sábado, 30 de junio de 2012

Cuestiones importantes sobre el ostracismo – Héctor Ranea


En casa le tocaba esa tarea a mamá. En otras familias más tradicionales lo hacía la tía más joven. Sobre todo porque resultaba penosa cuando la familia era grande; pero en casa, mamá podía con todo. Y nos hacía sentir seguros. La cuestión no era trivial, requería de mucha concentración y, sobre todo, de buena vista, sobre todo cuando había niños en la casa. En verano era todavía más complicado, pero no porque en invierno no fuera penoso.
Todos los primeros martes 13 de cada año, mamá tomaba la caja que desde el miércoles 14 del anterior había servido para la guarda de los restos, y la quemaba, pero no así nomás: ahí es donde intervenía toda la sabiduría transmitida sólo a las mujeres, que era su condena. Para colmo, por algún arcano se había elegido ese día, tan nefasto, nada menos que para ejecutar esa tarea asquerosa.
Mamá cuidaba todos los detalles, porque si bien la quema se realizaba con las primeras horas del alba del martes, todos los demás días debía realizarse la inmunda (pero escrupulosa) recolección y eso también estaba a su cargo.
Por esa razón, tal vez, nos ordenaba que advirtiéramos cuándo nos bañaríamos o, mejor, que nos bañásemos los días oficializados para ello. A los varones nos tocaba los jueves, a las niñas, los sábados. Los mayores se bañaban día por medio, alternando mujeres y varones. Se bañaban solos y, por ende, era más riesgoso porque podían olvidarse de realizar las operaciones estipuladas.
Cada uno debía realizar la rutina sobre sí mismos. No había tutela, salvo con los infantes, para enseñar cómo hacerlo con propiedad, seguridad y rapidez. Era opcional la recolección por parte de cada uno: los mayores parecían olvidarse, pero nunca dejaban todo desparramado y mamá sólo recolectaba sus residuos. Nunca supimos bien cómo hacía esa operación porque ocurría durante las horas de la siesta. Y no valía equivocarse y tratar de hacer trampa. Mamá pasaba a la hora señalada, recolectaba las cosas en silencio (dicen los grandes que contando) y salía; a partir de entonces no se podía acercarle nada. Ya quedaría sellado el destino para quien se equivocase.
Tampoco nos era permitido presenciar la ceremonia del martes 13, aunque por la ansiedad más de uno debe haberla espiado pero después nadie contaba nada. Decían haberse olvidado de todo, cosa posible ya que, entre otras manipulaciones, la de la memoria era habitual entre las personas que participaban en el rito.
De más está decir que toda vez que nos tocara acometer la faena estábamos como poseídos, sobre todo porque entre varios varones que éramos entonces, todo se podía mezclar; además, con el revoloteo de los más chicos, que no entendían bien de qué se trataba, los fragmentos más pequeños se perdían más fácil y no era un dato menor que después había que recolectarlos identificándolos, por lo cual, los más prolijos tratábamos de que todo saliera en un solo golpe pero con suavidad, para ir recogiéndolos de a uno por vez.
Las historias de quienes habían fallado o aquellos cuyas madres o tías no hacían las cosas como correspondían eran terribles, en verdad. No había noche en que alguno de nosotros no se despertara llorando creyéndose víctima de algún olvido, equivocación o desastre similar. Unas pesadillas particularmente atroces eran las de verano, ya que éramos más y eso aumentaba las probabilidades de equivocarse pues, entre otras cosas, estábamos distraídos con las parientes venidas de lejos. Sobre todo durante la adolescencia.
¿Por qué considero ahora que era un castigo para las mujeres? Pues bien, sucede que las calamidades ocurridas a la familia por fallas en la ejecución de los pasos los martes 13, los olvidos, las pérdidas de material, todo lo que involucrara ese tipo de cuestiones era adjudicado a las fallas y por ende a la mujer encargada de eliminar los residuos. Y, si bien cada uno era responsable de proveer los elementos, nunca se resolvía con precisión quién o qué había sucedido y entonces se condenaba a la mujer. La condena, claro, no era física, de esa manera no habría quedado quién hiciera ese trabajo. Más bien se la condenaba a una especie de ostracismo que duraba más o menos toda la vida, dependiendo de la gravedad de la catástrofe.
Mamá era bastante silenciosa, no hablaba más que lo estrictamente necesario, lo que me hacía suponer que tenía sobre ella varias condenas, pero demostraba que nos quería mucho y nosotros a ella, aunque poco podíamos hacer porque éramos sólo niños, sus hijos. Y ni siquiera podíamos ayudarla esos temibles martes 13.
Por aquel entonces ocurrió una desgracia muy grave. Después de conocido el hecho no vimos más a mamá.
Un verano, vinieron a buscarlo a mi hermano mayor. Eran hombres muy violentos. Tiraron la puerta, lo ataron a papá y a mamá la encerraron en el baño. Una de mis primas lejanas lloró mucho, gritó y por años siguió llorándolo. Le pegaron mucho a mi hermano y a la prima algo le hicieron pues la dejaron muy ensangrentada en el piso de la cocina. Nunca más volvimos a ver a mi hermano. Según me enteré después estaba (y estará) desaparecido. En aquel entonces pensaba yo que eso quería decir que se había desvanecido del mundo, pero era peor.
Algunos parientes culparon a mi madre porque –decían– el último martes 13 había encendido la hoguera olvidando algo del método tradicional. Mi madre nunca habló mientras continuó con nosotros. Al irse de casa abrazó a cada uno de nosotros, incluido a mi padre y nos dijo que nadie tenía la culpa, salvo esos hombres que arrebataron a su hijo. Que el hecho de que esa vez no hubiéramos cumplido estrictamente las normas no tenía nada que ver con ese horror. Que a ella se le pudiera haber olvidado algún trámite en la quema del cofre, tampoco era importante en esto.
Nunca encontró a su hijo, mi hermano.

Autor: Héctor Ranea

Los nuevos esclavos – Sergio Gaut vel Hartman


Había una ventana que daba al exterior, aunque no era mucho mayor que el ojo de buey de una fragata del siglo XIX. Sin embargo, la visión del vacío que se abría al otro lado me produjo una sensación indescriptible. Tau Ceti, un sol enceguecedor, ocupaba la mayor parte del panorama, y no pude dejar de pensar que había pasado varios siglos como un simple código binario, antes de ocupar el nuevo cuerpo que la Empresa me asignara antes de partir. Mecánicamente, extendí el brazo para conectar los filtros que evitarían daños a mis ojos. Debía recordar todo el tiempo que yo no me pertenecía, que era un esclavo al servicio de la Empresa, que había sido reclutado cuando, a punto de morir, toda mi memoria, mis recuerdos prácticos y los otros, personales, fueron a parar a una caja negra de la que emergieron cuando la nave ingresó al sistema de Tau. El tercer planeta, una vez más.
—Yang, a trabajar. No lo trajimos hasta aquí para que mire por la ventanilla; esto no es un viaje de placer.
Me encogí de hombros. Todavía no estaba seguro del carácter de mi nueva existencia, si era un premio o un castigo ser una especie de zombie al servicio de la Empresa. Pero decidí disfrutar la experiencia, hasta donde fuera posible. Percibí mi cuerpo como algo mecánico, artificial, aunque había sido fabricado con mis propias células; era un objeto eficiente y mi obligación era colonizar Germine, la segunda cuna de la humanidad. Fue en ese momento que una noción agradable ocupó mi mente. La nave había transportado un millar de cuerpos, pero solo cincuenta eran machos. Me esperaba una enorme tarea si quería cumplir con el mandato de la empresa: alcanzar la masa crítica de población necesaria para que la colonia fuera sustentable antes de treinta años.
—Insisto, Yang; Marie lo espera en el cubículo 157. Recuerde que usted nos ha salido muy caro y que tiene que empezar a producir trabajadores desde este mismo momento. ¿O se cree que vamos a colonizar otros planetas con clones vagos y mal entretenidos?


Acerca del autor:

El desquite – Diana Sánchez


La araña teje el hilo. El hilo enlaza mi pie. La araña carece de la noción del cuerpo. También, carece de entidades nostálgicas. De la era del vacío.
Hace oídos sordos la araña, a la irrupción pasional que invade mis senos. De tan grande el corazón parte mis pechos al medio. A través de los pezones, los pechos miran los costados de la casa. De las cosas. Alguien al pasar, los roza. Ellos responden, dispuestos. Erección de pezones, rigidez en los senos; sexualidad colectiva. Ilusión caníbal del fantasma arcaico. Mientras tanto, el deseo cabalga atado al pescuezo del caballo.
En una pulsión divina el jinete rodeando mi cintura, me atrae hacia él. Las bocas se buscan, desfallecientes. Las lenguas se alzan, interminables.
En el frenesí de los cuerpos nos hundimos en el pantano a la vez, un arco iris de amapolas surge del otro lado del horizonte. Después, una bandada de pájaros extraños como en una plegaria, ahonda sus gritos.
El caballo diestro, temible, se incorpora y el relincho lastimoso como una red infinita nos alerta. Volvemos a unirnos, urgentes.
La luna y el fuego derrumbe de toda ley se hunden en el pantano muy cerca de nuestros cuerpos y ya, sin aliento llega el final (ambos lo sabíamos).
Como siempre hay alguien que observa, testigo-secreto y antes de que la mano borre el paisaje, él (desde luego) envejecido de soledad, buscará lápiz y papel para contarlo.
Acaso, será el desquite.


