrándose por suelo arenoso en medio de un tornado:

—¡Tú no existes! —dijo el niño desafiante.

¡Mírame! —replicó David irguiéndose— ¿Aún crees que no existo?

—¿Cómo has entrado?

—Puedo atravesar las paredes.

—¿Me vas a comer?

Depende —dijo pensándolo un instante.

—¿Qué tengo que hacer para que no me comas?

Deberías de estar durmiendo.

—Sí, lo sé, pero… —señaló el ordenador.

¿Dónde están tus padres?

—Se han ido a cenar con sus amigos.

¿Cuándo regresarán?

—No sé, siempre vuelven al amanecer. Vienen borrachos. Lo sé porque se mueren de risa cuando entran en su dormitorio. Luego duermen hasta muy tarde y se levantan de muy mala leche.

—Comprendo —dijo David dejando su voz siniestra—. ¿Y quién te cuida a ti?

—Nadie. Antes venía una chica, pero ahora dicen que ya soy mayor para quedarme solo. ¿Oye, me vas a comer o no?

El niño, impresionado por la siniestra figura de David, mantenía el rostro agachado mirándose los pies, aunque, de tanto en tanto, le echaba miradas de reojo.
—Me lo estoy pensando —respondió David.
¡Comérselo, qué idea tan ridícula! El niño no dormía, pero no era su culpa si sus padres no lo cuidaban. Le daba pena. Claro que él podría echarle una mano.

—He pensado que tú y yo podemos hacer un trato —dijo sentándose en la silla del chaval.

—¿No me vas a comer? —volvió a preguntar el muchacho.

—De momento no. Si en adelante te vas a dormir a las nueve y usas el ordenador sólo hayas terminado los deberes.

—Pero…

—No hay peros. Te prometo que volveré. No sabrás cuándo. Ten en cuenta que puedo visitarte sin que me veas. Mírame —David se hizo invisible. El niño reculó asustado y dio un salto hacia atrás cuando el Hombre del Saco volvió a aparecer—. ¿Te das cuenta?

El crío asintió.

—Si vengo y no estás dormido… —levantó el talego que tenía en la mano.

—Vale, Hombre del Saco. Te prometo que lo haré.

—Bien, apaga el ordenador y vete a la cama.

El niño obedeció. David lo arropó con cuidado, apagó la luz, abrió la puerta y se volvió hacia el pequeño.

—Estaré aquí hasta que vengan tus padres. Una cosa más: ¡No le cuentes a nadie que estuve aquí! Ni siquiera a tus padres. Será nuestro secreto. ¿De acuerdo?

El niño asintió bajo el embozo de la ropa de cama.



La pareja entró en la casa trastabillando. Ella llevaba los zapatos de tacón en la mano. A él le colgaba la corbata de un bolsillo. Entraron en el dormitorio, cerraron la puerta y echaron el cerrojo. ¿En esta casa todo el mundo cierra las puertas? Pensó David mientras la atravesaba. La mujer estaba intentando bajarse la cremallera del vestido. El hombre hacía esfuerzos por quitarse un zapato.

¿Lo han pasado ustedes bien? —dijo David con la voz que sonaba como cristales rotos machacados por engranajes oxidados.

El hombre se puso en pie tambaleándose. La mujer soltó un grito y cayó de culo sobre la cama.

—¿Quién es usted? ¿Cómo ha entrado? ¿Qué quiere? —balbuceó el marido con un zapato en la mano.

Uno: Soy el Hombre del Saco —dijo David mostrando el talego.

El hombre cacareó una risa nerviosa.

Dos: He atravesado la puerta.

El tipo miraba alrededor, quizás buscando algo con lo que defenderse.

—Y tres: Quiero hablar con ustedes. ¿Me escuchan con atención?
Asintieron.
Muy bien. ¿Saben cuál es la misión del Hombre del Saco?

—¿Se… se lleva a los niños? —balbuceó el hombre.

—¿Se va a llevar a Kevin Jesús? —preguntó la mujer.

Al niño, de momento, no me lo voy a llevar.

La pareja pareció relajarse un poco.

A quienes debería llevarme es a ustedes dos.

La pareja puso cara de confusión.

