lunes, 25 de febrero de 2013

Tetralogía esdrújula - Rafael Blanco Vázquez




FÉCULA
Abriendo los tentáculos de su lengua vernácula sedujo aquel oráculo a la chica sin mácula. Tuvo lugar el vínculo según todos sus cálculos. Le comió toa la rúcula, le metió todo el báculo y al grito de “¡Qué rículo!” se vació los testículos.

OPÚSCULO
–¿Un óbolo?
–¿Le va un ósculo?
–Preferiría un vehículo.
–Hay que apretarse el cíngulo.
–Es usté peor que un forúnculo.
–Hábleme bien, homúnculo.
–Váyase usté a tomar pórculo.

SIN TÍTULO
Críspulo, oh trémulo discípulo –dijo Aristóbulo–, oh cúmulo de células y de glóbulos, oh estímulo de los párvulos, oh Críspulo, coge tus pústulas y tus bártulos, mueve tus rótulas y tu fístula, y que mi brújula te lleve hasta esa nínfula cuyas ínfulas son mi férula, con este rótulo: “Tu óvulo, alada libélula, es el único digno para mi cánula”.

RÓMULO Y ÚRSULA
–¿A que te clavo las cutículas en los pómulos?
–¿A que te arranco con la mandíbula los adminículos?
–Nos domina la febrícula. ¿No estaremos viendo demasiadas películas?
–No seas ridículo.
–El otro día leí un artículo sobre el mundo del espectáculo. Un artículo tan tremebúndulo que me temblaron hasta los nódulos de la vesícula. Parece ser que la farándula da pábulo a grupúsculos que son malignos corpúsculos en la médula social, la cual, desprovista de ménsulas, terminará siendo víctima de su propio patíbulo.
–No sé si morderte la clavícula o rasparte la úvula con una espátula.
–Pero Úrsula, míralo desde otro ángulo.
–Mordisquéame el lóbulo, Rómulo.


Acerca del autor:  Rafael Blanco Vázquez

Mister White – Raúl Leis R



Mister Jonathan Stephen White recorre diariamente los quinientos metros de calle que separan su casa de la tienda del chino, sin que necesariamente tenga algo que comprar.
Lo hace muy lentamente pues no tiene alternativa. Mister White, después de jubilarse de la Compañía del Canal, sufrió un derrame cerebral que le paralizó el lado derecho de su cuerpo, fatigado y erosionado por el trabajo rudo. Él mismo talló con su mano sana su rústico bastón de palo de guayaba, que ahora es el apoyo imprescindible para moverse pulgada a pulgada, esquivando los huecos de la calle. A su lado pasan raudos a distintas velocidades, pero siempre más rápido que él, los caminantes, bicicletas, patines, patinetas, perros, autos y buses que le arrojan nubes de polvo o ráfagas de barro, según sea la estación del año.
Pero a él no le importa eso. Él sale y siempre llega a donde va, luego regresa a su casa al mismo paso, y el otro día es lo mismo de lo mismo. En su caminar se mueve muy lentamente el paisa-je de la calle, lo que le permite observar los detalles que se perderían con la velocidad. Él aprecia como la lluvia decolora cada día esas bardas tan bien pintadas en la navidad pasada. O el colibrí tornasolado suspendido sobre una flor amarilla. O el congo de avispas en el tronco del guayacán. O como maduran los mangos del vecino de aquí, los akee del vecino de allá o la cabeza de guineo patriota del vecino de acullá.
Por ir tan despacio, a Mister White le alcanza más fácilmente la nube de los recuerdos. Saborea los años de trabajo en el mantenimiento de las compuertas monumentales y los miles de remaches que colocó en su vida. Tiene siempre presente a su mujer que se le adelantó en el viaje postrero. A sus hijos que reviven en dos posta-les y tres tarjetas al año, o de vez en cuando surgen como voces lejanas que le hablan por el hilo telefónico, acerca del frío que hace en los “states”. Siempre finalizan la llamada con promesas de pronto retorno, que nunca se cumplen.
Un día, el muchacho más deportista del barrio, pero también el más atrevido y vanidoso, lo rebasa mientras pica una bola de baloncesto. Se da vuelta e imita el paso de Mister White. Le invita socarronamente a una competencia: a ver quién llega primero a la tienda del chino, y le apuesta una cerveza bien fría. Mister White espanta la nube de recuerdos; le hacen apretar los dientes. Murmura que acepta aunque ya no toma cerveza. Varios vecinos escuchan desde sus casas la conversación y se ríen de un duelo tan desigual. El muchacho se adelanta de un salto, con una piedra marca en la calle el punto de partida, espera a Mister White y cuando está junto a él, grita:
—En sus marcas. ¡Ya! …
En dos trancadas el joven se pone diez metros adelante. Aburrido del lento paso del anciano se desvía más adelante. Se detiene en el portal de la casa de una amiga, a la que le prometió enseñarle sus trofeos deportivos. Luego se estaciona en otra casa y compra un duro de coco. Mientras saborea el refrescante, se junta con un par de amigos para hacer práctica de enceste, en un aro colgado en lo alto de un garaje.
Al rato recuerda la competencia y acompañado por sus amigos corre a la tienda. En medio de un coro de risotadas de los presentes, encuentra a Mister White sentado donde siempre, sobre una caja de sodas vacía con un refresco a medio consumir en la mano y una sonrisa de oreja a oreja. El muchacho paga sin chistar la cuenta, obedece la señal que el viejo le hace para que se siente en otra caja junto a él, y escucha en silencio, al igual que los otros parroquianos, como Mister White –negro impedido jubilado de la Zona– les cuenta muy lentamente, subrayando las palabras con su bastón de palo de guayaba, la fábula de la tortuga y la liebre.

De "Cuentos de la calle", Los libros de las gaviotas nº8
Acerca del autor: Raúl Leis R




La memoria - Alberto Sánchez Arguello



La memoria es un asunto curioso. La mayoría la damos por sentada, guardamos unas cosas, perdemos otras, pero contamos siempre con saber quiénes somos y más o menos desde donde venimos. Yo no.
Mi primer recuerdo es de hace un año atrás. Abrí los ojos y estaba tirado en una montaña de periódicos en el fondo de un cauce. Me dolía todo el cuerpo y vestía ropas harapientas. Por el olor de mi aliento y demás, daba la impresión de estar alcoholizado y con varias semanas sin bañarme.
Intenté incorporarme, pero una de mis piernas estaba rota sin duda y cuando me tantié la cabeza, sentí algo pegajoso, era mi sangre. Parece que unos chavalos avisaron a un canal de televisión y al poco tiempo llegaron las noticias, los bomberos y una ambulancia. En la tarde aparecí en los medios. Entre un macheteado de Malpaisillo y dos abusos en Ocotal, estaba la noticia del viejito caído en un cauce cerca del puente el Edén, con la memoria perdida y sin señales de familia o conocidos.
Nadie supo cómo me caí. Gente de los barrios afirmaron que yo era conocido en la zona, que desde hacía algunos meses había aparecido por ahí, pero que nadie sabía mi nombre ni origen. Decían que sobrevivía a base de limosnas y caridad pública. Yo sentí algo así como pena ajena, porque era como si hablasen de otra persona, “ese no soy yo” me repetía. No me sentía ni limosnero ni viejo. Pero los testimonios públicos y la imagen de los espejos me mostraban lo contrario.
Pérdida brusca de la memoria a largo plazo de manera permanente, fue el diagnóstico que extendió el sistema de salud. Después de una larga estancia en varios hospitales, comprobaron que podía hablar normalmente y conducirme sin problemas, así que me mandaron a uno de los pocos ancianatos sostenidos por el sistema de seguridad social. Los años dorados se llama acá. Tres enfermeras y un médico achacoso son nuestros carceleros, pero en realidad nadie tiene a donde ir, así que no hay para que escapar.
Vivir sin memoria tiene sus ventajas. En este año no he sentido culpa por nada ni he extrañado a nadie. He comido todos los días mis tres tiempos, he contado con una hora de ejercicio y varias siestas. Pero cuando llegaba la noche y estaba solo en mi catre, sudando en la noche sofocante de Managua, sentía un vacío en el estómago que se convertía en un punzón agudo en el corazón.
Hace dos semanas ya tenía un plan para matarme. La enfermera Sánchez siempre dejaba las Sinogan y otros tranquilizantes en el vestíbulo, mientras estábamos haciendo la siesta de la tarde. Era solo cosa de tomar unos cuantos frascos y tragarme a la medianoche todas las cápsulas que pudiera, para pasar de viaje.
Ya era el día fijado para mi plan cuando llegó Alfredo.
Era un hombre como de unos setenta años, de complexión fuerte y grandes entradas en un cabello plateado que contrastaba con su piel morena. Yo me le acerqué como hacía con todos los nuevos, tal vez con un deseo no expresado de que alguien me reconociera. Pero igual nunca pasaba, ya me había hecho a la idea que de mi lápida estaría en blanco, igual que mi memoria.
Pero ese día pasó lo más improbable: Alfredo me reconoció…
—¡Sos vos hijodelagranputa! —Me dijo apenas me vio y las enfermeras se sobresaltaron. —¡Yo te conozco cabrón! Hace veinte años que no te veo, pero seguís teniendo la misma jeta de hijueputa, la misma que me miró a los ojos mientras torturabas a mi mujer en el hormiguero- siguió gritando Alfredo y ya lo estaban agarrando porque se me quería abalanzar para darme de bastonazos. Yo no supe que responder, me quedé mudo de la impresión. Una mezcla de alegría de saber algo de mí mismo, junto con un rechazo total a lo que estaba diciendo de mí.
—Me está confundiendo,-—alcancé a decir, pero Alfredo ya no estaba ahí, se lo habían llevado a la sala de enfermería, para sedarlo. Me fui a sentar a una mecedora de mimbre que estaba en el salón de descanso, más convencido que nunca que esa misma noche terminaría con todo.
Estaba tan concentrado en un recuento de los pocos recuerdos que tenía de mi mismo en un año entre ancianos, que no me percaté cuando Alfredo se sentó a mi lado. —Alzheimer,—me dijo con una voz serena y antes que yo le pudiera responder siguió. —Y algo de demencia senil también. Pero no te preocupés hermano, esos diagnósticos son pendejadas que inventan para sacarle plata a uno. Vos y yo sabemos que estoy bien y que en menos de tres días vamos a irnos a recorrer senderos por las montañas de Jinotega. ¿Y mis sobrinos como van? La Teresita y Domingo, ya deben estar grandes- el me quedó viendo con un cariño que me dejó aún más confundido y una enfermera ya venía para llevárselo, pero yo le hice un gesto de que no pasaba nada.
—Están bien, ambos, siempre creciendo,—le respondí después de dudar un poco. Él se sonrió con gusto, y respiró profundamente antes de volver a hablar. —Siempre tuviste madera para papá, desde pequeño mi mama decía que eras el más responsable de todos nosotros y nunca nos dejaste de cuidar,—yo lo escuchaba mientras sentía en el cuerpo un calor que me hizo temer un derrame, y luego sentí mojado el rostro. Eran lágrimas.
Desde entonces Alfredo es mi hermano, mi cuñado, mi hijo, mi padre, mi enemigo, mi alumno y profesor. Dependiendo del día y el recuerdo que caprichosamente haya encontrado lugar en su mente. Yo dejé mi plan. Ya no siento el vacío en las noches, nos hemos adoptado mutuamente en nuestros olvidos y nuestras memorias.

