martes, 10 de diciembre de 2013

Nighthawks – Héctor Ranea


En el bar sólo quedábamos ella y yo. Me cruzó sus ojos con su mirada de halcón, sus dedos como garras de zorzal que tomaban la copa como desgarrándola y el sombrero con dos plumas pequeñas, una añil, otra roja. Comprendí qué pedía y asentí con la cabeza más por cansancio que por deseo. Ella se acercó al escenario, cantó un tango y comprendí que era hora de retirarme. Dejé su retribución y arrastré mis pies a la salida.
En la plaza sólo quedábamos el viejo y yo. Me cruzó sus ojos con su mirada de águila, sus brazos llenos de flecos y un sombrero cagado por las palomas. Comprendí qué pedía y asentí con la cabeza más agotado que interesado. Él se levantó del banco de madera pintada y cantó el tango desolado de las nieblas y comprendí que debía irme. Dejé su retribución y arrastré mis pies hasta el muelle.
En la banquina del río sólo quedábamos esa joven y yo. Tenía las tetas al aire, unas plumas de color arroyo en el cuello y dos aros que tintineaban como campanas gigantes dentro de mi cabeza. Me cruzó sus ojos con sus ojos de calandria, su sonrisa de cisne que bebía de la botella como desgarrándola. Comprendí qué pedía y asentí con la cabeza más por vergüenza que por deseo y dejé que se acercara con su vuelo de cuervo, su liviano andar en botas deslustradas. Dejé su retribución en la balaustrada del río antes de que ella actuara. Con el ala me rozó en la cabeza y fue suficiente para arrojarme al río, más por soledad que por desesperación.
En el río quedábamos sólo ella y sólo yo. Flotando. Muy cansados para mirarnos a los ojos. Y sin embargo supe quién era, pero también que habíamos llegado tarde.

El Autor: Héctor Ranea 

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