Dejan solo a su hijo. Un niño de esa edad no debe de abandonarse a su suerte. La obligación de los padres es cuidar, alimentar, educar y jugar con sus hijos. ¡Y procurar que duerma toda la noche!

—¡A usted qué le importa cómo educamos a nuestro hijo! —gritó la madre con voz estridente.

—Me importa. Esta noche debería de habérmelo llevado, pero él no tiene la culpa de estar solo, abandonado por unos padres irresponsables, que llegan a media noche completamente borrachos. Pero en adelante van a ser responsables y van a cumplir con su obligación como padres. En caso contrario, volveré y les haré esto… —David alargó el brazo y lo introdujo a través de la puerta del armario ropero. Sacó un traje colgado de una percha, que arrojó al suelo ante ellos.

—Es… es… un tru… truco —gimió el hombre.

Bonito truco, ¿verdad? Pues igual puedo hacerlo en tu pecho, sacarte el corazón y comérmelo crudo. ¡¿Comprendido?!

—Sí… sí… señor —dijeron los dos con voz ahogada.

Recuerden. ¡Volveré! —Dav dio media vuelta y atravesó la puerta, dejando a los padres del niño tan asustados que, sin darse cuenta, se les había pasado la borrachera.


 Continuará...

Sobre el autor: José Vicente Ortuño

HISTORIAS DEL HOMBRE DEL SACO 2 - José Vicente Ortuño

Otro niño, otro armario

Aquella noche era especial para David. Era su centésima abducción como Hombre del Saco licenciado. Se movía por la casa en total oscuridad. Seguro de que no iba a tropezar con nada. Tenía la vista y el oído tan sensibles como los de un gato, sin embargo, para encontrar a sus víctimas se guiaba por el olfato. Allí olía a niño despierto y asustado. También percibía el aroma de una mujer, un hombre y una adolescente. No le interesaba ninguno de ellos, sólo quería al pequeño que todavía no se había dormido.
Caminaba con pasos lentos, pesados, cansinos. Pasos que sólo podía escuchar el niño desvelado, que se escondería bajo las mantas, creyéndose a salvo de las criaturas que vagan en la noche. Quizás el truco funcionase con los engendros que vivían bajo la cama, o con los monstruos del armario. Sin embargo, contra los Hombres del Saco no había defensa.
David todavía recordaba con claridad la noche en que el viejo Max lo abdujo. Al oír sus pasos lentos, pesados, cansinos, se había escondido en el armario. Qué ingenuo pensar que allí no podría encontrarlo. Si entonces hubiese sabido lo que sabía hoy. Pero entonces era solo un niño. Ahora era una pesadilla infantil hecha realidad.
Su vida con Max había sido diferente que llevaba junto a su familia. Había vivido en la cueva de su maestro, de cuya limpieza y orden se tenía que encargar él. Su mentor le traía comida y le dejaba dormir en un jergón de paja, a los pies de su propio camastro. El lugar no olía bien, ya que Max aparcaba allí sus pesadas botas, de cuya limpieza también se encargaba David.
El viejo le enseñó a ser un Hombre del Saco, que no era tan sencillo como pudiera parecer. Lo primero era caminar con pasos lentos, pesados, cansinos, que sólo escuchaban los niños. Luego la respiración, que debía ser pesada y áspera, pero sin llegar a jadear. Después a hablar con voces espeluznantes. Por último a atravesar las paredes. Aprender todo aquello le llevó años.
Llegó a la habitación de los adultos. Dormían a pierna suelta. Él roncaba como un serrucho. Ella emitía un ridículo resoplido, que no llegaba a ronquido. Intentó recordar a sus propios padres, pero sólo recordaba el rostro de su madre.
