lunes, 31 de diciembre de 2012

El hombre insomne y la voz – Francisco Garzón Céspedes


Una madrugada, en medio de un ataque de insomnio, cuando el hombre, un hombre joven, fue del dormitorio a la cocina de su piso a buscar un vaso de agua, escuchó una voz de mujer reposando en la noche.
La mujer no gritaba, ni siquiera hablaba muy alto, pero como las paredes del edificio tenían la delgadez de las láminas de papel, casi todo se oía de un piso a otro. Y la mujer se hallaba en el piso de al lado.
El hombre, aún sin el agua, se detuvo a escuchar en el pasillo, y permaneció en silencio.
La voz grave y cálida de la mujer decía unos versos de amor. Los decía con tonalidades y resonancias. De una manera comprometida.
Aunque el hombre se consideraba un gran lector, no conocía esos versos. Por un momento, creyó que la mujer inventaba los versos al decirlos. Pero si inusual era que alguien dijese poesía en la madrugada, o la leyera en voz alta, sospechar que la creara a viva voz, ya resultaba impensable.
Cuando la mujer calló, el hombre todavía se quedó de pie en el pasillo durante unos minutos. La voz de la mujer no regresó, y el hombre, sin haber llegado a la cocina por su agua, volvió al dormitorio y, acunado por una enorme placidez, se durmió.
A la mañana siguiente recordó la voz de la mujer y los versos de amor. Sabía que una semana antes, mientras estaba de viaje, alguien se había mudado al piso de al lado. Debía ser aquella mujer.
El hombre viajaba mucho porque era piloto de aviación. Y los cambios de horarios le ocasionaban trastornos para dormir. Desde niño era un lector capaz de devorar innumerables libros, y, la profesión de piloto y los desvelos e insomnios, posibilitaban que cada vez leyera más. Aquellos versos dichos por la mujer lo habían conmovido. Y pensándolo con detenimiento, la voz de la mujer al decirlos asumía las vacilaciones de lo que está siendo inventado, y no el ritmo más seguro de lo memorizado o leído. Deseó conocer a la mujer. Pero tenía que salir de viaje, y el tiempo no le alcanzó para hallar un pretexto que pareciera real, y que le permitiera tocar en la puerta de al lado y presentarse a la mujer.
En los días que estuvo fuera, el hombre recordó uno de los versos y la voz grave y cercana de la mujer, diciéndolos. Concluyó que le gustaba aquella voz. La primera noche que durmió de nuevo en su piso, se despertó en la madrugada y ansioso caminó hasta el pasillo. Otros eran los versos. La voz que les daba vida pertenecía a la misma mujer. Los versos aludían a un encuentro que debía ocurrir, pero que todavía no ocurría. Hablaban de amor y de confianza.
El hombre alzó una de sus manos y la puso sobre la pared a la altura de la voz, y la dejó estar allí, plácidamente. Cuando la voz calló, el hombre se fue a dormir, tranquilo. Al llegar la mañana tomó una decisión, presentarse de inmediato a su vecina. Eligió el método de pedir un favor. Diría que se le había roto la cafetera y que no tenía café soluble. Pero cuando tocó en la puerta de al lado, la mujer que abrió y le devolvió el saludo resultó ser unos cuarenta años mayor que el hombre, que se quedó estupefacto. Parecía la voz escuchada en las madrugadas, pero en las noches sonaba menos madura.
Dentro de su desconcierto, y en tanto explicaba lo de su cafetera y solicitaba un poco de café soluble para tomarlo y terminar de despertarse, el hombre comenzó a hacer cálculos de cuántos años de diferencia tendría con esa mujer, porque se sabía enamorado de la voz de la madrugada, de su veracidad, de su manera de decir que acariciaba. Voz que, el hombre estaba convencido, no memorizaba, no leía, sino que se inventaba los versos.
En ese instante entró al salón la nieta de aquella mujer mayor, una joven, y le dijo: “Estoy segura de que usted es el vecino de al lado”.
Y frente a la muda interrogación del hombre, la mujer joven, con la voz de la madrugada, pero con desenfado, añadió: “Lo he escuchado varias veces hablar por teléfono. Y, ayer por la tarde, oí cómo se inventaba en voz alta poemas de amor. También ése es uno de mis riesgos. Pruebo a inventarme versos para conjurar el insomnio, y algunas madrugadas, logro decir algunos con coherencia. Además, ya reconozco el sonido de sus pasos”.
El hombre se sorprendió preguntando: “¿Por qué no nos tomamos juntos el café? Los tres, quiero decir”.
La mujer mayor respondió: “Claro, pase con nosotras a la cocina”.
Y cuando el hombre fue a ayudar a la mujer joven, que había entrado al salón sentada en una silla de ruedas, la voz de la madrugada, negándose, señaló: “Estoy acostumbrada a manejar sola esta silla”.
De inmediato y luego de dudar, la joven cambió de opinión, y, con una expresión dichosa, aceptó: “Sí, ayúdeme. ¿Por qué no? Es bueno confiar”.
En la cocina, la mujer mayor fue a preparar el café, pero la mujer joven de un salto se levantó de la silla de ruedas y dijo: “Lo haré yo, abuela, será un placer”.
Y, sonriendo al asombrado hombre, aclaró: “La silla de ruedas es de la bisabuela, que hoy se ha quedado en la cama, leyendo. Se queja de que rueda con dificultad, y yo estaba probándola para arreglársela. He reconocido la voz de usted y he salido sin pensarlo. ¿No se habrá sentido a prueba?”.
El hombre, que por ser piloto se había enfrentado con éxito a numerosas pruebas, respondió: “Puedo ayudarla también a arreglar la silla. Y, quizás, ese trabajo en común nos sirva de entrenamiento para probar a inventarnos juntos un poema.”

Sobre el autor: Francisco Garzón Céspedes

El regodeo del señor Lagunsa — Cristian Cano


Los diluvios del señor Lagunsa son tan violentos que, cuando sale a caminar, se lleva un diminuto bote salvavidas encima. Todos confunden eso con las peripecias de un loco y nadie pretende aclararlo de forma definitiva, cuando él está presente. A él no le importa, sale caminando, rechoncho, con las manos en los bolsillos y la pera hacia arriba, deteniéndose cuando sabe de un lindo jardín con flores. Hasta ahora, logró no regresar nunca en su barca, siempre se pone a salvo dentro de algún café o deambulando por los pasillos de una librería se olvida de todo lo malo. El señor Lagunsa siempre zafa. No llora mucho, pero cuando lo hace, mamita, ¡un diluvio que ni te cuento! Sólo una persona logró verlo llorar. Dicen las malas lenguas que la vecina, harta de seguirlo planeó toda una estrategia para poder develar aquél enigmático personaje. Lo emboscó en los pasillos de la biblioteca del barrio. Dicen que el señor Lagunsa abrazaba y olía las páginas de los libros. Comentan que sus gritos rezaban a viva voz que él sí, los quería escuchar.

Sobre el autor: Cristian Cano

sábado, 29 de diciembre de 2012

Decisión egoísta – César Klauer


Me encontré con este monstruo, así de pronto, en medio del verdor de la maleza mojada. Yo me  había desmarcado de la aburrida fila india para explorar los alrededores con la esperanza de hallar algo que valiese la pena. ¡Y vaya que valió! Las largas patas se proyectaban hacia el cielo, inmóviles, pero aún así fui prudente. Uno nunca sabe si estás cosas están realmente muertas. Me situé a una distancia prudencial. Examiné al bicho. Qué buen color: Estaba fresco. Me acerqué convencido de que no había peligro, le di una mordida. ¡Qué crujido tan delicioso!, un “cranch” tan sonoro que me dio miedo que fuera a llamar la atención del batallón. Fue en ese preciso instante que me entró la angurria, ¿y si me lo llevaba solo?  Calculé el peso, tamaño, distancia. Se supone que trabajamos en equipo, que somos el ejemplo del orden y laboriosidad, ¿por qué entonces ese sentimiento (delicioso, tengo que confesarlo) de egoísmo? Dudé (ya no tendría que trabajar por un buen tiempo). Lo pensé (yo podría con el peso, claro que sí). Volví a dudar (harta comida para mí, para mí, para mí). Finalmente decidí levantarme a la cucaracha yo solo.

Tomado de  La eternidad del instante (Editorial Micrópolis)
Sobre el autor: César Klauer

