martes, 30 de abril de 2013

Un escritor fracasado – Héctor Ranea


Los últimos días en casa de Amelia fueron decididamente convencionales, grises, tristes y oleaginosos. Todo parecía resbalar entre ella y él. La sala de estar era una pista de patinaje, el porche alto una alcuza, el baño resultaba tan pringoso como atrás del cuello de una cabra. Y encima, Meril tuvo ese incidente de incontinencia que transformó la relación con Amelia; la transformó para mal, porque ella se dio cuenta de la edad o más bien, la diferencia de edad y eso comenzó a oscurecer aún más los diálogos, como si un despertar de la conciencia adormecida por el amor, minara definitivamente la relación.
Meril, para colmo, sufrió ese episodio cual si fuera feérico y paso a relatarles:
—¡Mierda! —exclamó Meril al darse vuelta y dejar la pantalla de su ordenador apuntando para la nuca—. ¿Qué pasa acá? ¿Quién es usted, se puede saber?
El recién llegado, tan orondo, le dice:
—Su cuento. Pidió uno, acá estoy. He nacido para usted.
—¿Usted? ¡Usted no es un cuento! ¡Qué va a ser un cuento! ¡Un cuento es algo que se lee! ¡Llamo a la policía si no me dice quién es!
—Cálmese. Cálmese. Soy un cuento polimorfo. Usted me interpela, yo contesto, usted escribe: todos contentos.
—¡Pero rájese de acá! ¿Me cree tonto?
—Pregúnteme algo. Use alguna frase de la cual no pueda salir. Yo lo ayudo. Todos contentos.
—¡Todos contentos! ¿De dónde lo sacó a eso, de Confucio? —Meril se quedó pensando, volvió a la pantalla. Ahí tenía la frase inconclusa que casi termina con él. Le espetó: —A ver: los últimos días...
—Anote: los últimos días en casa de Amelia fueron decididamente convencionales, grises, tristes y oleaginosos.
Meril lo interrumpe:
—¿Quién es Amelia?
—La chica con la que usted ha trabado relación. ¿No recuerda? ¡Está en casa de ella!
—¿Yo? ¡No, señor! ¡Estoy en mi casa!
Entra Amelia. Él mira el ordenador, vuelve la mirada al pequeño hombre. Amelia está como ausente. Lo mira y le dice:
—Los últimos días me hiciste pasar un tiempo gris, convencional, días tristes y oleaginosos.
—¡Puta con la palabrita! ¿De dónde sacaste ese adjetivo para los días?
—Me hice escritora. ¡Cualquiera puede escribir como vos!
—Míster. Arrégleme esto. ¿Me da versiones usadas de mi vida?
—Nadie está obligado a aceptar. Por eso estamos todos contentos.
—Me dan ganas de vomitar —dijo Amelia al comprender que Meril ya estaba hablándole al vacío además de incontinente.
Meril se levantó. Tiró la silla. La besó apasionadamente pero cuando quiso abrazarla, Amelia se quiso escapar haciendo fuerza. Él se molestó. El hombrecito seguía repitiendo:
—Todos contentos.
Meril se subió a la silla y saltó por la ventana. Se quebró el cuello contra los cables de teléfono. Los perdedores dejan al menos un par de cuadras sin teléfonos cuando se tiran por las ventanas. Eso sí. Todos quedaron contentos: Amelia y el contador de cuentos son íntimos ahora.

Acerca del autor:  Héctor Ranea

Hoy - Daniel Diez Crespo


Hoy tengo un día como si el pito me colgara como una escalera de hielo y derretida, de fresa y limón, y con forma de caracol, flácido, y hasta las rodillas. No es por verte, es por no amarte. Hoy tengo un día como si las orejas fueran un cruasán sin cuernos, que nadie unta porque le quemaron la letra del delito en la cara, donde luce la infidelidad; duele y desangra la conciencia. Hoy tengo un día ‘plof’, como si saltara descalzo sobre un charco de clavos gordos y afilados, y nunca salpico el agua roja que escondo en el ritmo de mi respiración. Hoy tengo el día mierda, marrón, blanda y dura, oscura y deshecha, pisada y resbalada, rota y fea y maloliente y apegada a la suela de mis zapatos inexistentes. ¡Te quiero! ¿No entiendes que mis ojos lloran en esta soledad porque ya no hacemos el amor como perros salvajes que desean ladrarse a mordiscos, fóllame? Hoy te asesino porque espero resucitar mañana.

Tomado del blog El País de la Gominola 

Sobre el autor: Daniel Diez Crespo

El método - Ada Inés Lerner


Antes de la partida del avión. Era vital. Una y otra vez el lado derecho. De atrás para adelante.
Ser cuidadoso. Del izquierdo. De adelante para atrás. Nada. No desesperar. En los pequeños de arriba, a la izquierda, a la derecha no.
El método. De atrás para adelante, sin saltearse ninguno. Nada. Controlar los interiores. ¡Uff! ¡Menos mal!. Sólo hay del lado izquierdo. Uno por uno… de adelante para atrás. Nada.
No darse por vencido… tiene que estar…
Ejecutan su danza… burlándose de mí …
¿Alguno oculto? No. Yo corté la tela. Abrí el gran rollo, los armé y los cosí, los conozco al dedillo.
Sí, pero no aparece. Tampoco se oye nada… ¿Y si no está ahí…?
¡No empecemos con las dudas!.
¡Tiene que estar ahí!…
A ver.. prolijo … con método…
Al revés los izquierdos. De adelante para atrás. ¡Con método!. Los derechos. De atrás para adelante. Nada. No desesperar. Los pequeños de abajo… ¿abajo?, ¡Claro! ¡Detrás del grande!. Decidí ponerlos a la derecha!. ¡Ocultos! ¡Lo había olvidado!.
No hay nada como renovar la esperanza.
Esos condenados bolsillos pequeños… ¡Con botoncito!
El método. De adelante para atrás, sin saltearse. Nada. Los interiores. ¡Uff! Se oyen los altavoces. Va a partir el avión. Del lado izquierdo. Uno por uno… de atrás para adelante… Nada.
Todo ha terminado para mí. Me alejo unos pasos y los observo. Todos están ahí… ¿todos? ¡Vamos…! ¿están todos? ¡Los he contado!. De izquierda a derecha… Uno, dos, tres… seis, siete, ocho, nueve… doce… ¿éste lo conté?...
Con método… por pares… dos, cuatro, seis… catorce, dieciséis, dieciocho… veintidós… están todos… Por cinco… un total de …
Tendría que notarse el bulto en los bolsillos y al danzar las perchas ella hubiera hecho ruido…
¡Menos mal que lo pesqué justo cuando revisaba los uniformes! Ese comandante de avión… ¿Por qué querría robarse mi cajita de alfileres voladores?

Sobre la autora: Ada Inés Lerner

sábado, 27 de abril de 2013

La sinopsis de tuco - Cristian Cano


Ponerse a pensar que un plato de pastas responde a la ecuación Drake, es mucho. Abordar una reflexión existencialista mediante el tuco para los ravioles, es más que barroco. ¿Quién se imagina parado frente a la olla con agua caliente mientras cuestiona qué es la vida? Espero que una necesidad tan doméstica repare en la mayoría de ustedes, porque imagino el tramado de funciones y sinapsis en nuestro cerebro. Todavía tengo que aprender mucho. Revuelvo el tuco con la cuchara de madera y vuelvo a la olla con agua hirviendo: hay una célula de aceite en el medio, que lucha para apartarse y no diluirse. Una propiedad simple entre los líquidos. Darse cuenta de que el constante poder de la insistencia forjó la naturaleza es una primera conclusión mágica. Con voz alta digo que el aceite está vivo y que rechaza al agua: mínimas y constantes prioridades en los elementos que nos constituyen, recuerdan que la simpleza es la base de un todo. Y que una gota de aceite en el agua caliente es la prueba contundente de que la vida nunca se va a detener.
Pruebo el tuco. Ya está.