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Ella y su dulzura podrida - Micaela Álvarez


Afuera, la noche era un largo y distante eco de perros.
Entonces sucedió. El semáforo cambió del verde al amarillo y luego al rojo. Y pensé ¡qué terrible cuando el silencio forma parte de la obediencia! No supe qué hacer, allí, en la soledad de la noche con mis pensamientos azorados por el tiempo. Estaba solo, es verdad, pero acompañado por algo que no me es fácil describir; aún así lo intentaré. Una sombra, una irremediable extrañeza del aire, un suspiro amarillo expulsado de mis pulmones. Las calles susurraban junto al llanto descorazonado de los sauces, la luna espiaba a espaldas de la vieja casona de la esquina. Durante años y años en el barrio se hablaba sobre cosas muy extrañas que acontecían allí; pero esa noche en especial, entre el rumor hecho eco de los perros muertos, mientras el semáforo en rojo me impedía el paso, la vi. Ella me esperaba en la puerta de la casona, tenue, muy tenue y frágil. No caminaba, sino que danzaba en el aire y me miró, me hizo un gesto amigable con su mano derecha y lentamente comencé a bajar del auto. Lentamente, inexplicablemente, porque yo no la conocía pero sentía que la había esperado durante décadas, la había esperado toda mi vida y jamás pensé que la vería tan claramente a pesar de su transparencia y fragilidad. No imaginé que sería tan amigable con un hombre como yo, que nunca disfrutó nada, que nunca regaló una sonrisa a nadie si no era para pedir algo a cambio, un hombre soltero de amargura, refugiado en el recuerdo de su madre, en el olvido de su padre, un hombre sin lágrimas, sin miedos, sin sueños, con los sesos rotos por el dolor de vivir.
Y allí estaba ella, sonriéndome con dientes dulces, con manos etéreas, sin piernas que la aten al mundo deprimente en el cual he vivido. Me quedé inmóvil, no podía seguir caminando hacia ella porque la emoción que nunca tuve me apareció de golpe y fue demasiado para mí. Entonces ella comenzó a flotar acercándose, tan suave, tan bella, tan melancólica en su ser. Me tomó la mano, me miró a los ojos y pude ver el universo entero en los de ella. Acercó muy lentamente sus labios, me besó. Y ahí sentí que nací de nuevo. Ya no era ese desgraciado, era otro.
Será que el destino quiso que la viera, será que el semáforo quiso morir allí, para detener el tiempo quizás, así en el silencio yo podría apreciar la sombra más luminosa que haya visto la humanidad, al ser más hermoso y tenebroso que ojo alguno haya contemplado.
Un camión, tan sólo un camión se interpuso entre nosotros y dejó las palabras mudas y los ecos muertos en el olvido.
Nunca debí haber bajado del auto, nunca debí quedarme en medio de la calle, mucho menos dejar que Ella me besara con tanta dulzura podrida. Pero díganme si ustedes no lo hubieran hecho.

Acerca de la autora:
Micaela Álvarez

jueves, 28 de junio de 2012

Chocolates para el viaje – Héctor Ranea


Cuando llegó del largo viaje, Severio Lanza encontró abierta la puerta del mueble donde guarda celosamente los chocolates. Chasqueó la lengua contra el paladar. En esas horas podrían haber entrado ratas a comérselos y él, como un estúpido, les había franqueado la entrada. ¡Qué torpe!
Revisó todo lo que pudo los recovecos del mueble; no encontró ni ratas ni su bosta, ningún paquete de chocolate a medio abrir ni nada desacomodado, así que se fue tranquilo a cenar algo liviano, luego a dormir.
En medio de la noche, en cambio, lo despertó un ruido a tambor enloquecido. En cuanto se despertó, reconoció las resonancias del mueble para el chocolate. Puteó por lo bajo y fue a ver. Efectivamente, desde adentro algo golpeaba fuerte. Pensó que podía ser una zarigüeya por la mole que parecía moverse, habiendo descartado lechuzas o teros porque se habrían quebrado sus delicadas alas en esos movimientos desesperados.
A las zarigüeyas les tenía respeto, porque con los dientes podían hacer estragos, máxime con el descontrol que mostraba este ejemplar encerrado. Fue a buscar una escoba para aplastarla si pudiera y mientras pensaba lo doblemente estúpido que había sido al dejar la puerta abierta y no haber encontrado después al animal.
Por las dudas, dejó entornada una puerta de la casa para darle una escapatoria al bicho, si fallaba su intento de matarlo. Pero al abrir el mueble, Severio Lanza se encontró con un panorama totalmente diferente: un animal sin pelos, calvo y pila, que parecía de cuero florentino, con unos dedos luminosos como si se hubiera atado luciérnagas en las yemas y un extraño rostro que le traía recuerdos.
—¿Qué mierda es esto! —preguntó, como hablando consigo mismo.
—¿Cómo qué mierda soy? —dijo el animal, sorprendiéndolo.
—¿Qué? ¿Papá? —se asombró Severio.
—¿Esperabas a alguien más, como siempre esperó tu madre? —respondió, como era su costumbre, con una pregunta, su padre.
—¿Qué hacés ahí con los chocolates? —quiso reprenderlo Severio—. Sabés que te los prohibieron por las hemorroides.
—¿Las hemorroides? ¡Nene, pasó tiempo ya! Mirame las uñas. —Severio se las miró. No tenía luciérnagas sino un compuesto de luciferina y luciferasa y emitían luces agradables, rojas, azules. Lindo toque. De distinción, seguramente.
—¿Comiste mucho chocolate?
—¿Yo? No. Tu madre se dio un atracón, culpa tuya, que dejaste la puerta abierta.
—¿Mamá? ¿Estás ahí? —Del mueble salió, avergonzada, la madre. Del mismo cuero, con iguales uñas, solo que, desnuda, se le veían algunas zonas que Severio jamás hubiera querido mirar—. ¡Mamá! ¿Cómo andás así... vestida? ¿Es verdad que te atragantaste con chocolate? ¿Y el colesterol?
—¡Callate, estúpido! —gritó el padre—. ¿No te acordás que es sordomuda, imbécil? —Severio, abochornado, fue a la cocina.
—¿Les preparo mate cocido?
—No, gracias. Mirá, ahora tu madre llora. Aunque pensándolo mejor, dale, hacenos unos mates. Pero mate mate, nada de infusiones finas. Un buen mate de calabaza.
—¿No te va a dar colitis?
—¿Hace cuánto que no me da colitis? —El padre miró a la madre, compungida, tratándose de cubrir las partes pudendas con una servilleta. Asintió dos veces—. Veinte años sin colitis. Y lo dice tu madre.
—De acuerdo. Hago mate. —Y así fue que Severio, a las cuatro de la mañana de ese invierno por venir, les preparó mate a sus padres.
Luego de que tomaran un par de mates cada uno de los tres, el padre le dijo: —¿Tenés las alas? A nosotros se nos rompieron al entrar a comer chocolate. —Se ruborizó un poco al decirlo.
—¡Sabía que ibas a decir eso! ¡Te dije que no podía andar comprándole alas cada vez que ustedes se refocilaran con algo y las rompieran! Esperá que me voy a fijar en el ropero —exclamó airado. Al rato volvió con un par de alas estupendas, con plumas de aves de varios lugares del mundo—. Son sintéticas. Las hice con la máquina que dejaste a medias cuando partiste. La tuve que terminar porque las plumas salían despeinadas.
—¿Corregiste la alineación de los tejedores? Me siento orgulloso, hijo.
—¿Se llevan bastantes chocolates para el viaje, papá, mamá? —Ellos asintieron. La madre lo miró, él le colocó amorosamente las alas, ella sonrió mientras desbordaba los ojos de lágrimas. Quién sabe cuándo volverían a verse. Severio también lloró. Se abrazaron los tres. Cuando Severio volvió a la cama, ya blanqueaba la aurora. Iba a ser uno de esos días diáfanos y fríos. Menos mal que tenía buenos chocolates. Cambió de idea y se fue a tejer nuevas alas. Por ahí, tendría que darlas de nuevo a esos bichos que se hacían pasar por sus padres para que no estuviera tan solo.



El autor: Héctor Ranea

Cul de sac – Sergio Gaut vel Hartman



—Formemos un equipo —dijo Benito Ferruccini, verdulero diplomado y somelier de jugo de remolachas por la Universidad de Enna, en Sicilia—; los equipos están de moda. Miren a Los vengadores.
—Si llego a mirar a Los vengadores se me pueden pudrir los ojos —respondió Jean-Paul Sartre sin levantar la vista; estaba corrigiendo con resaltador rojo un texto de Albert Camus.
—Yo jugué en equipo, una vez —aportó Gustavo Galaxo, ex futbolista y actual director técnico de Piubella, cosmética capilar—. Me parece que puede andar.
—¿Un equipo heterogéneo, estrambótico, variopinto, atípico? —Arthur Dent miró a sus compañeros de hito en hito. Ya había pasado por cosas peores, en principio, pero la idea de Benito le resultaba más extravagante que un encuentro con Ju'kola, archibobo de los kola'ju—. ¿Por qué no? —concluyó con una risotada.
—Yo al arco no voy —se atajó Jeanne de Orleans.
—Vos, Goldmundo: delantero de punta... —Pero Sandokan tomó a Dent del cuello y lo elevó a la altura de sus ojos. El autoestopista galáctico quedó a ochenta centímetros del suelo.
—Equipo de súper héroes, propuso el verdulero, aquí presente.
—Somelier —corrigió Benito.
—Lo que sea —dijo el Tigre sin mirarlo—. Solo los más aptos.
—El malayo estuvo comiendo de nuevo con Rosenberg, Goebbels y Eichmann —susurró Groucho Marx al oído de Woody Allen.
—No quisiera sonar como un maldito racista —respondió el fundador de Manhattan—, pero la gente de color le cree a pie juntillas a cualquiera que use un par de botas negras bien lustradas.
—Ustedes dos, ahí —dijo de pronto Raskolnikov preparando la AK-47 que le había regalado el mismísimo Mihail Timofeyevich Kaláshnikov—, ¿qué están cuchicheando?
—Estamos hablando de matones —dijo Groucho—, pero no se preocupe, no lo hemos mencionado a usted en ningún momento.
Y así siguieron, sin ponerse de acuerdo, durante horas, días y años. ¿Qué necesidad tienen de ponerse de acuerdo si esta ficción no tiene lógica?
—¿De qué está hablando, jefe? —dijo Benito Ferruccini mirando la pantalla de esta notebook por encima de mi hombro.
—¡Te dije un millón de veces que no espíes cuando escribo! —estallé invadido por la ira.
—Ya no me puede sacar —se burló el verdulero.
—Pero te puedo hacer matar por Jack el destripador y fabricar morcillas con tu sangre.
—Ay, jefe, cada día más idiota, usted. Como si los personajes pudieran morir. Cuando en la ficción nos encontramos con un verdadero personaje, sabemos que ese personaje existe más allá del mundo que lo creó. Tenemos la certeza de que hay cientos de cosas que no conocemos, y que sin embargo existen. De hecho, hay personajes de ficción que cobran vida en una sola frase...
—¡Desgraciado, atorrante, criminal! Eso es de Borges...
—Yo no fui, fue usted, jefe —dijo Benito. Y agregó por lo bajo—. Esto habría hecho las delicias de Roman Polanski.
No contesté. Hubiera sido darle validez a sus palabras. Y nada más alejado de mis deseos. Lo único que quiero es terminar de una buena vez con este engendro.
—¡Imposible, amigo! —exclamó un Huckleberry Finn eternamente adolescente señalando hacia arriba—. Mire el título que le puso, ¡y jódase!


