jueves, 7 de noviembre de 2013

No es tiempo de juego - Ada Inés Lerner



“Se repetía de amanecidas en el bar.
Parecía fácil
diluir fantasmas con insistencias de vino tinto.
Soñaba –creo–.
Cuando llegaron las palomas
él había muerto”.
San Juan “Apuntes”. José Campus.


Nunca había visto llorar a un hombre. Llorar así. Pero sucede. Sucede porque los días se escapan veloces, y veloces los tiempos nos abandonan en la distancia y en el olvido, el olvido y la distancia que no podemos comprender.
En un bar de estación terminal yo esperaba para partir, partía no recuerdo adónde, cuando reparé en él. En la mesita lo usual, botella y vaso, vaso y botella y la cabeza cenicienta; la cabeza cenicienta cayendo desamparada sobre los brazos magros. Era tal su soledad como yo no había visto en persona alguna. Parecía no estar allí y al no estar allí los demás lo ignoraban, lo ignoraban con esa crueldad que los humanos, sólo los humanos somos capaces de sentir, de sentir y de demostrar.
Cuando alguien evitaba pasar a su lado deslizaba una mueca, una mueca que no alcancé a descifrar.
—Usted ama a sus pares? —desafiante, las palabras demandaban respuesta. Respuesta que el mozo, después de apoyar la bandeja vacía, desorientado, intentó articular:
—¿Si quiero a mis pares? Sí, creo que sí.
—Puede probarlo?
 El empleado optó por ocultar su desazón, desazón devenida en ignorancia, ignorancia que ocultó en el silencio. El cliente lo miraba de frente, sin pestañear, mientras una foto desorientada giraba entre sus dedos amarillos de tabaco.
—No somos nada, sólo la construcción de algunos otros —guardó la foto en el bolsillo izquierdo de la camisa con un movimiento mínimo de su codo.
El cliente sacó dos cigarrillos y le ofreció uno.
—No debo fumar mientras trabajo, pero lo guardaré para después —y lo ocultó, lo ocultó en su bolsillo. El cliente agotó el último sorbo, vaso y botella, lo usual sobre la mesa y la cabeza cenicienta, la cabeza cenicienta cayendo desamparada sobre los brazos magros. Se quedó solo…
Como el bar me quedaba de paso más de una vez lo frecuenté, lo frecuenté sólo para comprobar la presencia del parroquiano y su soledad, el ritual de su soledad. Era casi una afrenta a los otros, a los otros que se reunían aún sin conocerse, y para conocerse se daban apodos, apodos como “el pelado”, “el negro”, “el gringo” como pretexto, y con el pretexto de unas cartas, cartas españolas o un cubilete para jugarse el tiempo, tiempo que no es más que una convención, convención que no comprenden y para matar la angustia de no comprender de qué la juegan, se juegan el tiempo, matan el tiempo.
Varias veces me invitaron a compartir ese tiempo de juego, juego en el que no lo incluían a él. Recuerdo haber pensado que a nadie le gusta que lo dejen fuera del juego..
Quizás por deformación profesional me subyugan las historias, las historias de los desconocidos, de los solitarios y un día, un día como cualquier otro, fui decidido a su encuentro. Quizás porque frente a una realidad desconocida necesitamos ponerle palabras, nombrarla, hacerla nuestra. Quizás sucedió ese día porque lo vi mirar por la ventana de la ochava, perdido ¡vaya a saber uno! detrás de qué sueño.
Permaneció en silencio, inmóvil. Retiré la silla y me senté enfrente y recién entonces pensé que podría estar enfermo. Además de la adicción, digo. Levantó la cabeza y nuestras miradas se encontraron y vi los surcos, los surcos que antiguas lágrimas habían dejado sobre su piel y no lo resistí, me obligaba a apartar la mirada.
La expresión de sus ojos anticipó las palabras que siguieron, aunque quizás no eran necesarias. Es posible, sólo posible que él haya adivinado el motivo de mi interés porque se volvió hacia la ventana y comenzó a hablar:
—Me muero —dijo— y recién ahora comprendo la belleza de la vida. Ahora que los he perdido, por mi culpa. Mis pares, mis pobres pares quedaron solos cuando me fui tras un sueño loco, un sueño que sólo los que son amados en demasía pueden acuñar, no están necesitados de amor, no conocen los límites, las fronteras del bien y del mal, la sinrazòn de la razón. Me amaban demasiado y lo esperaban todo de mí y yo era sólo uno más y además llevaba sobre los hombros la mochila de su amor. Le juro que busqué y busqué... le juro que recorrí todos los caminos, y que transité todos los senderos, y por todos los atajos, y encontré... encontré desiertos y vergeles, bosques, campos y ciudades, hasta que ya no hubo más, no hubo más nada por conocer y entonces comprendí...
 Permanecimos en silencio un momento y luego casi me gritó:
—¿Pero cómo, usted tampoco lo sabe? —Bajó la voz—. Disculpe, a veces me cuesta entender que yo no era el único que lo ignoraba.
Me estaba hartando el jueguito del borracho que todo lo sabe y quizás adivinó mi intención de borrarlo de mi mapa porque me tomó del brazo con ambas manos, manos con llagas que lastimaron mi piel:
—Yo comprendo que ésos no me entiendan, es mejor para ellos, ¿qué ganarían con saber la verdad?. Pero usted tiene que saberlo. Por eso se acercó a mí. Usted es el elegido. El que quiere saber. —hizo una pausa— ¿Entiende? Era mejor que yo me fuera y sin embargo, la causa de todo mi sufrimiento es este secreto que no supe comprender a tiempo....
 Hizo una convulsión, descansó un instante y sacó la foto de su bolsillo:
—Mire esta foto. ¿No ve nada? ¿Sabe por qué? Porque el paraíso no existe. Sólo hay un paraíso y está dentro de cada uno, búsquelo, búsquelo aunque le duela. Búsquelo.


Acerca de la autora: Ada Inés Lerner

2 comentarios:

Nélida Magdalena Gonzalez de Tapia dijo...

Hola, Ada.
¡Excelente!

Ada Inés Lerner dijo...

Gracias Nélida amiga, me reconforta y me anima a seguir intentando.