Acerca del autor:  Cristian Cano

Ecología mutante — Sergio Gaut vel Hartman, Ricardo Cabezas & Cristian Cano


Si un paisaje extravagante puede resultar perturbador, la capacidad de mutación de la selva de Froet ponía a prueba nuestros nervios a cada instante. Habíamos descendido en el sitio prefijado y los equipos de instalación trataban de establecer el campamento cuando la floresta, como el bosque de Birnam en el Macbeth de Shakespeare, empezó a avanzar hacia nosotros. Pero en este caso no se trataba del ejército de Macduff y de Malcolm atacando el castillo del rey de Escocia, sino de la naturaleza viva retorciéndose y mutando en un caos de rojos, verdes, violetas y amarillos. Los alaridos atronadores de miles de árboles acercándose hacia nosotros, se confundían con el pandemónium subsecuente de nuestro campamento. Los hombres abandonaban sus equipos y sus armas desordenadamente, mientras corrían hacia la nave a varios cientos de metros de nosotros. Pero, por cada paso que dábamos, parecía que la distancia hacia la nave se hiciera cada vez mayor. Entretanto, el cielo se oscurecía velozmente. Horribles nubes azuladas comenzaban a formar torbellinos descomunales sobre nuestras cabezas, a manera de enormes bocas o ventosas sin dientes. En medio de mi terror, recordaba que fueron muchos los satélites y sondas de reconocimiento que por años se habían perdido en la atmósfera (aparentemente tranquila) del planeta, sin dejar ningún rastro. También recordé que para los exploradores vikingos, Froet, significaba “Ciénaga de la desolación”. Sin embargo Froet y sus selvas poseían un ecosistema muy parecido al de nuestra remota y contaminada Tierra y ese planeta era, en aquellos momentos, nuestra última esperanza de encontrar un hogar. Al menos eso, era lo que nos habían inculcado en la nave generacional. Una tromba vertiginosa se precipitó por encima de la nave y vimos cómo la estructura y las mamparas se desmenuzaban como terrones secos, para elevarse y desaparecer en ese punto desconocido del cielo. Ordené reunirnos a cielo abierto, en medio de un claro. Sabía que los intercomunicadores tenían un buen alcance, lo que desconocía, era cómo sería su rendimiento en una atmósfera cargada de dióxido de carbono. Al aguantar en cuclillas para soportar el viento huracanado, vi llegar a mis hombres, uno a uno. Algunos heridos, otros, desesperados. Ordené colocarnos en formación de círculo cerrado, con las armas que nos quedaban y, cuando escuché los gritos de mi sargento a mis espaldas, ordené abrir fuego. Froet no iba a ser nuestra última jugada. De eso estaba seguro. El tableteo de las municiones químicas se colaba por los transmisores, al igual que los alaridos. Entidades vegetales se devoraban indiscriminadamente, fagocitándose. No fue sino mucho después de que hubimos calcinado toda aquella floresta que el mensaje telepático impregnó nuestras mentes de un modo total y absoluto.
—Lamentamos lo ocurrido —dijo una especie de voz colectiva, múltiple, la voz de una manada—; no quisimos asustarlos. Y a pesar de que hemos llevado la peor parte en esta masacre, queremos darles la bienvenida a nuestro mundo. Sabemos que la Tierra ha colapsado y que Cna’gna, como denominamos a Froet, puede ser una solución para los problemas de su especie. Esperamos anhelantes que ustedes acepten formar parte de una entidad simbiótica. Todos ganaremos con esta fusión. Cuando pude reaccionar convoqué a los referentes de la expedición y abrí el debate con esta palabra:
—Desconfío.
—No deben desconfiar —dijo entonces la voz colectiva—. Somos una sola entidad con Cna’gna. Y eso incluye desde las microscópicas bacterias hasta los árboles y los animales; funcionamos como un único organismo en equilibrio metabólico con su interfase atmosférica. Observen. En esos momentos los cielos se aclararon y desaparecieron las nubes. Nuestros equipos indicaron que la atmósfera se llenaba de oxígeno y nitrógeno, mientras disminuía proporcionalmente el dióxido de carbono característico de Froet. Los dos pequeños soles del planeta brillaban en el horizonte y una leve brisa nos rodeaba con calma. El bosque calcinado comenzaba a reverdecer.
—¿Por qué nos atacaron, entonces? —pregunté, todavía intranquilo.
—Nosotros, la selva de Cna’gna, los detectamos como extraños al planeta, y nuestra función es actuar como el equivalente al sistema inmune de las criaturas de su especie. Inicialmente, los sentimos como un virus extraño y dañino. Luego leímos sus mentes inteligentes, su miedo, su tristeza, su añoranza por un hogar. Creemos que nos podemos beneficiar mutuamente con la fusión.
Entonces pude sentir los pensamientos y emociones del planeta y de mis hombres. La gracia estaba en sus ojos. Después, en sus actos. Tuvimos una reunión en lo que quedaba del puente de la nave, recolectamos todo lo necesario e hicimos una gran fogata. Esperamos mucho tiempo, la noche se hacía desear. El sol más alejado se perdió en el nuevo horizonte selvático y por fin estuvimos tranquilos. Escuché el llanto de algunos soldados al entregarse a Cna’gna y no supe qué hacer cuando empezaron adentrarse en la selva de Froet. Como toda transformación, esta entrañaba riesgos, desataba los peores temores, nos hacía revivir ansiedades y pesadillas que creíamos haber dejado atrás. Pero nada de esto ocurrió. El gran organismo vivo, Cna’gna’hum, a partir de ahora, nos había devuelto la esperanza.

Los autores:
Sergio Gaut vel Hartman
Ricardo Cabezas
Cristian Cano

Al margen del proceso creativo - José Luis Velarde


El escritor decide abordar un nuevo tema en la ciencia ficción. El contagio de enfermedades mediante radiofrecuencias. Imagina personas devastadas por sólo responder el teléfono celular. Supone que la novela puede  iniciar en un laboratorio donde se enferma a un simio situado día tras día frente a una televisión. Un mal venéreo directo al tuétano o al iris del infortunado espectador. El asesino invisible y perfecto. Un cáncer que viaje oculto entre las señales de telecomunicaciones hasta impactarse en el grupo social que pretende infectar. El proyecto le entusiasma, aunque bien sabe que la realización será un tanto complicada, pues no cococe gran cosa de radiofrecuencias ni de enfermedades. Llama a su editor que responde vocinglero como siempre. Catorce minutos después consigue comunicarle el nuevo proyecto. A cuatrocientos kilómetros de distancia el rechazo se incrementa hasta retumbar en el oído derecho del postulante.
Queda sordo un par de minutos.
Lo recibido es tan intenso y creíble que el escritor decide cambiar el desarrollo argumental que apenas iniciaba. Anota en el margen de su primer esquema que será mejor asesinar a los indeseables con sonidos amplificados de acuerdo a la voluntad del emisor.

Sobre el autor: José Luis Velarde

viernes, 26 de abril de 2013

Apocalipsis - María Ester Correa Dutari


—¡Abogo por un papa de otra nacionalidad, nada de alemanes ni de italianos, ya es hora! Tenemos un presidente negro en el país más poderoso del mundo, y es justo lo que digo! —Afirmo a mi interlocutor del otro lado de la línea—. las ultimas noticias, dicen que no se hace el consistorio en el Vaticano, se ha llegado a la conclusión que ya tenemos Papa. ¡Ahh, pero usted me dice que debería ser negro porque usted es negro! Es cierto, es hora que la Iglesia se renueve, tal vez si comenzamos por esto, se pueda hablar ver mujeres obispos, casamientos con personas del mismo sexo, repartir las riquezas, transparentar los negociados, ser dueños de todo el mundo terrenal, y del espacio exterior. La verdad tiene usted razón amigo y se cumpliría con la profesía de Netradamus el ultimo Papa seria de ese color: y que dice, al principio habrán enfermedades mortales como advertencia, luego habrán plagas, morirán muchos animales, habrán catástrofes, cambios climáticos, y finalmente empezarán las guerras e invasiones del rey negro. Todo esto ya se ha verificado en la realidad y el presidente cumplió con todas estas premisas, además porta el premio Nobel del la Paz, probada su hombría de bien, es el mejor candidato para asumir. ¡Es una jugada mortal: dueños del mundo occidental y cristiano, estos yanques son unos genios, pero sería el fin y el principio del Apocalipsis…!


Acerca de la autora:  María Ester Correa Dutari

La huella del tiempo – Sergio Gaut vel Hartman, Cristian Cano, Christian Lisboa & Javier López