Acerca del autor:

Reducción al absurdo – Héctor Ranea & Sergio Gaut vel Hartman




—¡Esto es cósmico! —gritó Fernando Quiñones de la Ortiga tirando un cordón umbilical del que pendían dos monos disecados. Sonó como campana de palo hueco labrada a mano por un artesano delicado.
—¡Merde! —contestó la maestra de ceremonias de la Feria Artesanal de Mahan, en los suburbios de Bermúdez, libre o nada, vieja ciudad del Bardo Marciano—. ¿Eso significa lo que estoy imaginando?
—No me crea. ¡Yo hago comentarios sin ton ni son y me responden con cuentos sacados de chisteras mágicas! —le respondió Quiñones con gesto de "o esto es más absurdo de lo que parece o es domingo y nadie me dijo nada"—. Es así como he cimentado mi fama. —La Duquesa de Belinzonia no pudo resistirlo y se tomó el famoso Batiscafo.
—Piróscafo, habrá querido decir —comentó Quiñones—. Cuando le cuente esto a mis amigos, en lo que queda de la Tierra, no lo van a poder creer —añadió por lo bajo, cubriéndose la boca con el muñón.
—Colorín colorado, este juego ha terminado —dijo enérgica la Condesa, poniéndose el vestido azafrán, tapando su desnudez—. No me entrené para seguirle la corriente a sus dislates y extravagancias.
—Extra vagancias, nunca mejor dicho —la abrumó Quiñones, redoblando la apuesta—. Vagaré por ahí, como un extra de un western, pero dejaré que el caballo me monte y cruzaremos las praderas al galope, ¿qué opina?
—¿Usted desea provocar mi suicidio? —musitó la marquesa, al borde del colapso.
—Mi bella dama, si yo quisiera eso estaría aún más loco de lo que estoy. Usted hace rato que está muerta.
—¿Es cierto eso? ¿Y usted?
—Yo también, ¡por supuesto! La diferencia es que yo soy dos, y a la vez el que escribe el cuento, como si fuese uno. Usted es apenas un personaje.
—¡Dios mío! ¡Que horror!



Acerca de los autores:

martes, 26 de junio de 2012

Fuga allegro vivace – Sergio Gaut vel Hartman


Olivia Benson y Elliott Stabler se enfrentaron al más agudo de los casos cuando Gregory House, jefe del departamento de Diagnóstico en el Hospital Universitario Princeton-Plainsboro, cometió la trasgresión definitiva. En una faena brillante, perfectamente coordinada y efectiva, había asesinado a Lisa Cuddy, James Wilson, Eric Foreman, Chris Taub y Remy Hadley, tras argumentar que no habían sido capaces de diagnosticar correctamente la enfermedad que aquejaba a Súperman. Y después de consumar su crimen, el excéntrico médico huyó, saltando de serie en serie. Podía vérselo en Yo quiero a Lucy, Friends, Bonanza o Los invasores, reemplazando a actores que morían en circunstancias dudosas. Benson y Stabler ya desesperaban cuando un suceso fortuito les permitió atrapar al asesino. En el primer capítulo de una sitcom ordinaria y sin vuelo (que no pasaría de la primera temporada), House se volvió loco por una Fender Stratocaster que había pertenecido a Elvis. Los policías lo condujeron sin resistencia al Hospital Psiquiátrico Estatal de Oregon, donde los especialistas le diagnosticaron “fugomanía serial compulsiva”. Ahora House pasa sus días volviendo locos a los especialistas de esa institución y planea un itinerario alucinante por las viejas películas en blanco y negro de la década de 1940 que filmaron Welles, Huston, Tourneur, Dmytryk, Siodmak y Wilder.    

Acerca del autor:

Se necesita un manual de autoayuda para fantasmas - Daniel Frini


Zacarías Ayala era muy feo.
Y era curandero. Arte que heredó de su abuela, famosa por el litigio que le ganó, allá por el cincuenta, al doctor Zamponi, quien la había denunciado por ejercicio ilegal de la curandería.
Ayala fue contratado por la viuda del alemán von Staffel, doña Nieves García Rodríguez; hija del que fuera gobernador antes de la revolución del sesenta y uno. No está clara la naturaleza de su trabajo, pero al cabo de tres meses, el curandero estaba viviendo con la viuda, en el casco de la estancia del alemán. Desde esa época se lo conoció en el pueblo como el Yeti Ayala, el abominable hombre de la Nieves.
Von Saffel todavía habitaba la casa, en calidad de fantasma, y sospechó algo cuando el olor a sahumerios, a los que siempre fue alérgico, comenzó a afectarlo. Cuentan los peones que era muy común escuchar los estornudos del finado, aún durante el día. El Yeti alegaba que el patchouli mantenía a raya la culebriya, el mal de ojo y los cornudos.
Celoso, el fantasma decidió asustar y echar de su casa a su reemplazante; para lo cual una noche abrió la puerta del baño, con la peor cara de muerto que pudo poner.
Ayala se estaba afeitando. Von Saffel no vio a uno, sino a dos feos: el original y al reflejado en el espejo. Su terror fue tal, que desapareció para siempre de la estancia.
Esto ocurrió hace más de treinta años. Aún se escuchan sus estornudos en medio del campo. Se agravó su alergia. Ahora no soporta ni el olor a soja.

Acerca del autor:
Daniel Frini

La ley y el orden – Héctor Ranea


—¡Pero tía Clotilde! Le dijimos miles de veces que no leyera. El que hablaba no era un partidario de la ignorancia. No se olvide de qué familia venimos, por favor, oficial. Mi abuelo, por caso, fue fundador de la Biblioteca de Mirador del Monte, Cooperativa de trabajo. Fecha aproximada 1922. Nuestro padre fue Director muchos años, mi madre Directora de la Escuela Primaria Antonio Felíz Azul, la primera de la zona. Fue maestra desde el 47, más o menos, montón de años. La mismísima Clotilde, mi tía, nuestra tía, fue Secretaria de la Biblioteca de la Cooperativa, maestra de la Escuela, daba clases en Iraola en la secundaria Próspero Valle y se jubiló como maestra de danzas clásicas y tangos. O sea, leer, leíamos en la familia. No se confunda. Pero escuche esto que tengo para decirle, oficial. Usted casi no nos conoce porque es nuevo acá. Venga primero a la sala de lectura de casa, ¿quiere un té?
Entran. El té está servido, el oficial se sienta y pronto comienza a beberlo.
—Pasa con la tía Clotilde que le gusta mucho leer cuentos cortos. De esos que duran un suspiro, a lo sumo dos.
—¿Y eso qué tiene que ver, señora?
—¡Ay, hijo, todo tiene que ver con esto, todo! Porque ella suponte (puedo tutearte, ¿cierto? Tienes la edad de mi hijo) —el oficial asintió ruborizándose un poco—, suponte, digo, que lee un cuento en el que Drácula pasa caminando por un escaparate, ve un maniquí muy realista, lo roba, se lo lleva a la casa y ahí descubre que es de cartón piedra. Al rato, viene la policía y lo arresta, lo juzgan y queda en la cárcel. Drácula amargado y virulento, grita: ¡Amalaya! He matado a tantos y nunca me atraparon y ahora me atrapan por robarme un simulacro de mujer...
—¿Ese es el cuento?
—El cuento es así.
—¿Todos son iguales?
—Bueno... hay veces que no es con Drácula sino con Moby Dick, con Superman, con Tarzán, con John Lee Hooker, con Philip K Dick. En fin, tiene cualquier cantidad de posibilidades, ¿sabes?
—A ver si la tengo clara. Me confunde porque Moby Dick es una novela.
—Claro; justamente, los autores de cuentos breves usan los personajes, pero hacen otra ficción. El asunto es que los lectores son como cómplices.
—¡Ese lenguaje lo entiendo! Claro. Ustedes no quieren que la tía Clotilde se convierta en cómplice.
—No; el problema con la tía Clotilde es que se los cree. Pero se los cree de manera tal que vive esa historia u otras con esos personajes y se asusta de veras. Ponle el caso de Drácula. Ella va a estar asustada toda la hora del té pensando que Drácula se va a enojar como la puta madre (perdona mi francés) con ella por leer esa desgracia personal y va a venir para vengarse.
—O sea, con un cuentito corto, se hace la película. ¿Y por qué sería cómplice?
—Bueno. Por eso la matamos.
—¡A las pelotas! ¿Se está usted confesando asesina?
—¡Usted por quién me toma? Yo me confieso sólo con el Padre Vélez.
—Me refería a una confesión de delito, de crímenes. ¿Ustedes mataron a la tía Clotilde?
—No me entendió nada. Ya no era la tía Clotilde. Decía llamarse la madre de Drácula.
—¡A esa sí la conozco! Figuraba en una película británica de Terencio Fisher; del sesenta o 61. Gran actuación de Peter Cushing haciendo como siempre de van Helsing. Genial Yvonne Monleur...
—Monlaur. Era Monlaur. Hacía de Marianne Danielle. Maestra, como mi tía. Imagínese adónde vamos con la trama.
—Claro. Se copó por el personaje.
—No; no da la edad. Se copó con la madre del Conde.
—¡Martita Hunt! Genia total —se entusiasmó el oficial.
—Veo que tenemos varias cosas en común —dijo la interlocutora, bajando la vista con recato—. Yo también la admiro. Mi marido era gran fan. Tratamos de organizar un taller en la Biblioteca de la Cooperativa pero no tuvimos mucho éxito. A la gente le gustaba más Mamie van Doren.
—¡Claro! ¡Estos pueblos! Siga contándome de Clotilde. ¿Cómo dice que murió, entonces?
—Quería que nosotros fuésemos van Helsing. Estaba tan copada con su personaje de madre de Drácula que lo protegió ferozmente. Mordió a Cristian, a Estela y le pegó un arañazo en el hombro a un mujik que trajo mi abuela cuando vino de Ucrania.
—¡Caramba! Debe tener sus años el mujik para pelear con el vampiro.
—¡Imagínese! Es que la eternidad, para nosotros, es cosa bastante normal.
El oficial se incorporó en el asiento. Dejó de beber el té.
—¿Cómo dijo, señora? ¿Escuché bien?
—¡Ay, oficial! ¡Pero al final usted es como la tía Clotilde, se cree todo lo que le cuentan!
—Señora, usted me acaba de decir que entre ustedes la eternidad es cosa normal...
—Bueno. Como quien dice, un flatus voci lo puede tener cualquiera, oficial.
Y dicho esto, hizo sonar una campanita de cristal, entró el mujik, le pegó un mazazo en la cabeza y llevó el cadáver del oficial a la cripta donde estaban velando a Clotilde. Todos se acercaron al policía muerto. ¡Ah, sangre fresca! —exclamaron.