La casa - Paula Duncan


La casa estaba al final del pueblo, se notaba que había conocido mejores épocas, era muy grande estaba algo alejada de la calle, a su alrededor crecía una especie de parque ahora bastante abandonado que tenia algunos habitantes vivos, como los gatos callejeros del barrio que tenían ahí su guarida favorita, y otros no tanto; una especie de monumentos o personajes de mármol que parecían custodiar la casa y el jardín, todos estaban ya muy deteriorados por la intemperie salvo uno que estaba en perfecto estado conservando hasta sus rasgos originales era una muchacha muy hermosa que parecía huir.
Una tarde me encontraba mirando la casa desde la vereda cuando una vecina ya bastante anciana, que pasaba por ahí me pregunto ¿sabe la historia de esa estatua?; al responderle negativamente me invito a su casa y tomando un rico te me conto la historia
Los dueños primigenios de la casa era un matrimonio de acaudalados terratenientes que pasaban en ella algunas temporadas al año, al caballero no se lo veía mucho siempre ocupado en sus negocios que según el pueblo eran bastante espurios, ella se dedicaba a las reuniones sociales, y todos sabían de sus malos modales y el destrato principalmente con el personal de servicio eran ambos lo que podría decirse un matrimonio de malas personas
Un día fallecieron en un accidente y el heredero fue su único hijo; un personaje oscuro y mas sombrío aun que sus padres, hacia extrañas reuniones, con gente tan oscura como el y se le endilgo el hecho de dos asesinatos ocurridos en el pueblo que al parecer fueron ordenados por este extraño hombre, en relación a unas deudas de juego, la gente del lugar no quería ni cruzarse con el si lo veían cambiaban de vereda
La casa rebosaba tanta maldad que era imposible pasar delante de ella y no sentir un estremecimiento
Hasta que un día llego una joven, aparentemente un familiar lejano, a pasar unos días, el la recibió resignado, no le agradaban las sorpresas, debía tener todo bajo control y esa presencia no le convenía
Al principio todo marchaba bien pero rápidamente al ir pasando los días la joven dejo de aparecer por el jardín
recomenzaron las extraña reuniones y los comentarios abundaban, la joven a veces aparecía momentáneamente en alguna ventana que era cerrada ruidosamente, por aquella época se decía que habían secuestrado los hijos de una familia muy importante para pedir rescate, pero todo salió mal y los jóvenes aparecieron muertos en un coche a orilla de la carretera en las afueras del pueblo; desde ese momento todo pareció derrumbarse, no hubo mas reuniones y casi no recibía visitas aparentemente se había refugiado en la bebida
Una noche de gran tormenta y mucho viento, la joven quiso escapar de su cautiverio y comenzó a correr por el parque hacia la salida, todo parecía a su favor, la actividad eléctrica había cesado y el viento se mantenía calmo cuando estaba a punto de llegar a la puerta el apareció detrás de ella, revolver en mano y con un tiro y la frase de no me dejaras nuca interrumpió la fuga para siempre y cuentan que el dirigiendo el arma a su sien termino con su vida,
Al otro día y después que la casa quedara sola, apareció en el jardín la figura de ella y desde ese entonces la casa esta deshabitada y a ella el tiempo parece respetarla; la anciana termino su historia y me dijo; igual no me crea mucho este relato es mas viejo que yo y en realidad no se si es verdad
Me despedí agradeciendo el momento pasado y volviendo a mi hogar pase delante de la casa me detuve a mirar a la joven y note que su expresión había cambiado ya no parecía desesperada una extraña calma invadía su rostro y no estaba inmaculada era como si hubiera envejecido muchos años
Me marche pensando cual de todas las cosas que pasaron esa tarde efectivamente sucedieron


Acerca de la autora: Paula Duncan

El hombre y los girasoles – Francisco Garzón Céspedes


Por esos espejismos del destino, el hombre joven no vio un girasol, de los de verdad, hasta no haber cumplido treinta años. Tampoco hasta entonces había deseado contemplar en medio del monte un campo de girasoles, pasear por un jardín donde creciera uno u otro girasol, sostener un girasol por su tallo, o ejecutar cualquier otra acción que incluyera girasoles.
Aunque desde niño, cada vez que había hallado la foto de un girasol, o un girasol pintado o dibujado sobre una superficie, no pudo evitar el quedarse largo tiempo contemplando la imagen y sentir un hambre más y más desesperada.
Nunca asoció aquella hambre voraz con el deseo de comer girasoles, pero sí, inevitablemente, dada la persistencia y aumento de su hambre a la vista de postales, dibujos o pinturas con girasoles, terminó asociando aquella necesidad imperiosa y des-comunal de comer con la imagen de la flor.
La primera vez que vio un girasol en vivo y en directo fue, al día siguiente de haber cumplido los treinta años, al caminar angustiado por una insatisfacción cuya causa no lograba determinar, y por el temor de haber llegado a aquella edad sin una auténtica pasión y sin un gran amor.
Al girasol lo vio en una calle del centro de la ciudad, detrás del cristal de una vitrina. Era de un amarillo de esos de sol de primavera.
El hombre, sin poder impedirlo, entró, lo agarró por el tallo de un tirón, y, en un dos por tres, se lo comió. El tallo, no. Se comió única y exclusivamente la flor. La flor sí, completa.
No hubo palabras con la dueña del establecimiento.
La mujer, al ver cómo el hombre devoraba el girasol, sufrió una conmoción, que la dejó, además de estupefacta, inmóvil. La temperatura era calurosa, pero la mujer permaneció en silencio y congela-da, esto último, tanto en un sentido como en otro. Y, convertida en una estatua de hielo, continuó durante un buen rato después de que el hombre, sin explicaciones, le pagara el girasol y se marchara.
El hombre no comentó este suceso ni con su familia ni con sus amigos, ni con sus compañeros de trabajo, ni con sus conocidos. Se encerró varios días a meditarlo.
Cuando volvió a salir a la calle compró aceite de girasol, desechando las ofertas de menor precio de otros aceites, y buscó por toda la ciudad hasta que localizó un sitio que, más que parecer un local de venta de flores diversas, parecía un mercado dedicado en específico a los girasoles.
Allí compró una docena de girasoles, y de nuevo sin poder aguardar dada la urgencia de su hambre, los roció con aceite de girasol y se los comió a la vista de los empleados. Los tallos no. Sólo las flores. Las flores sí, completas.
Desde entonces su dieta diaria consistió en girasoles.
Y fue feliz, a pesar de que su familia y sus amigos, sus compañeros de trabajo y sus conocidos, tan pronto fueron descubriendo aquella particularidad gastronómica, se negaron a comer en la misma mesa con el hombre, al que clasificaron de raro.
Y feliz fue, a pesar de que su novia lo dejó por otro hombre que comía rosas. Alimentación que su novia consideraba normal.
Feliz, a pesar de aquel abandono, porque lo cierto es que no amaba a su novia. Durante todos los años del aquel noviazgo, él había sentido que los dos “hacían tiempo”. Por lo visto, su novia, a la espera del que comía rosas. El hombre, a la espera del acontecimiento desconocido que cambiaría su vida.
El hombre supo que ese acontecimiento había llegado, no con certeza cuando se comió el primer girasol; pero sí, sin duda, cuando se comió la primera docena de girasoles. Y, porque en aquel mercado de delicadezas, conoció a una joven mujer, a la que también muchos clasificaban de rara, porque al igual que el hombre no comía otra cosa que no fueran girasoles.
Y esta mujer, la rara de su vida, sabía innumerables recetas con girasol. Y los cocinaba de maravilla, cada vez más apetitosos.
Los normales de sus respectivas familias, sus amigos, sus compañeros de trabajo y sus conocidos, se burlaron, y dijeron que ellos dos, de tanto girasol saboreado, no iban a tener niños, sino soles. Y el hombre y la mujer callaron, y volvieron a callar desde su amor cada vez que escucharon el burlón vaticinio, porque, de pronto, podría ser cierto y, como todos conocen, los soles siempre, siempre pero siempre, tienen luz propia.

De: Historias de raros y amorosos
Sobre el autor: Francisco Garzón Céspedes

jueves, 27 de diciembre de 2012

Ley de vida - Fernando Andrés Puga


Cuando lo vio subir al bote dispuesto a todo, Calíope cayó de rodillas, juntó las manos y con los ojos rojos de llanto, imploró:
—¡Ay, barquero! ¡Díselo! A mí no me escucha. Dile que no baje al inframundo. Dile que la olvide. Convéncelo. Aunque jamás podrá rescatarla del abrazo del fuego, está tan enceguecido que persiste en la idea por más que nadie dé apoyo a su locura. ¿Es que no teme a las llamas que como arrebatados tentáculos obstruyen el camino? ¿No le basta con el amoroso cobijo que le brinda mi regazo y el aroma tibio de las sábanas del lecho donde lo acuno cada noche? ¿Qué busca? ¿Arder en otros brazos? ¡Ay! No lo cruces, te lo ruego. Que no baje hasta el reino de Hades. ¿No ves que acabarán mis esperanzas? Si vuelve, será con Eurídice; será porque pactó con el señor del fuego. Si no, es que acabó quemándose hasta no ser más que cenizas. Dime: ¿Es que ni matándola he podido alejar a esa ramera de mi niño?
Inmune a toda súplica, Caronte cruzará plácidamente el Estigia llevando a Orfeo a la otra orilla. Carece de poder para cambiar destinos.


