jueves, 29 de noviembre de 2012

Grandes pensamientos - Fernando Andrés Puga


No me distraigan con tonterías. No golpeen. Mi cabeza no es una cacerola. No me zamarreen. No estoy dormido. Yo, como tantos otros que me precedieron y tantos otros que vendrán después de mí, espero agazapado mi momento. No vengan a molestarme cuando me ven así. Estoy meditando y aunque no lo parezca es la tarea más ardua del mundo. El enojo de tener que soportar el tedio durante largas horas pesa en mis párpados y no me deja en paz. No se va por más que intente pensar en cosas bellas. Ya probé imaginando que estoy en medio de un lago azul en calma, luminoso, o que vuelo sobre bosques y montañas, o cabalgo a campo abierto rumbo a los labios jugosos de esa mujer que habla ahí delante desde hace un buen rato. ¡Qué húmeda estará después del beso que voy a propinarle!
—No sé, señor director. No alcanzo a comprender por qué de repente y sin aviso la señorita de inglés interrumpió la clase, dejó la tiza sobre el pizarrón, caminó entre los pupitres hasta detenerse junto al mío y me propinó semejante cachetazo. ¿Acaso lee la mente? ¡Lo único que faltaba!

Acerca del autor: Fernando Puga

martes, 27 de noviembre de 2012

Los fantasmas - María del Pilar Jorge


“No creo en los fantasmas”, murmuró, mientras contemplaba el luminiscente reflejo del monitor. Sus dedos se negaban a moverse sobre el teclado, su mente estaba en blanco. El escritor se sentía muy frustrado: el escepticismo le impedía, siquiera, imaginarse una aparición fantasmal y mucho menos una historia de terror. Pero le habían pedido que escribiera un relato sobrenatural; iba a salir publicado en una revista  muy popular, y eso le convenía: era publicidad.

Un ruido proveniente de la cocina interrumpió el curso de sus pensamientos, mejor dicho, el ruido lo distrajo de ese dejar de pensar en el que se encontraba inmerso. Se levantó con desgano y arrastró los pies hasta la cocina: no encontró nada, todo estaba en orden. Pero el ruido había venido de allí. Comenzó una inútil búsqueda, que lo único que logró fue incrementar su mal humor. Regresó a su escritorio y escribió el título del relato: “No creo en los fantasmas”, y se detuvo. Buscando inspiración, intentó enfocarse en aquel sonido sin dueño ni destinatario, pero que tenía que tener alguna explicación lógica. Tal vez algo se había caído en el departamento que estaba en el piso superior al suyo, o tal vez en el piso de abajo. En un edificio de departamentos nunca se puede saber de dónde vienen los sonidos.

En ese momento el ruido se repitió por segunda vez; el escritor se precipitó hacia la cocina. En su carrera, tiró al suelo a una de las sillas del comedor y terminó golpeándose la cara contra la puerta de la cocina. Un momento: él no la había dejado cerrada. Miró detrás de la puerta: nada.  Miró arriba, abajo, a derecha e izquierda: nada de nada. Todo se veía en orden.

Fastidiado, volvió a sentarse ante su computadora y leyó, una vez más, el título de ese cuento aún no nacido: “No creo en los fantasmas”. En la cocina se escuchó el eco de un quejido, pero el escritor esta vez no se movió de su asiento. Se limitó a borrar las tres primeras palabras y luego comenzó a escribir.  