Acerca del autor:

Pioneros del espacio - Claudio G. del Castillo


La Vostok 1 asciende rauda entre torbellinos de fuego y humo. Poco después, a 315 kilómetros de altura, inicia su órbita alrededor de la Tierra. La gran potencia comunista se ha llevado la gloria: el primer hombre en el espacio es soviético.
O eso piensan en el cosmódromo de Baikonur.
En la sala de control decenas de técnicos, científicos e invitados (y hasta el mismísimo Serguéi Koroliov, famoso por su comedimiento y mesura) no pueden ocultar la emoción que los embarga. A los besos y apretones de manos sigue la distribución de vodka. Justo cuando Koroliov se lleva un vaso a los labios, la pantalla principal se ilumina y muestra imágenes del interior de la nave. De esta forma, los presentes pueden observar al intrépido cosmonauta quien, violando lo establecido, se ha retirado el casco y librado del cinturón. Y flotando de espaldas, con sus manos en la nuca, contempla el infinito a través de una claraboya.
Pero a un héroe se le perdona cualquier exceso.
El secretario regional del PCUS, Iliá Mojonov, carraspea y acciona el conmutador de un micrófono:
—¡Enhorabuena, camarada Gagarin! Considérese hijo ilustre de la URSS. Encarna usted el espíritu emprendedor de los soviets.
El cosmonauta echa un vistazo en torno suyo hasta que localiza la videocámara que registra el histórico acontecimiento, se desplaza hasta ella apoyando con negligencia sus botas en un panel de mandos y da golpecitos en la lente con un dedo:
—¿Aló? ¿Aló?
—Le comentaba, camarada Gagarin… —Mojonov se ajusta los bifocales y al distinguir en la pantalla las facciones del “hijo ilustre de la URSS”, pega un brinco.
—¡Je je je! —ríe el cosmonauta, un rubio orejón de párpados inflamados—. “Camarada Gagarin”. “Camarada Gagarin”. Baikonur, tienen un problema: mi nombre es Eusebio Méndez.
No bien se escucha la increíble declaración, cesan la algarabía y los gritos de júbilo. Koroliov escupe su trago:
—¡Qué demonios!
En la sala de control se ha instaurado el silencio, únicamente roto por el cosmonauta que afirma llamarse Eusebio:
—Lo dicho, Eusebio Méndez; Méndez y Valdivieso, porque tengo padre y madre. ¿Menuda sorpresita, eh? ¿Y qué esperaban, que me quedara de brazos cruzados mientras ustedes hacían y deshacían a su antojo. ¡Pónganme al que más mea!
Koroliov hace acopio de paciencia antes de acercarse al micrófono y abrir la boca:
—Camarada Méndez, le habla Serguéi Koroliov. ¿Podría informarme dónde está el camarada Yuri Alekséievich Gagarin?
—Pues verá, Colirio, si se refiere al dueño de esta escafandra, lo dejé amarrado a una de esas columnas metálicas que sujetaban el cohete. Desde luego, no le prometo que lo encuentre de una pieza, con el metrallazo que soltó este chisme al despegar... Si a mí el tirón estuvo a punto de zafarme las pelotas.
—¡Jesús, María y José! —Koroliov se cubre la cara con ambas manos; luego de un suspiro, dice con voz firme—: Al grano, camarada Méndez. ¿A qué organización terrorista pertenece y cuáles son sus intenciones?
—¡Epa, epa, alto ahí!, que yo no he hablado tan despacio. Los terroristas son ustedes, que hará unos cuatro años capturaron a mi Pelusa en el jardín del instituto donde curso economía, y la enviaron a la Vía Láctea. No imagine que no miro la tele. Sé que Pelusa anda por aquí, en algún sitio de este vasto cosmos circundante. Vine a rescatarla, así de simple, conque me dice dónde tiene el timón esta bola de billar o empezaré a mover palancas y a apretar… por ejemplo, este botoncito rojo de aquí…
—¡Nooo!, por favor, se lo ruego. —En ese instante, el director del Programa Espacial de la URSS siente en su nuca el aliento gélido del representante del Kremlin, Artamon Follonoski—. El asunto es grave —admite Koroliov, sin apartar sus ojos de la pantalla.
—¿Grave? —vuelve a la carga Eusebio—. Grave es que ustedes los rusos no inventen nada que funcione adecuadamente. ¿Ve aquel tubo de pasta dental? Pues entérese, no hace espuma y sabe a pollo. Y esta escafandra se pasa de hermética. Ahora mismo me están entrando unas ganas de cagar, que como no encuentre de inmediato un abrelatas... Y allá en Cuba me prestaron una lavadora Aurika que hacía cadenetas con mis calzoncillos; y mi tía Mirna se compró una plancha…
Exasperado, Koroliov desactiva el sistema de audio. Luego, mientras se ajusta la corbata, se dirige a Follonoski:
—Camarada, no tengo palabras… Entiendo su ira y decepción pero… Piénselo, todavía nos cabe el orgullo de haber enviado al espacio en el 57 al primer ser vivo, y tan soviético como usted y yo: Pelusa… ¡Laika!
—Ahórrate la arenga, Serguéi. Te daré un consejo: ora por que los norteamericanos no se enteren de este fiasco, o haremos tal purga en este complejo que no quedará personal apto para lanzar una bengala.
Koroliov traga en seco, pero asiente y se voltea hacia la concurrencia:
—Compatriotas, esto no ha sucedido. En breve les dictaré a los corresponsales del Pravda, letra por letra, el editorial que saldrá en el número vespertino. A la televisión le facilitaré las secuencias que tomamos durante los entrenamientos. De ser necesario, las manipularemos con la ayuda de los estudios Soyuzmultfilm. Y en cuanto a ese loco, ¡me lo están bajando ya!
En la pantalla, Eusebio articula sin parar. Koroliov, hastiado, activa nuevamente el sistema de audio.
—… y con la venia de Carelio y sus muchachones, aprovecho la ocasión para saludar a Josefina, mi mamá. ¡Un besote, viejuca!; ya falta poco para graduarme. También quisiera felicitar a mi mejor amigo por ganarme dos apuestas. Tenías razón, Vitico: la saliva es redonda y la Tierra es azul, no carmelita. Por último pido una ovación cerrada para mí mismo por convertirme en el primer cubano que pisa la Vía Láctea; porque mi Pelusa nació en la isla, pero no es persona…
Koroliov se soba el cuello y murmura:
—Manda narices, ¡ni la perra!


Acerca del autor: Claudio G. del Castillo

domingo, 24 de junio de 2012

Ausencia de creatividad - María Gimena Barboza Dri


Se observa en su semblante dormitado una sonrisa serena, como si la paz le mojara la frente con un poco de agua tibia. Me gustaría mencionar el resplandor lunar platinado en su silueta, o la caricia del viento de verano sobre sus cortinas de seda, pero nada de eso existe. Siquiera, tal vez, aquella sonrisa serena.
No se dibuja -tampoco- sobre sí una nube de sueños acerca de amplios campos verdes o largos baños, desnudo, en algún arroyo de manantiales frescos. De manera que no existe, pues, aquella sonrisa, ni es otra cosa más que una de sus tantas muecas conformistas.
Es en medio de mi contemplación vaga, cuando luego de un par de movimientos inquietos, logra despertar con la espalda transpirada. Y la frente fría. Y los pies dormidos. De seguro recordó que se le olvidaron sus días de creatividad; o que se le olvidó recordarme.
Busca desesperado un libro de cuentos... No hay. Busca desesperado sus autitos de carrera... No hay.
Y busca muñecos y pelotas, y hasta un papel para fabricar un avión que vuele en torno a su mundo de niño... Pero no hay. No hay nada. Porque nunca lo hubo. Mira sus manos vacías, toca su pequeño cráneo de infante y para su gran sorpresa, no hay pelos allí; quizás algunos un tanto blancos y casi ya sin fuerza, como suplicando caer... Y morir.
Yo sé lo que está pensando, porque soy su nudo en la garganta. Yo soy el nudo en la garganta, de la tercera edad del siglo XXII. Así que entre los pensamientos que conozco de memoria ajusta el normalizador de ambiente, inhala un poco de aire artificial, se recuesta a intentar dormir. Y finge que duerme. Un instante más tarde le aflora la mueca de conformismo tras recordar su infancia de pura tecnología, y de ausencia de creatividad.