De: El santuario de las ideas
Sobre el autor: Alberto Sánchez Arguello.

sábado, 23 de febrero de 2013

Una huella añil en aguas blancas – Héctor Ranea & Sergio Gaut vel Hartman


—No quiero quedar pegada a esto —dijo Alejandra en tono imperativo—. Me parece que te equivocaste y por orgullo no lo querés reconocer. Pescar esos peces no era ni remotamente parte de lo convenido. Mirá en qué desastre nos metiste a todos.
Justamente, estaba mirándolos a todos. Miguel bajó la vista, Piera se ausentó al permitir que sus ojos volaran como mariposas; de Roque y Hortensia no esperaba nada porque estaban cocinando y en esa situación estaban tan absortos como cuando hacían el amor. No pude ver ni a Mele ni a Tulio. ¿Se habían ido? La preocupación se me debe de haber transparentado en la mirada porque Alejandra afinó la puntería.
—¿Sabés que varios estamos pensando en irnos? Por ahora tenés suerte porque preferimos seguir juntos. La maldición que nos echaron por tu culpa nos hace vulnerables y necesitamos estar juntos.
Entonces —pensé— Mele había salido por poco tiempo. Tal vez estaba bañándose con Tulio para darme celos.
—¿En serio creés que esa pesca prohibida puede hacer fracasar toda la operación? —le dije a Alejandra con la convicción de quien no pensaba en el asalto a los peces rojos en términos de tabú sino de hambre.
Alejandra rió pero se la veía perpleja.
—No puedo creer que seas tan ingenuo, Merlo —dijo aguantando una carcajada—. Te diría que me preocupa que lo seas.
Miré en todas direcciones para estar seguro de que no me equivocaba y le di la espalda. Alejandra es la clase de persona que trata de salirse siempre con la suya, pero se queda sin recursos cuando alguien no le hace frente. La retirada estratégica no está en su catálogo de conductas. Esperé unos segundos para confirmar la certeza de mi actitud y salí en busca de Mele y Tulio.
La piscina estaba vacía. Solo merodeaba el caimán robótico que poníamos para ahuyentar a los intrusos. ¿Estarían en alguna de las habitaciones del complejo? Era cierto: los celos me estaban carcomiendo. Y eso no me ocurría únicamente porque Mele es mi hermana y me devora una pasión incestuosa, no reconocida ante el mundo, por supuesto, sino porque sabía que Tulio me había empujado en la dirección equivocada. Yo no quise ser el foco de la maldición, y mucho menos poner en riesgo a mis amigos de toda la vida. Pero aunque odiaba ciertas actitudes de Alejandra no podía dejar de reconocer que tenía razón.
—Demasiado inicio para una ficción breve —dijo el autor saliendo de una de las casillas que usábamos para cambiarnos. Se secaba con un gran toallón blanco y no parecía preocupado por el fracaso—. Demasiados personajes, también.
—Demasiado, demasiado —me burlé—. ¿Se puede saber qué se considera exacto en esta ficción?
—Exacto... —El autor se rascó el cuero cabelludo; se estaba quedando pelado—. Mil palabras sería exacto.
—Mil palabras amontonadas sin ton ni son. —Hice una mueca de fastidio que él interpretó como de asco. Mele y Tulio aparecieron, materializándose de la nada, lo que me hizo sospechar que el autor empezaba a hacer trampas.
—¿Hablás solo? —preguntó Mele—. Sabía que estás loco, pero no pensé que la cosa pasara de alguna fobia, alguna manía y cosas como esa.
—Hablo con el autor —repliqué muy suelto de cuerpo—. Somo seres inventados; no existimos.
—Mirá vos —dijo Tulio—. O sea que el polvo que acabamos de echarnos no fue real.
—¡Tulio! —exclamó Mele—. No seas grosero.
—Volvamos con los otros —dije—. A ver si podemos estirar esto. Lo de los peces puede servir.
—¿Qué pasó con los peces? —dijo Mele.
—Necesito que ellos también te vean. —Miré hacia las cabinas. El autor me contemplaba sonriendo; por lo visto lo divertía verme en aprietos.
—¿Seguís hablándole a la nada? —Tulio partió una rama de sauce; estaba cantado que iba a golpearme.
—Alejandra dice que no quiere quedar pegada a eso, al asunto de los peces. —Le di la espalda al autor y decidí terminar la historia por mi cuenta, aunque eso no fuera más que un ardid barato para prolongar la agonía.
—No te vayas, Merlo —dijo Mele—. Sé lo que sentís, pero los peces no te devolverán lo que perdiste al no arriesgarte.
—¿Arriesgarme? —No podía creer que Mele estuviera admitiendo mi perversión como la cosa más natural del mundo.
—¿De qué hablan? —dijo Tulio.
—Sí, ¿de qué hablan? —Alejandra bajó la colina desprendiendo pedregullo con sus zapatos de montañista—. Hubiera jurado que te fuiste para pegarte un tiro en los huevos, algo que es preferible hacer en la intimidad.
—El autor no es tan torpe —dije.
—¿El autor? —preguntaron todos a coro.
—Yo soy el autor. —La materialización, en medio del grupo, produjo un efecto espectacular. Los títulos empezaron a descender como la pluma en Forrest Gump, la cámara se alejó haciendo un travelling en retroceso similar al de El dependiente, de Favio, y el cuchillo subió y bajó tres docenas de veces acompañado por la chirriante banda sonora de Bernard Herrmann.
—¡Esto es muy barato! —exclamé—. Me hubiera gustado ser parte de una ficción un poco más inteligente. —Mis compañeros aprobaron. Al autor no le importó.
—Es lo que hay —dijo—; tómenlo o déjenlo. Ya escribí dos mil microficciones y una más o menos no me cambia nada. No es la peor.
—¿Podemos retomar lo de los peces? —De pronto me asaltó la esperanza de que al autor lo entusiasmara la posibilidad de escribir un cuento largo, o incluso una novela.
—Lo único que te interesa es durar, pobre infeliz. —El autor sacó una notebook del bolsillo y empezó a escribir—. Mil palabras sin final. ¿Están satisfechos?
Nos miramos como si el mundo recién empezara y movimos la cabeza, asintiendo. ¿Qué otra cosa podíamos hacer?


Los autores: Sergio Gaut vel HartmanHéctor Ranea

El zen alienígena – Héctor Ranea & Sergio Gaut vel Hartman


—¿A quién le dispara? —dijo Braulio Solmayor señalando la inmensidad pampeana con un dedo largo y sucio de tierra. El extraterrestre no se dignó a dar vuelta sus tres cabezas, limitándose a mirarlo con una.
—A los shimangosh —respondió. Había aprendido el castellano en una academia de Orsa Ursus, donde enseñaba un kirguizio mentiroso llamado Almazbek Zhantaldiev.
—No gaste pólvora en chimango —dijo Braulio, gaucho valiente donde los hubo. No le tenía miedo a nada, Braulio, y mucho menos al lugar común y la perogrullada.
—No gashto pólvora —dijo el shumishiano—; mi ultrafushil shubshónico funshiona con shubshonidos. Ushted habla y mi fushil she carga. Y losh shimangosh shon eshquishitos.
Braulio se encogió de hombros. Estaba acostumbrado a los alienígenas que venían a la llanura a hacer sus extravagantes safaris. Y lo que comían o dejaban de comer no era asunto de él. Por experiencia sabía que la carne de chimango es repugnante, ya que adquiere sabor a podrido gracias a los hábitos alimenticios del animalito, muy aficionado a la carroña y, además, escasa como caballo colorado; se regodeó en su dicho, tan común como olvidado.
—Sobre gustos no hay nada escrito —acotó Braulio, haciendo gala una vez más de una audacia rayana con la temeridad en materia de puerilidades e intrascendencias.
—¿Quién le dijo esho? —explotó ahora sí el shumishiano, girando las tres cabezas hacia el paisano y dejando escapar un par de disparos del ultrafusil subsónico que, gracias a su rastreador inteligente, derribaron siete patos, dos gallaretas, una perdiz y un chancho volador—. En Shumish tenemosh tantosh librosh shobre gushtos que ha nacido una corriente filoshófica que she dedica a eshtudiar los librosh shobre gushtosh y nada másh.
—En cristiano no hay nada —insistió Braulio, tozudo.
—Muchosh han shido tradushidosh al crishtiano —refutó el eté, que era incapaz de dar el brazo a torcer.
—¡El cristiano no es un idioma! —se enfureció Braulio.
—¡Calle, criatura inculta e inshivilishada! ¡Láveshe la boca con jabón antesh de dishcutir con un shumishiano!
—Ya te voy a dar yo lavarme la boca con jabón —aulló Braulio desenfundando el facón al tiempo que se abalanzaba sobre el alienígena.
—Haya paz, haya paz —dijo un monje budista que certó a pasar por allí en el momento indicado para evitar el derramamiento de sangre—. El zen es la respuesta. Respiren amargo y escupan dulce. A ver: uno, dos.
—¿Quién esh el pelado?
—A decir verdad no es la oportunidad porque la trenza la tiene en la nuca. Espere que le pregunte, pero no tire que me parece que a este no lo cuece un solo hervor.
El shumishiano se contuvo de retrucarle que él no cocinaba su comida, pero prefirió guardar la ira para después, para cuando con su cabeza de pensar le cantara cuatro frescas al osado terroso de color rosado sucio.
—¿Zen, dijo usted zen? No sé si le entendimos bien acá con el amigo —dijo señalando al tritestado. Yo lo conocí a su tío, entonces. Zen Obio Ofte, al que le decíamos el Turco. ¿Es usté Zen Tado, el purrete?
—Bueno, ya no soy tan purrete. Tengo mi propio perro, vea —y señaló a un cuadrúpedo demasiado timorato como para servir en la juntada de toros del atardecer.
—¿Qué clase de perro es ese? —dijo conteniendo la risa Braulio, mientras escuchaba las carcajadas triples del shumishiano.
—No lo va a creer, pero es un perro muy apto para el trabajo del campo. Y si quieren paz y no la encuentran con el zen, mi perro les acerca uno de sus productos pacificadores: la pipa de la paz.
—Venga —dijeron a coro los dos camperos—. No nos va a hacer mal—. Y despuésh me lo como —pensó el alien o lo dijo en voz bien baja.
El perro se acercó con dos cigarros bien armados ya encendidos. A la primera pitada se pusieron contentos mirando las nubes desnudarse y los teros cantar canciones sensuales. A las dos pitadas los tres eran más amigos que culo y calzón. Zen Tado y su can Nabis, se fueron sonando campanitas de bronce fino, mientras Braulio abrazaba al torpe tritestado que estaba al borde de un ataque de llanto de felicidad.
Braulio ya estaba pensando cómo cocinar los chimangos del shumishiano, “todo bicho que camina va a parar al asador” pensó antes de dar la próxima pitada y la figura de tres testas se dio a pensar en su amado Zhantaldiev.