Acerca de la autora: María del Pilar Jorge

Califagia – Jaime Arturo Martínez


Aquella noche en que la vio reír en medio de las matas de anturios, pensó en una alta palmera meciéndose en el aire y se dijo que algún día la haría suya para siempre. Tres semanas después le declaró su amor. Le manifestó su deseo de casarse con ella cuanto antes, pues no veía la hora de buscar su pie con su pie, de arroparla con sus brazos y de comérsela a besos.
Tres meses después, la boda se celebró. En medio del fasto, ella lucía como un hada encantada, que renovaba el espacio por donde pasaba. Luego que partió el último invitado, él la condujo a la alcoba, la servidumbre apagó las luces y sólo se mantuvo alerta la madre de ella, que velaba desde la habitación contigua. La madre oyó el murmullo de la conversación. Oyó la risa de ella como una alta palmera meciéndose en el aire, oyó los suspiros, oyó los quejidos y el llanto de amor, oyó - luego – el silencio.
En la alta mañana, la madre aventuró el oído en la puerta de la alcoba nupcial. Sólo escuchó unos besos espaciados y sonrió. Tocó la puerta, pero nadie respondió, volvió a hacerlo en tres ocasiones y sólo respondían los besos, siempre espaciados, cada vez más espaciados. La madre intrigada, accionó el picaporte. Abrió con lentitud la puerta. Preparó su mejor sonrisa, cantó unos buenos días y asomó su cabeza al momento en que por sus ojos penetraba el hielo, que congeló su sonrisa. Lo vio, tendido a lo largo de la cama. Su vientre estaba inflado y tenso como un globo, en su mano derecha sostenía lo que quedaba de ella, su dedo anular con el anillo de bodas, que él consumía beso a beso.

Acerca del autor: Jaime Arturo Martínez

La mujer y la lluvia – Francisco Garzón Céspedes


La mujer joven y la lluvia tenían una relación.
La mujer tardó en aceptarlo. Por años creyó que la relación no existía, que lo que acontecía era pura coincidencia. Una coincidencia demasiado frecuente, una coincidencia extraña, pero una coincidencia. Qué otra cosa podía ser.
Desde la niñez, y en la adolescencia y lo que llevaba ya cumplido de juventud, cuando intentaba salir a caminar sin que su paseo tuviera un rumbo determinado, un destino específico, una justificación, tan pronto la mujer ponía un pie al aire libre, comenzaba a llover.
La lluvia aparecía de inmediato. Primera pisada de la mujer fuera de una superficie techada, y caída de la primera gota de lluvia sobre el cabello largo y negro de la mujer.
Esta lluvia en cada ocasión solía tener la misma persistencia, la misma densidad, parecía ser la misma lluvia.
Inmediatamente que la mujer decidía un rumbo, un destino, daba dirección a su paseo, la lluvia cesaba.
Estuviera donde estuviera la mujer al aire libre, si su andar adquiría un propósito, cesaba de llover.
La mujer se admitió rara.
Y después de perder a la que había considerado su amiga más próxima, que fue quien la etiquetó de rara, y se fue distanciando a partir de escucharle lo de su relación con la lluvia o, más bien, lo de la relación de la lluvia con el inicio de todos y cada uno de sus intentos por deambular; la mujer no le comentó el asunto a ninguna otra persona ni viva ni muerta.
Ni siquiera volvió a hablar del asunto en voz alta durante sus soliloquios o durante las pretendidas conversaciones con su sombra.
Esta suerte de secreto fue convirtiendo a la mujer en una persona cada vez más solitaria.
Cómo iba a establecer una verdadera compañía con alguien si no podía decirle que parecía poseer una inexplicable y sin duda desconcertante relación con la lluvia.
Y no es que lo de rara le creara un conflicto consigo.
No, en absoluto.
La mujer creía, decidida y profundamente, que hay que aceptarse, que cada cual debe reconocer sus peculiaridades, admitir sus diferencias, y tiene que seguir hacia delante al hallazgo de su lugar en el mundo. Por lo tanto, lo que sí hizo la mujer, cuando no tuvo dudas de que si salía simplemente a caminar, llovía, fue poner dos anuncios pagados en el diario de mayor circulación de la ciudad.
Uno anunciaba:
“Mujer rara se emplea por horas para provocar la lluvia. Mitad de los honorarios cuando empiece a llover. El resto, al concluir el tiempo deseado de lluvia.”
Y el otro anuncio decía:
“Mujer joven, de veintitantos años, entrenada físicamente y muy buena caminadora, busca compañero para caminar que haya descubierto que, si está lloviendo, al poner un pie sin rumbo fijo fuera de cualquier superficie techada, cesa de inmediato de llover.”
La mujer, leyendo los anuncios el primer día que aparecieron publicados, sintió dentro de su pecho un desacostumbrado sosiego.
Y la certeza de que era rara, sí, rara entre los raros, pero había tomado las riendas de su deambular futuro.

