martes, 29 de octubre de 2013

La comunicación - Rubén Pepe


Ese viernes de fines del invierno, me encontraba abocado y sin mucha suerte en establecer contacto telefónico con una localidad suburbana. Cuando obtenía el tono de llamada, duraba un corto lapso, se oían sonidos extraños, y quedaba la línea muerta, opté por llamar desde otro teléfono. Salí de mi oficina, penetré en una galería cercana, caminé hasta las cabinas alineadas en el último recodo, marqué el número, una corta pausa, luego tono de llamada dos o tres veces, y una voz impersonal producida por una máquina, respondió: “El horario de atención de nuestro establecimiento es de 9 a 16 horas, fuera del mismo sírvase dejar su pedido en el contestador, luego de la señal”. Inmediatamente se oyó un agudo piiiii, que me obligó a apartar el auricular de mi oído. Dicté mis señas, cantidad y naturaleza de las mercaderías deseadas. Luego de una semana, recibí una serie de cajas en las que supuestamente venían embalados los insumos solicitados. Al destapar la primer caja, su contenido me dejó desconcertado, y me produjo contrariedad, los artículos recibidos no eran ni por asomo los que solicitara por teléfono. Destapé los envases restantes, los objetos contenidos cubrían la más variada gama de elementos dispares, que en mi actividad no prestaban utilidad alguna. Con gran fastidio, procuré ponerme en contacto con los responsables de tan enojosa situación. Al tercer intento conseguí comunicarme y la misma voz electrónica recibió mi reclamo. En una semana llegó la nueva partida de cajas, luego de descargadas, le pedí al transportista que se llevara las cajas anteriores, pero por única respuesta se contrajo de hombros, subió a su vehículo y partió raudamente. Cansado dejé  para el día siguiente la revisión del nuevo envío, algo en mi interior me decía, que este nuevo contingente de envases tampoco contenían los elementos esperados.
Por la noche me costó conciliar el sueño, al lograrlo surgieron imágenes alucinantes de extrañas máquinas, que se armaban solas con las piezas que recibí embaladas, y cobraban vida.
Al transcurrir los días, el espacio destinado a depósito de mercaderías, estaba colmado por la variedad de objetos más disímiles e inútiles, que se puedan imaginar. Lo más extraño es que con cada envío recibido, no me fue entregada factura de clase alguna.
En la mañana, al intentar abrir la puerta de acceso de mi negocio, la llave se negó a girar en la cerradura, casi de inmediato sin sonido se abrió la entrada, a un mundo alucinante y futurista. El panorama que se desplegaba ante mis ojos era una réplica exacta del sueño de la noche pasada. Al dar el primer paso me encontré rodeado de extraños artefactos, ¿robots?, realizando tareas de toda índole, y al intentar tomar asiento, una especie de trono rodante me brindó el apoyo deseado; saqué de un mueble un pocillo para servirme un café, del mismo recinto surgió un grifo que vertió la espumosa y humeante bebida. Entrecerré los ojos y reflexioné un instante lo que estaba viviendo. Al abrirlos, el mundo alucinante había desaparecido, nuevamente estaba en mi vieja oficina intentando conseguir línea para comunicarme con una localidad suburbana. Un impulso inconsciente me indujo a salir para intentar desde otro teléfono la llamada que debía efectuar, desistí, giré en el asiento y clavé la mirada en el panorama que se percibía por la ventana, en ese viernes de fines de invierno.

Acerca del autor:
Rubén Pepe

1 comentario:

Sergio Gaut vel Hartman dijo...

¿Sueño? ¿Alucinación? No lo creo. Me inclino a pensar que hay una realidad "lateral", que solo vemos ocasionalmente y que no estamos preparados para asimilar y aceptar. Bravo, Rubén, por dejarnos atisbar por el ojo de la cerradura con el rabillo del ojo...