Los autores: Sergio Gaut vel Hartman, Héctor Ranea

¿Será el Final? – Ada Inés Lerner & Carlos Enrique Saldivar


Aún sigo yugando en «aquella casa de citas» de madama Luciana, por la que pasan hombres solos que necesitan compañía; a veces se repiten los amigos, conocidos y desconocidos, cada cual con su suerte y el poco de esperanza que les resta; casi todos me preguntan qué pienso que pasará el 21 de diciembre, todos tienen miedo al día del Juicio Final, que le dicen. Algunos preguntan y, sin esperar mi respuesta, se encogen de hombros y se van pronto. A otros les preocupan las cuentas pendientes y sus seres queridos. Yo no tengo asuntos sin resolver ni a nadie en el mundo. Sigo trabajando como burra pues no sé hacer otra cosa. Hago felices a los parroquianos de mil y una maneras y puedo asegurar sin una pizca de modestia que ellos quedan satisfechos siempre. Sin embargo, me pregunto: ¿y si hubiese un Final? ¿Si toda la vida en el mundo se extinguiera? Permanezco mucho tiempo, días, meditando en ello.
Llega la ¿esperada? fecha y yo me encuentro dándole de besos a un congresista. Él me pregunta, riendo, si creo que ocurrirá algo al dar la medianoche. Le digo que se relaje, y seguimos, continuamos hasta que él me pide realizar aquellas cosas que tanto detesto. Ni modo, las hacemos hasta que por fin nos desvanecemos de cansancio.
Sueño con fuego, océanos y llanto.
En cierto momento nos despertamos juntos, vemos el intenso resplandor y… ¿será el Final? No. Ha amanecido. Otro día más de dura labor, pienso. Ojalá el Final hubiese llegado. Pero no, las personas como yo no tenemos tanta suerte.


Acerca de los autores:  
Ana Inés Lerner 
Carlos Enrique Saldivar

viernes, 22 de febrero de 2013

Bienvenida, preciosa – Alejandro Bentivoglio & Carlos Enrique Saldivar


Marie se despertó lentamente. El ambiente borroso iba a tono con su memoria. Le dolían las muñecas. Tardó un rato en darse cuenta de que estaba atada. Dentro de una pequeña jaula maloliente. Quiso gritar pero una venda le ocultaba el sonido. Un tipo vestido con un delantal de cuero se movía pensativo alrededor de una mesa donde una mujer yacía desnuda, apenas cubierta por su propia sangre. Aún vivía pues se notaba su respiración. El sujeto cogió un enorme cuchillo de carnicero y procedió a abrir el vientre de la muchacha. Marie cerró los ojos y chilló para sus adentros. Imagino lo peor, lamentó haberse peleado con Mariano, haber salido de aquella fiesta sola, en busca de un taxi.
Ahora ella recordaba, el taxista y aquel maniático eran la misma persona.
Cuando el hombre terminó de cortar en trozos a su víctima, se dirigió hacia Marie, abrió la jaula y la desmayó con cloroformo. La chica despertó atada, sentada a una mesa. En el plato había trozos de carne humana. Frente a ella se hallaba el asesino, al parecer repetía una oscura letanía en una lengua ininteligible. El reloj de la pared indicaba las dos y quince de la madrugada.
—Es Navidad, encanto. Esto es para ti. No me gusta cenar solo esta fecha. —El hombre le quitó la venda de la boca y le obligó a comer los restos hasta hacerla vomitar. Cuando intentaba gritar, la golpeaba, hasta que la desmayó. Horas después la chica, adolorida, escuchó aquella gélida voz:
—Gracias por cenar conmigo. Te quedarás aquí unos días. Tranquila, te alimentaré bien. —Marie se debatía, atada, dentro de la jaula—. Ya se viene Año Nuevo. No me importa comer a solas ese día. Alégrate, serás una cena estupenda. Ahora, dulzura, vuélvete a dormir.


Acerca de los autores:    Alejandro Bentivoglio
                                      Carlos Saldivar

martes, 19 de febrero de 2013

La risa - Graciela Perosio


Nos había costado tanto edificar la casa que no advertíamos que estaba lista. Es más, resultaba completamente imposible que lo advirtiéramos: nadie sabe abrir la puerta de una casa construida con su propio pasado. La puerta existe, existe la llave, pero siempre están en otra parte, afuera, en otra casa o en otra ala de la misma casa pero nunca aquí. De tanto penar en la búsqueda de la casa donde habitábamos y no sabíamos (porque el cerrojo no permite saber) se nos agotaron las lágrimas para hogares marchitos. A veces queríamos volver pero el llanto vertido ya se había escurrido hacia otro río. Un río que corría muy lejos de la casa en la ribera del futuro. No nos dábamos cuenta de que el único río disponible era reírnos y flotar livianos en la pérdida. No nos dábamos cuenta de que era hora de dejar de contar la misma vieja historia y despabilarnos hasta que las paredes ya no importen. Por suerte basta con una sola comisura que se alce. La risa es contagiosa.

Acerca de la autora:  Graciela Perosio

Borrador de nata - Jaime Arturo Martínez


Entre todas las estudiantes de Bellas Artes, Katia sobresalía. Sus maestros coincidían en que sus dibujos eran espléndidos. Sus ojos escrutaban los objetos y los rostros y los pasaba al papel con lujo de detalles. En una ocasión en que comía en un burger con su mejor amiga, ésta se quejó de una imperceptible caída de su párpado izquierdo y le comentó que había sido a consecuencia de una encolerizada disputa que tuvo en la niñez, con una de sus hermanas. Katia reconoció extrañada, que no había caído en cuenta en esa imperfección, con lo acuciosa que era a la hora de observar los rostros. En la tranquilidad de su aparta estudio, recordó el detalle y evocó su rostro. Casi sin querer, empezó a dibujarla, tal como era y, evidentemente allí aparecía esa ligera caída del párpado izquierdo. Tomó, entonces el borrador de nata, borró y corrigió la imperfección. Guardó el dibujo en su carpeta para mostrárselo después a su amiga. A primera hora, recibió una llamada, del otro la escuchó:
—¡Es increíble lo que ha pasado, Katia, esta mañana me miré al espejo y ya no tengo el párpado caído!