Sobre el autor: Fernando Andrés Puga

Me narraré hasta encontrarme - José Luis Velarde


Las once de la noche del 24 de diciembre resuenan lentas en el reloj de pared instalado cerca de la ventana de mi habitación.
En mi reloj de pulso aún faltan diez minutos para la hora.
Entre la quinta y la sexta campanada advierto que el péndulo se balancea irregular. ¿Acaso mi reloj construido en Corea con plásticos semejantes a piezas de madera y metal es sensible al tembloroso vaivén? Lo observo como si mi análisis a distancia pudiera revelarme el motivo de la falla; casi de inmediato me respondo que no puede tratarse de nada significativo, porque es un reloj que funciona conectado a la corriente eléctrica. El péndulo debe ser sólo un adorno que no afecta la medida de las horas.
Recuerdo el reloj de mi casa paterna. Importado de Suiza en los años en que todavía era posible comprar calidad en el extranjero sin quedar en bancarrota. Aquel aparato no se alteraba más de un minuto en un semestre. No era un Junghans, pero fue confiable hasta que se desplomó en el interior de un camión de mudanzas.
De cuando en cuando pienso en mi reloj esparcido en el piso y no puedo evitar indignarme por accidente ocurrido hace treinta años.
Intervengo de nuevo para decirme que sólo trato de rehuir trabajos pendientes. Respiro despacio. Intento concentrar mi atención en el cuento que me empeño en escribir desde hace algunos días. ¿A quién se le ocurre organizar un concurso donde todos los participantes escribirán sobre el final del mundo en navidad?
Lo peor de todo es que nadie me obliga a inscribirme. Apenas trato de asegurarme de que puedo escribir un texto ajustándome a una temática determinada.
Varias hojas de papel expulsadas por la impresora muestran mis intentos fallidos.
Exhiben apocalipsis navideños narrados desde diversos puntos de vista sin encontrar el mejor enfoque.
Las hojas parecen más gruesas por el frío. Resisten la presión ejercida por mis manos. Con dedos también rígidos las amoldo hasta construir una esfera o algo parecido.
Miro la figura con afanes críticos. Descubro historias donde se amontonan seres mitológicos, niños de la década de los sesenta horrorizados por un incendio, terremotos en el altiplano azteca, galaxias a punto de coincidir en órbitas explosivas, un monstruo más grande que Godzilla y un reloj roto entre dos calles que ignoro.
Mi vista va más allá del papel y descubre que ha transcurrido media hora en el reloj de pared. Me sorprende ver que la diferencia con el reloj de pulso es mayor que hace un rato. Unos cuantos minutos en comparación con el reloj de la computadora donde la Nochebuena está por concluir.
Una voz ronca surge inusitada.
—El tiempo siempre ha sido una lata, pero más me fastidia no saber quién soy.
Aúllo una maldición y camino alrededor de mi estudio sin descubrir a nadie.
El monitor de la computadora resplandece como si fuera un reflector. Arranco los cables y el aparato entero sigue encendido.
Las letras de mi cuento fluyen en la pantalla hasta transformarse en líneas que delimitan el rostro inconfundible de Santa Claus.
—Me narraré hasta encontrarme—, dice el personaje principal de mi historia dedicada al final del mundo en navidad, al tiempo que estira sus brazos sobre mi escritorio.
—Es un poco estrecha la pantalla —afirma frunciendo el ceño—, lo bueno es que tienes un monitor de 32 pulgadas.
Santa Claus sale con dificultades hasta plantarse frente a mí. Se palmea todo el cuerpo como para comprobar que ha llegado completo.
—Por fortuna tanto subir y bajar por chimeneas me mantiene flexible. Como te dije estoy harto del tiempo; pero debo añadir que también me fastidian los regalos, las manipulaciones realizadas en mi nombre y tampoco soporto las identidades con las que me conocen alrededor del mundo. Ya no sé si soy Nicolás, Santa o Viejito Pascuero. No sé si debo vestir de blanco o de rojo. No sé si soy identificación publicitaria o un buen santo.
—¿Y cómo llegaste a mi departamento?
—No te sientas privilegiado por una elección provocada por el bendito azar, si bien es cierto que en mis archivos figuras como incrédulo desde que cumpliste diez años; tampoco me importa que seas periodista. Quédate tranquilo, porque pude aparecer en cualquier sitio del mundo y no en el tercer piso de tu miserable edificio de departamentos. Por favor no te atribuyas virtud alguna, porque para mí Helsinki o Monterrey son tan irrelevantes como París, Buenos Aires o una comunidad de bereberes peregrinos.
—¿Y por qué eliges la nochebuena para descomponer relojes?
—Deben ser ajustes naturales del reloj universal. Bien sabes que reparto tantos regalos navideños que sería imposible producirlos y entregarlos con puntualidad sin la participación del tiempo. Es raro al principio, pero te acostumbras a mirar cómo los relojes enloquecen.
—¿De verdad te acostumbras a que el tiempo experimente sobresaltos?
—Claro que no y es molestísimo. Por ese último hecho sumado a las razones antes expuestas; además de los sucesos poco publicitados de que no me gustan la inmortalidad ni el papel que desempeño en la mercadotecnia; a partir de hoy dejaré de ser Nikolaus o cualquier otro personaje. Mi último regalo será renunciar a mi trabajo.
—¿No has pensado en que eres indispensable para el funcionamiento del mundo? Yo podría publicar nuestra charla en un buen periódico…
Santa Claus, sin verme, lanzó la carcajada del jojojó tradicional y se arrojó por la ventana. Desde ahí lo vi estremecerse como si fuera un reloj descompuesto.
Murió sin advertir que tras él desaparecía la humanidad entera.

Sobre el autor: José Luis Velarde

martes, 25 de diciembre de 2012

Fuego en caída libre - Fernando Andrés Puga


Dormía abrazado a la almohada cuando el rayo que se escabulle a esa temprana hora entre las maderitas de la cortina de enrollar rompió el silencio que inundaba la habitación y se le clavó en la cara. El abrazo tibio del sol fue desperezándole de a uno los sentidos buscando que alcanzara la lucidez del despertar. Estiró la mano hacia el lado izquierdo de la cama, buscándola, y no encontró más que destempladas sábanas languideciendo de ausencia.
¿No durmió en casa? Y la pregunta queda boyando en las aguas de su duermevela. Lo confirma rodando sobre la cama y bajando por el otro lado. ¿Se sorprende? No del todo. Aunque es la primera vez que no está junto a él al despertar, hace ya tiempo que la cama está partida, que ella no bebe el llanto de él, que él no insiste en invitarla a volar a pesar de los desplantes de ella. De todos modos, que haya desaparecido sin decir palabra, sin darle oportunidad de despedirse, es una novedad inesperada y ambos se irán dando cuenta paulatinamente de que no todo será igual de ahora en más.
Corre las sábanas y se descubre desnudo, con el miembro erecto. Se incorpora, gira y se sienta en el borde. Sin éxito, tratando de encontrar las pantuflas, los pies tantean sobre la alfombrita. Finalmente inclina su cuerpo hacia adelante y, cabeza abajo, trata de fijarse si no están debajo de la cama. Está oscuro. Busca algo con que iluminar esa boca de lobo y encuentra el encendedor que ella dejó olvidado sobre la mesa de luz. Sin calcular los posibles efectos, lo prende y a la tenue luz de la llamita alcanza a ver las pantuflas allá, en el fondo, contra la pared. Baja de la cama y se acuesta en el piso. Se arrastra y estira el brazo con la intención de sacar las pantuflas. Las trae hacia sí con la punta de los dedos, las toma y vuelve a reptar, ahora para salir del estrecho espacio. ¡Uf! Resopla otra vez sentado en el borde de la cama.
Sabiéndose solo en casa, desnudo como está va a la cocina. Sólo lleva puestas las pantuflas para no sentir el frío de las baldosas. ¿El pene? Parece haber olvidado los sugerentes sueños que habitaron la noche.
Mientras revuelve el café y mastica una tostada untada con el queso crema que ella no permitía que faltara en la heladera, su mirada fija en la ventana habla de lo que siente y así, anestesiado por el monótono traqueteo de un tren a la distancia, se le van los ojos detrás de las nubes que se mezclan entre las copas de los eucaliptos que se balancean, plácidos y aromando la mañana.
De pronto nota otro olor. ¡Mmmm! Es olor a quemado. ¿De dónde viene? ¿De afuera? Se acerca a la ventana, la abre y el frío del solitario amanecer hace que la cierre de inmediato. No viene de afuera y cada vez es más intenso. Se sobresalta al advertir que viene del dormitorio. El humo está saliendo por abajo de la puerta. La abre de inmediato y ve las llamas que rápidamente consumen el colchón y ya alcanzan la cortina y el ropero.
Sin pensarlo entra y la busca entre las sábanas que arden pero no de deseo, entre la ropa que comienza a chamuscarse, bajo la cama donde descubre el encendedor de plástico derritiéndose, en el espejo... Cuando recuerda que ella se fue, que no estaba junto a él cuando se despertó, ya es tarde. El fuego lo inundó todo y le obstruye la salida. Sólo le queda saltar al vacío.
Mientras se le abren las alas y empieza a maniobrarlas con alguna dificultad ve, desde lo alto, y a pesar de lo temprano de la hora, una multitud amontonada en la vereda. Atraídos por el incendio, no hay quien no apunte hacia él con el dedo índice y cara de asombro. Antes de perderse entre las nubes, y gracias a la extrema sensibilidad que parecen tener sus sentidos después del salto, alcanza a escuchar la voz de un niño que le pregunta a una mujer que está absorta mirando al cielo si eso que ya apenas se ve, ¿es un ángel, señora? Ella, boquiabierta, nunca creyó que pudiera ser, pero la evidencia la hace dudar. Por si acaso, no responde. Desde luego todo encontrará su lógica respuesta, pero por el momento se enjuaga las lágrimas y, sin quitarle los ojos de encima al extraño pájaro que se aleja, se pregunta si habrá sido una buena decisión abandonarlo a su suerte esta mañana.

El autor: Fernando Andrés Puga

La música es tiempo en el zurrón de Nepomuk - Héctor Ranea


Johannes Nepomuk Algreiver despertó una mañana y supo que había dado un salto y caído en una cama de un hotel del siglo XXI, o sea una zancada de tres siglos y unos años más. El primer problema que tuvo que afrontar fue cuando quiso abandonar el alojamiento y le exigieron el pago de no entendía él cuántos euro. Una cagada. Por suerte, en el bolsillo de esa extraña ropa que portaba, conservaba el instrumento musical así que hizo lo único que podía: tocar su música. Con eso, su zurrón y el botones del hotel como custodio y prenda de retorno, salió a buscar fortuna.
En breve, los niños comenzaron a juntarse jalando a los adultos al lugar donde se encontraba ese vagabundo en pijama sonando esa música maravillosa, llorando a gritos si no se les daba monedas para darle. Las mujeres se acercaban a él no sólo para darle un beso, sino para entregarle billetes mientras le acariciaban el rostro. El botones no entendía cómo lo hacía, aunque la música fuera extremadamente bella pero de lo más extraña, ya que sacarle así los billetes a esta gente, acostumbrada a músicos callejeros por doquier era, por lo general, difícil.
El caso llegó a oídos de todos los músicos y pseudos-músicos de la plaza de San Esteban, que querían entender cómo hacía ese extranjero para quitarle sus potenciales benefactores, pero era cuestión de escuchar su música y comenzar a tocar con él sin argüir más nada. Pronto hubo una orquesta variopinta que tocaba al son del instrumento de Nepomuk.
En un par de horas, la calurosa Viena había entregado varias veces lo necesario para vivir en el hotel por un mes, así que Nepomuk retornó con el botones azorado e hizo que contaran los billetes, las monedas y demás objetos encontrados en el zurrón del músico.
De pronto, el gerente se topó con un trozo de vidrio y lo sacó del bolso, Nepomuk dio un grito de alegría
—¡Creí haberlo perdido, gracias por encontrármelo!
—¿Acaso esto es importante? —dijo el gerente.
—¿Importante? Es mi máquina del tiempo. Sin ella no podría volver a casa, en lo que queda de Europa, dentro de tres siglos, años más, años menos.
Desde entonces, el botones se dedica a la bebida y cuenta la historia que, claro, nadie cree.