Cuando el viejo Max lo metió en el saco gritó llamando a su madre, pero no acudió en su ayuda. Lloró y gritó hasta el agotamiento, de forma que, cuando el viejo Max lo dejó salir, no tuvo fuerzas para resistirse y se acurrucó en un rincón, esperando a que el malvado Hombre del Saco lo devorara. Pero bajo el enorme chambergo negro de alas caídas y el pesado gabán, también negro, había un hombre que no parecía capaz de alimentarse con niños. Era alto, escuálido, casi esquelético. En su rostro enjuto destacaban unos ojos amables y una leve sonrisa compasiva, como si le apenase abducir tiernos infantes.
David llegó al dormitorio de la chica. La puerta estaba cerrada, pero su agudo sentido del olfato captó que tenía quince años y que no hacía mucho había tenido contacto con un macho de su especie, con el que había intercambiado fluidos corporales. Sintió una punzada de celos. Una de las primeras cosas que había aprendido durante su estancia con el viejo Max, era que no había Mujeres del Saco. Al principio no le importó, pero, cuando pasaron los años y sus hormonas se despertaron, creyó que estaba enfermo. Hasta que su mentor le explicó que los Hombres del Saco eran hombres célibes, aunque entonces no terminó de comprender esa palabra, luego supo que era sinónimo de soledad. Mientras vivió como aprendiz, Max ocupó el lugar de su familia, pero cuando se graduó y le adjudicaron una cueva para él solo, comprendió cuán triste y solitaria era la vida de los Hombres del Saco.
Continuó hacia el final del pasillo. El olor a niño era insoportable. Alargó la mano hacia el picaporte…
Aunque podía atravesar puertas y paredes, le gustaba la sensación de girar el pomo y abrir muy lentamente, haciendo gruñir las bisagras. Giró el picaporte. Preparó el talego. Cuando se lo dieron era nuevo, pero lo había envejecido lavándolo a la piedra y arrastrándolo por el suelo para ensuciarlo. Había hecho un buen trabajo, tenía un aspecto repulsivo.
Empujó la puerta. Una pequeña lámpara en forma de cabeza de payaso iluminaba el cuarto con luz mortecina. A David no le gustaban los payasos, eran siniestros.
En la cama no había nadie. Venteó el aire. El niño tampoco estaba bajo el lecho. ¡Oh, estaba en el armario! A David se le hizo un nudo en el estómago. Se paró frente al armario. El olor y el sonido de la respiración del niño no dejaban lugar a dudas: estaba allí.
Por unos instantes se encontró muchos años atrás, acurrucado en su propio armario, escuchando la respiración pesada del viejo Max. Sintió pena. Pero tenía que cumplir con su labor. Abrió las puertas del armario. El pequeño dormía plácidamente.
Las normas de los Hombres del Saco hablaban de niños insomnes, pero no decían nada de niños que dormían en un armario. Abducirlo no tenía sentido. En fin, quizás otro día...
Pero no podía dejarlo allí en el duro suelo. Dejó el saco en el suelo y se quitó el molesto chambergo. Hubiese preferido una gorra de béisbol o incluso una boina. El enorme y pesado sombrero, formaba parte del uniforme de Hombre del Saco desde tiempos inmemoriales, pero le parecía anacrónico.
Se subió las mangas del gabán, metió las manos por debajo de la criatura y lo levantó con cuidado de no despertarlo. Con suavidad lo dejó en la cama y lo arropó.
Recogió el saco y el sombrero y se marchó cerrando la puerta tras de sí. Era la primera vez que se marchaba sin abducir a un niño. En fin, aquella noche tendría que patrullar más tiempo.

Continuará...