Acerca del autor:  Jaime Arturo Martínez

domingo, 17 de febrero de 2013

Palabras en el agua - Paula Duncan


No tengo muy claro cómo llegué a la cabaña. Sólo deseaba un lugar tranquilo donde mi cabeza descansara, y silencio, silencio de los ruidos ciudadanos, escuchar algo de otros sonidos; el rumor del viento, el canto del zorzal de madrugada, la lluvia golpeando con fuerza algún tinglado, llenar mis ojos con otros colores que no fuera el gris cemento, tirarme en el pasto y oler la hierba, sentir el típico olor a tierra mojada cuando se avecina un chaparrón. Poder vivir veinticuatro horas sin mis anteojos; cambiar de realidad., Bajé del tren y fui a ver a la anciana que la alquilaba, caminamos unos doscientos metros por la orilla del lago y mientras yo acompasaba mis pasos apurados de ciudad con los suyos lentos y pequeños, ella comenzó a contarme una historia, de esas que en los pueblos nunca se sabe si en realidad sucedió.
En esta cabaña supo vivir una joven gitana, me dijo; de largo cabello negro, y todas las noches de luna llena caminaba por la orilla del lago buscando a su amor perdido, hasta que parece que lo encontró porque se fue, nunca mas supimos de ella; me dio la llave, algunas indicaciones y se fue.
Entré en la cabaña, deje mis bolsos, en un rincón y así como estaba me tiré en la cama boca abajo, me quedé dormida; cuando me desperté o eso creí, ya era de noche; cené frugalmente y cuando me disponía a leer un rato, ella apareció en la ventana con toda su magnificencia de reina de la noche, puse un chal en mis hombros y fui a la orilla del lago.
El espectáculo era impresionante, miles de luciérnagas volaban alumbrando la noche, algunos extraños personajes que parecían duendes de colores brillantes saltaban y corrían, unas diminutas niñas con alas volaban desparramando brillos, y cantaban dulces melodías, la luna reina total del baile tenia una gran sonrisa en su cara redonda y marchaba en su camino hacia el alba con un niño de rizos negros de la mano.
Toqué el agua y estaba fría, miré mejor y ahí estaban todas las palabras que había buscado durante el viaje, tratando de escribir y ni una sola quedo en mi cuaderno.
Sentí pasos y en la otra orilla del lago, estaba paseando la gitana del brazo de su amor, un hombre moreno, bellos ambos y a sus pies una serpiente, roja como la sangre, pero ellos no la veían de tan enamorados que estaban.
A lo lejos se escuchaba una guitarra que le cantaba al amor en noche de luna llena, miré el lago y parecía una continuación del cielo con tantas estrellas juntas, y seguían los enamorados caminando, embelesados, hasta que se escuchó el galope de un caballo, no les dio tiempo a nada, pasó el jinete con furia y un brillo de sangre amada, baño la orilla del lago y ahí los encontró el alba, juntos para siempre. Volví a mi cama, me arrope bien, sentía mucho frío y me quedé dormida, cuando desperté el sol ya estaba alto en el cielo, en realidad no sabia muy bien si había soñado o lo que había visto esa noche era verdad.
No me preocupé demasiado; recorrí el lago; que de día, no tenia nada de particular, miré los pájaros, admiré los jardines, traté de escribir y nada, mis musas realmente estaban de vacaciones, escuché algo de música, caminé, caminé y volví a caminar alrededor de lago, fui de mañana, de tarde y al anochecer exploré cada centímetro de su orilla y no encontré nada fuera de lo común.
Llegó la ultima noche, al otro día de mañana debía volver a la ciudad, todavía había luna llena, y cuando ella apareció en mi ventana, corrí al lago y…ahí estaban, como la primera noche; el corazón saltaba en mi pecho, quería ver todo y no perderme nada, bailaban los duendes con colibríes dorados; la niñas aladas, marcaban el camino de la luna con sus brillos dorados, las luciérnagas guiñaban sus farolitos de colores y en el fondo del lago, ahí estaban las palabras, fui a buscarlas, no podía regresar sin haber escrito nada, justo cuando estaba a punto de alcanzarlas, resbale, llegue al fondo; el agua estaba helada, pero no me sentía sola los gitanos me acompañaban, y los duendes y las hadas, y dorados colibríes seguidos de las luciérnagas, con farolitos de luces y conmigo… conmigo todas las palabras.


Acerca de la autora:   Paula Duncan

Pueblo de Bluff - Fernando Manzini


En el pueblo de Bluff todos se odian, y cuando escribo “todos”, me refiero a todos: fulano odia a su vecino y éste odia a fulano; los seguidores de la iglesia “Cristo Vivo” odian a los de la iglesia “Cristo No Nato”, éstos a “Cristo Por Nacer” y éstos últimos a “No Hay Cristo”; los seguidores del equipo de las estrellitas odian a los del equipo de la banda vertical, éstos odian a los rojos y los rojos a odian a los colorados con pintitas violetas; los que no tienen MP3 odian a los que lo tienen, los que lo tienen odian a los que tienen uno mejor, y los que tienen los mejores MP3 odian a los que odian la tecnocracia; los almacenes odian a los supermercados, los supermercados a los megamercados, y los obreros de los megamercados odian al sistema capitalista que no les permite poner su propio almacén; los artistas del “Hay Sentido” odian a los artistas del “No Lo Hay”, y éstos a los vanguardistas del “Más o menos”; los industriales odian a los intelectuales del alma, los intelectuales del alma al gobierno y el gobierno a los filósofos chacareros; los rubios odian a los morochos, los morochos odian a los rubios que les quitan las novias, y las novias que se van con los rubios odian a los rubios que las dejan por otras. Lo dicho: en el pueblo de Bluff, todos se odian. Y este odio es infinito, sí; pero circular: cada cien o doscientos años sucede algo que puede ser tanto un terremoto como un incendio o la caída del dólar o el despido de un millón de obreros o un apagón de luz de tres meses y entonces el pueblo se une y sucede lo siguiente: Los de la Iglesia “Cristo Vivo” se juntan con los de “Cristo No Nato”, con los de “Cristo por nacer” y con los de “No Hay Cristo” para protestar en el Vaticano; fulano se junta con su vecino para golpear la cacerola y tomar mate en el centro; los seguidores del equipo de las estrellitas se juntan con los del equipo rojo, con los de la banda vertical y con los colorados con pintitas violetas para organizar un paro deportivo universal; los almacenes se juntan con los supermercados y los megamercados para subir o bajar los precios de los chocolates; los que odian la tecnocracia se juntan con los que tienen MP3 y con los que no lo tienen para compartirlos, dividirlos o romperlos frente a la casa del Intendente de Bluff; los intelectuales del alma se juntan con los industriales, con los filósofos chacareros y con los agentes del gobierno para discutir durante ocho días seguidos las leyes que regulan el comercio de los fierros y los canarios; los rubios se juntan con los morochos para devolverles a sus novias o para pedirles disculpas por habérselas sacado o para excusarse por haberlas arrancado de sus novios anteriores para luego dejarlas por otras; los artistas del “Hay Sentido” se unen con los “No Lo Hay” y con los vanguardistas del “Más o Menos” para crear cosas que por fin alivien o reflejen la angustia del pueblo de Bluff, porque en el pueblo de Bluff ha ocurrido una catástrofe.
Lo dicho: en el pueblo de Bluff todos se odian, y este odio es intensísimo hasta que ocurre algo. Entonces la gente se une para olvidar diferencias, unir esfuerzos, arreglar las cosas, funcionar como antes y volverse a odiar.

Acerca del autor:
Fernando Manzini


Los letargos - Imanol Prieto


Un día el hombre se dejó estar y, sin aviso alguno, un parpadeo lo hizo reaccionar. Ocurre que el suceso del parpadeo en el hombre es tan común que, cuando se enteró que parpadeaba, se asustó terriblemente y corrió desesperado al espejo. Parpadeo una vez más: del asombro, dio contra el piso donde lentamente un llanto lo atacó.
Éste llanto, al no ser común en él tampoco por ser un típico hombre de negocios (sin tiempo para esta acción tan liberadora y espectacular), se alargó de forma inconmensurable, con lo que reprimió el saber de que parpadeaba para que no volviera a ocurrir ese molesto llanto.
Una información que no tenemos no nos deja saber qué ocurrió con el sujeto, concretamente después de esto, ya que sólo investigamos este incidente; lo que sí podemos afirmar es que el descubrimiento del parpadeo, que desencadenó en llanto, afecto su vida rotundamente: cada vez que ocurría éste se desmenuzaba en cabellos, arrugas, uñas; sangre.
Un día el hombre, sin percatarse obviamente, lloró su muerte y parpadeo. Demasiado tarde.


Acerca del autor: Imanol Prieto

Silencio Sordo - Virginia Cortés


Se levantó de la cama con más ganas de llorar que de prenderse un cigarrillo... Sin embargo llorar no lloró y sí sacó un cigarrillo del paquete. Le temblaban las manos. Mientras se lo ponía entre los labios tanteó, aun medio dormida, buscando con las yemas la forma conocida del encendedor. Los dedos lo encontraron, lo llevó hasta el cigarrillo y lo encendió. Dio una pitada y luego, rápidamente otra. Tomó una bocanada de aire… pero no pudo tragar. El nudo en la garganta. Ah, el nudo… ese familiar insoportable, inmanejable, que se le instalaba en la garganta sin que ella pudiera hacer nada al respecto. Sin importar qué tratara de pasar por allí… Aire, helado, milanesas, planteos que iban a ser desoídos de todos modos. Nada pasaría por la barrera inexpugnable del nudo. Ella lo sabía bien. Era el principio del fin. No podría tragarse nada más… entonces hablaría… Pero para qué? El nudo era oráculo. Vaticinaba una pared del otro lado. Eso era, ni más ni menos. La certeza de saber que él no ignoraba lo cansada que ella estaba o lo mucho que le afectaba la creciente falta de atención e interés que él demostraba por ella en el último tiempo. El comprendía perfectamente lo que le pasaba a ella, pero no estaba dispuesto a hacer nada al respecto, por lo tanto, mejor no decir nada. Abrir la boca era una invitación a la frustración. Proyectó en su mente la escena ya repetida y gastada, como un film muy viejo, con basura en la lente: Ella, la quejosa insoportable de siempre y él, aguantándola con toda su paciente indiferencia. Ella sintiéndose culpable por necesitar lo que no se le podía brindar, por molestar con sus reclamos otra vez.

El la miró apagar el cigarrillo y marchar hacia la cocina. La oyó poner la pava al fuego, vaciar el mate con yerba del día anterior, enjuagarlo y cargarlo con yerba nueva. Ese iba a ser un mate amargo; no era para él. Ella no lo despertaría aun. Lo dejaría dormir hasta que él se levantara por motus propio. Jugaría la carta de la esposa amorosa que deja a su marido descansar cuanto su cuerpo le pide mientras ella trabaja, sacrificándose para el bien de ambos. El ya sabía lo caro que le iba a costar ese descanso, asi que decidió prolongarlo un poco más. Al principio se fingiría dormido y pronto esto se haría realidad. Ella no entendía que en el sueño él hallaba la única paz a la que tenía acceso. El único lugar en el que nadie esperaba nada de él. Nadie pedía nada, nadie necesitaba nada, él mismo no tenía sustancia, estaba hecho de ese residuo cerebral del que están hechos los sueños. Parecían oportunidades, ventanas a la evasión, al escape, a la negación de una realidad que le resultaba intolerable; pero apenas él las tomara ella lanzaría contra él toda su artillería de corazón roto. Tomaría cada acto suyo, cada falta, cada escombro de su hombría para lacerarse, y se desangraría frente a él. El sabía que en la realidad estaba hecho de lo mismo que en los sueños. No era un hombre, ni una persona de ningún género… era un fantasma, un recuerdo sucio, percudido y mancillado del que había sido una vez, y sentía que ella se alimentaba de esto. Ella necesitaba que él fuera este desastre, este mal amor, este inútil a su lado, a su sombra, el que se nutre de su mujer y le exige más de lo que nadie exigiría por nada a cambio. Ni el reconocimiento de su esfuerzo sobrehumano. Porque en ese reconocimiento de lo que ella da se engendra otro reconocimiento más oscuro y doloroso: el de la propia vacuidad, el de la propia miseria. Ella se lo enrostraba de ese modo ladino y cruel. Ella se inmolaba frente a él con las piedras de sus errores.