Acerca de la autora:
María Gimena Barboza Dri

A tientas – Héctor Ranea


—Fesor le dijo a Feta o, pensándolo bien, Feta le dijo a Fesor. No recuerdo.
—¿Cómo no lo recuerda, Feta?
—¿Por qué he de ser Feta, quién lo dice?
—¡Pero usted es Feta, lo conozco!
—Usted me confunde. Yo soy Fesor.
—Aún así, no entiendo cómo no recuerda quién le dijo a quién.
—Claro. Usted no entiende y pretende que yo sí.
—Pero me habla de usted en tercera persona.
—Es que es así. Tercera persona. Aunque recuerdo bien que éramos dos.
—Insisto. Usted me confunde.
—Creo habérselo dicho yo antes. Es usted quien me confunde. Soy Feta y me confunde con Fesor.
—Pero hace unos renglones me dijo ser Feta.
—¿Y usted le cree más a los renglones que a mí? ¡Déjeme, por favor!
—Si lo dejo, Feta o Fesor, lo transformo en nada, me parece.
—¿Me dice usted nada? O sea, ¿ni siquiera me habla, usted?
—Si sigue hablando lo rompo, Fesor.
—¡Eso es lo que Fesor le dijo a Feta! ¡Ahora lo recuerdo!
—¿O le dijo Feta a Fesor?
—¿Ve? ¡Usted es quien me confunde, Feta!
—No; soy Fesor. Le dije que soy Fesor, Feta.

FIN

—¿Ve?, ¡encima me censuran!

Sobre el autor: Héctor Ranea

El chamán: colibríes - Armando Azeglio


¿Era este páramo blanquecino y desierto lo que coronaban siete días y sus noches de viaje exangüe?
Al principio solo fue un punto en el horizonte, luego un manojo de plumas en danza frenética. Luego: ¿una sombra expulsando un chorro de orín sobre un minúsculo montículo o el pequeño cadáver de una bestezuela muerta? Luego, un dedo leñoso que encierra en un círculo sus propias inmundicias depositadas sobre la arena fresca. Luego, un rostro surcado por mil ríos. Luego, unos labios que se ahogan en la propia monotonía de sus conjuros y masticaciones. Luego...
—¿Cuál es el sueño? —me preguntó sin levantar los ojos.
—Una mujer —le contesté sorprendido.
—Ah, solo un hombre común... —dijo para sí mezclando arena salitrosa y un polvo violáceo con un escupitajo (¿de tabaco?)—. ¡Cuéntame, cuéntame el sueño!
—Bueno, al principio todo es oscuridad y noche, para luego transformarse en una bandada de colibríes que salen vertiginosmente del vientre de una vaca muerta. Producen un zumbido similar al de las abejas en vuelo y se disponen en una majestuosa forma arquitectural que representa una bandada de colibríes saliendo vertiginosamente del vientre de una vaca muerta, producen un zumbido similar al de las abejas en vuelo para disponerse en otra forma arquitectural, más majestuosa que la anterior, representando exactamente lo mismo...y así, la relación es infinita. Las estructuras parecen compactas y sólidas, pero son solo colibríes en vuelo, obedeciendo a un invisible arcano.
Entonces comprendo que la oscuridad no es oscuridad, sino sumas colosales de colibríes en simulación suspendida de una gran noche.
—¿Y la mujer?
—La forman los colibríes, pero en una segunda instancia, al comando de una figura que parece ser la de un sarraceno vestido de blanco, la primera estructura de la serie indefinida se rompe para formar la mujer. Una mujer que danza doblemente, por el movimiento de sus miembros, y por el enloquecido movimiento interno de los colibríes. De pronto se recuesta y asume la posición de parir.
—¿Y entonces?
—Pare una figura, que parece ser la de un sarraceno vestido de blanco, que ordena a la primera estructura restante de la serie indefinida romperse, para formar otra mujer. Una mujer que danza doblemente, por el movimiento de sus miembros, y por el enloquecido movimiento interno de los colibríes. De pronto se recuesta y asume la posición de parir...
—Entonces vuelve a parir el sarraceno…
—No, pare la oscuridad y la noche inicial, que luego se transforma en la primer bandada de colibríes...


Acerca del autor:Armando Azeglio

Otra lectura de Babel – Cristian Mitelman


Cierto pueblo decidió construir una torre para alcanzar a Dios. La fueron moldeando durante décadas. Cada generación era recordada por su mayor o menor participación en el proyecto. Es cierto, se mezclaron las lenguas y muchas veces hubo que reiniciar el trabajo porque los arquitectos fallaban en los cálculos o no lograban entenderse.
Una noche, casi olvidados del motivo original, lograron el propósito. La vejez de Dios, su aspecto endeble y casi triste los llevó a arrojarlo por la ventana del Oeste. (Unas tradiciones dicen que murió en la caída; otras que soñó un nuevo universo; las comarcas orientales aseguran que se convirtió en los cuatro elementos; los pueblos semíticos esperan que tarde o temprano llegue a nuestro mundo. ¿Quién puede saberlo?)
Los constructores de la torre decidieron que había que seguir edificando para encontrar aquello que está por encima de la divinidad y elevaron muros y corredores para dar con el Vacío.
Cada generación crea desde entonces el camino hacia ese pozo sin sombra que está siempre un día más allá.


Acerca del autor: Cristian Mitelman    

viernes, 22 de junio de 2012

Una chica en el jardín – Miguel Aguilera


Hay una chica muerta en el jardín. La he visto al despertarme, al asomarse los primeros rayos de sol del nuevo día. La hierba le acaricia el cuerpo, está desnuda. El verde circundante le cae bien, parece ser una flor nueva y fresca que ha brotado a través de la hierba, abriéndose paso a todo, sin importarle nada. No me atrevo a tocarla, pero sé que está muerta pues no respira, no se mueve, se la percibe demasiado fría.
¿Qué haré ahora? Nadie creerá que ha muerto sola, o que otros la han matado. Habrá dedos señalándome, dedos acusatorios, miradas instigadoras, epítetos y voces duras para conmigo ¿Por qué a mí?, ¿por qué yo?...
Pienso en envolverla en una vieja colcha. Tirarla al río con algunas piedras en sus pies. Son ideas enfermas, me digo y me recrimino a la vez. Y mientras conjeturo las mil y una formas de deshacerme de la frialdad del cuerpo sin vida caigo en la cuenta que a la vez admiro la belleza de su desnudez. Nunca estuve con una mujer desnuda en mi cama, y ahora, que hay una en el jardín, está muerta.
La muerte tal vez me obsequió a la chica. Sí, eso debe ser. Porque hay obsequios de todo tipo, y tal vez éste sea uno de ellos, de esos raros, que solo a personas como yo puede regalársele ¿Debería estar agradecido con la muerte? No… ella se jactaría, agrandaría su ego, y me sonreiría como suele hacerlo en ocasiones al pasar por mi lado.
“Me gusta el verde que te rodea”, quisiera decirle a la chica. Más ella no puede oírme. Ella está muerta. Pero eso es lo que pienso y siento en este instante. Me parece una novia dormida. Envuelta en una burbuja de tiempo, de un tiempo ya pasado...
Hay una chica en mi jardín, y está sobre mí.

Tomado del blog "Literato, narrativa contemporánea"

Acerca del autor:
Miguel Aguilera

Él - Ana Cherñak


Hace tiempo que lo sueño. No quiero decir que el sueño se repita sino que él aparece cada vez.
Al principio era divertido. Jugaba en la vieja casa, mis padres vivían y tenía a mi lindo perro en el jardín.
¡Qué gracioso!, a él lo veía igual a mí pero sabía que ese no era yo. Confianzudo me decía que si lo dejaba salir, él conseguiría minas para los dos y hasta podríamos turnarnos para ir a trabajar. ¿Qué chiste, no?
Pero eso era antes. Hace noches que busca molestarme. Sabe que no acostumbro a pensar en ciertas cosas y no pierde la oportunidad de recordarme que Terry murió de hambre y de sed. Lo había dejado atado, una vez que fui a Rosario para ver a River. Desde entonces me despierto sobresaltado, enfermo.
La cosa empeoró cuando volvió con la cantinela de la plata del viejo, la que era para pagar al mecánico y yo me la gasté.
—Tendrías que haberle dicho a papá que no arreglaste los frenos del Falcon— me decía, como si fuese un hermano mayor.
Me parece que no siempre sueño. Creo que con solo cerrar los ojos puedo verlo. Y al accidente, clarito. El chirriar de las ruedas, la desesperación de papá, siempre tan confiado el viejo, los gritos de mamá. Me veo. Mejor dicho lo veo a él con las manos chorreando sangre...
Siempre supe que sería mi peor pesadilla. Un pellizco no bastaría para despertarme.
Manoteo en mi mesa de luz, saco del cajón el revolver y PUM.
Yo no quería hacerlo, él me obligó. Me duele el pecho y siento frío, pero cierro los ojos y solo veo el jardín.