Sobre el autor: José Vicente Ortuño

HISTORIAS DEL HOMBRE DEL SACO 1 - José Vicente Ortuño

David: El niño en el armario

En el reloj electrónico del salón sonó Para Elisa, de Beethoven, señal de que era medianoche, la hora en que la realidad vibra, se estremece, se retuerce y se rasga. La hora en que las criaturas que moran en los sueños atraviesan la barrera de la realidad para deambular por nuestro mundo. La hora en que seres creados en nuestras pesadillas acechan desde los rincones oscuros a los niños insomnes.
El pequeño David estaba acurrucado en la oscuridad del armario de su cuarto. Sentía mucho miedo. Tenía los ojos cerrados con fuerza y se apretaba en el rincón intentando ocupar el menor espacio posible. No quería que nadie lo descubriese, por eso procuraba no moverse, ni hacer ruido al respirar. A pesar de la calefacción tiritaba de frío. Para que el castañeteo de los dientes no le delatara, mordía con desesperación la manga de su pijama estampado de ositos de peluche. Deseaba que todo desapareciese y que sólo existiese el oscuro interior del armario, donde creía sentirse seguro. Pero en el exterior sonaron pasos lentos, pesados, cansinos, que le indicaron que más allá de la puerta existía un terror indescriptible.
En otras ocasiones, cuando tenía un mal sueño, era suficiente con llamar a su madre y ella venía corriendo a protegerlo y consolarlo. Aunque temía que ahora nadie vendría a calmarlo con palabras suaves, ni a arrullarlo entre sus cálidos brazos. Esta vez no era una pesadilla, lo sabía porque tenía mucho frío, el suelo estaba duro y porque había intentado despertar y no lo había conseguido.
Unos minutos antes escuchó como el hombre del saco subía por la escalera, con pasos lentos, pesados, cansinos. Pasos fuertes y espaciados como para darle tiempo a paladear el miedo. Al escucharlo, él se había tapado con la manta, como hacía siempre que despertaba asustado por una pesadilla. Luego escuchó como el malvado hombre abría la puerta del dormitorio de su madre, primero el crujido del picaporte, luego el leve gruñido de las bisagras y después los pasos lentos, pesados, cansinos que se internaban en la habitación.
No sabía lo que el hombre malo le podía haber hecho a su mamá, pero seguro que era algo terrible. Sus compañeros de guardería le habían contado que el Hombre del Saco hacía cosas muy malas, «cosas peores que la muerte», según la abuela de su amigo Kevin. David había visto una vez un gato muerto, tenía los ojos llenos de moscas y de la boca le colgaba la lengua ennegrecida. Suponía que estar muerto dolía y se imaginaba que algo peor debía de doler mucho más, sobre todo que le arrancasen a uno la piel para quitarle la grasa, como decían que hacía el Hombre del Saco. Por eso también lo llamaban sacamantecas.
Cuando se dio cuenta de que un hombre malo estaba en el dormitorio de su madre, salió de la cálida protección de la ropa de cama y se escondió en el armario. Estaba seguro de que allí el hombre malo no lo encontraría. Si su madre no era capaz de encontrarlo cuando jugaban al escondite, seguro que él tampoco lo haría. Al fin y al cabo su madre era la persona mayor más lista que conocía.
Los pasos siniestros, lentos, pesados, cansinos se aproximaron, muy despacio, por el pasillo. Parecieron detenerse en la puerta del dormitorio de David. Éste se imaginó al sacamantecas mirando por el cuarto, buscándolo. Pensó que tendría que haber apagado la lámpara de la mesilla de noche, que su madre le dejaba siempre encendida. Se encogió más en el rincón del armario. El desconocido entró en la habitación y provocó un ruido inesperado que sobresaltó al pequeño y estuvo a punto de hacerlo gritar. Algo había caído al suelo, pero se dio cuenta de que era su pelota favorita, la reconoció por el sonido que hizo al rebotar varias veces y alejarse luego rodando. Los pasos sonaron cerca del armario. Oyó una respiración pesada en el exterior, un gruñido, una tos bronca, el sonido de un roce contra la puerta, el crujido de la madera. El extraño parecía estar escuchando, para comprobar si había alguien en el interior. David aguantó la respiración y apretó los ojos todavía más. Le dolía todo el cuerpo de estar encogido. Le hubiese gustado poder desaparecer. Sabía que no tenía escapatoria. «¿Dónde está mamá?», se preguntaba.
El picaporte comenzó a girar, con lentitud deliberada, como deleitándose en la espera y, de pronto, la puerta se abrió. David gritó y gritó hasta quedarse sin aliento, pero siguió encogido y con los ojos cerrados, esperando que sucediese algo. Notó que se había orinado, pero no le importó. Sabía que su madre le reñiría. Su madre... ¿por qué no venía ya?
Una mano, grande y áspera como una garra de madera, lo cogió del cuello y lo levantó sin esfuerzo. David se quedó sin respiración y no pudo gritar más. Se sintió desplazado por el aire. Tras quedar un instante suspendido la presión cedió. Cayó y al golpear contra el suelo abrió los ojos. Vio el interior de un saco mugriento que se cerraba sobre él.