De Historias de raros y amorosos
Sobre el autor: Francisco Garzón Céspedes

Mujer caminaba con serenidad por la avenida – José Víctor Martínez Gil


La mujer caminaba con serenidad por la avenida y observaba las marquesinas, las ventanas, los edificios, el cielo. Caminaba des-prendida de cualquier preocupación. De pronto se detuvo porque desde algún lugar le llegó una canción que no escuchaba desde que tenía cuatro años. Sobre todo la melodía le trajo aromas, sabores, texturas, distintas sensaciones: tristeza, melancolía y también una alegría vinculada a la presencia de esa canción cuando iba a bailarla en una fiesta del colegio. Se quedó paralizada y se dio cuenta de que la música provenía de una tienda. La canción terminó, pero la mujer la seguía escuchando por dentro. Adquirió conciencia de que deseaba tener el disco de esa canción. Fue, entró, se acercó a un encargado y le dijo que quería comprar la canción que acababan de poner. Y le precisó el título. El encargado le respondió que ellos no habían puesto esa pieza ni tenían ese disco. La mujer salió frustrada, no por no haber conseguido la canción, sino por advertir que en realidad ella no iba caminando con serenidad por la avenida.

De: los cuadernos de las gaviotas 67 Mujeres de piel de arena y otros cuentos
Sobre el autor: José Víctor Martínez Gil

domingo, 25 de noviembre de 2012

Leyes verdaderamente necesarias – Héctor Ranea


Tengo para mí que hay que prohibir ciertas cosas nocivas. Propongo empezar por el efecto Kelvin-Joule. Una porquería que jamás debió haberse instituido. Se enfrían los gases cuando salen de las toberas, y se condensa la humedad, por ejemplo. Además, enfría cosas y por su culpa tenemos heladeras con freón, que se inventó para servir a este efecto tan pernicioso y ahora el mundo está lleno de mierdosas heladeras, por no decir los senderos de vapor condensado que dejan los aviones y todas las porquerías que traen, incluido el dihidrógeno de oxígeno. Otra que habrá que prohibir son las moléculas. Pero a la que le tengo ganas realmente es a derogar la segunda ley de la termodinámica. Esa farsa de ley que nos impide tener infierno, que dice que el Universo terminará alguna vez. Y, de paso, seguro que es responsable del efecto Kelvin-Joule que mencioné antes. Seguro, porque las desgracias no vienen solas. Es más. Me gustaría prohibir esas leyes peligrosas para la civilización, que son las leyes de Maxwell. Responsables de esa porquería infame de las ondas, de las microondas que se usan para cocinar para desnaturalizar las comidas y reventar los huevos duros. Todo eso lo quiero prohibir. Más aún, erradicar para siempre jamás de la mente de esos bichos que son los físicos, los químicos. Todo eso. Y hacer las leyes verdaderamente necesarias. Por ejemplo, la ley del movimiento perpetuo, para que las cosas se muevan sin petróleo (eso ¿por qué no prohibir el petróleo?). Me gustaría que aprobaran una ley que hiciera que nada fuera relativo y que el Sol fuera fuego, como corresponde, así no hay energía nuclear ni tanto barullo que nos llena de porquerías, bazofia. Tampoco me gusta que el sonido no se propague por el vacío o que la velocidad de la luz sea la mayor de todas. ¿Por qué? ¿Y las ideas? Nada. Cerremos camino a este avance de esas leyes injustas. ¡Ah! Y por favor... deroguen de una vez la incertidumbre ¡qué quieren! ¿El caos? ¿Acaso quieren caos? Quiero que los dioses tiren rayos, no la electricidad. Eso es denigrante. Le voy a pedir a los diputados. Por ahora pruebo con el maniquí. Me parece que me escucha con atención. Lo que pasa es que él me entiende. Es un tipo de una sola pieza.