Acerca de la autora:
Ana Cherñak

Mundos paralelos - Xavier Blanco


Llueve. Las sirenas de los coches policiales arañan la noche. Revolotean los helicópteros. Se escuchan los gritos de los soldados y el chasquido indiscriminado de los percutores. Han salido: hay niños mugrientos rebuscando entre los desperdicios; mujeres de tez blanquinosa, vestidas con harapos, que zigzaguean por las calles; brazos y manos que piden auxilio desde de las alcantarillas. Se acercan torpes. Penetran sus sombras entre las oquedades del cortinaje. Los vemos desde la ventana. Nos miran con sus caras ovaladas y sus ojos desabrigados de esperanza. Afuera arde la miseria, el aire es denso, asfixiante. Llueven cenizas, huele a desesperación. El polvo penetra por las rendijas, nos atenaza la garganta. El mundo huye sonámbulo como un avión de papel. Nos miran, vemos sus uñas de grafito desgarrando la espesura. Encendemos la televisión, dicen que han salido, que tienen hambre, que faltan basuras ahí abajo. Resuenan las balas, la lluvia se tiñe de rojo. El mundo está en la cornisa, se desmorona, todo son grietas llenas de grietas. Han salido. Se escuchan las sirenas, el ladrido de los perros y el silbido borroso de los proyectiles. Mamá nos llama, dice que se enfría la sopa. Llueve.


© Xavier Blanco 2012 Tomado del blog Caleidoscopio

Sobre el autor: Xavier Blanco

En otros universos suceden cosas raras – Sergio Gaut vel Hartman


—Encontré un hilo de gusano de cuarenta y nueve palabras —dijo Ariadna ovilla que te ovilla.
—¡Insensata! —replicó Egeo tomando a la mujer del cuello—. Esto es un agujero de gusano, no un hilo, y ovillando nos has mandado a un universo desconocido del que no podremos regresar. Quién sabe las cosas tremendas que nos ocurrirán en este sitio.
—Tranquilo —dijo Albert Einstein que venía caminando por el laberinto tomado de la mano de Nathan Rosen—. Este es el puente que une dos blogs afines sin que importe de cuantas palabras ha sido compuesto.
—¿Y ustedes quiénes son? —espetó el rey de Atenas.
—Unos que van camino a Esparta porque nos han dicho que allí podremos amarnos sin necesidad de soportar las pullas de los envidiosos.
—Ahora lo llaman turismo igualitario —agregó Einstein.
—¿En todos los universos? —preguntó Ariadna.
—Solo en este —dijo Teseo descolgándose del techo y vestido como Batman—. De los laberintos se sale hacia arriba, pero también es posible entrar.
—Llévame contigo, Batman —dijo Robin entrando a la carrera.
—¿Alguien puede librarme de este chiquillo fastidioso? —reclamó Teseo.
—Con sano gusto y fina atención —respondió Rosen. Y sacando una AK 47 de la mochila reventó al intruso. Todos celebraron el acto con fuertes risotadas y se fueron a comer a la cantina Spadavecchia, donde un mandolinero napolitano suele tocar El día que me quieras para que lo cante el fantasma de Carlos Gardel.

Acerca del autor:
Sergio Gaut vel Hartman

Triquiñuela indigna – Héctor Ranea




—¡Brava la pócima de la Madama! —dijo Benavídez, haciendo gala de su aptitud para la rima.
—¡Más brava es la morfina! —le contestó Peláez, de los Peláez del arroyo seco, descontando que su falta de rima no sería advertida por sus contrincantes al truco, dado que la misma palabra morfina convocaba bastantes enojos entre los presentes.
—¡Más vale, no la nombre! —dijo la Petisita del tablado—. Para mí es un tormento. Cada vez que mi suegro la tomaba, se le ponía verde el pescuezo.
—¡Eso era ajenjo, mocita! —le gritó desde lejos el Tape Ruibal, que se estaba levantando para irse y se fue nomás—. La toldería de mi china queda lejos —dijo como justificándose.
En eso se oyó la voz atronadora del viejo Bermejo Centella, un as para tenerlo de compañero en el truco, el mus, el sapo y la caza del lagarto overo.
—¡Por las zapatillas del Comisario Mendibélez! ¡Si se siguen confundiendo así, no quisiera que ninguno se recibiese de boticario, vea!
Tremendo silencio en el Bar de Zjopietraglia. Algo se escuchó caer de la pequeña copa acanalada que tenía en su mano la rubia Candorl, pero nadie se atrevió siquiera a mirar para ese lado.
—¡Sotretas, manga de atorrantes, ignorantes y faltos de imaginación! Sólo y para empezar —gritó el viejo—. ¿Desde cuándo la bebida se confunde con la inyección? ¿Me habrán metido vino en el Sanatorio o hablando por el teléfono me sacaron sangre de la nariz? —dijo con calculada sorna—. Se me hace que tienen los cables pelados del peludo que vienen trayendo. Mentira debiera parecerles, ¡hombres grandes, confundiéndose como niños en las faldas de la primera novia!
Todos bajaron la vista aún más, hasta que llegaba al suelo.
—Indigno de este pueblo, lo digo y lo repito. ¿Dónde se ha visto que uno se tome la morfina como si fuera ginebra o se vacune con ajenjo como para pasar la temporada de gripe? ¿Me va a decir que el caldo de pollo le cura las hemorroides al chancho de Jonás Bendía? ¿Me van a cuentear que cogotiaron al cordero recién nacido de Belencita la niña de los Rosales con agua bendita? ¡Pero por favor!
El silencio daba como para que flotara una medusa nocturna en pleno aire, sensación que crecía con el olor al mar cercano y al ruido del viento en las olas de la orilla. Nadie se atrevía a contestarle al Bermejo, que por algo tenía la voz más gruesa y más poderosa del pueblo. Pero del fondo del estaño, un muchachito remilgado y más flaco que una escoba sin pajero, de pocas pulgas por lo que se vio después, se atrevió a contestarle. Nada menos que enmendarle la plana al mismísimo Bermejo Centella, padre de contestadores, de payadores y domadores invencibles.
—Vea, Don Bermejo. No me quiero tirar contra usted, ni dios permita —empezó conciliador—, pero me parece que esta vez le erró al tacho fiero y me se hace que vuelca el pis para cualquier lado.
El viejo Bermejo acarició el pomo del puñal para ir calentándolo de a poco, porque si bien la venganza se bebe fría, el puñal, para matar, debe estar siempre tibio.
—La morfina —continuó el jovencito, ojos color de aceituna recién lavada—, le hace al que la recibe creer que de todos lados puede venirse un malón, pero no un malón de cigarras o de grillos destemplados, sino de piernas dormidas, de parroquianos del Bar ya sin cabeza.
A los parroquianos que escuchaban les comenzaron a temblar las osamentas: no se nombra, en lo más bonito de la noche, poco antes de que salga la Madama a bailar en el tablado, a la más oscura sombra de todas las pulperías. El jovenzuelo mequetrefe se estaba cavando la tumba, como si se llamara Chiclana, pariente de Jacinto.
—Y me permito decirle —dijo levantándose el pañuelo para que se vea el orificio de entrada de una lanza en medio del cuello— que sé de lo que le hablo. Por este agujero apenitas cerrado, pasaron una lanza, un aguijón, el filo de algún facón y no me acuerdo más, tantas son las ocasiones que quisieron desgraciarme sin tener éxito, le aclaro.
El juego estaba echado. Subieron los dos al tablado. Uno con el cuchillo tibio para caliente. El otro con una copa en la mano, inerme para más datos.
—¡No voy a despenar a un gallito desarmado! —gritó el viejo Centella—. ¡Alguien tiene que darle un arma, caramba!
Sin embargo, nadie se la ofreció ni regalada. Era sabida la triquiñuela del viejo Bermejo Centella y su hijastro, el Polidoro. Así les habían aflojado a los ingenuos varias facas en las madrugadas del Bar y ya no quedaban muchos de ésos, porque sin armas en el pueblo no duraban casi nada los paisanos.
—Esta vez van a tener que batirse a duelo de otro modo —sentenció la Madama, recién entrada al salón.
Padre e hijo fanfarrón decidieron jugárselo todo a un malambo, pero el corazón del Bermejo no duró ni cuatro mudanzas. Fue su última aparición de vivo. Después lo hizo muchas veces en los cuentos de la paisanada.


Acerca del autor:

miércoles, 20 de junio de 2012

Hybris - Nicolás Ferraiolo


Fue con fuego milenario en los ojos, como fuego apretado hasta ser agua. Así nos lloró el perro. Y un incendio convence.
Pero el auto seguía y me separaba del perro negro como la uña de la carne. ¿Pedirle a padre llevárnoslo? El coche avanzó paralelo a la linealidad de esa duda, hasta el freno de algodón de casa.

Nunca me olvido del perro. Sí, yo sé, yo me llamo Héctor. Es lo bueno. Nombre de padres cultos. Y Héctor no es no-Héctor. Eso también es lo bueno. Pero si me incendian y derrito qué no soy fundido entre las cosas, entre los pastos y la tierra.
Perro negro como un canto. Perro ensombreciente omnisciente. ¿Que de nuevo estoy con lo primero devenido a la mente? Ay santo Dios, Vos me entendieras...

Yo no me iba de ese fuego, padre me llevaba lejos: pasivo yo el fuego me cundió, sin huir ni tirarme. Estático, clavado, el fuego resentido en milenios se me hundió en los ojos. Yo ya no era el mismo. Tenía algo adentro. Un perro negro arrastrándose. Pero llegados al hogar ese día, lo mismo de siempre: padre y madre gozaban la literatura y las películas. Se consumían durante la mesa los nombres que yo preguntaba. Mi hermana no los desconocía. Éramos cuatro.
Yo no hablaba. Negro era. ¿Quién se preocupa de que yo no hablaba? Héctor.