 Continuará... 


Sobre el autor: José Vicente Ortuño

sábado, 17 de agosto de 2013

La vida fiámbrica - Cristian Cano



Encontraron a Rodríguez caminando por la ruta nacional 66. Se hallaba ausente. Todavía sigue ausente y dicen que está desquiciado.
Su señora visitaba asiduamente su trabajo porque aprovechaba, decía, para dejarle la vianda para el mediodía. Siempre le llevaba ensaladas: ¡me queda de paso! Respondía, cuando en realidad otros eran los motivos de sus insistencias. Tenía miedo.
El frigorífico FAENA fue el único empleo que Rodríguez tuvo y, con esfuerzo, lograban solventar todos los gastos y hacerse alguna que otra escapada eventual en las vacaciones. En todo momento supo estar extenuado, pero hacía caso omiso y metía horas y horas extra. Era una persona que se encontraba en contacto continuo con las vísceras y sangre caliente de las filas interminables de animales. Los mataba con un cuchillo grande. A veces, usaba un martillo.
En una noche Rodríguez se despertó muy asustado. Silvia gritó de miedo y prendió la luz. De repente se encontró rebasada por la elocuencia enfática en el hilar de su esposo. Desorientada, vio a su pareja en la cama explicar, con ojos inflados y el cuello marcado, cómo creía estar convirtiéndose en un trozo de carne: que al momento de ingresar a su trabajo el mismo color harinoso en las paredes lograba irrumpir en su ánimo. ¡Treinta años contemplando la mirada de esas vacas! Dijo llorando. ¡Y recuerdo sólo la última! ¡Las otras miradas funden en calor y termino por olvidarlas! Silvia, mi adentro se diluye, le aseguró. Estoy vaciando. Medra el sin sentido.
Silvia lloró durante varias horas cuando Rodríguez, exhausto, sucumbió en su regazo.


Acerca del autor:  Cristian Cano

miércoles, 14 de agosto de 2013

Traductora especial tiempo completo – Héctor Ranea


A Ildefonsa Licia Borja le pareció poco remunerativo al principio, pero aceptaba todo lo que podía ofrecerle un poco de dinero. Su compañía de traducciones multilingüe estaba pasando malos momentos, sobre todo desde la aparición de los traductores on-line.
Ahora se podía traducir del turco al afgani sin demoras y de éstos al moorkian y viceversa sin errores, gracias a los chips de última generación traídos allende el sistema solar. De modo que cuando recibió el llamado desesperado del Director de Prensa de la afamada compañía de turismo NPN (no ponemos el nombre por razones comerciales) aceptó aunque a regañadientes. Fue a entrevistarlo sin demora, eso sí.
—Tengo demasiadas conferencias de prensa para hoy —dijo el Director.
—¿Y en qué podría yo intervenir? —preguntó Ildefonsa, pensando para sí que estaba todo mal.
—Mañana tengo toda la mañana ocupada en el odontólogo.
—Sigo sin entender —dijo con cierta incomodidad Ildefonsa que pensó qué tendría que hacerle el odontólogo si perdía tanto tiempo.
—Un problema serio con los implantes de titanio y la nanoestructura de diamante del maxilar —dijo él, contestando telepáticamente a su pregunta.
—¿Es telépata? —preguntó ella.
—Para nada.
—Acaba de contestarme una pregunta que no formulé.
—Sólo fue algo casual, créame. Pasemos a la cuestión central. Necesito poner una conferencia teleholográfica en el horario del odontólogo. Y para eso pensé que usted podría ir traduciendo lo que yo diga a los otros miembros del panel.
—¿Y en qué les habla?
—De todo un poco. Pero eso no es problema. Usted tendría que traducirme a mí.
—No lo entiendo.
—Con la boca abierta seis horas no puedo hablar. Usted me prestaría su brazo y yo iría tipiando en él preguntas y respuestas. Algunas se las doy por escrito.
—¿Tipiar en mi brazo? ¿De qué está hablando?
—Morse. ¿Nunca oyó hablar de él?
—¿El sistema Morse?
—Bueno. No precisamente. Tengo otro mejor, pero parecido. Yo le tipeo en el brazo y usted traduce a lo que quiera. Por ejemplo a esto que habla. Después no hay problemas. ¿Cazó la idea?
Al día siguiente, en el consultorio, ahí estaba el robot cámara tomándolo al Director con la boca abierta por los fórceps y a Ildefonsa tratando de traducir. Ella decía, entonces, algo y los demás participantes entendían. Y, mientras, el odontólogo operaba los maxilares del Director. A veces ella decía
—¡Ay, por la madre del odontólogo acá presente, cómo duele! —y todos entendían que no había dicho eso exactamente, pero comprendían la traducción educada. Todos, menos el odontólogo, claro.
Así transcurrieron las primeras dos horas. El brazo de Ildefonsa estaba entumecido de tanto recibir mensajes. Mientras, el odontólogo iba tratando de evitar que se notara la sonrisa inevitable de quien sabe que se termina la tarea. Ildefonsa también se ponía contenta, los brazos del Director tenían aferrado su brazo de manera muy contundente como para ser placentero. De pronto, el Director empezó a decir con la mano cosas incoherentes que ella no se atrevió a traducir, pero la inquietud de los panelistas era evidente pues el cuerpo del Director comenzó a tener estertores violentos. En uno de esos, sus brazos quedaron trabados con los de Ildefonsa y no podían separarlos ni los asistentes del odontólogo, quien tampoco salió indemne, pues la boca del Director, venciendo los fórceps, se cerró sobre la mano del profesional. La escena era una locura de dolor y sangre. Uno de los panelistas se animó a decir que no entendía nada de lo que decían y mucho menos si los gritos de la traductora eran sus propios gritos o si traducía lo que gritaba el Director. El comentario causó mucha gracia entre los presentes.
Se dice que Ildefonsa debió matar al Director para poder salir de la llave, que el odontólogo fue responsable del incidente pues su risa causó pánico en el Director y que el panelista moorkiano se quedó con la compañía.
Cosas de los negocios y esos oficios extraños.