La cronoscopía se realiza de un modo tal que las sutiles diferencias entre las múltiples versiones del futuro pasen inadvertidas a los ojos de los observadores no entrenados, poco idóneos o mal informados. Hay que considerar que la calidad de cada alteración está vinculada con el grado de compromiso emocional del sujeto involucrado y a la distancia temporal que pretende viajar. Es por eso que Marty Deveraux se puso loco la mañana en que descubrió que Amanda había regresado al punto de origen: 2047.
—¡Maldita sea! —exclamó—. Estábamos a punto de conseguirlo. —Dio tres vueltas alrededor del artefacto y consideró la posibilidad de salir en busca de la mujer. Sabía que era inevitable esperar diez minutos para volver a utilizar el transponedor sinaural: un cacharro que cabía en la vertiginosa cartera de una chica de modales generosos. Sostuvo el artefacto con ganas de estrellarlo contra la pared de la habitación. En los últimos días, Amanda se había mostrado inestable debido a la persecución que venían sufriendo por parte del gobierno. Acto seguido, sufrió el regreso espontáneo. Marty dejó el transponedor sobre la cama y esperó, arma en mano, a que la puerta fuera derribada.
La luz inundó el cuarto deslumbrando a Marty. Todos los objetos, incluida la cama, se encontraron de pronto en medio de una selva desconocida. Nuevamente había sido engañado. Amanda se reía tras la pantalla y él no podía cambiar el programa porque el transponedor ahora pertenecía momentáneamente a la realidad virtual XYZT del subprograma creado por ella. Debería esperar que la rutina terminase. Un sonido siseante lo alertó, proveniente de un macizo de helechos gigantes.
—¡La serpiente! ¡Maldita serpiente! —se dijo entre dientes sin querer ser oído, sin saber por qué ni por quién.
Amanda apareció en ese instante en la escena. Solo una hoja de parra cubría su sexo. De tan bien fijada y colocada pensó que era una de esas modernas decoraciones de pintura corporal que las chicas solían hacerse en la época de la que ambos provenían.
—¿Quieres probarla? —se insinuó Amanda, apoyando sus labios rojos y carnosos sobre la piel reluciente de una manzana, cuyo color se confundía con el de la boca que se reflejaba en su brillo. Y, diciendo esto, se liberaba de la pequeña hoja de parra y mostraba a Marty su más preciado tesoro.
La historia se repetía. La humanidad comenzaba de nuevo. Pero esta vez, a diferencia de la primera, el pecado original se consumaba sobre una cama de poliestireno extrusionado con colchón de viscolatex. Además, ellos tenían esa especie de mando a distancia que podía cambiar el pasado y el futuro.
Tras dejar que se desbordara su pasión, a ambos solo les quedaba preguntarse quién sería el escribano capaz de reflejar la nueva versión de la historia en las futuras Sagradas Escrituras.
Pero Marty reaccionó a tiempo.
—Hemos configurado un nuevo génesis, un génesis de pacotilla. Y ni siquiera eso nos pone a salvo de las garras de los agentes del gobierno.
—Estás equivocado, como siempre —replicó Amanda—. Esta vez he logrado colocar la secuencia en un plano invisible. Podemos seguir haciendo lo que hacíamos —agregó con gesto lascivo—. Todo depende de nosotros, es nuestra decisión. Tenemos que lograr una estabilidad emotiva, recuerda que cada alteración de las branas, está vinculada a nuestro control emotivo. Si nos revolcamos en una cama de dos plazas y media, como comienzo de virtud humana, da por seguro que el futuro se irá por el caño del desagüe —mientras la escuchaba, Marty le cubrió el sexo con unas hojas verdes y, según la mueca de ella, era como querer detener la peste negra con un té de boldo.
—¿Qué es lo que sigue? —dijo Marty.
—Volvemos —se levantó. El poliestireno extrusionado crujió—. ¡Ay, idiota, son hojas de ortiga!
—Perdón. Esto se está saliendo de control. Lo dejo en tus manos.
Amanda tomó el control y digitó “emergencia”. Al instante, ambos se encontraron frente al consejo de directores extratemporales. Aunque se trataba de representaciones holográficas, estaban en línea y sus decisiones eran inapelables. Dijeron al unísono: “¡Condenados!”
Ante el gesto de horror de Amanda y Marty, el director vocero dijo:
“Ambos han trasgredido las reglas básicas de los viajeros cronoscópicos. No sólo han alterado el origen histórico fundamental. Lo han hecho por causas egoístas, con falta absoluta de control emocional”.
—Pero… estábamos invisibles —dijo Amanda.
—“La invisibilidad es un recurso técnico delicado. Es imposible evitar alteraciones en una intervención primaria. En alguna generación futura, por ejemplo, las mujeres querrán salir de sus hogares, dejar las labores domésticas y trabajar codo a codo con los hombres”.
“Serán asignados a un sector de preservación histórica, de leyendas y mitos. Amanda será una monja y Marty un sacerdote”.
¡No!, gritaron ambos, horrorizados. ¡El celibato me volverá loco, o degenerado! —dijo Marty.
No se preocupen. Podrán volver una vez al mes a “Edén”. Eso sí, jamás podrán tener hijos.
—¿Hijos? ¿Y quién quiere hijos? —contestaron al unísono.
Dicho esto, Marty y Amanda volvieron al cómodo lecho de viscolatex, que de tanta agitación se convirtió en gel fluido, mientras el poliestireno crujía cada vez más.
—¡Ya está bien, queremos dormir! —gritaron unos vecinos que ellos ignoraban tener, apareciendo ambos cubiertos con hojas de parra.
No les costó reconocerlos. Eran los auténticos Adán y Eva. Al menos, no se sentirían responsables del fracaso de la especie humana, si aquellos dos podían procrear. Lo suyo, definitivamente, solo era una realidad alternativa que no influiría en el destino de la humanidad.
Así pues, continuaron con su tarea, y solo la quemazón en la entrepierna de Amanda hizo aconsejable que pararan. Ambos se miraron, preguntándose si aquello era producto del ardor de Marty o un leve recuerdo del episodio de las ortigas. Fuera como fuese abandonaron el lugar, esperando que los 30 días que faltaban para regresar a Edén pasaran pronto. Aquel lugar era realmente divertido.



jueves, 25 de abril de 2013

Jesús vuelve - Ernesto Simón


Hora cero: Jesús entra a un bar de Manchester. Viste pantalón de yin, camisa negra, campera de cuero y unos borcegos de suela alta. Lleva lentes oscuros, a pesar de ser noche, para que nadie lo reconozca. Su pelo largo y su barba descuidada no dicen mucho más.
Cero y treinta: Jesús pide un vodka con jugo de naranja y hielo. Bebe. Mira. Se asombra.
Una y cinco: Unos chicos esquinjeds, la cabeza rasurada y tachas por todas partes, le buscan la roña. Lo insultan. Uno lo escupe. Otro lo empuja contra la barra.
Una y catorce: Jesús se quita los anteojos. Los mira con furia. Levanta sus ojos al cielo y grita: perdónalos señor, no saben lo que hacen. Los muchachos se ríen. Ordenan una jarra de cerveza que pronto pasa de mano en mano. Lo rodean. Soy Jesús, el Hijo de Dios, les grita aterrado. He vuelto a la tierra para salvarlos. Su voz no tiembla, sus piernas sí. No eres más que un vagabundo que busca nuestro favor, dice uno. El otro lo acusa de pobre infeliz, desgraciado indefenso y le pega una patada que da justo entre sus piernas. Jesús cae. La música aturde. Parece un corazón gigante que entró en taquicardia. La cerveza sigue su recorrido por el círculo de esquinjeds que lo rodea. Uno de ellos saca una navaja, se pone en cuclillas y la clava. Jesús se retuerce. El de la navaja hace un corto recorrido con su mano. Ahora raja todo el vientre de Jesús. Ríen. Toman. Patean. Música. Luces que se encienden y se apagan.
Una y treinta: Todo sigue igual. Esta vez no hizo falta cruz. No hubo Calvario. Magdalena ni se vio.
Es una noche fría de septiembre en Inglaterra. El tiempo, la música, los tragos, la euforia y la historia, todo avanza y crece en el interior del bar. ¿Jesús? Sigue desangrándose en el suelo.

Acerca del autor:  Ernesto Simón

lunes, 22 de abril de 2013

Cena de año nuevo - Abelardo Cid Topete


Toda la gente del vecindario espera esta fecha con agrado, hacen planes para degustar solo una vez al año los exquisitos platillos y viandas que prepara doña Tecla en esta fecha, la gente comienza a hacer sus pedidos desde fines de noviembre para no quedarse sin comerlos en la noche de año nuevo.
Doña Tecla lleva ya varios años preparando comida y antojitos todos los días, querida y conocida por todo el vecindario vende a diario sus tamales, pozole, tostadas, quesadillas, pambazos y garnachas. Una vez por año en esta fecha aumenta y pule su repertorio culinario, siempre con platillos sorpresa, de sus manos salen obras de arte en cuestión de comida tal si fuera un Diego Rivera en la pintura.
La gente pasa a ver desde dos días antes la elaboración de los platillos y ver la calidad de los ingredientes que van a comer después, ella permite a cualquiera acercarse más no da la receta, les dice lo que puedan aprender con la vista es de ustedes, la manera no la doy, es un gran secreto de familia que le viene desde sus bisabuelos y así seguirá por generaciones y solo a un miembro de la familia le es comunicado el secreto tan fielmente guardado, siempre y cuando muestre la disposición y el carácter para seguir elaborando la comida como sus antecesores y siempre hay un miembro que cumple con todos los requisitos y es a ese a quien le transmiten el gran secreto.
Ella, Dña. Tecla, desde que tenía 15 años aprendió el secreto de tan maravillosa preparación, que le fue transmitido por su madre que un día desapareció, abandonándolos por un hombre para nunca más regresar. Los clientes ven con admiración la calidad de los ingredientes, las tripas para el menudo de un color rosado, completamente limpias con cierto olor a tequila que por cierto es característica de todos sus platillos de esta noche, un gusto y aroma a tequila, añejado y no fuerte, solo un toque que resalta mas su sabor. Ven, relamiéndose, la cazuela donde se preparan los sesos, la gente dice que han de ser sesos de ángel si es que los ángeles tienen sesos, por el exquisito e inigualable sabor que tienen.
Se saborean de antemano los tamales de carne, dice ella que es carne que pide desde un año antes y exige cierta alimentación en el ganado que se va a usar para que adquiera ese sabor que solo ella sabe. La cazuela de la lengua es de las más visitadas, dice Dña. Tecla, que lleva lenguas buenas y malas que para comérselas da lo mismo al fin que ya guisadas no lanzan ni sus zalamerías ni sus venenos, y que decir del platillo principal que son los tamales, grandes, bien envueltos en sus hojas de maíz, la masa y el cocimiento en su punto y sobre todo la carne, roja, fresca, maciza, con el sabor atequilado que ella les da, los hay verdes, rojos, con queso y carne, con rajas queso y carne, de picadillo, con raciones tan generosas de carne que no hay tamalera que los iguale, hay colas desde temprano para ordenarlos y así tener una excelente cena de año nuevo, hay también moronga guisada exquisitamente, con un sabor inigualable, tacos dorados de carne deshebrada, de sesos, de picadillo, de carne con mole, tostadas de hígado, carne, acompañadas de sus salsas famosas, encebolladas y entequiladas y qué decir del consomé, de sabor fuerte, picante con el clásico dejo atequilado donde el jerez ya no tiene nada que opinar, ella lo llama caldo de huesitos con carne mixta.
Por la noche, ya en su casa cuenta sus pingües ganancias que año con año crecen y sonríe satisfecha para si misma por haber hecho feliz a tanta gente en la cena de año nuevo, y lo seguirá haciendo mientras Dios le preste vida, mientras esto piensa se dirige a la nevera sacando y ordenando lo que ahí se encuentra, las manos de su madre, los penes de todos los maridos que ha cebado durante un año con tequila y buena comida para ofrecerlos en la cena de año nuevo a sus clientes, este año la nevera guarda otro recuerdo, las chichis de la amante de su último marido, que si combinaron sus carnes en vida ahora ella las combinó en los tamales, que dicho sea de paso fueron un éxito, si pudiera dar las recetas haría feliz a mucha gente y a muchos matrimonios. Ya mañana empezaría a cebar al nuevo marido durante un año, a darle vida de rey y a complacerle sus gustos, que el complacerá los gustos de mucha gente el próximo año nuevo.