Se miraron en silencio, como midiendo al enemigo, como amándose, como sin querer dejar de elegirse, como sin poder seguir eligiéndose. El avanzó hacia la mesa, se sentó a su lado y se cebó un mate. Estaba frio desde hacía un par de horas. Ella comenzó a levantarse para hacer mate nuevo pero él le retuvo la mano, frenó su brazo sólo un poco y permitió que la inercia le llevara su cuerpo hacia el de él; entonces la abrazó. Se besaron. Un beso largo, después otro, y otro, una tregua que imponen a veces los cuerpos. Sin la mente, la percepción de tiempo, de realidad, de consecuencia, de culpa, de falta, de reclamo… todo desaparece. El cuerpo pide con una franqueza clara y se brinda de igual modo. El deseo no admite estoicismo. La pasión no responde si no recibe lo que quiere. No calcula, no conoce la paciencia, no le importa el después, no oye ni hace promesas. En ese paréntesis ambos podían hablar el mismo idioma y eran idénticos. Tenían lo que el otro quería y no les servía a ninguno de los dos retenerlo. En el sexo lo que cada uno tiene sólo le sirve cuando lo da. Respiraban el mismo aliento y se les desbocaba el corazón. Ahora se veían desnudos en todos los sentidos posibles. Frágiles, vulnerables, con la misma necesidad, cada uno en las manos del otro y ambos conscientes de ello. Y en ese arrebato de violencia dulce, de urgencia enorme, de placer incontrolable y de ternura infinita se vieron por un instante como cuando se habían enamorado. El la vio delicada, hermosa, vibrante y ella lo vio fuerte, cálido y protector. Aunque luego permanecieron abrazados largo rato, jadeando aún, sonriendo de satisfacción, sintiendo que tal vez había una manera de prolongar ese bienestar, esa paz, al resto de las áreas de su vida juntos. Tal vez podrían resolver cómo encontrarse asi, desnudos, desarmados y sin escudos fuera de la cama. Aunque el lenguaje de la mente no sea el mismo que el de los cuerpos…


Acerca de la autora: Virginia Cortés

viernes, 15 de febrero de 2013

Basta con uno - Jaime Arturo Martínez


Cuando la comisión de la Contraloría llegó a este pueblo, lo primero que visitó fue el economato del Colegio Nacional, que para la época tenía treinta y tres estudiantes internos. Luego de revisar durante tres horas el libro de entradas y salidas, junto al saldo de tesorería, el Dr. Padrón —jefe de la comisión— dijo en voz alta: —Hay un faltante de cincuenta y tres pesos con sesenta y dos centavos. El ecónomo, Don Carmelo Moreno saltó a defender su gestión, de modo que pidió una revisión y señaló que en veinte y ocho años años como funcionario nunca había tenido un faltante, ni una glosa que pusiera en duda su trasparencia. El Dr. Padrón accedió a la solicitud y procedió a sumar y a restar las cuentas para terminar reafirmándose en lo dicho.
—¡No puede ser! —repetía y repetía Don Carmelo.
Al final y luego de sumar y volver a restar, Don Carmelo le propuso a la comisión que el faltante se le dedujera de sus mesadas, pero el Dr. Padrón fue enfático en que la ley no lo permitía y le dio una hora para que saliera a prestar el dinero, lo trajera y lo restituyera. Don Carmelo, tembloroso y empapado en sudor tomó su sombrero y salió a la calle. A los pocos minutos regresó con una bolsa, entró a la oficina y siguió de largo hacia los patios del colegio. Solo dijo: —Ya vuelvo.
Luego de esperar por más de media hora, el mismo Dr. Padrón fue a buscarlo. No le fue difícil dar con él. Estaba colgado en un árbol de campano. La conmoción fue enorme. La noticia se regó y el pueblo entero se volcó a ver al ahorcado.

Tres días después, la comisión volvió a reunirse en la oficina del economato. En silencio, el Dr. Padrón empezó a ojear los papeles y documentos. De pronto lanzó una imprecación y alzó frente a sus ojos una factura. En ella estaba consignada la compra de dos quintales de yuca y tres docenas de huevos, por la suma de cincuenta y tres pesos con sesenta y dos centavos. Yo, que era el otro miembro de la comisión, al leer el documento, dije —después de un largo silencio—: Por lo menos esto permitirá lavar la honra del Sr. Carmelo Moreno. El Dr. Padrón me respondió, mientras se guardaba el papel: —Tú no has visto nada. Con un ahorcado es más que suficiente.


Acerca del autor:  Jaime Arturo Martínez

En algún lugar - Paula Duncan


En algún lugar entre el desasosiego y la intolerancia encuentro un espacio entre bellas e inimaginables criaturas de colores que dan alivio a mis oídos. Esa dulce sensación me hace pensar que un lugar mejor es posible. Mis ojos se entrecierran y me dejo llevar. Una gran serenidad me invade; mi cuerpo ha perdido peso y flotando; me alejo de la crueldad del frio invierno que corroe mis huesos y llego a un sitio primaveral; las flores tintinean sus exquisitos perfumes; las nubes en un cielo brillante charlan a toda velocidad mientras viajan, vaya uno a saber dónde, hay pájaros; cientos de ellos de diferentes colores y tamaños; hablan distintos idiomas pero juntos, forman un coro estupendo.
De pronto pienso estoy volando… ¿sin alas? Doy un respingo y compruebo que suaves manitas me sostienen; ellas no me dejaran caer, un soplo de aire azul me lleva hasta una playa, mar palmeras, sol , me depositan en una exquisita orilla donde la espuma en su movimiento marca el afuera y el adentro que cambia a cada paso. Estoy sedienta y antes de darme cuenta las manitas me llevan a un manantial; cortina de agua fresca que calma la sed de mi alma y de mi cuerpo; una increíble variedad de frutas están a mi alcance y me doy cuenta que también estoy hambrienta.
Vuelvo a la orilla de mar y me acuesto, olas pequeñitas me dan abrigo y me duermo.
El ruido de gente trabajando me despierta; es temprano, hace frio y decido quedarme un rato más en la cama mientras los albañiles de enfrente me lo permitan, me tapo la cabeza para recordar mejor mi ¿sueño?... al levantarme encuentro sobre mi mesa algunas frutas, dos caracoles en forma de corazón y algo llamo mi atención: en la puerta, justo al lado del picaporte, las marcas de unas manitas parecen saludarme.


Acerca de la autora:  Paula Duncan

La creación - Ada Inés Lerner


Los designios del Señor son insondables y mi historia, aunque pueda sorprenderlos, es una confirmación de Su Grandeza.
Nací de hombre y mujer en un bello paraje del sur, cuando mis padres decidieron emigrar por una peste que venía desde el este y no había dejado sobrevivientes.
Cruzamos senderos y bosques y cuando llegamos al lugar que la tribu había decidido elegir para establecer mis padres y todos los adultos eran ancianos seniles y nosotros ya hombres y mujeres jóvenes.
Acomodamos una familia en cada cueva y observando la campiña aprendimos a mantenernos sembrando semillas comestibles y compartiendo la carne de lo que cazábamos y pescábamos. Aprendimos todo esto de los más avispados y también de las bestias mismas.
Los peligros que corríamos no iban más allá de caernos de un árbol por buscar la miel de los panales o ser picados por una abeja y no llegar al auxilio a tiempo. También que los animales grandes nos atacaran pero esto no era frecuente.
Una noche, a la que temíamos, descendió una luz y de ella surgieron personajes que robaron algunos de nuestros niños, a los que nunca más volvimos a ver.
Este fue otro de los peligros a los que nos vimos expuestos, el más incomprensible de todos.
Varias parejas, de entre los mayores y también mi mujer y yo habíamos envejecido y nuestra senilidad obstruía el esfuerzo de los más jóvenes de modo que en reunión secreta decidimos escondernos en una cueva que elegimos por estar aislada.
Cuando los jóvenes percibieron nuestra ausencia ya estábamos lejos y creemos que comprendieron.
Una noche, la entrada de la caverna se vio iluminada por la presencia de un joven que iluminaba desde su cuerpo con grandes alas como los pájaros del cielo. Su luz cegadora nos dejó dormidos y cuando despertamos a la mañana, no sin sorpresa, nos sentimos jóvenes y fuertes y con deseos de seguir caminando hacia el futuro y en sentido contrario de donde veníamos.
Pasados los tiempos aparecieron otros seres bastante parecidos a nosotros, aunque su piel era más clara y llevaban extraños palos relucientes en sus manos y nuestros nietos intentaron conversar con ellos. Lo que sigue ustedes lo saben, yo sólo querían contarles lo que algunos ángeles nos refirieron acerca de la evolución de algunos planetas. Ya no me intereso por esos temas, ahora estoy dedicado a escribir las historias que me cuentan los recién llegados, e incorporar en conjunto de hojas a la Biblioteca Celestial, que así la llamamos.
Algunos dicen que son leyendas, otros me dicen “te contaré un mito venusino” y otros, más enigmáticos hablan de ser inmortales que son llamados dioses, ignoran el misterio de su origen, en qué lago apagan su sed y los hay que muestran rostros de miedo.
Una hembra de los hielos me contó que había guerra en su lugar, y fuego en los bosques como nunca había visto, que no todos sabían de éste lugar acá arriba y les daba miedo.
Concluí que así es la ignorancia: como la Montaña de la Bestia, aterroriza y no permite avanzar. Cuando tenga algo más que contarles volveré a escribirles.