Sobre el autor: Héctor Ranea

Mutación, según el ánimo – Cristian Cano


Así como otras tantas, la palabra fe difiere más y más con su uso, de lo que una vez significó en principio. Es sabido que la lengua que empleamos está viva y muta a cada momento en que la requerimos, hasta es posible embotarla en un diccionario de mala muerte, o como Cortazar les decía: el cementerio de las palabras, para sólo hacerlo más extenso y caro de comprar. La lengua, es imposible de inmortalizar como los eruditos pretenden; las palabras viven en la boca del más ignorante, en los diarios de mala caña y hasta en una parada del bondi. A veces, creo que cambian dependiendo de cómo se encuentre mi ánimo (otra que no me gusta), y veo el símbolo de tinta “fe” sin sentido, sólo al leerlo cobra vida, una vida que no es la misma de antes y la siento distinta. Hoy, la percibo diferente: Tal vez, como una ilusión, un anhelo; cada día más incomprensible.

Sobre el autor: Cristian Cano

viernes, 23 de noviembre de 2012

Piedras y piedritas - Daniel Frini


En soledad, alrededor del sol, gira el Asteroide Zadunaisky, Una gran piedra de más de más de cuatro mil millones de años. Un poco por debajo de su Norte hay un gran cráter de unos diez kilómetros de diámetro, originado por el impacto de otra piedra en épocas remotas. Dentro de él, hay otros cráteres más pequeños y, lógicamente, más nuevos. Uno de ellos, bastante curioso debido a su forma elíptica, se formó por el choque de otra piedra hace unos cincuenta millones de años. Allí, sentado con la espalda apoyada sobre el borde de acresión, hay un astronauta. Su casco muestra un agujero de bordes limpios, consecuencia de otra piedra del tamaño de un garbanzo que lo atravesó de lado a lado. Está allí desde hace unos seiscientos mil años. En su pecho, quemada por una larguísima exposición al Sol cercano, puede verse una insignia de la Unión Soviética.

Sobre el autor: Daniel Frini

Cerezas con crema – Ada Inés Lerner


“El hombre es un animal bípedo, implume”
Platón.