Sobre el autor:  Héctor Ranea

Luis e Istarien, el mago de la arena - José Enrique Serrano Expósito


Luis y sus compañeros disfrutaban del sol, del viento, del bello paisaje, en la playa. Habían olvidado traer la crema protectora y fueron a por ella, dejando a Luis solo, dormido.
Las gaviotas lo despertaron. Luis las miró allá arriba, a lo lejos. Le pareció que le llamaba la arena. De uno de los guijarros salió un diminuto ser, delgado y estirado, sus orejas puntiagudas cual palillos. Le sonrió; sus ojos rezumaban sabiduría. El entrañable personajillo miró a las gaviotas y profirió un grito agudo, penetrante… Ellas enfrentaron sus alas contra el viento y permanecieron quietas en el aire, giradas todas hacia lo profundo del mar. Fue entonces cuando gritaron con voz transfigurada:
–¡¡¡Tajamar, hija de Uinem!!!
Allá a lo lejos, emergió una gran bola de carne. La gran ballena miraba hacia la playa; hizo brotar del surtidor en su espalda un inmenso chorro que brilló a la luz del sol en mil destellos cristalinos multicolores; una vez más; por tres veces vio Luis surgir el gran chorro de agua marina.
Tajamar se sumergió de nuevo; las gaviotas continuaron su vuelo y canto habituales.
Luis se giró hacia la arena para agradecer todo aquello al simpático mago, pero ya no lo vio más. Conservó para siempre en su corazón el detalle de Istarien el día de su santo.

Despedida - Ada Inés Lerner


Él está ahí. Tendría que decir algo. Hace pocas horas cruzó la delgada línea que separa las dos vidas; estoy segura que puede escuchar y verse a sí mismo como nos observa a nosotros, a su alrededor.
En la funeraria lo han hecho bien. Acomodaron su cuerpo, lo maquillaron y cerraron sus ojos. Su rostro aparece y parece que nos espera.
Llegan hijos y nietos. Él ve ese cariño. Parece estar bien. ¿Cómo será esa sensación de estar y no estar?
Lo dejamos solo para que de una última mirada a su vida. Creo que piensa en su perro: lo extrañará, le llevaba la comida y le movía su colita.
El del estacionamiento evocará la propina. Por mi parte derramaré algunas lágrimas. A nuestros hijos les dejó una póliza. No debe creer que su amante guardará luto.
Nada en su conciencia pesa de modo inusual.
Lo acompañamos a cruzar los silenciosos portales. Al final del otro sendero nos reagrupamos para darle el último adiós.
“El camino del dolor se recorre una sola vez”
Yo sé que debe haber gritado hasta que comprendió que era inútil y emprendió el viaje definitivo y con él sus delirios de siempre.