Sobre el autor: Abelardo Cid Topete

Las leyes de la física son también para el superhombre - Luis Benjamín Román Abram


Superhombre decidió que era necesaria una reflexión profunda acerca de su relación con la humanidad, tal vez sería mejor que ya no interviniese, tan solo coexistiera con ellos como uno más. Se alejó de la Fortaleza de la Soledad y se suspendió en la corona solar. Sintió que sus poderes físicos se fortificaron. Podía distinguir no solo a Polaris, sino hasta la radiación gamma de la más antigua estrella. Decidió poner a prueba su velocidad. Se dirigió al norte de la Vía Láctea. La rapidez que llevaba ya era próxima a los trescientos mil kilómetros por segundo. Los micros meteoritos se deshacían al tocarlo, su visión de rayos hacía estallar asteroides, no necesitaba contener la respiración. De pronto se sintió en paz, pero no sabía si su paroxismo había persistido minutos u horas. Decidió volver a su Metrópolis, con los que amaba. Cuando estuvo en la Espuela de Orión se percató que el Sol era una enana blanca y sombría, de la Tierra no había ni rastros y él era el ser más desolado del universo conocido.


Sobre el autor: Luis Benjamín Román Abram

sábado, 20 de abril de 2013

Estrella fugaz - Héctor Ranea


—¿No me dijo que era de Piscis, señora? —me dijo la empleada sobrecargada de labios rojos con turgencia de mandarina marchita.
—Pero Piscis es un signo fulero. ¿Por qué no pone que soy de Acuario?
—¡Porque la última vez que le puse que era de Acuario se meaba en la cama, señora! ¡Por eso!
—Está bien, pero no me grite así. Parece un ahogado en un natatorio municipal.
—¿Y usted, qué? ¿Se quiere parecer a la Marquesa de Sudán? ¡No todos somos candidatos a marqueses, sabe? —la sorna me atormentó los oídos. ¡Semejante actitud!
—Usted no me trataría con tanta acritud si fuera menos plañidera. Mi error ha sido ese. ¡Maldita yo que se me ocurre venir a un cambio de horóscopo con semejante personaje!
—Tiene razón, querida: acá el lema es: “Venga con su signo y le regalamos dos” pero eso no incluye reincidentes. ¡Está viniendo todos los meses, usted! Está bien que no pueda negarme, pero ¡por favor! Téngase paciencia. No se puede ser una Piscis si añora ser Escorpio a cada rato.
—No tiene por qué gritarme. Los Piscis tenemos bajo control algunas cosas menos las emociones.
—¿Me amenaza? ¡Me amenaza! ¡Guardias! —gritó. Y no pude más. Esa asimetría con la que movía los labios me compelió a tirarle con el signo de Capricornio por el pecho. Rebotó en sus senos de goma espuma, así que zafó. Entonces usé el signo de Libra y los platos se los puse en cada oreja, pero la mujer tenía la cara ya rota. Me venció por cansancio. No llega a vieja una sin falta de voluntad. Y así abúlica me llevaron de nuevo al geriátrico.
—Va a ser Piscis toda la vida que le quede, ¡vieja loca! ¡Va a saber lo que es! —estaba fuera de sí.
—No importa —pensé—, dentro de un mes vuelvo y me pongo Sagitario. Seguro que me tratarán con más cariño.

Acerca del autor:  Héctor Ranea

El existir o no existir del tiempo - María Gimena Barboza Dri


—¿Sabías que el tiempo no existe? —me dijo, acuchillando el silencio de la noche con los ojos extraviados en quién sabe qué universo de locura multimatizada.
—¿Quién lo dice? -respondí con la frialdad consecuente del invierno en mis pies todavía realistas.
—Yo te lo digo...
—¿Por qué?
—Porque el tiempo no es tiempo, son instantes sin medida, ¿entendés?
Entonces yo, extraviada en sus ojos que seguían perdidos en ese otro universo, acepté su invitación audaz y me atreví a decir:
—¿Sabés por qué el tiempo no existe?
—¿Por qué? —respondió, sediento de altura.
-Porque al tiempo lo inventó el hombre...
Y en mi mente millones de ideas para un porqué se empujaban aglomeradas en la puerta de mi boca que sólo sabía articular balbuceos silenciosos.
-Siempre me ganás -replicó él, sin embargo, entre una sonrisa que supo amar mi respuesta.


Acerca de la autora:  María Gimena Barboza Dri

La sugerencia - Francisco Garzón Céspedes


“Sugerir. ¿Será describir?”, se pregunta el aprendiz de narrador oral escénico. “¿Cuál es el secreto? ¿Los matices de brillo que diferencian una perla de otra? Es diáfano entre carbón y diamante. Mas sugerir...” Cuando narre dirá que “el hombre era muy fuerte”. Puede verlo. Palparlo en el cuento. Camina. Respira. Está vivo acá. Pero si lo dice así, tan escueto, tan definitivo, y sigue contando, el público no tendrá suficiente materia prima para imaginar, ni tiempo. Dirá que “el hombre era muy fuerte, porque, siendo alto y sano, había hecho pesas para tener anchas espaldas, piernas resistentes y músculos poderosos”. Pero si lo dice así, tan determinativo, y sigue, el público no podrá crear su propio hombre muy fuerte, sino que, como mucho algunos comenzarán a ver el hombre muy fuerte que él está viendo. Y si dijera que “el hombre era muy fuerte, tanto que hubiera podido de un cabezazo traspasar las montañas”. O que “era un hombre tan fuerte como un elefante enloquecido de sed”. Y si no dijera “fuerte”. Sino que “era un hombre que parecía capaz de detener, con una sola de sus manos, un dragón”. “Un hombre que podía alzar a otros dos como si los pesara en una balanza.” “Un hombre que de un soplo derribaría uno tras otro los robles crecidos en hilera.” Eso resonaba. ¿Qué pasaría? Pero ¿y la concisión? ¿Eran o no concisas esas... sugerencias? Y, sobre todo, ¿qué pasaría cuando comparara al hombre con el dragón, la balanza, el soplo devastador? El aprendiz tomó una decisión. La hizo palabra, voz, gesto. Evocó al hombre muy fuerte y dijo “dragón” y dijo “balanza” y dijo “soplo”. Una multitud de hombres muy fuertes comenzaron a flotar por encima de las cabezas del público, como si numerosas botellas conteniendo genios hubieran sido descorchadas para que brotara el humo moldeable de lo sugerido.

De gaviotas de azogue  34
Sobre el autor: Francisco Garzón Céspedes

jueves, 18 de abril de 2013

Entonces, yo le dije: madame - Jaime Arturo Martínez


Durante noviembre y diciembre el ambiente es muy agitado en “La niña de oro “. Aquí hay más de cien mujeres de todos los colores, altura, peso y edades. Los fines de semana es un torbellino que crece y crece con la noche. La música nunca cesa, pues hay dos escenarios en que se alternan dos orquestas: “Los ángeles del ritmo “y “La casino del mar”. Como esta enorme casona está cerca del puerto, todo el tiempo se escucha el mugido del mar y la brisa inunda de arena las pistas de baile. La niña Chepa Machado es la propietaria y siempre anda pendiente de que todo permanezca limpio y que sus niñas se mantengan arregladas y complacientes.
A las muchachas las cambian cada cierto tiempo, algunas vienen del Sinú, del Magdalena, del Cauca o de las Sabanas. Como ocurrió hace cuatro días cuando la Niña Chepa me mandó al puerto de los Vaporinos para que recogiera a cuatro de ellas que venían de Riohacha. Cuando llegué, ya el barco había atracado y las vi sentadas encima de unos bultos. Me acerqué y me identifiqué. Todas se pusieron de pie y me saludaron de mano, la última me produjo una impresión que nunca había experimentado frente a una mujer, era más que hermosa y su piel se parecía al color de la vajilla china, que la niña Chepa tiene para su uso personal. Al verle sus ojos, me dije que me gustaría vivir en ellos por el resto de mi vida. Enseguida pronunció su nombre: Simone.
Mi oficio es el comprar todo lo necesario para el negocio y estar al tanto de las necesidades de ellas. A Simone le asigné el mejor cuarto, el que tiene tres claraboyas por donde se recibe el viento del mar. Por las otras me enteré que era francesa y que había viajado desde Marsella. La niña Chepa apenas la detalló, tomó el teléfono y llamó al capitán Robledo para ofrecérsela. Por lo que escuché de esa conversación, ella debería quedarse encerrada en su habitación desde ese viernes hasta el martes, ya que al capitán no le gustaban los barullos de los fines de semana y apreciaba mejor la discreción de los martes, cuando acuden pocos clientes.
Durante esos días estuve atento a sus requerimientos y como hablaba poco español, yo hacía lo imposible para saber que deseaba comer o que deseaba tomar. El martes a las siete y quince llegó el capitán. Entró como siempre, por la puerta lateral y lo conduje al cuarto de Simone, donde además de la cama se le había dispuesto un par de mecedoras y una mesita de mimbre, en la que estaba una cubeta con una botella de vino y dos copas. El capitán entró y cerró la puerta. Yo me quedé sentado en una banca del pasillo. Al rato escuché al capitán que vociferaba. Éste abrió la puerta y salió al pasillo en paños menores y me increpó porque el vino estaba agrio. Le di disculpas y enseguida le llevé otra botella que agarró de un tirón y se encerró de nuevo. A los pocos minutos se fue la luz y entonces el capitán montó en cólera, abrió la puerta del cuarto y salió abotonándose la camisa hacia la puerta lateral. Cuando sentí que su auto se alejaba, me levanté, fui hasta la ventana y me asomé. En eso vino la luz y procedía entrar al cuarto de Simone. Estaba en ropa interior y con los ojos llorosos. Yo procedí a consolarla, la atraje y empecé a acariciarle el cabello, el rostro, los brazos, la espalda. La desnudé y ahí sí que su belleza se multiplicó. Me tendí sobre ella y empecé a penetrarla al tiempo que ella iniciaba un contonear de caderas, como en una danza y lanzaba los gemidos más tiernos, mientras musitaba: oui, oui, oui…
Al salir de la habitación, cerré la puerta con cuidado y de la nada surgió la figura de Asdrúbal, uno de los ayudantes de la cantina, quien me dijo al oído: - Eres un suertudo, te montaste a la francesita! Yo no le respondí, pero me dije a mi mismo que a la suerte hay que ayudarla…con un vasito de vinagre en el vino y con un pequeño corto en el apagador de la ventana.