Hace unos días recibí la visita de un niño, venía a visitar a mi hijo que, por un rato, había ido con su abuela a una plaza cercana.
—Soy Huguito —me dijo y sin esperar a que lo invitara cruzó la puerta— ¿ está Gabriel? —Apenas entró en la cocina de mi casa se dirigió a la mesa, se ubicó en la silla alta y se apoderó del pote con nueces picadas que acababa de preparar para una torta. Intenté explicárselo, se encogió de hombros, enseguida volcó una parte del contenido en una pequeña compotera de cerezas con crema.
—Ey! – le dije – eso estaba preparado para mí.
—¿Me alcanzás una cucharita?
La respuesta me desorientó quizás porque fue dicha con el desparpajo de sus cuatro añitos. ¿Cómo negarme? Estaba subyugada por sus rulos y los rasgos, aún imperfectos, de su cara como si fuera un boceto artístico a mano levantada.
Pensé que en un libro de sicología no hubiera estado tan claro. Aprendí mucho con él. Aprendí que tenía el alma de todos los hombres, quiero decir el egocentrismo de los hombres (primitivos y modernos). Sonreí para mis adentros mientras mi pequeño visitante engullía el postre.
—¿No te parece que deberías convidarme un poquito? – sugerí
—¿ Por qué? Si no te conozco, no sos mi mamá ni mi papá – contestó con la boca llena.
Bien, pensé. Ésa es la moral de los hombres, los conocidos son mi familia, los otros (otra raza, otra religión, otro país) son potenciales enemigos.
En este momento regresa mi familia.
—Hola Hugo – dijo mi hijo -- ¿venís a jugar conmigo?
¡Sorpresa para mí! Gabriel lo tiene todo claro. ¿A qué otra cosa podía venir Huguito, sino a satisfacer las necesidades de mi hijo?
Abren el canasto de los juguetes, hunden sus bellas cabecitas en él y desde la cocina, mamá y yo los escuchamos charletear durante un buen rato, hasta que por los gritos intempestivos y alternados de los dos corremos a hacer justicia.
—Pero, chicos ¿qué sucede? ¿podemos ayudarlos? – mamá está en justiciera.
—Hugo quiere llevarse mis juguetes, abuela. Son míos, sólo míos. – ante nosotros los dos chicos tironean y se abrazan, sucesivamente, a diversos objetos.
—Bueno, pero Huguito es tu amigo, prestale alguno hasta la hora de ir al Jardín Me mira con la decepción pintada en su carita furiosa. Pienso: esta escena se volverá a repetir en el futuro ante situaciones más graves, pero ¿para qué pensar en eso ahora?:
—¡Mamá! los juguetes son míos... mirá Hugo los juguetes son míos... y te presto esto – y le ofrece un osito rotoso con una oreja mordida por nuestro perro y las vísceras de algodón al aire. – Y por un rato. -- Mi hijo defiende sus posesiones tal como lo haría un hacendado capitalista y entrega, en nombre de la caridad, lo que le sobra.
Les pido a ambos que se saluden cortésmente y acompaño al visitante a la puerta de su casa; de regreso compro cerezas, crema y nueces mientras pienso en “La Isla de los Pingüinos” de Anatole France y en qué lejos están los hombres del placer de compartir o de compartir el placer.

Sobre la autora: Ada Inés Lerner


miércoles, 21 de noviembre de 2012

Costos – Alejandro Bentivoglio & Carlos Enrique Saldivar


Se despierta a la misma hora, todas las madrugadas. Siente que una fuerza más poderosa que él lo invade, que lo lleva a querer matar a toda su familia. De hecho, no es la primera vez que intenta estrangular a su esposa. Incluso una noche ha descuartizado al perro. No es el único de la casa que experimenta los fenómenos. Pero todos aceptan que el alquiler de Amityville es una ganga. Les resultaría imposible marcharse en ese momento, por ello se someten a la cruel malignidad que invade la residencia. Padecen las perturbaciones, las alucinaciones, las sensaciones pútridas que les invitan a lastimarse entre ellos.
Se despierta. Esta vez lo va a hacer. Se dirige al cuarto de su mujer primero. La asesina de seis martillazos en la cabeza para no hacer ruido. De inmediato, se dirige el cuarto de sus dos pequeños hijos. Los cocerá a balazos. Pero sucede algo imprevisto: recibe un golpe en la cabeza, cae al suelo, sangrante. Acto seguido es bañado con gasolina, y le prenden fuego. Se le han adelantado. El poseído ha sido atrapado por alguien más listo que él y arde en vida.
Después de matar a su padre, los niños retornaron a su cuarto y se golpearon con ferocidad el uno al otro hasta que fueron consumidos por las llamas.

