miércoles, 22 de mayo de 2013

El tango - Héctor Ranea


No tenía chances de ser escuchado en ningún bar de los que conocía en el barrio. Todos esperaban que cantase una canción de amor, o algo alegre del tipo de la música del Caribe, pero él, con sus letras oscuras, llenas de algo pesado para la mente, no era tolerado más que unos minutos. Encontró ese nuevo salón, llamado “Lugar” en el barrio del puerto. Ahí la vio, estaba cantando un tango como los que le gustaba cantar a él, con voz grave, lentos en las partes lentas, enfurecidos en las partes más rápidas. Parecía que bailaba una serpiente dentro de ella, una de esas anacondas que capturan la presa y parecen bailar una danza sensual para asfixiarla. Y él se asfixió tanto que comenzó a cantar con ella a dúo.
Al principio lo miró como a todo imbécil que se quería acercar a su cuerpo, pero pronto escuchó eso que él tenía dentro de la voz, como un murmullo de diablos actuando en una ópera triste y melancólica que la seducía. Era un coro ese individuo acompañándola, así que ella se dejó secundar y antes de la estrofa final le sonrió, pero él lloraba porque a su vez creía haber llegado a sentir en los dedos el calor del paraíso tan negado.
El tango estaba por acabar cuando insinuaron simultáneamente un paso de baile que electrizó a todos los parroquianos, las luces temblaron, el whisky se coló por los gaznates a la velocidad que un prestamista muy voraz se deglute los ahorros de un desgraciado. Algo aleteó sin pausa en el ventilador gigante del salón y las paredes parecieron mutar del rojo a blanco, tal fue la luz que sacaron de sus botines los dos cantantes.
Ella y él no se equivocaron, usaron el piso del salón para ensayar una fogata y comenzaron encendiéndola contagiando a la madera el vórtice atado a las suelas para encontrar enterrada una música azul que los contuviera y los jugara al tute por unas monedas para el prestamista. Él casi no pudo llorar de tanta felicidad ofrecida y tanto calor aportado por los senos de ella que, dibujando un ocho entre las piernas armaba otro en su pecho mientras el corazón se le salía por la boca al tipo.
Y se salió nomás. El público encantado recibió el corazón del tango del pobre caminante que no encontró bar donde cantar su música y cuando lo hizo sólo fue por un instante. Un instante bello, sin embargo. Como los ojos negros de la mujer.


Acerca del autor:  Héctor Ranea

2 comentarios:

Sergio Gaut vel Hartman dijo...

¡Excelente, maestro! Da gusto empezar el día leyendo cosas como esta. Poético, profundo, agudo.

Ogui dijo...

¡Gracias, profe! Me alegra que haya ayudado a empezar el día bien. Y entre el comentario y el cuento se podría hacer una conversación larga.