Acerca del autor:  Jaime Arturo Martínez Salgado

La laguna de Caronte - Ada Inés Lerner


“Quien lucha con monstruos ha de tener cuidado 
de no convertirse en un monstruo también él"
F. Nietzsche.

Soñé radicarnos en el pueblo de La laguna de Caronte. A esta altura de nuestra vida recuerdo nuestras fantasías. Sobre éste pueblo, sobre la laguna, sobre los fantasmas de los no-vivos, relacionados directamente con el estado trascendental de la muerte.
No puedo escaparme de mi misma, yo seguiré siendo yo y mis circunstancias dondequiera que vaya: en mi pequeño planeta lejano que esta noche brilla como una estrella, en la gran ciudad (donde presté servicios como enfermera hasta jubilarme) o en esta playa asomada a la gran laguna.
Sufrimos la xenofobia general de los terrestres y nuestra existencia fue difícil. Trajimos algunos muebles, vajilla, la ropa que deberé adaptarla a este clima.
—Penélope, está listo el mate. —El que habla es mi marido. Debí incluir a Ulises en el detalle de mi equipaje, porque yo lo convencí de mudarnos aquí.
Se impone que a esta altura aclare como fueron nuestros primeros días. Al principio el pueblo nos miró de costado. Nos observaron e interrogaron mal disimulando su desconfianza. Desconfianza pueblerina que se traduce en una amabilidad forzada que se hace por demás evidente. Pensamos que no lo notarían, que nuestra baja estatura fuera aceptada, venimos de un planeta pequeño, Caronte. El hecho que los alertó, el que los hizo sospechar, fue que ninguna mascota se acercara ni a pedirnos un hueso.
—Un poco de tiempo y paciencia —nos dijimos.
Ulises colocó en la entrada de la casa un cartelito primoroso, en madera tallada, que aún hoy dice: “Enfermera diplomada. Inyecciones. Presión. Cuido enfermos”. Y me senté a esperar. A esperar que mi profesión de toda la vida me introdujera en las casas de la gente como una bruja buena que alivia dolores del cuerpo y el alma.
En cuanto a Ulises, perdió el pelo pero no las mañas. Como había sido adiestrado, intentó infiltrarse en las organizaciones intermedias para desplegar su actividad de detective de entuertos. En la cooperativa de teléfonos, como socio usuario, tenía el derecho de participar en la comisión directiva. No lo aceptaron: luego advertimos que nuestras inocentes conversaciones telefónicas eran “pinchadas”.
Habíamos traído nuestro sistema de comunicación interestelar y todo estaba bien resguardado.
Se sucedieron algunas reuniones en casas donde se resucitaban a aquellos antiguos héroes dispuestos a inmolarse por la cosa pública. Todo se fue aquietando: aquellos vecinos que empujados por Ulises, habían tomado la participación como un juego, alternativo al billar o la taba, empezaron a sentir que la guerra justa desatada por mi marido contra la malversación e impunidad no los motivaba y los involucraba a trabajar sin descanso y decidieron que no valía la pena perder la tranquilidad por unos cuantos pícaros.
“Son nuestros vecinos de siempre” era su filosofía y nos fueron retaceando su presencia. Ulises seguía detrás de sus ideas.
Esto nos aisló y también afectó mi actividad y no nos pasó desapercibido en los bolsillos. Y hacer frente ahora a este fracaso...
En este tiempo de ancianos, me quise despedir de Ulises pero él no lo aceptó y juntos emprendimos el último viaje de los caronteses sumergiéndonos en la laguna .


Acerca de la autora:  Ada Inés Lerner

martes, 16 de abril de 2013

Pica pica - Fernando Andrés Puga


—¿Una naja? — se sorprendió el doctor, sin sacarse el turbante.
—Sí. Elevó la parte delantera de su cuerpo y se me vino encima. Dígame. ¿Qué me va a pasar? -se asustó la joven turista venida de algún país del norte.
—Primero un picor intolerable. Se pondrá usted frenética rascándose. Después, un coma respiratorio. Difícilmente logre sobrevivir. Y no se moleste en buscar. No hay antídoto.
—¿Y cuándo empiezan los síntomas? —dijo mientras se acomodaba los luminosos cabellos de sol.
—De inmediato. ¿No siente ya el ardor?
—¿Y si visito a un derviche? —preguntó con la ilusión brillando en esos bellos ojos del color del mar—. ¿No tendrá algo para darme que solucione el asunto?
—¿En qué está pensando?
—No sé. Alguna gema mágica que irradie algún efluvio curativo si se la apoya en la roncha. Algún brebaje para untar o beber... — agregó apretándose la irritada mejilla de porcelana, tan blanca como la nieve.
—Y vaya. ¿Qué puede usted perder? Siga el camino adoquinado y al llegar al final métase por la cueva de la derecha. Es un lugar oscuro. Le va a parecer un tugurio, un negocio fraudulento, pero no se deje llevar por las apariencias. Ahí vive el mejor derviche del pueblo, el más anciano y sabio. No sé si la curará, pero sabrá qué hacer y seguramente no será indiferente a su visita.
—¿A qué se refiere?
—Conoce las mejores técnicas para embalsamar y sin duda usted, hermosa señorita, le resultará un ejemplar más que interesante para su colección.


Acerca del autor:  Fernando Andrés Puga

Un vals en beneficio de Emma - José Luis Velarde


Extrajo un cigarrillo de un estuche que parecía más propio de una joya.
—La mejor terapia grupal es reunirse conmigo. ¿O no? —recalcó autoritaria como siempre.
—Tus preguntas parecen una orden para que uno diga lo que quieres oír.
—No digas que no te cae bien mi compañía —puntualizó Emma.
—¿Ordenas o preguntas?
—Ay, Jorge, siempre tan suspicaz.
Pisó el acelerador como si participáramos en una competencia de arranques.
Siempre tenía prisa.
El termómetro del automóvil indicaba 42 grados centígrados cuando volteó a verme.
—Tras aquella arboleda instalaron un ferial. No sé si sea sólo para niños, pero alcancé a ver una montaña rusa. De cualquier forma supongo que habrá un restaurante. ¿Vamos? Así podremos hablar de los detalles del divorcio en un ambiente más alegre que los juzgados donde nos hemos reunido en los últimos días.
Darle la razón a Emma garantizaba pasarla bien. Sólo bastaba no dar importancia a las frecuentes imposiciones que la caracterizaban. Los verdaderos problemas surgían cuando deseabas interrumpir la diversión en que solía desenvolverse.
Asentí.
—Retardaste demasiado la respuesta, pero agradezco que aceptes.
—Es la primera vez que me das las gracias en mucho tiempo —dije mientras ella sonreía.
Al descender del vehículo sentí una bofetada de aire caliente. El termómetro no era un indicativo confiable para revelar lo que deparaba el mediodía de julio.
Emma me adelantaba los pasos necesarios para permitirme apreciar su nueva silueta. Parecía que los cuatro meses de separación los hubiera vivido encerrada en un gimnasio. Experimenté de golpe mi falta de condición física cuando no pude alcanzarla por más que me esforcé.
—Es una maravilla —gritó.
Ya me esperaba en la entrada. Se veía algunos años más joven. Ni siquiera el sol era capaz de revelar las arrugas que marcaban el rostro ahora renovado. Añadí un dermatólogo al gimnasio milagroso. Emma tenía los boletos en la mano. Ni siquiera la había visto acercarse a la taquilla, pero supuse que iba más preocupado por la tierra y el cuerpo de Emma que por otros movimientos.
Iniciamos nuestro recorrido en una nave espacial que giró hasta marearme, pero no era un mareo desagradable era como si recordarnos juntos me alegrara tanto como para experimentar una suave borrachera.
Emma se apretujó contra mí mientras caminábamos hasta un puesto de tiro al blanco. Desinhibido como pocas veces derribé trece muñequitos de manera consecutiva. Ella pidió un oso de trapo. Al recibirlo me dio un beso y me sentí capaz de cualquier hazaña. Caminamos hasta la tienda de un mago sin dejar de sonreír. Un asistente nos condujo hasta Sandor el Magnifico. El tipo saludó a Emma con afecto. Creí escuchar que la felicitaba por haber tenido la suficiente confianza para volver y por haberme llevado. Pregunté qué decía y la respuesta sonó un poco distinta.
—Dije que las personas nunca se van de las ferias, porque en ellas se oculta la juventud eterna. La niñez, lo que fuimos ahí permanece hasta que uno decide rescatarlo.
Me limité a sonreír y culpé a mi euforia.
Escuché que la función sería privada. Un motivo de orgullo. La temperatura descendió cuando nos adentramos en la tienda. Bien instalados vimos llamaradas coloridas, palomas surgiendo de sombreros, una caja fuerte suspendida en el aire y algunos espíritus llegaron de ultratumba para compartir el espectáculo. Nada distinto de lo ofrecido por otros magos. La diferencia surgió cuando nos pidió reunirnos con él en el escenario.
—Abrácense. Voy a recrear un número que incrementará su felicidad como pareja.
Emma tomó mi mano y subimos al estrado.
El mago hablaba en una lengua extraña. El sueño se enredaba en mi mente. Emma lucía más hermosa que nunca. Sentí desplomarme, pero estaba en el mismo sitio. Solicité auxilio, pero oí mi voz agradeciendo al mago la función que nos brindaba. Quise huir sin experimentar desplazamiento alguno.
Un vals intensificaba sus notas. Bailaba y bailaba con Emma mientras el mago tocaba un piano blanquísimo.
Me maldije por confiar en aquella mujer aficionada a las artes mágicas desde siempre.