Pasado el tiempo, esa cosa sin cuerpo y que se mueve, empecé a querer a mi hermana: incipientemente sospechaba que siempre hay una configuración respetable, una rígida magia entre los lazos. Una tarde jugábamos en el jardín andaluz. La miré, empecé a quererla como bien dije, a ella, a la más chica y la más culta. La quise. Solté la pelota roja. Me agaché lo suficiente. Le probé los labios, como la uña de la carne. Era negro. La apreté contra mí, la apreté como una rosa y los pétalos caían como plural de Caín, diría un poeta. La tierra del jardín los recibía, para eso está la tierra, diría otro; tierra muerta como casa de los vivos; tierra seca, y el polvo anocheciendo el juego de ir llevándola del pelo. No arrastrarla, la llevaba conmigo. Uña en carne.
El polvo me aburría. Pero fue curioso oírlos, vueltos del teatro, a madre y padre gritar como nenes confundiendo la lección, quizás por el polvo. Gritaban ¡Soltala! ¡Soltala! ¡Soltala! Y más polvareda más anochecía. Más gritaban, más fuerte la llevaba. Más fuerte. Más fuerte. Me reía. ¡Soltala Santo Dios! ¡Soltala Héctor! ¡Héctor! ¡Héctor! Suplicantes, abrí las manos.

Acerca del autor:
Nicolás Ferraiolo

Clip - Mónica Sánchez Escuer


El dios del metro no sabía qué hacer. Las escaleras llevaban días haciéndole la vida imposible: en plena hora pico se les antojaba estirarse, tronar los escalones como dedos, sacudirse los pies de los usuarios y tirar a más de uno. La gente creía que eran temblores oscilatorios, tan comunes en la zona, y se aferraba a las paredes hasta que los peldaños se aquietaban. Fueron varios los luxados. Ningún hueso roto, gracias a dios, al buen dios del azar que siempre le echaba una mano. Y él, el del metro, se lo agradecía. Sólo él porque a todos ellos, los verdaderos dioses, nadie los ha reconocido nunca: el dios del drenaje profundo, el del alumbrado, el del tráfico, el de los jardines y plantas. Nadie les reza, no tienen templos. Y ellos no pueden entender que los humanos sigan creyendo en un sólo dios que vive lejos, en un cielo que nada tiene que ver con el cielo. ¿Cómo creen que se mantendría esta ciudad, este planeta con un par de ojos vigilando? Las labores son arduas y complicadas. La del dios del metro, por ejemplo, es vigilar que el transporte colectivo subterráneo dé un servicio eficiente y oportuno. Pero su trabajo se había visto alterado desde que a las escaleras les había dado por temblar hasta desarmarse. Más de una vez las encontró hechas resbaladilla a la hora de abrir las instalaciones.
 Una tarde, mientras los escalones se acomodaban después de una sacudida, el dios vio a una muchacha recoger unos papeles que se le habían caído y apresarlos con un clip. Claro, un clip, pensó. Y con el arcángel herrero mandó a hacer uno gigante. Cuando se los mostró, a las escaleras les pareció muy cool su nuevo barandal y se lo pusieron con gusto. Pronto se percataron de que aquello era un gran grillete y los primeros días protestaron rechinando sus dientes y sus huesos. Pero, desde hace dos semanas, ya están quietecitas y el dios del metro duerme tranquilo. No sabe que en las noches las escaleras seducen al clip, bailan y se enredan felices en sus tubos. Han aprendido a ser discretas: en el día soportan las pisadas, escupitajos y orines de perro con tal de divertirse por la noche. Aunque a veces sienten celos de las manos que lo tocan, saben que en la madrugada, el barandal es todo suyo.

Tomado de Historias Baldías
Acerca de la autora

Apasionadamente Venus - María del Pilar Jorge


Ann_Té, con un gesto lúdico, hundió sus dedos en el frasco lleno de salmuera y extrajo una lombriz; se la introdujo en la boca y la saboreó. Sham apartó su vista del panel de navegación y observó a la venusina con disimulo: imaginó el sabor picante de la lombriz diluyéndose en la boca de Ann_Té, imaginó a esos labios amarillos, incitantes, recorriendo su cuerpo y lo inundó una oleada de calor. Las reglas de convivencia intergaláctica le impedían relacionarse con los habitantes de otros mundos, pero la mirada de Ann_Té fija en él era demasiado provocativa para ser eludida. La actitud de la muchacha tenía algo de desafío, un desafío que Sham evitó una vez más. Optó por concentrar su atención en las luminiscentes pantallas en las que se podía apreciar el espacio exterior. Dentro de una semana, cuando arribaran a Anouk XV terminaría su suplicio, no la vería más y podría finalizar una relación que jamás había comenzado.
Un imprevisible viraje de la nave regresó a Sham a la realidad y lo obligó a centrarse en los controles de la computadora madre. Solucionado el problema, Sham volvió a zambullirse en sus pensamientos. Especuló que, tal vez, si Ann_Té accedía a instalarse con él, cuando llegaran a destino renunciaría a su tarea de mecánico y navegador y haría las gestiones para que les asignaran uno de los edificios nuevos, modernos y de exterior impoluto que abundaban en Anouk XV. Allí nadie se iba a inmiscuir en sus hábitos sociales y podría disfrutar, sin culpas, de los placeres de la venusina. Por sus trabajos en la Flota le correspondía una anualidad fija con la que ambos podrían convivir. La próxima vez que ella intentara avanzarlo, se lo diría, estaba casi seguro de obtener una respuesta afirmativa. Después de todo, qué tenía que perder.
Pero cuando la volvió a ver, las palabras de Sham murieron antes de ser pronunciadas: el cuerpo de Ann_Té había cambiado, se notaba más grande, redondeado, informe, parecía que la venusina se encontraba a punto de estallar.
—Desovar —aclaró ella, al adivinar sus pensamientos.
Aunque no lograba entender lo que estaba sucediendo, presa de una irrefrenable excitación, Sham preguntó:
—… ¿y yo puedo acompañarte? Te ayudaría con tus pequeños.
—Por supuesto. Ésa siempre fue mi idea: mis crías necesitan alimento.


Sobre la autora:
María del Pilar Jorge

Entrevista de trabajo - Daniel Frini


Entonces Ya’aqob, hijo de Maryam, fue llevado al desierto para ser tentado por el diablo. Habiendo ayunado cuarenta días y cuarenta noches, al fin tuvo hambre. Y acercándose el tentador, le dijo: Haz que estas piedras se conviertan en pan. Ya’aqob sucumbió y fue descartado.
Entonces Jocha’nam, hijo de Maryam, fue llevado al desierto para ser tentado por el diablo. Habiendo ayunado cuarenta días y cuarenta noches, al fin tuvo hambre. Y acercándose el tentador, le dijo: Haz que estas piedras se conviertan en pan. Pero él respondió diciendo: No sólo de pan vive el hombre. Le llevó entonces el diablo a la cima del Templo, y le dijo: Si eres Hijo de Dios, salta, y los ángeles te salvarán. Jocha’nam saltó y fue descartado.
Entonces Yshu, hijo de Maryam, fue llevado al desierto para ser tentado por el diablo. Habiendo ayunado cuarenta días y cuarenta noches, al fin tuvo hambre. Y acercándose el tentador, le dijo: Si eres Hijo de Dios, di que estas piedras se conviertan en pan. Pero él respondió, diciendo: No sólo de pan vive el hombre. Le llevó entonces el diablo a la cima del Templo, y le dijo: Si eres Hijo de Dios, salta, y los ángeles te salvarán. El respondió: no me tientes. Le llevó después a un monte muy alto, y mostrándole todos los reinos del mundo, le dijo: Todo esto será tuyo si me adoras. Yshu le dijo: Apártate, Satanás.
El comité de selección decidió que, de los tres hijos de Maryam, éste era el indicado. Le esperaba un trabajo bastante arduo, y además, mal pagado.


Acerca del autor:
Daniel Frini

lunes, 18 de junio de 2012

Los sombreros y las águilas – Héctor Ranea


El distinguido domador de caballos Don Salustiano Suárez Peralta, en un descanso de su representación, mientras tomábamos una buena ginebra, que para el frío que hacía era escasa, me dijo:
—Para usar sombrero, hay que saber arreglarlos. Y, más aún, habría que saber perderlos. No cualquiera puede usar sombreros, si al final tiene problemas con las pequeñas roturas que se producen durante su uso, y que traen inconvenientes de uso tales como goteras, sombras indeseables, ruido con el viento e, incluso, propiedades aerodinámicas de inestabilidad que lo hacen propenso a volar al mínimo soplo. El asunto de perderlo es más delicado, claro.
Me mostró uno clavado en la pared norte. Lo miré como preguntando. Me contestó
—Se perdió en Saldungaray, lo encontraron en Laredo.
—Me imagino cómo fue que voló hasta Laredo
—Ni se imagine, Dotor. Es difícil hasta para un imaginador profesional. ¿Sabe que desde Laredo fue devuelto por una escritora?
—Caramba. Todo un viaje. Pero claro, sigo sabiendo cómo llegó hasta Laredo y lo devuelve una mexicana.
—Para más, ilustradora de alebrijes y diseñadora de alas para el número de las águilas voladoras de Toaxatepec.
—¡Águilas voladoras! ¡Achalay! Y pido perdón por el criollismo. Pero no encuentro otra palabra.
—Perdonado, hombre, perdonado. Es que a veces las águilas tienen esas cosas.
—Yo no sé mucho de pájaros, pero para mí hubiera sido más claro si fueran urracas.
—Para todos, Don. Para todos, claro. Pero tampoco va a encontrar muchas urracas en Saldungaray.
—Claro.
Quedamos los dos como pensando en qué pájaros o qué vientos conectan las dos ciudades, o algo así.
—Pero sepa usted que perder sombreros así es de gran perdedor. Eso se valora. Imagínese que un sombrero se le vuela con el viento y uno perdiera la dignidad. La vida le dará la vuelta si ese sombrero tuviera que volver. Y si no, paciencia, amigo. No era para usted.
—Dígame. Yo perdí hace tiempo una gorra escocesa. ¿Vale como buen perdedor de sombrero que no me puse a buscarla como un enajenado?
—Vale, sí. ¿Por qué habríamos de tener tanto problema de nacionalidad? ¿Era de tweed azul, la gorra?
—¡No me diga que la tiene! —exclamé con ansiedad.
—Mire, no la colgamos con clavo porque el tweed es delicado. Mire en esa bolsa ahí.
Me abalancé y sí. Ahí estaba. Un poco envejecida. Casi lloro al verla.
—¿No sabe nada de mis sombreros? —le pregunté acongojado.
—Nada. A la gorra la devolvieron unos jugadores de pato que venían de Toay. Lindo pueblo.
No lo podía creer. Desde Trieste a Toay. Todo un vuelo de águilas.
—Pero dígame, Dotor. ¿Dónde dijo que se le perdieron los sombreros?
Una nueva luz se derramó sobre la sombra de mis ojos.