El autor: Héctor Ranea

domingo, 23 de diciembre de 2012

El sueñero - Isabel Garin


Que era buen hombre don Bartolomé no se discutía. El problema era que  dormía y cuando dormía, soñaba.  Y sus sueños se hacían públicos  y contagiosos,  es decir  don Bartolomé soñaba que amasaba y a todo el mundo  le daban ganas de comer ravioles caseros  y se agotaban las pastas frescas. Si  Don Bartolomé  soñaba que volaba a todos le daban unas ganas irresistibles de viajar en avión, se subían a las terrazas  o a los árboles,  los chicos se iban a remontar barriletes y las señoras abrían las ventanas y las puertas de las casas para que se hiciera corriente,  y se ponían polleras de telas livianas para jugar a  girar y que las polleras volaran dando vueltas.   Y si don Bartolomé tenía pesadillas, bueno, andaban todos sobresaltados, asustándose de su sombra, dándose vuelta para ver si algún fantasma los seguía, escuchando llorar a la Viuda y  dejando la luz  prendida para dormir.
Don Bartolomé  había sido citado por el mismo intendente  para pedirle que por favor durmiera a horas habituales, es decir que tratara de hacerlo de noche, coindidente con la mayoría de los vecinos, en la seguridad de que así cada uno tendría su propio sueño que atender. Pero  de noche Don Bartolomé se desvelaba, se quedaba leyendo o revisando partidas de ajedrez hasta la hora del desayuno,  desayunaba y ahí sí, le agarraba un sueño morrocotudo. Y se iba a dormir hasta las tres o cuatro de la tarde.
Así estaban, don Bartolomé   disculpándose siempre ante sus vecinos con su gracia de panadero retirado,  y la gente  preguntándole,  medio en serio medio en broma, que si estaba con precupaciones o andaba bien de ánimo para saber a qué atenerse. Y más   o menos convivían los vecinos y los sueños hasta que don Bartolomé, viudo de añares,  se enamoró.
Para qué. Casi hubieran preferido  que fuera un amor no correspondido, pero no fue el caso.  Se reencontraron  parejas que se habían separado, pero no olvidado, y se unieron las que habían terminado tirándose los platos por la cabeza. Había que estar detrás de los y de las adolescentes que  no se podían sujetar, y los  abuelos  declaraban sin vueltas que estaban tan vivos como sus nietos de veinte años y por lo tanto querían  salir con tal o cual que les gustaba desde que iban a la escuela, más de medio siglo atrás.
Los desarreglos fueron grandes hasta que le pidieron a Don Bartolomé si no podría irse a vivir  retirado del pueblo. Un poco retirado, aunque fuera. Y don Bartolomé y su amor  se fueron a una quinta de por ahí cerca.  Allí sigue, siguen ambos, y  desde esa ubicación el sueñero apenas alcanza a  perturbar con sus sueños felices y desatados una franja muy poca poblada, la más cercana  a  su casa.
Igual sigue siendo un buen chiste, o desafío,  quedarse un rato en esas cuadras a ver  ganas de qué le vienen a  uno.  Y  los chicos de 5to. año, cuando van a egresar,  tienen como una de sus fiestas de despedida pasar un día y una noche en la quinta vecina, adonde se instalan con carpas y guitarras, esperando que don Bartolomé desayune y luego se vaya a dormir.

Fin del mundo - Arturo Espichan


En Lima, New York, París, todas las calles eran un caos, el tráfico estaba congestionado por los choques, la gente corría por todos lados saqueando tiendas... antes de  desaparecer misteriosamente.
Al fín aparece el Salvador, bajando del cielo su traje blanco y los brazos extendidos, bañado de rayos solares que se cuelan por las nubes. La gente, al oír el coro de ángeles, se detiene, mira hacia el cielo llorando y pide perdón. El Salvador le dice a la humanidad que tiene una hora para demostrar que pueden ir al reino con él.
Todos los organismos internacionales reúnen vídeos de todas las obras de caridad que han realizado y los proyectan en pantallas gigantes, en todas las ciudades. El Salvador ve las pantallas y comienza a reírse a carcajadas, gira la cabeza para mirar a los ángeles y advierte que ellos también ríen con él.
El Salvador deja de reír y sentencia: "La vida del hombre en la tierra es milicia; esperé toda una generación de guerreros y ustedes me traen esto".
Al instante, las espadas de los ángeles comienzan a brillar y todo el planeta se cubre por una explosión global.

Campanazos - Abelardo Cid Topete


Campanazos, cohetería desbocada e inútil, ladridos tal pedradas certeras, voces insolentes con tesitura de insomnio , cantos pintados de nostalgia equivocada evocando lugares desaparecidos en el tiempo y presentes en la pupila ya acabada, es el rutinario despertar del pueblo, ganándole al sol la despertada y a los pájaros su bostezo matutino.
Mi nombre no importa, ni yo mismo lo sé, me hablan como quieren o simplemente me mal miran y a todos hago caso, eso sí, el tono es importante, si te equivocas ya valió, en mi existe naturalmente el conocer a la gente por su tono, enseñanzas que me ha dado la vida y los miles de personas que he tratado, valga decir personas, lo que se llama personas son pocas, las demás son seres desarticulados anímicamente, que han pasado su vida entre el silencio y la pared esperando por algo que creen saber lo que será en la otra vida y no en ésta, guardan su humanidad para cuando ya no sean humanos viviendo como monos de cilindrero en su cuasi vida temporal.
Pero bueno, no me preocupa ya que si hoy están, mañana no, y estarán otros iguales o peores, rarísimo que fueran mejores, en fin los que pierden la vida desde que nacen son ellos yo solamente camino, veo, oigo y anoto.
Es en este caminar, que he aprendido algo de la vida de las personas, muchas veces lo que sé ni ellos lo saben de si mismos, inventan cada cosa, que terminan por creerla y además lo heredan a su camada. Les es más fácil inventar ser decentes y proclamar su honor, que tenerlo y serlo, no digo que en todas las puertas que visito es lo mismo, pero casi, no fallan los malos ladridos en todas las familias. Con el paso del tiempo y con la amnesia que da la sociedad se convierten en excrementos disfrazados de flores, mas mi fino olfato canino detecta la mierda aunque huela a aromas de perfume auténtico, que por lo general son piratas, como su moral. Así es la vida de los animales humanos, haciendo sin hacer nada, son muy creativos e imaginativos, levantan grandes castillos de cristal cortado con cimientos de sus propias bostas, nosotros los animales perros las dejamos a la vista y no nos tropezamos en ellas, cuánto no tienen que aprender los humanos de nosotros.
Hoy desayuné, si es que a esto se le puede llamar desayuno, algo informe, viejo y rancio que me arrojaron al pasar por la puerta de doña Justa, tan viejo y tan rancio como ella misma, esto es algo que he aprendido en mi perra vida, “dime que me vas a dar de comer y te diré como eres” no falla, es una ley canina universal y absoluta, si es que en otras partes del universo hay perros como aquí.
Dicen las malas lenguas que es lo mismo que las buenas, que doña Justa nació allá pasando la primera mitad del siglo pasado, es tan vetusta su mente y apariencia que cuando se rasca parece que toca el güiro, fue una niña simpática y bonitilla como todos los cachorros de cualquier raza que aunque vayan a ser feos lo disimulan o les dicen piadosas mentiras, no sé si fue buena suerte donde nació o mejor suerte sería no haber nacido allí, eso solo el destino lo pudo saber, su rancitud huele a mucha distancia y paso con las narices volteadas para oler mejores aires, pero hoy el hambre duele mucho y no ventean otros aires, todo en ella es rancia, la casa, su ropaje, su risa falsa arranciada, y su estúpida y rancia presunción de la nada. Fue la tercera de 5 hermanos, algo vieron sus padres que en ese momento la hicieron diosa, más diosa que las mismas diosas conocidas y desconocidas convirtiéndola en una herrada invertida y herrada para toda la vida.
La madre, doña Chuta, fue una brasa casi apagada de una familia caciquil casi apagada, tuvieron tierras, ranchos, animales y muchas mañas, las cuales fueron puliendo al paso de las lluvias, ella, doña Chuta se fue a la capital del estado a estudiar y trabajar, regresando al pueblo para casarse con don Chano, fue un matrimonio de conveniencias, cada quien pensando en la fortuna del otro sin haber ninguna de ambos. Al primer día ya no había conveniencias y empezó el reclamo compartido que no lo terminó ni el sepulturero, fue lo único que heredó la camada, reclamos que siguen ladrando sin nunca llegar a la afonía para dejar de oírlos.
Después de sus cantados y reclamados desayunos que me avienta, le suelto uno que otro ladrido obsceno y sensual al tiempo que me rasco los compañeros, ella desvía su mirada extasiada hacia mi horizonte ruborizándose hipócritamente, quedándose como perro en carnicería, babeando y relamiendo sus agrias y rancias babas, corre al templo dizque a nosequé de confesadas, regresa escurriéndose por las paredes con mirada de vestal escandalizada sin voltear a verme y sin babas, ha de ser confesión de bulto y penitencia in situ. Eso sí, hay que reconocer que es una gran persona, un alma de las que ya no se dan, metida teológicamente en las vidas de todos los demás, sufre y disfruta con los pecados ajenos, es tan caritativa que va a misa dos veces al día para expiar las culpas de los demás. La gente no la comprende, no la entiende, a pesar de todos sus sacrificios por la humanidad es calificada como metiche, sacahebras, chismosa (palabras que pueden ser oídas y escritas) por el lado, tema y ojo que se le vea, disfrutando estoicamente en su alma las puñaladas de uno que otro pecador arrepentido para gloria de los santos y goce de ella, solo Dios sabe lo que ella hace por la humanidad, yo nada mas desayuno y me voy sin voltear, sin ladrarle un gracias, ni gruñirle una despedida, ya mañana pasaré por mejores puertas con otros vientos y otras gentes.