Acerca del autor:  José Luis Velarde

La vida que no soñé - Virginia Cortés


Tengo unas pesadillas horribles últimamente. Sueño que no soy yo, que soy una criatura extraña, en un planeta que desconozco y que me resulta bastante hostil. Parezco integrada perfectamente a las rutinas de esa vida, en mis sueños. No siento ningún placer al realizar mis tareas cotidianas pero tampoco me producen pesar. Sin embargo, en mi sueño, parezco tener la plena conciencia de que la verdadera yo está soñando cuanto ocurre. Y no le molesta, pareciera, porque sabe que eventualmente, tras un lapso que dura cuanto el subconsciente considera necesario sonará la alarma que la rescatará de esa grisura onírica.
En estos sueños nunca hablo, aun cuando lo intento no sale ninguna voz de mi interior. Impera un murmullo borroso y distante que oigo sin mayores altibajos. A veces no veo nada, y hasta siento que yo misma soy invisible. Solo oigo esa agitación de la vida alrededor mío y un bip que se repite rítmicamente. No significa nada para mí, no es la alarma para levantarme y empezar mi día.
Otras veces se trata de esa reiteración de los días, vacíos, sin ninguna emoción. Parecen estirarse y prolongarse interminablemente. Miro el reloj y es siempre la misma hora. No recuerdo cuál. Todas las horas son la misma hora.
Estoy varada en este mal sueño desde hace años, me parece. Estoy esperando algo que no encaje en el sueño, la voz del locutor de mi estación de radio, o los primeros acordes de la canción elegida para despertarme. Sé perfectamente que la realidad se cuela de pronto en el sueño para venir a sacarnos del mismo. Así el cerebro construye su puentecito hacia la vigilia, en suave transición.
Presto atención, oigo una voz que suena más nítida que las demás, suena grave y prosaica. No recuerdo haber seleccionado la tele para que me despertara. Dice algo de desenchufar la máquina. Escucho llanto y mi nombre gritado con desesperación. No entiend…

Acerca de la autora:  Virginia Cortés

domingo, 14 de abril de 2013

Insensatez - José Manuel Ortiz Soto


“¡No!”, grita mamá del otro lado del teléfono, su voz tiene ese tono que te arranca de golpe el deseo de seguir en la fiesta. Contrariarla sería retar su ánimo volátil, arriesgarme a vivir el resto de mes sin un peso en la bolsa. Mujer de pocas palabras, sabe muy bien cómo administrarlas: “Te quiero en casa ahora mismo, Julián”.
“Ya me tengo que ir”, anuncio a mis amigos. La avalancha de bromas no se hace esperar: “Que te vaya bien, Ceniciento.” “¡Cuando me enamore, será de un bello durmiente como tú!” “¡No olvides dejar la zapatilla en la escalera!”. “¡Apúrale o el metro se te hará calabaza!”.
La calle es una mancha larga y fría, solo comparada con mi enfado. Desde que papá murió, mamá se ha convertido en un espectro que me sigue a todas partes. Basta dar un paso fuera de casa para sentir sus manos sujetándome, escuchar su voz en el silencio, ver sus ojos, siempre atentos, aun en la mirada ajena de un extraño. Ahora mismo, es ella quien detiene el autobús, busca una moneda en el bolso y paga mi pasaje… No será por mucho tiempo: espero que la próxima vez la muerte sea más sensata y no se equivoque, y la encuentre primero a ella.


Acerca del autor:  José Manuel Ortiz Soto

Un ama de casa perfecta - Paula Duncan


Sola en su cuarto pensaba: “no puede ser; cada cosa que hago para convertirme en una buena ama de casa termina en desastre”.
Y repaso; cuando se dispuso a realizar una limpieza general; la cañería del desagüe del patio se tapo; ella solo pudo gesticular como si un extraño ser la hubiera poseído, mirando anonadada como el agua entraba en la casa y la convertía en un raro paisaje lacustre.
El día que decidió lavar un suéter de lana rojo se distrajo armando un poema en su cabeza y el agua estaba algo más que tibia; conclusión quedó dos talles más chico y de color rosado.
Pero ella no dejaba de intentarlo.
Fue valiente, se puso a cocinar una rica salsa, y en eso estaba cuando un sonido dulce y de varios colores la llamo desde el patio, fue a ver y olvido apagar la hornalla; al entrar la cacerola humeante le aviso del triste final.
Recordó las palabras de su madre “sos una cabeza de alcornoque, por lo obstinada”; sonrió y pensó en hacer pan casero “no puede ser tan difícil, es solo harina y agua con levadura”, busco todos los elementos y en un minuto la masa estuvo lista, la cubrió y dejo en lugar tibio; al regresar el milagro estaba hecho, el amasijo había fermentado, estaba hermoso; lo miro extasiada ¡por fin algo le había salido bien! Y se quedo mirando la masa, no quería inferirle ningún daño ¡era fantástico! Y se quedo ahí solo admirándola embobada
La masa creció y creció, salió de su recipiente a la mesa y se derramo por el piso pegando sus pies al suelo
Y ahí estuvo varios días sin que nadie la rescatara…


Acerca de la autora:  Paula Duncan

viernes, 12 de abril de 2013

Hombres uva - Cristian Cano


Cuando se fueron todos, me quedé solo. Siempre me quedo solo. El único que viene hasta la cocina es el gato. Cuando me mira, creo que se da cuenta de lo desgraciado que soy. Nadie sabe sobre el secreto que guardo. Ni siquiera mis amigos que se quedan charlando hasta entrando la madrugada. Ni se imaginan. La primera vez que lo vi fue hace cinco años. Me desperté sobresaltado por los perros del vecino y, cuando salí para lavarme la cara en la pileta del patio, la parra se sacudió, haciendo caer los racimos de uvas. Estuve cinco días sin pegar un ojo. Le vi la espalda y los brazos. Nunca me hubiese imaginado algo así. Me parece que son varios, porque ese tenía una joroba con ramas y hojas. Esa madrugada el gato salió corriendo en un santiamén. Yo me quedé duro. Ahora lo cuento porque estoy perdiendo la memoria, pero les aseguro que ellos no tienen edad. Cuando la parra se seque, no sé lo que va a pasar. Esa parra está ahí desde mucho tiempo antes a nuestra llegada. Desconozco si la voy a ver seca. Y los años pasan volando.


Acerca del autor:  Cristian Cano

Revolución - Fernando Andrés Puga


Una vez ganada la batalla final, el consejo revolucionario se reunió en torno al fogón con la intención de buscar un nombre para la nueva república que acababa de nacer.
Luego de barajar varias posibilidades, uno de los integrantes, el más justo, sugirió:
—¿Y se cada uno vota en secreto entre los diversos nombres propuestos?
—¡Excelente idea! —exclamó el principal—. Será lo más democrático y nadie podrá objetar el resultado. Con eso ya podremos poner la piedra fundacional de una buena vez.
—Después podemos hacer una gran celebración ¿no les parece? —planteó el más joven.
—¡Por supuesto! —gritaron a coro.
—Organicemos una buena vaquería en ese gran territorio que era propiedad del viejo Dictador. Hay tantos animales que sin duda será una gran diversión —se entusiasmó el más sanguinario—. ¡Y que vengan invitados de los países limítrofes!
—¡Buenísimo!
—¿Y qué vamos a hacer con el cuerpo de ese mal nacido? —preguntó el más piadoso.
—Le damos sepultura en un rincón del cementerio del pueblo. Y que se dé por bien pago. Además ya acordamos en pagarle un estipendio razonable a la viuda para que viva sin carencias el resto de sus días. Con eso es suficiente.
—¿Y habrá música el día de la celebración? —agregó el más sensible.
—Claro que sí —aseguró el más viejo de todos—. Pensé en contratar al Cuarteto Cedrón ¿Qué les parece?