Acerca del autor
Héctor Ranea

Aromas de circo – Xavier Blanco


Donde viven los pobres nunca llega el Circo. Ahí, en el arrabal, no hay magia, ni siquiera llueven golosinas. Hoy todo está agitado, la desmesura se huele en el ambiente: los niños descalzos, huérfanos de alegrías, corren hacia la quebrada; los mayores acarrean sus sillas de tijera, desvencijadas. Hay nervios. La muchedumbre se sienta solícita y espera -donde viven los pobres siempre esperan-. Otean el horizonte, todos están pendientes del viento: sopla, ruge, brama. A lomos de la ventisca llega el Circo, nadie lo ha visto, pero todos perciben sus fragancias. El suburbio se impregna de nuevos olores. Cierran sus ojos y olfatean. Sobrevuelan vahos de júbilo. Emanan fantasías. Se perciben los efluvios de la carpa, construida con aromas de mantequilla, bálsamos de menta y esencias de caramelo. Sienten husmear las trompas de los elefantes y el silbido de los cuchillos que lanza el oso hormiguero. Los niños huelen las risas de los payasos. Dicen que este año actúa Pinocho, la mofeta malabarista y el topo de nariz estrellada. Dicen tantas cosas. Cuando se aquieta el viento se disipan los vapores, huyen las fragancias, desertan los aromas. Se acabó el espectáculo, pero nadie aplaude. Regresan. Adultos y pequeños, hombres y mujeres, en una fila ordenada, infinita, arrastran sus sillas, tornan a sus quehaceres: zanqueros de esperanzas, contorsionistas de utopías, domadores de problemas, sólo saltimbanquis de la vida. Se esfuman los aromas del Circo, pero permanece el olor fétido de la miseria, el tufo del hambre y el hedor de la muerte, también llamada “la Chata”. Algunas veces, cuando ya no queda nada, sopla el viento. La fila avanza desde la lejanía, se huele en el ambiente. Donde viven los pobres nunca llega el Circo.

© Xavier Blanco 2012.
Tomado del blog Caleidoscopio http://xavierblanco.blogspot.com.ar/2012/04/254-aromas-de-circo.html

Acerca del autor
Xavier Blanco

sábado, 16 de junio de 2012

Agua virgen – Diana Sánchez


De la pared de la montaña fluye incesante el agua virgen.
Se me queman las manos repletas de carbón. Asoman las llamas por las esquinas del olvido, se retuercen incendiarias hasta abrazar la pared.
Corre la vieja para alcanzar el último tren de la noche. Se traga el grito en su boca deshabitada, la vieja, cuando apenas se cuelga de la puerta. Y sube. Pero nadie la tira a las vías. Pero nadie intenta robarle nada, a la vieja.
Mastica carbón de coque el chico boliviano que viaja en el tren. Porque tiene la boca negra. Porque tiene los ojos negros. El pelo, las uñas. El futuro.
Largas piernas, interminables pies subidos a tacos altos. Altísimos. Rubia: cara, ojos y piel. Vello, sexo-rubio. La rubia-mujer mastica mieles y amapolas. Tiene la mente rubia. Y el pensamiento, también.
El tren se arrastra sigiloso y sube la otra mujer. La mujer-desnuda de la Montes de Oca. Pero nadie la ve. No mastica, ni siquiera, come. Le sacaron las muelas, tenían miedo que ella los mordiera. Le tiraron un colchón. Y la enrejaron. Sube sola, dejando atrás la Colonia. El pasado.
En la sinrazón de la noche, el tren detiene su marcha. La estación hiere de luz mis entrañas. Los fantasmas se esconden detrás de sus sombras.
Nadie espera a nadie. Baja el niño-indio, la rubia-mujer. La pobre-vieja, baja.
La mujer-loca prefiere el tren a los fantasmas: ella sabe elegir.
Camino lenta y pesadamente hasta alcanzar la montaña. Me lleno las manos de agua-virgen para llenar los bolsillos.
Ya sin dudas, persigo la línea del horizonte.


Acerca de la autora:
Diana Sánchez

Advenimiento - Claudio G. del Castillo


Empezó con un viento frío que traía nubes pardas. Luego un diluvio de roña, gusanos y cucarachas amortajó de ocre la ciudad, sumiéndola en hediondez. Presa del terror me escondí en el armario. Y ahora escucho gritos en la calle, dentro del edificio, en el apartamento de al lado… Gritos que hielan mi alma.
—¡Atrás, Bob! —aúlla mi vecina.
¿Le habla al difunto Robert? Delira…
El roce de algo húmedo contra el ébano del armario me sobresalta:
—¿Quién anda ahí?
—Déjame entrar, mamá.
—¿Paul? ¿Paul, eres tú?
—Abre la puerta.
—¡No, no!
—Tengo miedo, mamá.
Creo desfallecer.
—Mami… mami no abrirá, cariño. Te sepulté el mes pasado, ¿recuerdas? —Mis lágrimas son invisibles en la oscuridad—. ¡Te extraño tanto, Paul!
Las aguas del infierno se han colado en mi santuario; sus uñas y sus babas trazan ríos en mi piel. Y mil voces me susurran al oído:
—¿Por qué lloras, mamá? He vuelto.

Acerca del autor:
Claudio G. del Castillo

La siesta – Héctor Ranea


Me desperté lentamente de la siesta. Siempre que me pasa eso, me queda un sabor dulce en la boca, como si hubiera comido algo amargo y luego me bebiera un vaso de agua fría. Me levanté como siempre que me despierto lentamente, o sea, en dos tiempos. Primero incorporo el torso mientras lo roto, luego apoyo las piernas y las estiro haciendo equilibrio (que, aunque suene a muchas cosas, son dos movimientos, después de todo) y en ese equilibrio doy el primer paso, que es desequilibrarme. Esa tarde llegó al baño y me lo encuentro, orondo, como si fuera su casa.
—¿Qué hace acá?
—¿No te dije que me podías tutear?
—¿De dónde lo conozco?
—No nos conocimos en Constitución, si te referís a eso. Pensá: anoche, en el bar.
—¿Qué bar?
—¿Te olvidaste?
—Anoche fui al bar, sí; pero no conocí a nadie y ciertamente no a un hombre. Fui a buscar una mujer.
—Todos dicen lo mismo.
—¿Qué quiere decir?
—¿Qué tomaste?
—Lo de siempre. ¿Qué importa qué tomé? ¡Importa que ya me hincha las pelotas que esté en mi casa sin mi autorización y con mi pijama!
—¿Tu pijama? —El sabor dulce del despertar de la siesta se me empieza a hacer amargo. Otras veces hube de meterme con este entrometido, pero esta vez la cosa es más seria. En efecto, está usando mi pijama, entra al baño sin preguntar quién está adentro, me habla de un bar como si nos conociéramos de allí, me tutea, no quiere tutearme como si no me conociera, hace años que ronda esta hora de la siesta, no me quiere ni ver, por eso cierra los ojos cuando se levanta, no recuerda qué tomé, no sabe qué quiero decir. Me levanto del baño, me dejo estupefacto de saber que anoche quise ir al bar, pero me sofrené. ¿Cómo lo supo? ¿Cómo lo supo?


Acerca del autor:
Héctor Ranea

Los siete trabajos de Hércules García - Daniel Frini


La hija del vasco Arreche era todo para Hércules. Pero para el vasco, García era claramente inferior a su pequeña y no la merecía. Cuando por fin se dio la combinación exacta entre ganas y miedo del novio y condescendencia del vasco, el galán, pudo pedir la mano de Teresa. Arreche lo escuchó callado y dijo:
—Vea, García, va a tener que demostrarme que puede mantener a mi hija. Trabajará para mí durante un tiempo, y si me satisface su labor, después hablamos de casamiento.
Hércules accedió esperanzado.
Debió matar a los doce chanchos del tano Bonifacini, a puros besos de lengua; aflojarle las ruedas al sulky del polaco Pyrik, que lo corrió a escopetazos; poner tinta china al agua bendita de la Iglesia del padre Juan; silbar el tango «Mi noche triste» medio tono mas alto, mientras el vasco le apretaba, levemente, los testículos con una morsa; domar a la suegra del chileno Segovia, que ya había enterrado siete maridos; cobrar cinco pesos de entrada en la mesa catorce, para poder votar en las elecciones del año noventa y tres; y, finalmente, fotografiar en bolas a la intocable rusa Vielisky. La rusa lo sorprendió; pero en lugar de denunciarlo, lo invitó a pasar. García jamás regresó a lo de Arreche. Teresa quedó para vestir santos; y el vasco con una hija solterona y amargada, y sin las fotos de la rusa, que tanto ansiaba.

Acerca del autor:
Daniel Frini