Sobre el autor: Abelardo Cid Topete

viernes, 21 de diciembre de 2012

Casamiento de viejo, pueblo descontento – Héctor Ranea & Sergio Gaut vel Hartman


—Ahora, me pregunto —dijo el Rata Madriguera—, ¿por veinte palabras que pudieron haber venido en esa galletita japonesa de la (mala) suerte, me tenía que pasar que se me manchara el frac?
—¿Usted con frac? —se rió el Tape Manubrio derramándose la caña sobre la pechera.
—Lo tenía listo para ir al casamiento del viejo Vizcacha con Laucha Moreno, la famosa halterista que salteaba de a uno en uno los blogs y cayó en uno donde le vendieron un riñón trucho y se lo trasplantaron en el hígado.
—¿En serio me está hablando?
—Tan en serio como cuando le dije lo del plato volador que cayó en la estancia del Pato Leloir, ese polista que vive la mitad del tiempo en París y la otra mitad también.
—¿Y qué pasó con el plato? —preguntó serio el viejo al que llamaban Aceituna, porque siempre andaba con el vermú colgado del cinto.
—¿El volador? —respondió el Rata, limpiándose las solapas del frac—. ¿No le dije que no volaba, que por eso se cayó? ¡Hombre! ¡A usted sí que hay que explicarle todo!
—Me confunde con el enano color aceituna, me parece —refunfuñó el Aceituna—. No es justo. Se la pasa hablando de sus aventuras por la Internet y termina casándose con la Laucha, mujer más manoseada que manubrio de motoneta de delivery.
—¿Y quién le dijo que me caso yo? ¡Es el viejo Vizcacha!
—¿Mi primo? ¿Se casa mi primo y no me ha dicho nada! ¡Traidor!
—No, traidor no. Ahorrativo. Se salva de comprar varias damajuanas de vino. Casi un tonel se tomó en el último casamiento de Estación La Molino, difícil que lo recuerde, pero eso se lo tomó usted.
—¡No me lo voy a recordar! ¡Claro que lo recuerdo! Se lo tomó todo el enano aceituna que bajó del plato volador y me culparon a mí, solo porque estaba borracho como una cuba.
—No sé decirle —terció Manubrio— si en Cuba toman tanto, pero si a usted lo hubiéramos estrujado sacaríamos vino para el día de hoy.
—¿Falta el vino? —se asustó el Rata— ¡Falta el vino! ¡Malditos extraterrestres! ¿Volvió el enano aceituna?
—Pero reclamando ron —aclaró Manubrio—, porque aprendió, son muy aprendedores estos extraterrestres, que para ponerse borracho como una cuba hay que tomar ron, no vino.
En eso se oyó una voz abaritonada como la de un castrati. Pertenecía, y de eso no caben dudas, a un extraterrestre de Ñaupiry, el exoplaneta ubicado muy cerca de los Portales de Hudhopy; de piel aceitunada y aliento fenólico. El alien entró a la pulpería haciendo sonar las espuelas que se se había comprado en La Saladita Bis, cerca de Carlos Casares.
—¿Hablan de mí? ¿De dónde sacan letra? ¿De una galleta japonesa de la (mala) muerte?
—De la mala suerte —de defendió Aceituna.
—Con usted no hablo —dijo el extraterrestre—. Se la pasa denostando y ahora quiere hacerse amigo.
—¿Amigo suyo? ¡No me haga reír!
—Escuche, don alien —dijo el Rata sacando pecho—. Acá en La Molino no solemos discriminar, pero se aplica a humanos. Y usted…
—¿Yo, qué?
—Toma vino como humano. En cantidad, digo —casi anunció su genuflexión y achique el Rata, más preocupado por mantener el frac fuera de la venganza del alien que de otra dignidad.
Los demás parroquianos lo miraban sorprendidos, y todavía tenía levantados los hombros cuando Manubrio se cansó de tanto arrugar y le mandó, junto con un golpe de tijeras de esquilar, las palabras más ofensivas para el de Ñaupiry:
—¡Muerte al pulpo verde!
El tijeretazo fue parcialmente certero: cortó dos de los tentáculos que el viajero usaba como bigotes para chupar el vino como si fuera por un sifón. Eso dolió. El enano aceitunado reculó y se tropezó con las espuelas, cayó sobre las alas de su dorso y se empezó a poner azul, señal de que tenía un alvéolo testicular bastante aplastado. Esto fue aprovechado por la Laucha, que recién entraba al bar y le puso el tacón contra la segunda tráquea, la que el aceitunoso usaba para respirar en nuestro planeta.
El tipo no tuvo ni tiempo de quejarse y su vómito no alcanzó para manchar los zapatos de Laucha. Muerto el de Ñaupiry, todos se volvieron contra el Rata, bastante enojados, por cierto.
—Bueno. Al menos salvé el frac —dijo, previendo la reacción de los presentes. Como la hostilidad no cesaba, se escudó tras Laucha que no alcanzaba a entender tanta violencia. Entonces ella habló:
—Venía a invitarlos a todos al casamiento. Sobran chorizos y morcillas y el Colorado Terrenio me carneó dos lechones y una oveja negra de más. ¿Trae bastante vino, Manubrio?
—Y, ahora que no está este... —dijo señalando el cadáver del extraterrestre.

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Siglo XXIX cambalache – Héctor Ranea


Si hubieran querido hacerlos peor, probablemente no hubieran salido tan malos. Se les salían piezas en cada oportunidad y eso cuando andaban bien. Asustaban a todos, como si hubieran querido fabricar un monstruo universal, en lugar de un instrumento para mejorar la calidad de vida. Un desastre comercial, además, solo por el hecho de que no servía casi para nada más que para su función original. Es decir, para todo lo que había sido construido era prácticamente inútil, ni qué decir de otras cosas.
Lo peor era que tenían una cantidad exorbitante de estos androides de última tecnología y ya nadie quería comprarlos. Asustaban no solo por el aspecto de borracho o borracho lleno de malos parásitos (u homólogo para su par femenino), sino porque suponían un costo de mantenimiento que nadie podía afrontar. Lo dicho: cada vez que se proponía una tarea, a los semovientes se les terminaban por caer los dientes, aparecían engranajes de aleaciones carísimas mal instalados, perdían brazos o dedos, por no decir que la piel se asemejaba más a la de un chancho con lepra que a lo que se suponía que debía ser.
Para colmo de males, en las últimas campañas de pruebas, habían descubierto que, por alguna razón desconocida, generaban un aliento a mula quemada en aceite de motor y flatulencias en burbujas de aceite de siliconas llenas de un gas corrosivo capaz de quemar los colchones donde se suponía que irían a ejecutar sus proezas.
Los androides que oficiaban de compañeros y compañeras sexuales, los XXX-3CN no servían. Solo por vergüenza había quien no los había devuelto. Una porquería, eso eran.

Sobre el autor: 

miércoles, 19 de diciembre de 2012

El hombre tímido y la mujer dispuesta – Francisco Garzón Céspedes


Un hombre joven y tímido, de esos tímidos por vocación, de esos para los que la timidez parece el ejercicio de una pasión encauzada hacia la conquista de elevadas metas, se convirtió sin pretenderlo en el objetivo amoroso de una mujer joven y dispuesta.
La mujer dispuesta era, más que dispuesta, bien dispuesta. Un raro ejemplar de colección, capaz de emprender las más arriesgadas aventuras, desde las de escalar las montañas más altas y abruptas, hasta las de iniciar hazañas nunca ejecutadas, como aquella, que la mujer había concluido felizmente, de amaestrar, dentro de una misma jaula y al unísono, a un león auditivo y hambriento y a un loro sordo y neurótico.
La timidez manifiesta del hombre, que siempre andaba como encogido en sí mismo, fue lo que hizo que la mujer dispuesta bien dispuesta se enamorara.
Pero cada vez que el hombre veía a la mujer, aunque la mujer no le disgustaba, comenzaba a retroceder y retrocediendo se perdía de vista, a tal velocidad, que la mujer por muy dispuesta que era no conseguía alcanzarlo.
Y si la mujer no alcanzaba al hombre difícilmente podía decirle que estaba enamorada y proponerle que iniciaran una relación.
La timidez del hombre era de tal magnitud que, aunque a la vista de la mujer, él pudiese haber deseado quedarse en el sitio o avanzar hacia ella, su piloto automático, de tímido indómito, lo hubiera hecho alejarse en marcha atrás desaforada.
La mujer estaba harta de correr detrás del hombre cada vez que lograba avistarlo, furiosa de quedar con la lengua afuera sin nunca darle alcance y sin poder averiguar siquiera dónde vivía o dónde trabajaba.
Como la mujer era una mujer dispuesta bien dispuesta tomó una decisión. Y tramó un complicado plan en el cual invirtió íntegros sus ahorros. Organizó un falso concurso de tímidos con una desproporcionada y apetecible recompensa para el más tímido de todos. Y además, ofreció gratificar a quienes le dieran información acerca de cómo localizar a los posibles muy tímidos concursantes.
Si por supuesto los tímidos, como era de esperarse no se presentaron, sí obtuvo la mujer señalamientos precisos acerca de los tímidos más tímidos de la especie humana que vivían en aquella ciudad.
“Desencontró”, más que encontró, uno a uno a los tímidos que, por los datos que le habían sido facilitados, creyó podían ser el hombre, pues fue a buscarlos a sus propias casas y trabajos.
Y cuando llegó a la casa del hombre, tocó, y fue éste quien abrió la puerta, la mujer reconociendo a su amor, y para no “desencontrarlo”, le dijo, que era muy tímida, que cuando alguna vez había parecido que lo perseguía era porque huía de alguien, como en esta ocasión, en que escapaba y necesitaba refugio porque la perseguían sus amigos de la infancia para presentarla al concurso.
Desde entonces el hombre tímido, pero que muy tímido, y la mujer dispuesta, bien dispuesta, son felices, y el tímido es quien cree tomar de los dos todas y cada una de las iniciativas.