Acerca del autor:  Fernando Puga

miércoles, 10 de abril de 2013

Extraños circulares - Raquel Sequeiro


El único habitante del círculo mágico de las cinco cabras que dan leche sólo en octubre es el autor del relieve en el peñasco que hay cerca de la ciudad-pegamento de los enanos gruñones de Singapur. La trascendencia de este hecho es tan inmensa que los circulianos del círculo rojo de los cinco oros de Neptulia han decidido adoptarlo. La ciudad-pegamento lo mantiene en el mismo lugar sobre el adoquinado romboide y colorido desde hace tanto que el pobre individuo ya ha renunciado a todo.
—¿Cuándo se quedó encolado y por qué? —inquiere el entrevistador, empezando la entrevista con un gran micrófono con cable.
Los circulianos del círculo rojo de los cinco oros se limitan a despegarlo del suelo con una espátula.


Acerca de la autora:  Raquel Sequeiro

Los Egiptonautas. Viaje durante un período orbital - Raquel Sequeiro


—Estaba programado.
—¿Para qué?
—Para funcionar con etanol.
Se rascó la cabeza desnuda, dubitativo. No conocía a ninguno que funcionara con etanol. El marcador de flujo en la espalda del autómata estaba en 60. Observó el brillo metálico de los ojos y le colocó la cabeza hierática, absolutamente pletórico; por oposición, Nefertosi se reclinó con tranquilidad en una silla, al fondo de la enorme sala.
—¿Has visto esto? —preguntó Apofis.
—¿Qué es?
Apofis había encontrado algo entre los trastos viejos de la antigua oficina del monarca Amesovet.
—Habla de un aquelarre —explicó, inclinado sobre el libro.
Nefertosi se acercó. La peluca olía a incienso fresco.
—¿Brujas? ¿Qué es eso?
—No lo sé, querida Nefertosi, pero se juntan en claros de luna en un tradicional juego. Veneraban a Akerbeltz.
—Una completa tumba egipcia.


Acerca de la autora:  Raquel Sequeiro

lunes, 8 de abril de 2013

El rostro invisible - Cristian Mitelman


La Enciclopedia Bompiani de Historia del Arte consigna que Jacopo Apelio pintó una vasta alegoría sobre la historia del mundo y que ese trabajo le propinó una gloria tan intensa como efímera. Dos años después fue quemado por el Tribunal de la Inquisición. Las actas del juicio siguen perdidas.  
En una de sus notas de trabajo, Apelio consigna que los doscientos un rostros que formaban la obra querían reproducir la historia de la humanidad desde la caída de los primeros padres hasta la llegada de los nuevos tiempos en que el hombre se convertía en dueño absoluto del cosmos.
A los estudiosos siempre les llamó la atención que la obra contuviera tan sólo doscientos rostros. Su condena, en cambio,  les pareció otra anécdota del fanatismo.       
Una carta que Baruch Spinoza mantuvo con el artista aporta una información oblicua. ¨Ese Dios que usted quiere pintar, ese Dios que no está fuera del mundo sino que es cada piedra, cada gota del mar, cada imagen matinal, cada hombre y aun el sueño de cada hombre es mi propio Dios.¨
Acaso el juez inquisidor, ávido de sutilezas, no haya querido que aquella transparente blasfemia panteísta pasara por alto. Pero esto es apenas una interpretación.



Acerca del autor:  Cristian Mitelman            

Teaching Lucy Morsa recibe a Walrus - Héctor Ranea


—Encantado, señor Walrus. Lo estábamos esperando.
—¿Esperando? —se espantó Walrus—. Me extraña, Madame Morsa, yo no suelo venir acá.
—Por eso mismo. Hoy canta John ¿sabe?
—¡Ah, John! Un gusto exquisito, si me permite.
—Venga, se lo presento. ¿Ha viajado usted bien?
—Suelo viajar en metro.
—Menos mal, pues. Si viajara en pulgadas quedaría sin uñas y si hubiera viajado en pies, ni le cuento. Para nosotros los pies son como alas, ¿no es así?
—Alas, sí. Pero no para volar, ciertamente.
—A menos que bailemos. Por cierto ¿aprendió usted solo o le enseñaron el paso?
—Como si el mismísimo Eggman en persona estuviera con nosotros.
—¡El pobre de Eggman! ¿Es verdad que falleció en aceite hirviendo?
—Sí: bailar con un jefe de cocina suele ser peligroso para un huevo ¿sabe?
—¡Ni que lo diga! Pero venga. Ahí está John. Bailemos. Y uno, y dos... y uno, y dos. ¡Qué bien que baila, general!
—No me diga general, soy mayor —se ruborizó Walrus—. Desde Crimea que no me ascienden.
—¡Vaya! Creí decir que baila bien en general, mayor. Usted me malinterpreta.
—¡Oh, perdón! ¿Cuándo viene John, seré curioso? —desvió la conversación Walrus.
—Mire, suele llegar cuando haya suficiente gente traída por el cartero, ¿sabe? Si no se la trae, la gente no baila. Una pena.
—¡Vaya! Una pena, sí señor... perdón, señora.
Teaching Lucy Morsa carraspeó. Bailar con este zopenco era lo peor que le había tocado esa noche, pero todo fuera por John y su banda... suspiró Morsa en silencio.

 Sobre el autor: Héctor Ranea

Profesor se orina en un bar - Alejandro Ramírez Giraldo


Después de la quinta cerveza, el profesor de literatura Duilson Horosco no aguantó más las ganas de orinar y se dirigió casi corriendo al baño, pero al llegar se encontró con una fila de más de siete personas. "Todos los viernes intento ser disc jockey en el bar Bantú y me pagan con cervezas". De hecho, hace siete años que lo hace y es amigo personal del dueño del bar. "Nunca pensé que hubiera tanta fila, en varios años nunca me había pasado. De haberlo sabido no hubiera aguantado tanto y habría hecho fila antes, pero es que siempre estoy pensando en la próxima canción y no me puede ausentar mucho tiempo porque alguien llega y me trastoca todo". Y el resultado fue desastroso: faltaban sólo dos personas cuando empezó a orinarse. "Pensé que si soltaba un chorrito imperceptible se me aligeraría un poco la vejiga, pero el efecto fue contrario y empecé a orinarme sin poder evitarlo". Cuando entró al baño orinó unas cuantas gotas y pudo ver que la parte delantera del pantalón era un desastre. "Volví a mi rincón a poner música, le pedí prestado un buzo a una amiga y me lo amarré en la cintura por delante, como si fuera un delantal". Entre la oscuridad y la ebriedad casi nadie se dio cuenta. Cuando llegó a su casa a las dos de la mañana, borracho y tiritando de frío, se asombró de que su perro no saliera a recibirlo. "Lo encontré dormido en el corredor, pero sabía que estaba fingiendo. Luego me compadecí del olfato del pobre animal y me fui a bañar".

Sobre el autor: Alejandro Ramírez Giraldo

sábado, 6 de abril de 2013

El color nocturno - José Luis Velarde


De pronto me siento más gregario que una esfera navideña. Advierto liquen sobre mis manos y me horroriza imaginar el aspecto de las coyunturas. Ni pensar en las ingles. La inmovilidad puede volverte verde. Una especie de reptil. Un personaje destinado a promover la naturaleza cuando ni siquiera me atrae unirme a un movimiento ecológico así sea constitucional. Siempre creí que en la quietud florecerían los tonos ocres. Los adjudicados a la herrumbre durante tantos años. Quizá no ingiero el hierro suficiente para que mi hemoglobina adquiera la engañosa opacidad del otoño.
El liquen se ausenta cuando alguien oprime el claxon desde el vehículo situado detrás del mío. Me apresura. Saco la cabeza por la ventanilla y le grito que mi vehículo no arranca. Se ofrece a empujarme. Rechazo la ayuda. Se marcha con un rechinido de neumáticos. El semáforo ya luce amarillo. Mis manos se oxidan y luego enrojecen.
Elmo, Hellboy y un Angry Bird a la vez.
Inicio la marcha enrojecido como el Hombre Araña y casi al instante advierto que debo tener un farol estropeado. Me detengo. Pongo la luz alta y veo que el problema desaparece. Hago el cambio y mi lado se oscurece tanto como el exterior. Retrocedo diez metros, por suerte el cruce luce desierto.
El semáforo se encuentra en rojo.
Mis manos son incandescentes, me digo, mientras intento decidir lo que debo hacer. De continuar el camino a mi casa con las luces altas podría ser infraccionado tanto como si lo hiciera sólo con un farol. De ser detenido por un agente de tránsito de seguro notará mi embriaguez y me levantará una infracción. Apenas ayer fui sancionado por circular a baja velocidad en una calle donde el velocímetro debe estar entre sesenta y ochenta kilómetros.
Mi expediente no se encuentra muy limpio.
Un conductor pide voluntarioso que mueva mi vehículo.
El semáforo se encuentra en verde otra vez.
De pronto me siento más gregario que un auto abandonado. Advierto liquen sobre mis manos. Saco la cabeza reverdecida por la ventanilla y le grito que mi vehículo no arranca.
Ofrece empujarme y rechazo la ayuda mientras me adentro en las tonalidades amarillas de mi piel camaleónica.