La pata de pollo - Carmen Belzún


“Yo haría cualquier cosa para complacer a Fernando. ¡Hemos viajado tanto! También compartimos estudios y proyectos. El primero creo que fue la casa. Yo quería algo pequeño e íntimo; pero él prefería los lugares espaciosos. Y por eso vivimos en esta casona tan antigua, con techos altos, pisos de madera lustrada, con cortinas tejidas al crochet por su abuela –¡ni eso nos faltaba!-. Aprendí a nadar para acompañarlo durante sus largos en la piscina. Hasta acepté el perro. Siempre les tuve miedo a estos gigantones todo dientes y gruñidos. Pero con el tiempo el ovejero alemán pasó de mascota a miembro activo de la familia y ahora me es imposible comer uvas sin invitarlo. ¡Glotón!. Todo lo he ido aceptando con naturalidad, aunque no me gustara o le temiera. Y ahora esto...No sé. Hubiera preferido otra cosa. Tal vez si lo natural no resultaba (como ya comprobamos), podríamos haber recurrido a la ciencia, o a nada. Yo estoy bien así. O estaba, creo. Nuestro mundo empezó a temblar cuando a Fernando se le ocurrió que también quería una familia. Técnicamente, no lo éramos. Familia: padre, madre, hijo. A mí nunca se me hubiera ocurrido. No necesitaba nada más que a él. Con absoluto desgano (y sonrisa de circunstancias) lo acompañé a llenar formularios, enviar carpetas, realizar entrevistas. Creí que se iba a cansar o a aburrir. Contrariamente a lo que pensaba, el muy terco se salió con la suya y ahora está acá la criatura, un extraño que no se levanta un metro del piso. Cierto que el mocoso es muy mono y bastante despierto; también concedo que me he ido acostumbrando a su inquietante presencia, sin embargo...” 
La mujer cortaba ensimismada, en trozos muy pequeños, la pata del pollo. La carne tierna se desmenuzaba sin esfuerzo. El hilo de sus pensamientos se interrumpió cuando el chiquito de no más de cuatro años tironeó su ropa y le exigió: 
—¡Dale! ¡Dame comida! 
A ella le molestó la insolencia del tono imperativo. Con sequedad, alcanzándole el plato, subrayó: 
—¿Qué se dice? ¿Qué se dice? 
El nene levantó la mirada y casi gritó lo único que necesitaba:
—¡Mamá!... 

Sobre la autora: Carmen Bezún

Contrabando - Daniel Frini


«No sé que pasa en tierra. Desde la cubierta del Patty y a unas doscientas yardas, puedo ver el Fuerte y, si me paro en uno de los barriles que descansan cerca del palo mayor, la cúpula de la Recova y la torre del Cabildo. Desde temprano veo gentes que afrontan la llovizna y el frio y entran, por la alameda y la Calle del Fuerte, a la Plaza Mayor. Ayer estuve en tierra, bajando las telas que las spinning jennys fabrican en Lancashire, y vi a los hombres discutir acaloradamente. El viejo Douglas, despensero del Patty, que entiende algo de castellano, oyó decir que estos monkeys quieren liberarse del yugo de los godos. Ignorantes, herejes y revoltosos. Como si fuera posible desafiar al Señor Dios, que por algo nos ha dado reyes. No van a llegar muy lejos» Esto decía Birger Evans, gambucero, mientras ayudaba a envolver con lonas —para proteger del clima y bajar a tierra— los bultos con ediciones de Du Contrat Social de Rousseau, Promenade du sceptique de Diderot y The Wealth of Nations de Smith; tan apreciados por los abandonados criollos del Real y Puerto de Santa María de los Buenos Aires.

