sábado, 2 de febrero de 2013

Pilatos - Fernando Puga

I

Te lavas las manos. Una y otra vez. Desde tiempos inmemoriales.
Has probado de diversas maneras y no logras limpiarlas.
Los largos dedos se han ido arrugando como pasas de uva, pero aún insistes. Con la suavidad de un jabón aromático. Con la rispidez de una piedra pómez. Con lo que sea.
No soportas ese tufo que emana de ellas desde aquel ingrato día en que elegiste mirar hacia el bandido y desentenderte del profeta que clavaba en el cielo esos ojos de borrego asustado esperando vaya uno a saber qué milagro. Después lo viste morir. Lo viste subir por el Calvario hasta la cima cargando el madero.
Hoy volverás a entrar a la capilla como cada domingo desde hace dos mil años después de hundir las manos en la pila bautismal de agua bendita que hay junto a la puerta de entrada. Las frotarás hasta que sangren…
Desde púlpito arengarás a los fieles, ávidos por oír la palabra del Señor. Los instarás al compromiso, los hundirás en el dolor del pecado, los absolverás.
Mantendrás las manos bajo la sotana, claro. Ellas no saben mentir.

II

Solo las manos. Contrastan con la suciedad que le cubre el resto del cuerpo. Esas costras adheridas en las axilas huelen mal. Esos piojos que le inundan la enmarañada cabellera viven a sus anchas y han crecido tanto que se los ve saludar a la distancia cuando el magistrado romano se para en la puerta y recibe personalmente a quienes se le acercan en busca de justicia. Hasta la ropa apesta y de los pies sube un aroma que asquea al más pintado. Le resulta fácil deshacerse de los súbditos. Nadie que tenga algo de olfato tolera estar a su lado más de un par de minutos.
Solo las manos brillan entre tanta basura como perlas entre el fango del río. Solo esas manos que una vez y para siempre fueron lavadas y se transformaron en mármol.

Sobre el autor: Fernando Puga

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