La autora: Ada Inés Lerner

martes, 13 de agosto de 2013

Los veraneantes - Anton Chejov


Por el andén de cierto punto de veraneo, hacia arriba y hacia abajo, paseaba una parejita de recién casados. Él la sostenía por el talle; ella se ceñía contra él y ambos se sentían felices. La luna, por entre los jirones de nubes, les miraba frunciendo el entrecejo. Con seguridad sentía envidia y enojo por su aburrida y forzosa virginidad. El aire inmóvil estaba impregnado de olor a lilas y acacias. Al otro lado de la vía, lanzaba un pájaro agudos sonidos.
—¡Qué bien se está aquí, Sascha! —decía la recién casada—. ¡Decididamente, podría pensarse que estábamos soñando! ¡Fíjate en el modo acogedor y cariñoso con que nos contempla ese pequeño bosque! ¡Mira qué simpáticos son estos sólidos y callados postes telegráficos!... Con su presencia, Sascha, dan vida al paisaje y nos hablan de que allá..., en alguna parte..., existen otras gentes..., hay una civilización... ¿Acaso no te gusta sentir cómo llega débilmente a tu oído el ruido de un tren que pasa?
—Sí; pero...; ¡qué manos tan calientes tienes! Eso es que te agitas, Varia... ¿Qué tenemos hoy de cena?
—Tenemos okroschka1 y pollo. Es suficiente un pollo para los dos; y para ti he traído de la ciudad sardinas y pescado ahumado.
La luna, escondiéndose detrás de una nube, hizo un guiño, como si hubiera tomado rapé. Sin duda, el espectáculo de la humana felicidad le recordaba su propia soledad..., su lecho solitario tras los montes y los valles...
—¡Viene un tren! —dijo Varia—. ¡Qué gusto!
En la lejanía surgieron tres ojos de fuego, y el jefe del apeadero salió al andén. Sobre los rieles, de aquí para allá, corrieron las luces de los guardavías.
—Despediremos al tren y nos iremos a casa— dijo Sascha bostezando—. ¡Qué bien vivimos juntos, Varia; tan bien que uno mismo no se lo puede creer!
El oscuro monstruo se arrastró sin ruido hasta el andén y se detuvo. Por las ventanillas de los vagones, medio iluminados, se vieron desfilar rostros soñolientos, sombreros, hombros...
—¡Mira! —se oyó exclamar desde uno de los vagones—. ¡Es Varia! ¡Y su marido!...¡Salieron a esperarnos! ¡Aquí están! ¡Vareñka!... ¡Vareñka!... ¡Eh!
Dos niñas saltaron del vagón y se colgaron del cuello de Varia. Tras ellas descendieron una señora gorda, de edad avanzada, y un caballero, alto y delgado, de patillas canosas. Después, dos colegiales cargados de equipaje; detrás, la institutriz, y, por último, la abuela.
—¡Aquí nos tienes! ¡Aquí nos tienes, amiguito! —empezó a decir el señor de las patillas, estrechando la mano de Sascha—. Con seguridad llevan mucho tiempo esperándonos. ¡Como si lo viera, estabas ya reprochando a tu tío el que no llegara! ¡Kolia!.... ¡Kostia!... ¡Niña!... ¡Fifa!... ¡Hijos!... ¡Abracen a su primo Sascha!... Hemos venido toda la familia a verlos y a pasar tres o cuatro días con ustedes. Espero que no los molestaremos... ¡Tú, haz el favor de no gastarnos ceremonias!
Ante la llegada del tío y de toda su familia, el matrimonio quedó aterrado. Mientras el primero hablaba y repartía besos, pasó raudo el siguiente cuadro por la imaginación de Sascha: Se veía a sí mismo y a su mujer ofreciendo a los invitados sus tres habitaciones, sus cojines y sus mantas. Veía el pescado ahumado, las sardinas y el okroschka devorados en un segundo... A los primos, cortando las flores, vertiendo la tinta... A la tía, hablando solamente, el día entero, de sus enfermedades (su solitaria y su dolor de estómago) y de que por su nacimiento era baronesa Fintij... Sascha empezó a mirar con odio a su joven esposa y le murmuró al oído:
—¡Han venido a verte a ti! ¡Que se vayan al diablo!
—¡No!..., ¡a ti! —contestaba ella, mirándolo a su vez con aborrecimiento y maligna expresión.
—¡No son mis parientes, sino los tuyos!... —y volviéndose hacia los huéspedes los invitó con la más amable de las sonrisas—. ¡Vengan, por favor!...
Por detrás de una nube asomó lentamente la luna. Parecía sonreír... Parecía agradarle no tener parientes...
Sascha volvía la cabeza para ocultar a los invitados sus desesperados e irritado semblante; pero repetía, haciendo esfuerzos para dar a su voz acentos de alegría y benignidad:
—¡Vengan, por favor!... ¡Vengan, por favor..., queridos huéspedes!