Los cuadros - Mónica Ortelli


Carlos me recibe en su taller; quiere que vea sus últimas pinturas antes de embalarlas para una muestra en el extranjero. Miramos, comento, me explica y, de pronto, dice que tiene una tela de Felicia que no he visto. Felicia es amiga de él -también pintora y escultora-, un tanto excéntrica en mi opinión.
Sigo a mi amigo hasta su casa a continuación del taller y a la habitación de su hija Sara, la dueña del cuadro; Felicia se lo regaló porque la adolescente quedó impactada al verlo. Y no es para menos: la obra es dramática, técnica mixta en acrílico y madera, fondo negro. En el tercio superior, desde un lado una línea roja ondeante cruza y se vuelve plana al llegar al otro; en el tercio inferior: la mujer acostada, la cabeza a la izquierda, mira al observador con ojos desmesurados, un brazo extendido, la mano abierta como pidiendo ayuda. Está hecha con láminas de madera pintadas adheridas a la tela y sobresale en primer plano. El conjunto es brutal: yo no lo colgaría en mi cuarto como ha hecho Sara. Me deprimiría si cada día al despertar viera esa mirada pavorosa, comento y él menea la cabeza con resignada aprobación.
Es Felicia —dice—. Después que salió de terapia intensiva ha estado pintando su propia muerte. Yo recuerdo que pasó más de un año desde entonces, pero lo que Carlos manifiesta le da un cabal sentido a mi apreciación. Es el espanto y la sorpresa del que no quiere morir ante la inminencia del hecho, lo que ha puesto en esos ojos. Sobrecogedor.
Éste es el primero de una serie —añade—. Todos similares, la misma temática desesperada. Felicia los está regalando a gente muy joven, empezó con el que le dio a Sara.
Lástima no ser tan joven, ¿no será lo mismo que una se sienta así? —lo interrumpo jocosamente.
No creo —sonríe apenas—. Y esto tiene algo siniestro, sospecho —habla exaltado—. Porque con esta dádiva cree estar consiguiendo una suerte de salvaguarda: mientras conserven o cuiden su obra o algo más que no sé exactamente qué es, ella estará bien.
Pienso en una suerte de vampirismo, pero desconfío de esta loca asociación y no digo nada.
Está obsesionada —sigue—. Pinta a un ritmo desenfrenado y cada obra es como un fetiche; en esa calidad la entrega: fetiches y talismanes a la vez. Temo que está dañando a los chicos. Es como si hiciera un pacto con cada uno, endilgándoles la responsabilidad por su salud, su bienestar. Sara no contó nada, pero he escuchado cuando hablan. Felicia la llama con frecuencia. Realmente no la entiendo —se pasa los dedos nerviosamente por el pelo.
A mí no me extraña, ella siempre supo manipular a los demás; ahora, ha de haberse vuelto loca. Me reservo mi opinión porque Carlos no merece mi sarcasmo ni mi juicio apresurado; en cambio, digo que probablemente esté exagerando, que tal vez a Felicia esta etapa generosa le haga bien. ¿Qué puede estar obteniendo de los chicos más que apoyo o halagos? Si eso le ayuda, todo está en su cabeza.
Ojalá fuera como decís —habla sin convencimiento—. Vos viste este único cuadro. Yo vi los otros que tienen las amigas de Sara. Vinieron a dormir y cada una trajo su obra, no sé para qué porque no dieron ninguna explicación, pero te juro que no hay nada bueno en esos cuadros. Esa noche les eché un vistazo mientras ellas cenaban y me agarró un dolor de cabeza atroz: te lastiman, creéme —me mira fijamente como esperando una explicación que no puedo darle, y recién entonces me doy cuenta de cuál ha sido la verdadera razón por la que me invitó. Es un momento perturbador. Ante mi silencio, da por terminada la charla y vuelve a colocar la obra en el estante donde estaba. Pero cuando ya casi hemos salido del cuarto, la pintura cae al piso. Nos sorprende.
Uy, no le digas a Sara —pide. La tela ha quedado dada vuelta y mi temor es que la figura se haya desprendido. Pero no. Carlos suspira aliviado también y la regresa a su lugar con sumo cuidado. Te lo ruego, por favor —reitera—. Sara se lo ha tomado muy en serio. Demasiado. Ni siquiera menciones que la viste. Su tono me hace sentir más incómoda aún. Le aseguro que no lo haré y para disolver esa tensión, pregunto si la obra tiene un título. Por supuesto. Y uno muy obvio —dice con fastidio—. Adiviná.
Está alterado por la situación, lo tortura la idea de que Felicia pueda estar usando a Sara de un modo que no alcanza a entender; a pesar de que su agresividad hiere, lo comprendo. Preferiría irme, pero no puedo rechazar el café que me ofrece inmediatamente, como una disculpa.
Carlos termina de servir los pocillos cuando se nos une Erica, su segunda esposa, la madre de Sara. Se anima la charla; poco a poco me voy relajando, al igual que Carlos; hablamos de la muestra por la que viajarán a México, de filmes que debemos ver, de libros. Hasta que Erica contesta su celular. Es Sara que grita, tanto, que Carlos y yo la escuchamos claramente. Felicia acaba de morir. Estaba en su taller pintando y se desplomó. No pudieron ayudarla. Una amiga de Sara estaba con ella: fue quien le avisó. Llora y pide que la vayan a buscar. Los tres nos hemos levantado conmocionados. Erica sigue intentando calmarla. Carlos toma rápidamente las llaves del auto; no me mira a los ojos, ni siquiera cuando nos despedimos apresuradamente en la calle. Los veo irse. Permanezco un rato sentada en mi auto, me pregunto si Carlos estará pensando lo mismo que yo.


Tomado del blog Ni vara ni cuchillo

Couture - Carmen Rosa Signes Urrea


A Ricardo

Se unió a la tripulación en Puerto Príncipe. Elegante y fino, muy fino, distaba mucho de la clásica imagen del pirata. Le ofendió que le asignara para la limpieza de las bodegas. El aire viciado de las entrañas del navío le molestaba, estábamos impacientes por verlo en días de marejada, cuando hasta el más veterano de la tripulación era capaz de echar por la boca tantos exabruptos como despojos de comida., pero nos sorprendió. En batalla surgía su coraje. En aquél preciso momento, todas sus finuras se transformaban lanzándose sin mirar; con certeros toques arrebataba la vida de aquellos que intentaban hacer lo propio con la suya. Era tan diestro con el sable que pocos eran los que no quedaban rendidos a sus pies solicitando una clemencia que de inmediato él concedía. No le gustaba derramar sangre innecesaria, me confesó. 
Dicen que una vez fue capitán, y que a duras penas pudo salvarse de una traicionera tripulación que intentó venderlo al gobernador de las Antillas. 
Pese a sus mariposadas me gustó, y quise tenerlo bien cerca. Fue durante el primer reparto del botín que volvió a sorprendernos al no querer ni joyas, ni doblones de oro o monedas de plata.
—Pero ¿cómo os honraré? —Le pregunté
—No os inquietéis Capitán. Sabré encontrar la recompensa —me contestó.
Al día siguiente comenzaron los cambios. Habló conmigo sobre la necesidad de mejorar nuestro aspecto, de cuidarnos más. Según él eso nos haría ganar respeto. Verle trastear entre los equipajes intentando convencer a los hombres de aquellas cuestiones, resultó curioso. Se paseaba por cubierta pidiendo opinión sobre mezcla de colores, largaria de mangas, ancho de perneras, o la ornamentación de sombreros y pelucas. Reconozco que no me molestaba. 
Pero sucedió lo inevitable. Un grupo de hombres decidió poner fin a tanta mariconería. Fue en nuestra siguiente parada dónde lo abandonamos a él y a sus innovadoras ideas. Tuve que resignarme. 
Años más tarde, cuando el infortunio sustituyó el pañuelo y las chorreras de mi cuello por la soga, me llamó la atención el atuendo de alguna de las damas y de muchos de los caballeros asistentes a mi ejecución, tanto, que pregunté. Como respuesta me hablaron de cierto personaje de oscuros antecedentes que alcanzó la corte de los delfines de Francia gracias a sus ideas sobre cómo mezclar de colores, la largaría de las mangas, el ancho de la pernera, o los abalorios de sombreros y pelucones.

lunes, 17 de diciembre de 2012

Marionetas – Xavier Blanco


La ciudad se aletarga. La calle está saturada de seres imprecisos. Crecen rascacielos entre los árboles. Todos caminan en silencio, enredados en la afonía de la noche. Intento confundirme entre ellos. Les rozo las manos e imito su caminar lento. Pero no hay respuestas, no hay miradas, ni siquiera una sonrisa esquiva o un gesto de reproche. Marchan ordenados, uno detrás de otro; equidistantes, formando una línea infinita. Llueven luces de neón. Veo un individuo que acelera su paso, que huye de la fila. El resto sigue su caminar impasible. Luego cae y su cuerpo queda tendido en el asfalto. Se acercan dos hombres uniformados y vuelven a ligar las cuerdas a la cruceta. Él se levanta robotizado y se incorpora a la hilera. Por sus mejillas de madera caen dos lágrimas que inundan el pavimento. Miro a mi alrededor, pero no distingo más color que el gris, ni reconozco más sonido que el chirrido amargo de sus lloros al estrellarse contra el suelo. Todos sollozan. Asustado empiezo a correr hacía la lejanía. La línea del horizonte es cóncava y, entre ella y el cielo, sólo se alza el vacío. Nadie me mira, nadie me habla. Me persiguen. Corro.