Acerca del autor:
José Luis Velarde

Cavalleria rusticana y otras músicas – Héctor Ranea


Mi padre tenía los trentinueve discos 78 RPM de Cavalleria Rusticana guardados en un estuche de cartón con ilustraciones alusivas y ensobrados cada uno por separado. Edición italiana, creo. Por lo menos recuerdo que todo estaba en esa lengua y se veían las estampillas del gravamen aduanero en cada sobre. En cambio, el tocadiscos era nacional, un hermoso mueble de madera, con el plato automático y todo, que cargaba hasta tres discos por vez, de modo que había que levantarse bastante para escuchar toda la ópera. Esto lo hacía mi primo que era quien manejaba el aparato con más soltura, a pesar de que sólo venía verano por medio al campo a visitarnos.
Recuerdo que no le gustaban ni medio las chicharras, pero eso era un pecado menor. Por otro lado, el estúpido de mi otro primo, el del pueblito de al lado, le jugaba siempre la mala pasada de tirarle un par de cigarras muertas para que se asustara y no pudiera dormir la siesta.
Lo que le gustaba era escuchar la ópera que, ahora sé, es de Pietro Mascagni. Un fervor patriótico tremendo nos agarraba al escucharla. No teníamos límite, salvo el del volumen de la música, que ponía fuera de sí al capataz, septuagenario ya, que le daba por imitar los que él llamaba gritos de los cantantes.
Un día de esos de verano en los que arrecian los rayos y los refucilos, el viejo se jugó la vida tirando al torrente todos los discos. Mi padre no podía creer lo que vio al escampar. Los discos rayados, violentados, no sirvieron más, en la práctica, porque, sin las etiquetas, hechas un guiñapo junto a los cartones y sobres, la ópera era extremadamente difícil de seguir. Elegíamos al azar los discos y escuchábamos como podíamos las arias, tratando de memorizarlas y ordenarlas, de refundir lo que el viejo había disuelto. Pero fue una tarea inútil.
El capataz dicen que se fue con la próxima lluvia. Mi padre asegura que le pagó también los gastos de traslado en tren, pero no recuerda a qué ciudad. Al cabo de unos años nadie recuerda más, excepto yo y mi gato, los discos amontonados en una caja llena de carapachos de cigarras muertas. Lo último que recuerdo de mi padre es que le enseñaba a mis primos a construir instrumentos con esos bichos. Todo muy rústico, pero menos patriótico que en aquel entonces.

Acerca del autor:
Héctor Ranea

jueves, 4 de abril de 2013

Segismundo - Jaime Arturo Martínez


Iba en el autobús hacia el colegio cuando tomó la decisión: sería médico. Llovía y veía el agua correr por el vidrio. En adelante, los seis años en la facultad no fueron nada fácil. Las largas noches de estudio en su habitación, las extensas sesiones de disección en el anfiteatro, el pormenorizado aprendizaje de la farmacopea, nada fue obstáculo para alcanzar el esperado día de la graduación en el paraninfo. Después, llegó la especialización: cirugía plástica. Antes, debió aprender portugués e inglés para recoger toda la minuciosa información que le dió la suficiente destreza para codearse con los mejores. Después de dos años de práctica vino la instalación de su propia clínica, donde su prodigioso escalpelo logró prodigios en los cuerpos de las candidatas a los reinados de belleza. Compró el pent-hause a donde instaló a sus padres y a su espectacular esposa, a quien moldeó a su gusto. Entre tantos congresos a los que fue invitado pudo conocer el mundo, visitar playas de ensueño… ¡Abajo todos!, gritó el chofer.

Acerca del autor:  Jaime Arturo Martínez Salgado

Ni así - Fernando Andrés Puga


Falta poco. El relojito del tablero asegura que cinco minutos. ¡Qué loco! ¿No? Viajar en el tiempo y encima de polizón. ¡Quién hubiera dicho que esa puerta, la única que encontré abierta en el callejón sin salida, con los patovicas pisándome los talones, era de una nave! Ahora, aturdido por el zarandeo, espero que al llegar no haya problemas. ¡Ya tuve bastante con esto de andar buscando el mango para devolverle al Jefe lo que le debo y zafar de sus matones! ¿O será que en el dos mil ochenta y cuatro aún estarán ahí?
¡Uy! Se abre la puertita. ¿Llegamos? De a uno descienden los pasajeros. ¡Qué seriecitos se los ve en esos trajes! Parecen extras de una película berreta. Pero... ¡yo estoy sin traje espacial y no pasa nada!
Detrás del último, alcanzo a escabullirme antes de que se vuelva a cerrar la máquina del tiempo. No hay quien parezca percatarse de mi presencia. Miro hacia el piso y al ver los adoquines descubro que estoy en el mismo lugar del que partí. Alguien se acerca. ¿Serán los muchachos del Jefe? Que no sean ¡carajo!, aunque a juzgar por el fuerte sonar de los pasos...


Acerca del autor:  Fernando Andrés Puga

Machine - Raquel Sequeiro


Un espléndido agujero en el manto cuántico de la atmósfera de la dimensión 122 de la Rueda Dentada del Cíclope. Artemisa escuchó la ulterior decisión y ésta actuó como astringente. La mente se le quedó seca, los brazos flácidos, las piernas enjutas y plúmbeas, la piel cayó a pedazos, el cabello se estremeció con el viento y se soltó de sus anclajes. La hermosa diosa contempló con tristeza la escalera. Se cerró la puerta. Imploró al numen que le devolviera la llave. ¿Qué más te da!, dijo él. Creíste que eras otra cosa que una máquina. No lo eres.
Una fracción de segundo. Un ritmo frenético inunda el corazón de la estructura metálica. Se activan unos cuantos circuitos, se desprenden las venas; se coagularon y se endurecieron los ojos; vidriados, cayeron como dos gotas de cristal y rodaron. La numeración estaba en su caja torácica. Artemisa intentó pararlo con las manos. Desesperada, aferró el corazón con la única mano que le quedaba. Un auténtico corazón humano.
-¿Ves bien la diferencia? Obsérvala bien. En el futuro deberás recontruírla.


Acerca de la autora:  Raquel Sequeiro

En defensa del hipotálamo - José Luis Velarde


De última hora corre el rumor de que el hipotálamo se encuentra harto. Ya no quiere ser el responsable del complejo protocolo que regula misterios insondables en cada existencia, pues secreta nueve hormonas conocidas para regular el funcionamiento de otras glándulas. Al hipotálamo corresponde establecer vigilar el hambre, la sed, la humedad interna, el sueño, la vigilia, la diuresis y la temperatura corporal, entre tantas otras labores ubicadas dentro de la frontera de lo involuntario. Bien podría comparársele con un mayordomo de altísimo nivel al coordinar el reparto de responsabilidades entre los seres vivos que gozan de su trabajo.
El hipotálamo considera que cumple demasiado bien sus funciones y que las recompensas que recibe no le bastan.
Exige que se añadan líneas mencionándolo en cada libro de texto y que se le dedique mayor tiempo de conversación, pues sólo así podrá superar que siempre se le incluya como parte del Sistema Nervioso Parasimpático al que detesta.


Acerca del autor:  José Luis Velarde

martes, 2 de abril de 2013

La presa - Ana Mulet


Un gorrión se interpuso, durante unos segundos, entre mis ojos y el esférico sol, su pequeña silueta, parecía una sombra chinesca, sobre el azul del cielo.
El bosque oscuro , denso me esperaba.
Ni un soplo de aire, ni el mas ligero movimiento de una hoja, mancillaban el silencio absoluto...
Mire hacia el camino que sinuosamente, giraba y se enroscaba en dirección a mi casa, justo donde mis pies rozaban el sendero, respire profundamente, adelante un pie y luego otro, hasta que mi mano, rozo el tronco del mas cercano de los abedules, su tacto suave, húmedo y frió me hizo recordar las algas marinas y el vientre de algún cetáceo gigante.
Seguía caminando, los troncos de los abedules, estaban cubiertos de hongos y líquenes oscuros, de aspecto pétreo, mire hacia sus copas y no pude ver ni un retal de cielo, de ellos pendían lianas del color parduzco.
Saque un pedazo de chocolate, de mi bolsillo y lo devore en segundos, no podía aspirar a algo mejor, la oscuridad empezó a crecer, ya no podía mas, sentía entumecidos los músculos de mis pantorrillas, el aire parecía estancado olía a podredumbre.
Contuve un sollozo, que sonó como el chirrido de una vara de metal arañando el asfalto.
Esa ausencia total de cualquier tipo de sonido externo, me estaba empezando a descomponer los intestinos y los nervios. Cuando pensaba en que ya no podía estar peor, sucedió...
Algo se estaba moviendo lentamente, algo indefinible lleno la oquedad de la nada, era un olor envolvente, dulce, vital.
Me resultó grotescamente familiar.
¡Era un odio enorme, casi tan alto como los árboles!
¡Estaba atrapada!
Ella ocupaba todo el maldito espacio a mi alrededor.
Supe que nada, ni nadie, podría salvarme... no tenia permiso...
¡Eran las enormes garras... de mi madre!

Acerca de la autora:  Ana Mulet