viernes, 21 de junio de 2013

La pluma se mancha de rojo - Norberto A. Cid


Esa mañana la casa se encontraba en un misterioso silencio, en esa ceguera en grises de luces y sombras, en sentimientos sin oxigeno.
Una pequeña luz  se filtra por el marco de la ventana como si fuera el filo de una espada.
El no lo sabía, sería una noche donde los recuerdos tomarían vida durmiéndose en el amanecer de un nuevo día.
Buscó los cigarrillos en medio de la penumbra, solo queda uno, lo encendió y la habitación toma vida, llenándose de sombras que bailan una danza macabra mientras dura la flama del fósforo.
No quería exponerse al frío. Dio vueltas buscando en los cajones pero fue en vano, con desagrado se puso el abrigo, observando que sus manos estaban empapadas de sudor al igual que su cuerpo. Pero debía salir a la búsqueda de un lugar abierto.
Mientras bajaba las escaleras la vida pasa llevándose el aire tibio, en mezquindad de palabras, en copas que nunca estuvieron llenas. Grito dentro de la ronquera misma buscando la respuesta a ese sentimiento que lastima. Y en voz alta se dijo así mismo; el hombre es el alimento del hombre.
La calle estaba desierta, la arboleda envolvía el contorno del paisaje como una madre protegiendo a su niño en la desnudes de esa calle muerta.
Se apresuro a cruzar, tropezó con una mujer vestida de negro que apareció entre la espesa bruma, de esa tormenta que envolvía la noche.
En el choque, la mirada de ella se posa en sus ojos con la misma suavidad de la luz que se recuesta sobre una piedra abandonada. Se paralizo. Alcanza a tomarse de ella, de sus cabellos largos, tirando desesperadamente de esas hebras que se le hacían un infinito como si fueran hilos de teléfono que se pierden en la oscuridad del tiempo. Se detiene en su rostro.
Ojos claros,  transparentes dentro de una mirada triste, esa mirada que reclama paz, contención, protección. Pero no tienen brillo. Están muertos.
Levanta la mirada entre la copa de los arboles, distingue el extremo ardiente de una media luna, la cual siente como una media fruta en una media luna que madura al sol de una mirada de mujer.
Le da la mano, su cuerpo se estremece, siente el pasado en esos dedos fríos, inexpresivos, le recorre una sensación por el cuerpo, como si arrasaran jinetes enlutados, como si la noche estuviera preparada para encontrarse con aquello que ha dejado atrás hace tanto tiempo.
Ella le deja suavemente una pluma en su mano.
Le habla, pero no la entiende. Escucha algo de cruzar un puente. Se acerca más para escuchar esa vos que susurra... “sos el hombre que me acompañara a cruzar el puente...”
Su mano  amoratada por el frío, su cara lloraba por el efecto de la lluvia y sus ropas se humedecían. No comprendía. Estaba solo en el medio de esa soledad sintiendo un golpetear pausado que repiquetea, acercándose cada vez más fuerte un sonido hueco, como cascos de caballos sobre adoquines, como una "minerva” que en su ir y venir envolviendo el papel contra el plomo imprime un solo verso.
El compás rítmico del sonido entra en paralelo con su corazón, y es su corazón el que perfora la roca cubriéndola de espuma gelatinosa, en el océano de la resaca de ese mar embravecido que se eleva como un caballo joven, es su propia furia que aprieta dentro de los gritos del silencio volviéndose en un doloroso minuto sin sonidos.
Se desprendió de la pesadilla, corre llegando al bar. Pide una “Legui” para entrar en calor y los cigarrillos. La luz de una vela perfora la penumbra, descubriendo personas perdidas en las mesas, hundidos en su mundo de brumas.
Está ahí, mirándolo como si estuviera esperando una respuesta definitiva. Sale corriendo sin mirar a sus costados, sube las escaleras desesperadamente y en la cama  deja caer su cuerpo que rebota contra el colchón. Se desprende de la ropa mojada, su cuerpo desnudo al contacto con el ambiente cálido, deja salir un humeante hilo gris de su cuerpo. Cierra los ojos buscando el silencio, sin embargo está lleno de pequeños latidos.
En la oscuridad de sus ojos se dice: si lo que oyes, no lo oyes de verdad, solo estas escuchando  tu propio silencio.
De sus ropas cae la pluma que la dama de negro le entrego. Ve que es una pluma blanca, la aprieta con sus dos manos contra su pecho, la vuelve a mirar... viendo cómo se va manchando de rojo, de rojo sangre...
No comprende, está desorientado. ¿De donde salió? ¿ quien era esa mujer? Esa mujer que ya no está y que aparece en las noches desgreñadas, pálidas de las medias noches, pero que son puntuales en el abuso y el despojo de quien camina en la soledad de la noche. Ni muerta, ni viva, es esa flor que germina en el pecho de los muertos y del sueño de los vivos.
Voces roncas, ojos muertos y hambrientos de vida, y los otros, que son miles y nadie. Se duerme pensando; mañana tengo que encontrar el sol. Secar mis ropas. Coser mi corazón que sangra.


Acerca del autor:  Norberto A. Cid

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