Acerca del autor: Xavier Blanco

© Xavier Blanco 2012.
  Tomado del blog Caleidoscopio

Siempre nos comemos un bizcochito – Ricardo Giorno


—Es el amanecer de tercer día —dijo el periodista, micrófono en mano y mirando la cámara—. La algarabía, el fervor, han dejado paso a una tensa calma. —A sus espaldas podía verse una... cancha de fútbol parcialmente pintada con rojo y blanco—. La nave aún sigue allí. —Y levantó una mano señalando algo en lo alto. La cámara siguió el movimiento del brazo y enfocó un extraño artefacto, suspendido sobre el estadio, a poca altura—. Los rumores son innumerables, pero ya se descartó que fuese de alguna potencia extranjera. —Bajó el brazo y volvió a mirar la cámara, que enfocó su cara en un excedido primer plano—. Por lo que sólo nos queda la posibilidad de que la nave sea extraterrestre. Y aquí viene la pregunta del millón: ¿Por qué justo sobre el estadio de Argentinos Juniors? No creemos que…
La imagen del periodista osciló, se oscureció y se perdió entre esos puntos saltarines, clásicos de la falta de señal. Dejaron de funcionar los televisores del mundo.
Por poco tiempo.
Un hombre, extremadamente flaco, sonrió, y la humanidad supo que los televisores volvían a transmitir. El extraño mostró dientes perfectos. Aunque el periodista anterior también los había mostrado. Sin dejar de sonreír, el hombre carraspeó antes de dirigirse a cámara:
—Hemos decidido —dijo con voz perfectamente modulada— intervenir en el futuro de esta civilización. En nuestra intersecación del espacio-tiempo descubrimos un futuro de extinción no solo del mamífero superior, sino de toda forma de vida.
»Nuestra interposición será breve y concisa. Para ello deberá presentarse el señor Diego Armando Maradona y todos aquellos seres con los que tuvo trato directo. Repito: TODOS con los que tuvo trato directo.
»Luego de su exterminio, desapareceremos para siempre de vuestras vidas.
Cada habitante de la Tierra escuchó la transmisión en su lengua materna. La comunicación fue cortada y la programación volvió a normalizarse.


Acerca del autor: Ricardo Giorno

Una acromántula ante las comisiones evaluadoras – Francisco Garzón Céspedes


La acromántula perdió uno de sus ocho ojos en la lucha por devorar al mago. Sus posteriores intentos de ser declarada tuerta y obtener un subsidio de minusvalía fueron infructuosos. Los miembros de la Comisión Médica le explicaron que otra cosa hubiera sido de perder cinco ojos; una de sus patas de cuatro metros; una de sus pinzas, o, incluso, el chasquido que las de su especie producen por enfado; o, sobre todo, si hubiera perdido su secreción venenosa tan preciada. Por otra parte la Comisión de Reconocimientos se negó a acreditarle la hazaña de devorar al mago porque en sus excrementos, en las acromántulas defecaciones, no se encontraron rastros humanos. De tal modo la acromántula degustó al mago. Lo digirió. Lo asimiló. Proceso todo tan absoluto que le resultó perjudicial. No hubo manera de que se autorizaran análisis científicos más exhaustivos. “Por costosos.” Concluyó la Comisión de Reconocimientos. Y su portavoz señaló: “Si bien mucho hemos avanzado las arañas, sin discusión más que los humanos, nos queda un buen trecho por recorrer.” Y en ese instante veinticuatro ojos se clavaron en los siete invictos de la acromántula.

De Cuentos de fantásticas criaturas
Sobre el autor: Francisco Garzón Céspedes

sábado, 15 de diciembre de 2012

Rito de paso - Daniel Frini


Ur-ann-bataan, sacerdote y guía, llevaba veinte niños desde las profundidades del Gevietz hasta la superficie, para que viesen, por única vez en sus vidas, cómo era el mundo que abandonaron los ancestros hacía más de doscientas generaciones para instalarse en los túneles. De ese viaje de iniciación se retornaba adulto y guerrero. 
Saar-saar-being, de ocho años, sentía un profundo temor; que se empeñaba en ocultar. Hijo de jefes, se mostraba osado y valiente, y siempre se había reído de las historias que contaban los adultos acerca de las cosas que había arriba y afuera. Ahora era distinto. Iba a enfrentarse cara a cara con ellas; y le temblaban las piernas que a duras penas le obedecían. Llegaron al mirador. Ur-ann accionó unos controles y las inmensas puertas blindadas se abrieron. A Saar-Saar lo cegó la luz, pero a eso se lo esperaba. Lo que lo sorprendió y transformó su temor en pánico, fue el ruido atronador y horroroso: cientos de gritos como martillos en sus oídos, miles de golpes sobre los techos de metal oxidado de las que, inabarcables años atrás, habían sido casas, y una cortina fría que golpeaba su cara con agujas mojadas. ―Eso, muchachos ―dijo Ur-ann, gritando por sobre el estruendo―, se llama lluvia.

Acerca del autor: Daniel Frini

¿Alguien lo vio? – Héctor Ranea


Entra. Pregunta a uno:
—¿Será que pudo verlo, desde acá, señor, aquella noche de agosto?
—¿Qué noche pudo haber sido, señora? Me torturaban de día, de noche, en carne, en espíritu. Si hubiera podido, le juro que hubiera mirado, sin que se me extinguiese el aliento, hacia el cielo, no al infierno.
Al otro:
—¿Pero es que usted no lo vio, acaso, esa noche, cuando lo trajeron descalzo, posiblemente?
—¿Cómo podría haberlo visto si aquella noche me cegaron con electricidad? Me torturaban con palos, no me dejaron dormir. Agosto del treinta y seis. Malditos. Por años, señora, maldije al mes de agosto, como si fuera culpable de mi ceguera, de mis brazos baldados, de mis tendones cortados.
Al primero:
—¿No lo recuerda, señor? No era alto, era galante. No era hermoso, era bello. No era alegre, era poeta.
—¿Es a mí a quien pregunta, señora? Atado a la cama estuve todo el agosto y ese agosto éramos tantos que gritábamos, que algunos pudieron mirar, alguno de esos pocos pudo ver. Pero aún así, nadie querría recordar, porque recordar la cara de ese a quien usted busca sería recordar la cara de quienes nos arrancaron la vida hecha jirones.
—¿Alguien lo vio, a Federico? ¿Alguien lo vio?
Semeja un eco. Silencio.

En un pueblito de pescadores – Oscar Wilde


En un pueblito de pescadores había un hombre muy querido de sus vecinos porque les contaba historias maravillosas que les hacían olvidar las duras penalidades de sus trabajos cotidianos. Cuando regresaba por las noches, todos los pescadores se sentaban a su alrededor y le decían: «Cuéntanos: ¿qué has visto hoy?» Y el contaba: «Pues he visto en el bosque a un fauno tocando la flauta y haciendo danzar, a los sones de ella, a un grupo de pequeños silvanos» Y al día siguiente volvían a preguntarle qué había visto, y él contestaba: «Al llegar a orillas del mar he visto tres sirenas, flotando sobre las olas, que peinaban con un peine de oro, sus verdes cabellos» Y aquel hombre cada vez era más querido y admirado por sus convecinos. Una mañana salió, como todos los días, del pueblo, y cuando llegó a orillas del mar vio, efectivamente, tres sirenas, tres auténticas sirenas, entre las olas, peinando con unos peines de oro sus cabelleras glaucas. Siguió su paseo y al internarse en el gran bosque vio, en un claro, a un fauno tocando la flauta, que hacía danzar a un grupo de silvanos. Y aquella noche, cuando regresó al pueblo, y sus compañeros le preguntaron: «¿Qué has visto hoy?», el respondió: «Hoy no he visto nada»

Tomado de “Obras completas”, Tomo I, 1943.
Traducción de Julio Gómez de la Serna.

El tren - Ana Caliyuri


Me subí al tren por segunda o enésima vez. En tercera clase, como corresponde a alguien que quiere saber de qué se trata il mondo. Tal vez, si pudiese vanagloriarme por recordar algún pasaje de memoria o alguna frase de esas que se instalan y sirven inserviblemente en una charla de café, pero no es mi caso. Yo no recuerdo demasiado. No sé si por ausencia de memoria, por divague o porque en verdad hay un descaro en la sonrisa de lo inmemorial. Como sea, allí estaba sentada y a la espera de lo sorpresivo que nunca llegaba. Cuando nada llega es hora de hacer algo. Me alcé del asiento de madera, crucé de vagón en vagón, caminando lentamente por el pasillo, ida y vuelta. No me sentí observada, en realidad era yo la observadora. Ancianos, niños, jóvenes, cada uno ensimismado en su propio pensamiento. Pero, después de mucho observar, descubrí que entre ellos no hablaban. La ridícula soy yo que espero que la gente desconocida se hable entre sí. ¡Jaj! ¡Qué idealista! No existe el diálogo entre los que se conocen, menos que menos habría de existir diálogo entre los pasajeros de este tren precario... Bueno, la precariedad no tiene que ver con las palabras, o sí. ¡Uh! Había olvidado lo fundamental. ¡La cajita negra! ¡Ya la gente no usa las cuerdas vocales! Usa los dedos para enviar o recibir mensajes de texto. Seres humanos “dedodependientes”. Tanto palabrerío dicho a la nada misma. Hablo de mi palabrerío obviamente, de éste palabrerío; pero empieza a preocuparme el hecho de que tampoco veo a nadie con su teléfono celular en la mano. Impávidos todos. Creo que tomé el tren equivocado. Este no es mi tren. Busco el guarda. Yo en la próxima estación me bajo. Así de simple, me bajo. ¡Me bajo! Haga el tren su parada o no, yo me bajo. Miro por la ventanilla, y un cartel me devuelve a la realidad. Fin del viaje y Bienvenidos, rezaba un luminoso cartel estelar. Juro que cuando bajamos yo escuché el bullicio alegre de la gente. Sin dudas, el viaje es en silencio, pero luego en el más allá hay otro grado de empatías, pensé, mientras descendía del precario tren de tercera o única categoría.