Acerca de la autora:  Ada Inés Lerner

miércoles, 13 de febrero de 2013

¡Al infinito y más allá! - Rubén Pesquera Roa


Resucitó al tercer día, según había prometido. Las cinco semanas siguientes transcurrieron como si las viviera otra persona. No hubo más asuntos políticos ni interminables arengas teológicas. Todos, alrededor suyo, parecían estar tomando decisiones y diciéndole qué hacer. En realidad nada le importaba, sólo asentía de manera cortés, con movimientos de cabeza y gruñidos que no significaban nada y a los que nadie hacía caso.
Llegó el momento de la partida, la apoteosis de su misión, ascendería al Paraíso, a su Padre y lo carcomía el nerviosismo. Era apenas —estaba consciente de ello— la segunda Ascención en la Historia, y siempre consideró que a Elías lo ayudaron en demasía, en una forma exageradamente teatral, por cierto —con el carro de fuego y aquella parafernalia de explosiones y meteoros que dejó pasmados a los antiguos.
Las mujeres, los discípulos y un montón de curiosos estaban reunidos desde temprano. María su Madre y María Magdalena lo tenían cada una de un brazo mientras que, a unos cuantos pasos, Pedro y Juan se afanaban ultimando los detalles.
El gran acontecimiento ocurrió en el momento planeado. Sin mayores preámbulos Jesús comenzó a elevarse de entre los vítores, lágrimas y aplausos de la multitud que rugía y lloraba de la emoción. Muy poco a poco, se acercaba a la nube brillante que lo ocultaría para siempre de los ojos humanos, y en la que haría la entrada triunfal a los salones celestiales de Dios Omnipotente.
Cuando alcanzó una altura considerable, y los vapores dorados lo envolvieron casi por completo, empezó a percibir que se le dificultaba la respiración, al tiempo que el miedo y la angustia lo obligaban a cerrar los ojos. Disminuyó la velocidad y sintió un vértigo que le sobrecogió las entrañas. Sin poder resistir, se detuvo por completo mientras luchaba con el terror que lo tenía atrapado.
Sin embargo, no podía hacer el ridículo, era demasiado el peso de la responsabilidad que se había echado encima. Lo peor debería estar en el pasado: la Crucifixión, los tormentos, la humillación y la traición, que fueron todo lo crueles y difíciles que pudieron ser. Mas ahora Él era su propio enemigo, ésta era la mayor de las pruebas. Ya oscurecía cuando se decidió a disminuir la altitud.... El alivio fue inmediato.
Un par de horas después tocó el suelo, nadie quedaba alrededor, un largo rato había pasado desde que el paraje quedara abandonado, habiendo partido todos a esparcir la Buena Nueva, henchidos de vehemencia e ímpetu sagrado.
El Cristo emprendió el camino de Damasco, con la intención de unirse a una caravana con rumbo al Oriente, preguntándose si alguna vez haría acopio del valor para volver a intentar el despegue. Por el momento, su urgencia era abandonar Palestina con toda la celeridad posible. Preferiría ser martirizado de nuevo, escarnecido mil veces por sus enemigos, a soportar la vergüenza de verse descubierto.

Acerca del autor: Rubén Pesquera Roa

Lucía y el espejo - Paula Duncan


Lucia salió del baño entre nubes de vapor, la ducha reparadora le quitó un poco el frío; se preparó un té con galletitas y se metió en la cama, tratando de distraerse un poco con la tele. El día había sido terriblemente largo; la semana había sido complicada y todavía faltaban dos días para que fuera sábado y pudiera dormir dos horas más, Termino su té, apagó la tele y se arropó tratando de conciliar el sueño.
¡Cuántas cosas tiene que hacer mañana!, y no debe olvidarse de ninguna; en eso estaba cuando se quedó dormida.
No sabe cuánto tiempo después se despertó sobresaltada. Algo la hizo dejar la cama y al salir del cuarto, desconoció su propia casa; estaba en otro lugar, con un tiempo diferente, donde todo comenzaba al final, las cosa eran de colores no habituales; distintos e increíbles, donde para soñar había que estar despierto y para existir alguien debería soñarte.
Lucia pensó que todo era muy loco. La única referencia válida que tenía era un espejo, de esos antiguos que tenia la modista del barrio cuando ella era chica, en la que uno puede verse de cuerpo entero y moverlo o inclinarlo para verse mejor. Lucia se acerco a mirar en el espejo y se vio a si misma durmiendo.No entendía nada, pero extrañamente, nada la asombraba.
Comienza a recorrer ese fantástico mundo y encuentra casas donde se entra por la ventana, árboles con la raíz en la copa y hasta se hizo amiga de un gato que hablaba; al cruzar la calle que era de un material extraño y de un llamativo color rojo, vio a un señor que vendía flores y tenia; rosas azules; camelias rojas y nomeolvides amarillos; más allá una señora muy elegante con zapatillas de cristal paseaba a un par de periquitos que caminaban por la vereda, que por cierto era violeta, como si fueran perritos con collar y cadena , varios niños jugaban con una pelota cuadrada y unas niñas decían un poema al revés , le regalaron un verso escrito en papel verde furioso, pero que no lo podía leer , entonces se acordó de Alicia, buscó el espejo y al mostrarle el papel leyó un hermoso poema de amor.
Siguió caminando y después corrió porque llovía hasta que se dio cuenta que la lluvia no mojaba, solo desteñía los colores, en realidad los cambiaba así cuando paro de llover, todo tenia otro color.
Sintió sed y se tomó un jugo en la esquina de la calle roja y la calle azul ,en unas hermosas copas que se servían al revés. Siguió caminando un rato más y como se cansó se sentó en el césped de la plaza que era mullido y de colores tornasolados desde el rosa al violeta, el calorcito de un enorme sol lila con lunares celestes le daba en la cara y se adormiló, y soñó; soñó un sueño repetido un sueño que hace años la persigue y al parecer la encontró también de este lado. Un sueño de amor brillante, tanto brilla que enceguece, un sueño donde estaba ella y también el, que sus caminos paralelos al fin se cruzaron y fueron uno siendo dos.
No sabe cuánto durmió en el césped de extraño color; al parecer fue mucho tiempo y no recuerda como regresó, pero al despertar estaba arropadita en su cama y hacia mucho frío.
Pero fue un dulce despertar, se sentía plena, como si el universo al revés , de colores raros y extraños personajes, estuviera dentro suyo; desayunó, y se fue al trabajo, al llegar a la esquina; se quedo estupefacta, ahí estaba EL tal como lo había soñado, se acerco a ella, le tomo la mano, la abrazo y le dijo:" seguro alguien esta soñando nuestro amor".
Y nunca más se separaron.


Acerca de la autora:   Paula Duncan

El hombre y la imagen - Francisco Garzón Céspedes


El hombre joven se detuvo en la penumbra de la calle y saludó a la joven mujer. Cuando la mujer no le respondió, el desconcierto le impidió al hombre insistir. Tampoco fue capaz de irse. El magnetismo de la mujer lo había atrapado. Desde la primera milésima de segundo.
Al hombre le pareció infinito el tiempo que tardó en darse cuenta de que la mujer era y no era. De que en la pared sólo estaba una imagen fotografiada a tamaño natural.
Al descubrir que la mujer era una foto, sonrió con amargura y a grandes zancadas se alejó. Esa noche no durmió. Y los pocos minutos que durmió, soñó que la mujer respondía a su saludo.
A la mañana siguiente el hombre comenzaba a semejarse al espectro de sí mismo. Fue casi su espectro quien al salir de la casa, en vez de encaminarse al trabajo, regresó a aquella calle, escudriñó la foto, y anotó la referencia de la agencia publicitaria.
En la agencia publicitaria se negaron a darle información alguna. Y se burlaron de su historia y de los amores con tal naturaleza. El hombre tomó una decisión, primero, pidió vacaciones y, al agotarlas, un permiso en su trabajo. Por insomnio persistente y alucinaciones. Aunque no dormía, y ya ni siquiera era su espectro, lo que quedaba del hombre iba cada día rumbo a la agencia publicitaria. Y aguardaba en el portal de enfrente, a escondidas, que la modelo de la foto apareciera.
La modelo apareció. Para despedirse de sus amigos de la agencia porque había sido contratada para posar en el extranjero. Estaba harta de vivir en soledad y pensaba que un cambio de aires, otro país, otra región, otra ciudad, quizás mejoraran su suerte. Tropezó con el hombre, semiescondido detrás de una columna ancha y maciza. Tropezó al salir del extenso portal hacia la acera, para cruzar la calle y entrar en la agencia. Le pareció conocerlo y lo saludó.
Pero el hombre se impresionó de tal modo, al verla en vivo al cabo de tanta espera, que no pudo responder.
La mujer llegó a la agencia con la inquietud de haber saludado a un loco. Y de loco lo tildaron los de la agencia, cuando desde una ventana se lo señalaron y le contaron que llevaba semanas aguardándola.
La mujer sintió que si ese hombre hubiera estado rasurado y bien vestido, sin aquella expresión de demencia; que si lo hubiera conocido en circunstancias normales, hubiera podido enamorarse. Pero salió por la puerta de atrás de la agencia para protegerse de una posible agresión.
La misma ambulancia recogió al hombre y recogió a la mujer.
Al hombre, desmayado por tanto anhelo, tanto insomnio y tanta ansiedad. Al hombre, impactado por haber visto a la mujer, y, finalmente, desesperanzado al no haber sido capaz de presentarse, de explicarle, de declararle su amor.
A la mujer, porque al escapar de la agencia por la puerta trasera, en el temeroso apresuramiento no vio venir a la ambulancia, que la golpeó de pasada y la hizo caer.
Cuando el hombre y la mujer, cada uno en una camilla de la sala de urgencias, recobraron el conocimiento, pero no la memoria, creyeron conocerse desde hacía mucho y tímidamente se sonrieron. Y sonriéndose seguían cuando cediendo a un impulso abandonaron el hospital de la mano. De la mano y radiantes de confianza, sin saber exactamente quienes eran, pero como sabiendo adónde dirigirse.