Acerca del autor:
Anton Chejov

Fionita - Anahí González


Cuando tirás el auto contra el cordón de una calle cualquiera para desparramarte en llanto sobre el volante, es porque duele mucho. Duele en el corazón, que no es ningún músculo bobo.
Mi mente le explica, trata de hacerle comprender, intenta convencerlo, lo reta, lo sacude. Y es peor. Mi cabeza cuelga sin protocolos en el hueco de mis antebrazos. No existe nada en el mundo más que mi llanto.
No quiero llegar a casa porque no vas a estar para recibirme con tu cuerpo macizo y movedizo, no te vas a colar por el portón para atribuirte la postestad de algún huesito del perro del vecino, no vas a molestar a Silvestre, que seguirá repitiendo frases desde su encierro plumado pero ahora sin entender qué pasó con su archienemiga, por qué ya no viene a entretenerlo en esos rituales de cacería frustrada en que él te picoteaba y vos lo olfateabas y se repelían casi con cariño porque en el reino animal los odios y los amores son tan sencillos.
Por eso mi amor hacia vos era sencillo. Simplemente estabas en mi vida.
No pudiste aguantar, gordita. Yo te pedía que aguantes, rezaba sobre tu cuerpo caliente, te miraba para que no te fueras, me clavaba en tu sufrimiento para no dejarte sola en eso que me imaginaba, era tu despedida. Me parecía que si te miraba podía retenerte.
Te decía todo está bien, te mentía de la manera más humana posible para que me creyeras, mientras tu corazón se extenuaba y tus pulmones se desinflaban. Sostenía tu pata esperando el milagro y te decía “Ahora viene Anita, mi amiga Anita, la veterinaria, te lleva en la camilla y te vas a poner bien. Aguantá, gordita.” Pero no aguantaste más y ahora tengo que soltarte.
Le dije a Matteo que seguramente estás en el cielo, que allá todo es lindo, que tenés mucho pasto, que vas de nube en nube, liviana. Ojalá sea cierto. Jurame que cuando te reencarnes vas a venir a visitarme y vas a hacérmelo saber.
Sé que luchaste hasta el final. Querías quedarte a cuidarnos, a rezongar por la incorporación de Pompón al territorio hasta entonces exclusivo de tus mimos, a babear a los invitados con impunidad. Te quiero, gorda.
Dondequiera que tu alma se vaya, que se filtre alguna vez en mis sueños para volver a sentir tu olor, para no olvidar el anormal ritmo agitado de tu respiración, tu nariz chata apoyada en la mía, momento en que sentía que los probelmas no existían, porque vos, representante del reino natural en su expresión canina me confirmabas que la vida era todo fluir en ese acto espontáneo de amar sin pedir nada a cambio.

Tomado de Espejitos de colores

Acerca de la autora:
Anahí González