jueves, 13 de diciembre de 2012

Curiosa manera de sacarnos dinero - Daniel Frini


Amados míos, soy Dios. Es decir, el ente al que ustedes llaman Dios. Nací en una familia acomodada del centro de la galaxia y compré la Tierra a unos mercachifles hace miles de millones de años; y, de verdad os digo, pagué monedas por ella. Era una inmensa esfera de roca, vacía y desolada. Contraté a los mejores paisajistas y decoradores y me aboqué a dotarla de océanos, montañas, selvas y llanuras. Luego vinieron eminentes biólogos que la sembraron con vida primigenia. Yo quería un lugar privado de recreo y esparcimiento para visitar, de vez en cuando, con mis invitados. También me interesaba ver de qué manera esos organismos primitivos podrían evolucionar; y me sorprendí gratamente cuando lograron una mente capaz de entender mis palabras. Hoy recurro a vosotros, porque me encuentro en una situación delicada: malas inversiones me llevaron a dilapidar mi fortuna, y ahora me es difícil afrontar mis obligaciones con acreedores y el fisco. Es por eso que, no sin vergüenza, les pido que me entreguen todas las riquezas del planeta. Si no, me veré obligado a arrasar con todos ustedes y construir un gigantesco shopping. O un bingo.

 Daniel Frini

martes, 11 de diciembre de 2012

Búsqueda nocturna – Sergio Gaut vel Hartman & Carlos Enrique Saldivar


Netland divisó la vaporosa luz amarilla que cubría las zonas bajas de la isla, una fosforescencia áspera que se alzaba a medio metro por encima de la hierba, flotando como un enjambre de moscas que sobrevuela un pedazo de carne putrefacta. Se distrajo cuando el motor de una lancha ronroneó cerca de los arrecifes, pero volvió a concentrarse en lo que más le importaba: hallar el cadáver de Velasco antes de que las sombras del crepúsculo cubrieran el inhóspito territorio. Descendió del bote y su perro comenzó a olfatear cerca de la orilla. No había nada por ahí. La extraña refulgencia se intensificaba. El can lo condujo tierra adentro, al fondo, entre unos matorrales. Olía horrible, Netland sentía que se desmayaba. Tropezó con algo alargado y de textura suave. Era una forma cabezona que se enroscaba. El marinero huyó de allí. El sabueso no pudo hacerlo pues fue cogido por las patas y engullido. Cuando Netland subió a su bote, tenía claras dos cosas: primero, nunca encontraría a Velasco, jamás podría llevarle sus restos a su familia para darle sepultura. Segundo, jamás volvería a ese infernal sitio ni permitiría que otros lo hiciesen.
Una antigua leyenda de los mares del sur hablaba de las «islas vivientes», gigantescas entidades que flotaban a la deriva, alimentándose de todo tipo de peces. Algunos marineros las confundían con ballenas azules o monstruos marinos, mas nadie sabía lo que en realidad eran estos siniestros especímenes. A veces, por falta de alimento o cuando se cumplía su ciclo, estos seres morían. El espectáculo era horrible. Monstruosos gusanos salían de su organismo y devoraban el cuerpo muerto, así como a toda criatura que tuviera la mala suerte de hallarse cerca. La vaporosa luminiscencia amarilla provenía de los gases internos.
Netland contaría su historia.
Nadie le creería.

Sobre los autores:
Sergio Gaut vel Hartman
Carlos Enrique Saldivar

Fin de algo - Christian Lisboa


El niño se levantó de madrugada, se dirigió resueltamente a la puerta de calle y se quedó mirando las extrañas luces que danzaban en el cielo. Luego, aún medio dormido, fue al dormitorio de sus padres, quienes miraban la televisión en silencio, sin pestañear.
—Mamá, papá, ¡vengan a ver! ¡Es el fin del mundo!
—Ya lo sabemos —dijeron ellos a coro—. Lo estamos viendo por la tele.
—Pueden verlo aquí mismo, en la puerta de la casa.
—Yo pago todos los meses por esta imagen, hijo. Es en Tres-D, en alta definición. Debemos aprovecharla.
—Ya no pagarás más nada, papá. Es el fin del mundo.
—Con mayor razón, entonces –dijo el padre—. Si son las últimas imágenes del mundo, no las voy a perder por nada.
La madre permaneció callada.
El niño movió la cabeza resignado y salió a la calle. Suaves manos de cuatro dedos le asieron amorosamente, otras manos cerraron la puerta de la casa y la sellaron.

El autor: Christian Lisboa

La maestra 3 – Francisco Garzón Céspedes


La maestra intuye que muchos de sus esfuerzos parecen perdidos, pero sabe que el presente será el pasado de mañana y que no es lo mismo tener un pasado que otro. También sabe que el presente determina el futuro y que tampoco es lo mismo un futuro que otro. Estos saberes permiten que a la maestra no le importe parecer quijotesca desde tantas pequeñas y en apariencia no determinantes acciones, por eso respira y explica a la clase: “La energía es esencial para relacionarnos. La energía fluye mejor con un cuerpo erguido.”
La maestra observa los cuerpos aún sentados de cualquier modo en los pupitres –aquel reguero de brazos, piernas, torsos–, sonríe, respira hondo y: “Por otra parte en muchos momentos de vuestra vida dependeréis de vuestra imagen pública. De lo que los otros opinen de vosotros. La manera en que os sentáis será parte importante de vuestra imagen.” La maestra recuerda un argumento: “Una primera impresión… el otro la hace de uno en los primeros cinco segundos cuando nos conoce; esa primera impresión puede influir en que finalmente os den una beca, os crean o no ante un problema, consideren o no vuestra opinión, os extiendan o no una invitación. Por favor, pensad en el futuro, sentaos derechos. La maestra sonríe: “Y, además, os dolerá menos la espalda.” Vuelve a sonreír, levanta una mano y afirma: “Y será mayor vuestra guapura.”

De Cuentos de la maestra (Edición Los cuadernos de las Gaviotas)
Sobre el autor: Francisco Garzón Céspedes

domingo, 9 de diciembre de 2012

¡Bendito sea, México! - Héctor Ranea


¿Dijo que se tomaría 8 vasos de tequila, Usted? ¿8 caballitos? Con seis la mayoría de las personas se convierten en invisibles. Suelen encontrarse entre sí chasqueando los dedos, pero ni modo de interactuar. Se dice de uno que en la séptima copa se topó con un cuate de trompeta en ristre que lo invitó a las marimbas del bajo de la cumbre, en una ciudad de Chiapas cuyo nombre no se atreve a pronunciar nadie y desde entonces sólo se los ve cuando el sol le da a la trompeta de lleno después de pasar por una pirámide de Palenque. Ni dioses pampas permitan llegar a la octava copa. Si la séptima lo topa con el trompetista, la octava lo lleva a la mujer estática, la más truculenta de las bebedoras de tequila, la que tiene el gollete de una botella y la cintura de una botella de cerveza. Es arriesgado como tirarse a una chamana en medio de su invocación. Puede uno terminar aspirando el perfume de esa flor que lo pone en el lecho de varios muertos pero vivo y queda ahí, con su pene estirado, planchado, empapado en vísceras de algún dios invocado por la chamana triste. No, no tome esa tequila, esquive el caballito. Póngase a resguardo incluso de la tercera copa, la de la indestructibilidad. Porque si lee lo que dicen en la calle los carteles en celeste y negro, la tercera copa lo hace creer indestructible y se le atreverá a los zopilotes en el concurso de canto bello. El que gana gana apenas un florín perdido por el torpe Maximiliano, cabeza de chorlito, el día de su fusilamiento, deglutido y después vomitado por el zopilote que hurgó en el bolsillo cercano a su testículo derecho. El que pierde, en cambio, perderá sus tres ojos, las alas, el pendón fucsia que protege salvas sean las partes y por fin, lo más importante, la boca que le permite besar algunos de los labios más sabrosos de Mérida.
No. La tequila no paga. Ni paga cuando se diluye en lágrimas, ni paga cuando se leen las notas bajo el volcán. Ni modo.
Bébase helada o ardiente. Moderadamente tibia, como si la pusiera entre las piernas de esa persona que tiene enfrente mientras le gritan los pájaros negros de la fachada de la catedral. Espiando el brillo de los ojos iluminados por candelas pendulares. Esos ojos beba, no tequila; no caballero. Al menos nunca llegue al cuarto caballito. El de la inmortalidad. Es falso. El vaso se rompe, se rompe el alma y sale cantando con los mariachis muertos de sed en Plaza Garibaldi, a metros de la fuente de agua más pura. Y cuando se bebe con ellos está definitivamente perdido porque beben hasta descansar y no descansan casi nunca.
Todo esto, aunque les parezca mentira, a ustedes que leen y a la mexicana que ríe, lo leí en una camiseta, parte delantera y trasera, de una muñeca vestida en un escaparate de Mérida, cerca de una plaza tomada por aves negras a las que decían querer espantar desde el Cabildo tocándole una música de trompetas estridentes, mientras en algún lugar una morocha excepcional, vestida de volados azules eléctricos que no se podían tocar so pena de quedar hundido en un llanto tanguero interminable, bailaba al son de dos guitarras que parecían añorar algo por debajo de su cintura.
Todo a la sombra de una hermosa ceiba milenaria mientras la Luna le daba candor a la noche. Lo juro por ese vaso de tequila.

Sobre el autor: Héctor Ranea