De Historias de amores imprevistos
Acerca del autor:   Francisco Garzón Céspedes

lunes, 11 de febrero de 2013

La reina - Héctor Ranea


Llevan a Margot a la sala de operaciones. Dijeron que le tenían que sacar un quiste importante alojado en un recoveco de la aorta descendente. Cosas de anatomía que no le preocupaban a ella, sino más bien al médico. Por eso un día, preocupado, le pidió que se internara y que buscaría un quirófano libre para sacarle la molestia, que para Margot era más bien una suave presencia.
Se internó a la mañana de un día de lluvia. La prepararon pronto para la operación y la llevaron. Cuando entró por el túnel de las camillas, se sintió un cadáver entrando al crematorio, pero eso duró poco. Una señorita la esperaba del otro lado, se presentó, le preguntó su nombre y el del médico. Para Margot todo parecía normal, porque nunca antes había entrado por ahí. La señorita que la recibió la llevó a una sala muy iluminada, muy llena de gente y de sangre. Dos médicos estaban trabajando sobre un cuerpo y, a juzgar por la sangre que los cubría, el cuerpo debía estar siendo operado de algo grave.
Ella reconoció en uno a su médico. Le pidieron a la que jalaba a la paciente, que entrase, que en un momento seguirían con Margot. Así que la dejaron al lado de la mesa de operaciones, esperando una cirugía de la que nunca había tenido detalles. Notó que la mujer que la llevó hasta ahí dudó, quiso sacarla, pero el cirujano invitó con la mano ensangrentada y ella no tuvo más remedio que entrar. Margot pasó por ese momento con zozobra.
Mientras esperaba, dos niñas, una pelirroja, le ataron los brazos a sendos apoyos que sacaron de no sabe decir dónde y le dibujaron algunos signos en las axilas, tratando de no hacerle cosquillas. Después, como ya estaba desnuda, la lavaron con una suerte de lejía oscura pintándola color sangre, pensó Margot, para que no se notase la propia al propinarle la cirugía.
La niña pelirroja comenzó una danza que a la paciente le pareció ridícula por lo que quería reírse, pero no podía. Mientras, sacaron el otro cuerpo de abajo del fanal y la pusieron a ella que seguía viendo bailar a las dos niñas ahora, aunque desde esa posición fuera imposible. La sombra del médico se dibujó en una sonrisa cadavérica. Margot quiso gritar pero desde atrás alguien le tapó la nariz, introdujo el tubo y no vio más nada.
—Los laberintos han sido hechos para salir, no para entrar —decía el médico mientras, al parecer, cortaba carne de algo que a Margot le parecía ser ella—. No tenemos nada más que las apariencias y las enfermedades son sobrantes. La verdadera salud está en la nada —seguía el ensangrentado hombre, que se limpió la frente con un pañuelo que Margot reconoció como el de su pareja y tan sólo verlo comenzó a sentir que del fondo de su diafragma se expelía todo el aire y la sangre faltante se le escapaba de todos los músculos, de la cara, de la serpiente que parecía estar bailando entre los brazos del médico que en éxtasis le mostraba los clavos que ella había englutido para matarse. Todos los médicos y las médicas bailaban de la mano, tomados con las niñas.
Una de ellas se acercó a la enferma y le dijo:
—Todo sucede después de que haya sucedido todo. Eres la causa de todo, Margot, muñeca rubia de pasto tierno.
La luz del fanal se extingue. No existe nada más. Sin luz no hay laberinto. No hay mundos. Cuando la enferma despierta sabe que está muerta y que los médicos que la rodean no pusieron la sangre para sanarla de su muerte sino para sacarla de su silogismo errado. Se va despertando de a poco. Nota el cadáver de la pelirroja al flanco derecho. Sus cabellos aún flotan como si bailara.
—¡Es Ofelia! —grita Margot.
—¡Es la Reina Margot! —gritan en el quirófano.
El mundo se comprime a un cabello de la Reina. Un finísimo cabello que desata y ata la cicatriz de la pelirroja y el ojo del moribundo que arrastraron antes que a ella al precipicio. Margot cierra los ojos mientras sabe que la mueven fuera, que la están moviendo a la cárcel de la vida una vez más, ya desatada de sus cuerdas, de sus clavos, de sus penurias.
Cuando el médico la vuelva a ver, será una nueva mujer sin memoria de sus muertes anteriores.

Acerca del autor:

sábado, 9 de febrero de 2013

Atardecer en el parque - Magda Massacese


Sube y baja. Sube y baja. Sube...
La gramilla del parque se fue ensombreciendo y aún puede escucharse el rechinar del balancín. Baja...
La niña permanece obstinada en ese ir y venir del cielo a la tierra.
Cuando se eleva echa la cabeza hacia atrás y grita: ¡Luna, lunita! La baba aflora espontánea iluminando su labio inferior y ríe. Vuelve a bajar, vuelve a subir…
Ya casi ha anochecido, los setos han extraviado su sombra y la madre insiste: —Vamos, ya es tarde.
La niña no escucha sino sus propios sonidos y el silencio: luna, lunita.
La madre la toma por un brazo y la obliga a detenerse.
—Ya basta, vamos a casa.
La niña estalla en un llanto convulso en tanto patalea, brama, escupe y al fin se tira al suelo.
La madre le señala el cielo, la niña mira y se calma enseguida. —¡Luna! —grita.
Sube.
—¡Lunita! —responde la madre con infinito cansancio y la arrastra hacia las sombras.
Baja.

Acerca de la autora:
Magda Massacese

Alarmada – Lucila Adela Guzmán


El despertador sonó. “El espanta sueños” dio el acostumbrado timbrazo para despertar sólo algunas partes de mi cuerpo. Una voz parecida a la mía, dialogaba atascada en la protesta y me decía:
—Interrumpir en forma artificial el sueño debería ser considerado una violación a los derechos humanos… Tal vez todos los problemas de la humanidad se resolverían al abolir el desgarrador despertar que produce esta cosa. Pero es así, somos el único animal del planeta que tiene esta tortuosa manía”.
En el lapso transcurrido entre el abrupto chillido de la alarma y los destartalados movimientos que inventaba mi cuerpo para apagarla, perdía, siempre, los minutos necesarios para tomar tranquilamente el desayuno. Ese retraso en el que vivía se había incrustado en mí haciéndose costumbre, hasta que llegó aquél fatídico día… Las malas lenguas andan diciendo por ahí que yo he muerto
Ahora espero en el limbo, libre de alarmas, pero visceralmente alarmada por la posible sentencia... Es que me han dicho que el infierno es la eterna repetición de lo mas odiado. Y sé, que él, sonará puntual... cada diez minutos exactos...

Acerca de la autora:
Lucila Adela Guzmán

jueves, 7 de febrero de 2013

Sin sol - Fernando Andrés Puga


Hoy no amaneció. Cuando al levantarme corrí las cortinas, el cielo seguía tan oscuro como cuando me acosté. Volví a la cama creyendo que aún era de noche y que el despertador había fallado. Bufando, prendí el velador y lo tomé para ponerlo en hora. Marcaba las ocho. Era correcto. Pero... ¿cómo? ¿Y el sol? ¿Dónde se metió? Otra vez en la ventana, me asomé para ver a los transeúntes, pero no parecían notar nada raro. Todos iban y venían como de costumbre: la cola en la parada del colectivo, el canillita en el semáforo, el barrendero... Actuaban como si nada. ¿No lo notan? ¿Soy el único que se sorprende al ver en pleno día un cielo tan estrellado como el de medianoche?
El teléfono me sacó de mi perplejidad.
—Hola, Fer. ¿Ya estás listo? Te estoy esperando hace rato —Es Matilda. Recordé que íbamos a ir juntos a la pileta del club.
—¿Dónde estás? ¿Está lindo el día?
—¿Qué? ¿Todavía no te levantaste? —dice, reclamándome— Apurate. Hay un sol radiante.
¿Le digo? Va a creer que estoy loco. No. Mejor disimulo. Este fenómeno debe tener una explicación lógica y ya la voy a encontrar.
—Perdoname. Estoy saliendo —respondo mientras guardo todo en el bolso.
¡Uy! Se me acabó el protector 50. Espero que Matilda tenga. Esta piel mía enseguida se pone como un tomate.

Sobre el autor: Fernando Puga

Sentenciados – Sergio Gaut vel Hartman & Maria Ester Correa Dutari


Tamara tenía razón: el veneno del cifulán es mortal, pero Kissy se sintió avasallado por la arrogancia de la muchacha y no quiso aceptar la dolorosa verdad. Mientras ascendían la ladera norte del Saadassy se limitó a mover suavemente la cabeza alejando la inquietud que lo había acosado desde que el animal lo mordiera.
—No me pienso morir —dijo finalmente.
—Eso no es algo que puedas manejar —replicó ella.
—¡Sí, lo puedo manejar!
—¿Cómo?
—Debo encontrar algo, o alguien a quien inocular.
—¿Cómo qué?
—Otro ser humano o un animal. No, no tengas miedo, nos transmutaremos en otros seres. —Kissy sintió que se moría, y Tamara tembló de terror cuando él le tomó la mano y le clavó los dientes con suavidad; un fluido verde se deslizó por el cuerpo de la muchacha.
—¿Qué pasará ahora? —dijo ella. Con el último aliento, él respondió:
—¡Ya veras, seremos efímeros, pero no moriremos envenados!
En el suelo de la montaña quedaron dos crisálidas de las que, a su tiempo, emergieron otras tantas mariposas azules que desplegaron las alas y volaron hacia la cumbre.

