miércoles, 5 de diciembre de 2012

Corre dijo la tortuga - Fernando Andrés Puga


Una tortuga no hace ruido. Durante al menos seis meses se esconde entre los muebles y duerme. Uno llega a olvidarse de su presencia hasta que durante un día cálido de comienzos de primavera volvemos a cruzarnos con ella y a sorprendernos; como la primera vez.
Una tortuga apenas come. Restos de lechuga, cáscaras de pera o manzana, pepino y algunos otros desperdicios. Una tortuga no mordisquea juguetes como sí lo hacen los insoportables cachorros caninos; no rasguña la cuerina del sillón como los gatos; ni siquiera nos entristece como los canarios que, encerrados en jaulas de colores, nos hacen sentir culpa.
No.
Una tortuga no es más que una piedra que a veces se mueve. Pocos excrementos que limpiar y que además sirven para abonar la tierra de las macetas. Ninguna molestia. Tener una tortuga como mascota no tiene pérdida; es todo beneficio. Eso sí: no consigue engañarnos y hacernos creer que no estamos solos.

Y así estaba yo. Gozando de mi soledad, contemplando a mi tortuga pasearse oronda sobre las baldosas del patio una tarde tranquila de verano, viendo cómo mastica con su habitual parsimonia un tronquito de coliflor.
Sonó el timbre. A regañadientes me levanté de la hamaca paraguaya donde dormito apaciblemente bajo la sombra del níspero que yo mismo planté hace ya más de quince años y fui hacia la puerta de calle.
Era mi hermano. Hace tiempo que no viene por acá. No desde que tuvimos la gran pelea. En fin, culpa de las mujeres, por supuesto. El asunto es que vino y trajo una pequeña tortuga entre las manos. Al parecer mi sobrinita, tan parecida a la madre, se puso a gritar desaforadamente cuando abrió el regalo de cumpleaños y no paró hasta que vio a su padre alejarse velozmente en el auto con ese bicho horrible que le recordaba los dinosaurios. Mi hermano dice que no quiso tirarla por ahí y se le ocurrió traérmela. Se acordó de mi vieja tortuga y creyó que yo la recibiría con los brazos abiertos. Y la dejó nomás. Ni tiempo a pensarlo me dio. Es cierto que no había mucho que pensar. ¿Qué mejor que una compañía para mi Manuelita?

No sucedió de inmediato. Al principio nada parecía haber cambiado. Las dos tortugas se ignoraban mutuamente. Mi viejo quelonio doblaba en tamaño a la recién llegada y a lo mejor la despreció en secreto, a su modo claro, un modo difícil de percibir para un simple humano como yo.
Empecé a sospechar que algo pasaba cuando noté que la intrusa, luego de los primeros días de adaptación, llegaba antes al lugar donde deposito los restos vegetales que come mi tortuga y se los devoraba con una velocidad asombrosa sin dar tiempo a que la pobre vieja pudiera probar bocado. No sé si como consecuencia de ello o por simples cuestiones genéticas, la tortuguita comenzó a crecer aceleradamente. Hace apenas un mes que está en casa y ya duplica en tamaño a la otra que, a su vez, parece estar cada día más débil. Es que casi no come la pobre. He llegado a darle en la boca pequeños trozos a escondidas para evitar que la muy maldita recién llegada se los arrebate antes de que pueda deglutirlos. Vamos mal, a este paso creo que le queda poco.

Hoy no me levanté de buen ánimo. Estaba teniendo un sueño placentero en el que caminaba por una playa de arenas blancas muy bien acompañado, el sol se ponía a lo lejos sobre el mar, las gaviotas graznaban... Nos revolcábamos, nos besábamos... No sé quién era ella, hace mucho tiempo que no gozo de compañía femenina y las del pasado no han dejado rastros en mi memoria. En un momento dado, cuando la tenía de espaldas y la montaba, ya a punto de eyacular, la tomé por el cuello desde atrás con la intención de traer su cara hacia mí y besarla. Giró y me miró a los ojos. El susto me hizo despertar. Algo había en ese rostro que rompió con el encanto y a punto estuvo de transformar el sueño en pesadilla. No puedo recordar qué, pero no pude volver a dormir. Tuve que cambiar las sábanas y en el ir y venir entre la cama y el baño terminé por desvelarme. Así que acá estoy. En la cocina. Puse agua en la pava para tomar unos mates y cuando voy hacia el patio a vaciar el porongo de ayer en el cantero, la veo.
¡Pero si es ella! Sí, sin duda alguna. Tengo ante mí a la grácil muñeca que alegraba mis sueños hace apenas unas horas. Está de espaldas, como en el sueño. Sin ropas sobre ese cuerpo arrobador. Un impulso me lleva hacia ella y, desnudo yo también, me apoyo sobre su espalda húmeda que se eriza al sentir mi contacto. La tomo del cuello con la intención de besarla y mirar su rostro, pero me sobresalta un grito extraño que llega desde el patio.
Para mi sorpresa es mi vieja Manuelita que en perfecto castellano grita:
—¡Corré, pelotudo!
Aturdido, suelto a mi musa que termina por darse vuelta, abre sus fauces desdentadas y se dispone a masticarme como si yo no fuera más que una apetitosa hoja de lechuga criolla.
Pude escapar gracias al grito de mi vieja compañera. Lo triste es haber tenido que abandonarla a su suerte. Seguro que ya es alimento del cantero.

Fernando Andrés Puga

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