Acerca de los autores:
María Ester Correa Dutari
Sergio Gaut vel Hartman

Verguero y la invasión multiforme – Héctor Ranea


—Tomesé este matecito antes de irse, Don —le dijo Miranda, la suave ninfa de los pagos del Tuyú, a Claudio, el verguero—. Capaz que los ahuyenta más con la fuerza de esta yerba —concluyó.
Miró al hombre con tal intensidad que este casi no se pudo resistir a licuarse ahí nomás, como un cubito de hielo en la ginebra tibia de la pampa.
Tenía que ir con su flete lo más rápido posible a contener a los alienígenas invasores, pero ese par de ojos en llamas lo estaban pialando sutilmente como para tener otra vez relaciones con la muchacha en flor. Reprimió sus instintos, tomó ese mate, cargó las vergas necesarias para aplacar a los malditos y zarpó con su mochila, flete y carga de menta para rociar a los intrusos.
Los inútiles del ejército de pavoneadores trataban de rociar las bestias foráneas con aceite, pero con lo movedizos que eran, se les escurrían como chorizo en fuente de loza. Sólo la habilidad de un verguero podía con ellos. Y dicho y hecho, en un santiamén no sólo aplastó la rebelión de esos invasores, sino que localizó la nave que los había transportado, igual a tantas otras que tenía ya vistas en su vida y la llenó de menta para que ninguno de ellos pudiera salir con vida de ahí.
Tomó sus petates, acomodó en silencio sus vergas no usadas recolectando, además, el enjambre de las que usó para eliminar los enemigos y se volvió a continuar su aventura con aquella muchacha. Todo le había llevado poco tiempo, antes del anochecer estaría de regreso en el Tuyú, junto a esos ojos brujos y su alentador mate amargo.
—La vida en la pampa ha cambiado mucho —se dijo Claudio—. Los ojos de una muchacha pueden con un gaucho, por más maula que sea, una buena verga puede con toros y pumas montaraces y también pudo con los alienígenas ladillas —reflexionó—. Lo que sí cambió, sin duda alguna, es que mi flete vuela y que mis vergas son de rayos láser— concluyó, justo cuando llegaba a destino.

El autor: Héctor Ranea

El extraño caso de Benjamín Ramírez – Alberto Sánchez Arguello


Antes que Benjamín Ramírez estremeciera al país por sus actos aberrados, no era más que un chavalo moreno y larguirucho, de rostro fino y ojos tristes, uno más entre tantos otros que se ganaba sus realitos pescando descalzo en las orillas del lago de Managua.
Se mantenía cerca del asentamiento convertido en barrio de Los Martínez, sitio donde había vivido quince años en compañía de su madre María Arguello, una mujer flaca y encorvada, tuerta del ojo izquierdo. La señora tenía problemas para hablar y un reumatismo que cada día agotaba más sus posibilidades de subsistir, a base de elaborar las tortillas, que Benjamín vendía en Las Brisas, Linda Vista y Los Arcos.
El papá de Benjamín había sido un campesino venido de Jinotega, que entre borrachera y borrachera, apareció muerto un día por el parque Las Piedrecitas, cuando Benjamín comenzaba a gatear. Doña María era nacida en León. Se había venido a Managua, con la idea de montar una costurería, pero el destino le había dado muchos tumbos y terminó dedicando las horas en recuperarse del dolor de los reumas, para coser alguna camisa que le habían dado a reparar, antes de amasar las tortillas.
Dicen los vecinos que los dos vivían solos en una choza de plástico negro y latón oxidado. Adentro, solo contaban con una hamaca vieja de tela en la que dormían los dos, una mesita de plástico, un televisor cubano y algunos trastes de aluminio, para el fogón hecho de barro. De Benjamín nadie tenía quejas, aunque dicen que era arisco como gato de monte, no había forma de meterle plática. Cuando pescaba no hablaba con nadie y si era a la hora de vender las tortillas, solo las entregaba y extendía la mano mientras decía el precio, nada más.
La gente hasta había llegado a pensar que era sordo, pero luego lo miraban con su mamá y se daban cuenta que alrededor de ella, el muchacho era otro. Solo hablaba con ella, aunque en una voz tan bajita que nadie más podía escuchar.
Los investigadores de los diarios reportan, que unos meses antes del asesinato de doña María, ella se tuvo que ausentar una semana para ayudar a una hermana que estaba muy enferma en Chichigalpa. Benjamín quedó solo por primera vez.
Parece ser que en esos días el muchacho anduvo desolado por las calles de tierra de los Martínez y que un grupo de chavalos mayores que él, le dieron a probar piedra y aprovecharon para violarlo en el sueño de la droga. Benjamín no volvió a ser el mismo. Se volvió aún más huraño y agresivo. Se manejaba por las esquinas mordiendo a quien se le acercara y fue el retorno de Doña María lo que evitó que se lo llevaran preso.
Raquel Huerta, la vende nacatamales de los Martínez, narra que los dos se desaparecieron de las calles por una semana, nadie los miraba y la gente se empezó a preocupar. Un día, el pastor del culto local entró en la mañana a la choza y se encontró con el cuadro grotesco de doña María, muerta de días, en el piso, desnuda de la cintura para abajo y encima de ella, Benjamín, penetrándola con rapidez.
El caso estalló en todos los medios, la comisaría de la mujer, a partir de la insistencia de la gente, hizo pública la única declaración del parricida: “Mi mamá no quería darme un hermanito para que me acompañara, así que la maté para tener uno”
Nicaragua tuvo un nuevo monstruo al que examinar. Corrieron todo tipo de opiniones científicas y moralistas. Al final, en medio de complicaciones legales por el código de la niñez y la adolescencia, Benjamín fue trasladado al hospital psiquiátrico con un peregrino diagnóstico de esquizofrenia.
En aquella cárcel para enfermos mentales, Benjamín pasó las peores noches. De acuerdo a los enfermeros, no podía dormir pensando obsesivamente en el cuerpo de su madre, descomponiéndose lentamente en un féretro de madera, aprisionado entre tierra infecta de gusanos y cucarachas. Tuvieron que amarrarle a la cama para que dejara de salirse al patio a lanzarse contra las mallas, en su desesperado intento de marchar hacia el cementerio, con intenciones no del todo expresadas.
Fue sometido a punta de duchas heladas y psicofármacos y poco a poco, su delirio fue mermando. Meses después solo presentaba un afán inofensivo de respirar en exceso cada dos horas, con la idea fija de aspirar las partículas de polvo de su madre, que irían subiendo desde las profundidades de su tumba.
Algunos años después, el país se olvidó de él, ya no era noticia. En algún punto entre el bajo presupuesto y el aspecto anodino de Benjamín, no se dieron cuenta de que un día no estaba ya, se había escapado, como tantos otros.
Pocos días después, lo encontraron en el cementerio. Al momento del hallazgo, estaba hundido en la tierra con el féretro de su madre abierto y el celador nocturno en la superficie, muerto de una pedrada en el cráneo. Para ese momento, ya había terminado de comerse los restos óseos de su progenitora.
No opuso resistencia alguna a la policía y se le miraba plácido y tranquilo durante el juicio que finalmente le condujo por treinta años a la cárcel modelo en Tipitapa. Ahora ya era mayor de edad y los argumentos de locura de parte de la defensa no estuvieron a la altura del asco y repugnancia popular que los medios habían fomentado.
Cuando alguien le preguntó en su celda porque lo hizo, Benjamín Ramírez con una sonrisa se limitó a responder: “para no estar solo”.

De: El santuario de las ideas.
Acerca del autor: Alberto Sánchez Arguello

domingo, 3 de febrero de 2013

Fábula semiótica - Gonzalo Santos


—No tenemos otra forma de acercarnos a lo real más que a través de signos. No podemos explicar ningún término, ningún objeto, si no es a través de signos, de otros objetos. La semiótica (y no la semiología, por cierto) es por eso, y por muchas otras cosas, la ciencia de las ciencias, como en otro tiempo lo fue la ontología, que pretendía encontrar un ser que no fuera lingüístico.
Ella lo escuchaba atentamente, como siempre. Le gustaba escucharlo hablar; aunque deseaba que alguna vez hablara sobre sí mismo.
—Entonces, ¿nunca vamos a poder llegar a lo real?
—Nunca. —La voz del profesor sonó tajante y solemne—. Nuestro propio lenguaje nos lo impide. Lamentablemente, no ha venido preparado para eventos de esa naturaleza, tan trascendentales. Hay cosas que nunca vamos a saber.
—Creo que voy entendiendo —mintió ella—. Pero… ¿ése es tu mejor argumento para no contarme tu historia, tu pasado, tus proyectos, tu probable devenir? ¿Eh? ¿No me vas a decir nada?
Entonces el profesor se acomodó en su sillón de terciopelo verde, frente a su esposa, y abrió un libro.
—Recordá —dijo— la definición de Peirce: “Un signo es algo que, para alguien, está en lugar de otra cosa en algún aspecto, fundamento o ground”. Pero la cosa, lo que se dice “el objeto dinámico”, es incognoscible. Yo te podría decir muchas cosas sobre mí, sobre lo que fuera, pero no serían más que signos. Discursos. Palabras. Signos que, de algún modo más o menos eficaz, aluden a un objeto que no podrás conocer nunca. ¿Qué sentido tendría hacerlo?...
Ella lo miró con una mirada penetrante, como si fuera un libro difícil del que cuesta construir un sentido. Le recordó a la traducción de Gaos de Ser y Tiempo, de Heidegger, que terminó alimentando el fuego para un asado en un camping.
—Es la forma más extraña —dijo, finalmente— en que intentaron convencerme de no contarme algo. Aunque en realidad, no sé si me lo decís en serio o no… Porque yo entiendo que me ayudes a estudiar, pero… también quisiera hablar en serio alguna vez.
—Nunca hablé más en serio.
—¿De verdad?
—Absolutamente. Por mi parte, considero más serio hablar de esto que de problemas económicos domésticos o del raiting de la telenovela de las cuatro.
—Está bien. Entiendo. Sin embargo… ¿Qué me decís de esto? —Su mano se movió rápidamente y buscó la entrepierna de su esposo—. ¿Tampoco es algo real, esto que… que…?
Pero ante su mirada perpleja, el profesor comenzó a esfumarse y salió en forma de voluta por un resquicio de la claraboya.
Ahora no tendría nadie que la ayudase a estudiar, y eso, por supuesto, no era bueno para sus nervios. Aunque en algún punto ella se lo había buscado. Al final, tenía razón su madre. Definitivamente, la próxima vez se casaría con alguien normal.

Acerca del autor:  Gonzalos Santos