Sobre el autor: Daniel Frini

lunes, 19 de noviembre de 2012

Algunas aves de jardín – Héctor Ranea


Todo empezó cuando mi esposa me pidió que trozara los mendrugos para que los pájaros se divirtieran un rato en nuestro jardín, llevándose las migas al nido. Lo hice bien. Diría excelente. Trocé pedazos aptos para calandrias, que pueden con las aceitunas de nuestro olivo y hasta con las semillas de la palmera (tal parece que les encuentran una aplicación que los humanos aún no conocemos) cuando no se llevan algún libro de novela que me he dejado olvidado (aunque no tengo pruebas para acusarlas). También troceé algunas partes de la miga como para los mistos que a veces vienen con su harén. Ellos, emplumados de amarillo, ellas más pardas. Siempre la misma historia, dos por tres los halconcitos de la banquina se dan un banquete de plumas amarillas porque son más vistosos aunque, según parece, también tienen más músculo. Y claro, no me olvidé de los chingolos. ¡Cómo olvidarme, si después me lo recuerdan con recriminaciones!
Entre las migas en trozos, no me olvidé, a instancias de mi esposa, que los ama, el calibre de miga para ratoneras. Así que he sido felicitado con una visita de estas bolitas de color barro al balcón. Los que protestaron primero, porque siempre protestan, fueron los horneros. ¡qué gritones! Pero que se arreglen con las calandrias. Ese día fue muy interesante ver el tráfico de migas y demás entre diferentes especies.
Luego, mi señora me pidió que trozara unos restos de carne cruda. El tamaño debía ser principalmente para los gatos, pero siempre quedan pedazos más pequeños que aprovecharon sin duda algunos pájaros, como las palomas, las gallinas, los halcones, los teros. El asunto es que los gatos, más que comerse mis trocitos, se comían pájaros bastante atiborrados de comida. Nos sobra mucho, ciertos días. Es verdad.
Todos los días, pan; todos los días carne.
Por ahí empezamos a tener nuestras diferencias con mi mujer. Yo insistía en mezclar la comida para ofrecer una dieta balanceada; ella quería mantener la dieta disociada. Un día, algo enojado, por qué no admitirlo, trocé una carne en pedazos grandes. Desproporcionados a los animales de nuestro jardín. La sombra no se hizo esperar. Los vecinos ya la veían (porque tenían ángulo) y huían aterrorizados. El Ave Roc, con extraordinaria habilidad (al menos para mí, que no soy un experto ornitólogo) empezó a tomar trozo por trozo, poniéndolo en una bolsa ecológica de supermercado.
Cuando la llenó me miró con sus ojos inyectados en sangre. Yo, congelado, lo miré con mis ojos saltándoseme de las órbitas. Dio un paso que para él debió ser corto y me puso el pico inmenso tocándome la nariz. Supongo que debe haber sido porque ya no me veía. Calculé que de un bocado me cortaría la cabeza. Lo que no me esperaba era que hablase
—Diga, che. ¿No tiene la cabeza de la vaca que le sobre? —No podía creer lo que estaba escuchando.
—Espere, voy adentro a ver.
Saqué una cabeza o dos, tal vez tres, no recuerdo.
—Acá tiene. Me temo que no las pelamos.
—Da igual, flaco. ¡Gracias, Maestro!
Respetuosamente se fue al fondo y desde allí remontó vuelo, que si lo hacía de donde hablamos me destartalaba todo con el viento. Mi mujer sigue insistiendo en que tiré las cabezas a la basura porque soy un derrochón, no me cree. Ahora, para armar otro cadáver ambulante vamos a necesitar otro sodero y otro panadero y tal vez otra cobradora del club. Por otra parte, el Ave Roc será fuerte y grande, hablará castellano y todo, pero no sabe nada de zoología. Nada de nada.

Sobre el autor: Héctor Ranea

Carta abierta a Dios - Daniel Frini


Estimado Señor que está en los cielos:
En nombre de todos los hombres que habitan éste, su mundo, me atrevo a dirigirme a su elevada Divinidad con el objeto de reclamar la devolución de la costilla que le fuera sustraída por Usted a nuestro padre Adán, en oportunidad de hallarse éste descansando en las instalaciones de la finca vacacional conocida como Edén; y retrotraer el devenir de la historia al instante inmediatamente anterior a tan desventurado hecho. También le reclamamos la indemnización correspondiente, más los intereses devengados en los años transcurridos desde la creación (ateniéndonos a los cálculos del arzobispo Ussher, el cuatro mil cuatro antes del nacimiento de Su Hijo) a la fecha; honorarios y costas. Nos reservamos, además, el derecho a iniciar ante los tribunales del Cielo por Usted dirigido, las acciones penales correspondientes para bien pagar tan desafortunado hecho, cometido por Usted, y que consideramos, lisa y llanamente, un robo. Confiamos que Su infinita Sabiduría no interferirá en la administración de Justicia.
Sí, digo bien: la costila de Adán, nuestra costilla, nos ha sido sustraída, robada, usurpada, hurtada, timada. Y lo que es mucho peor, usada de manera temeraria para la creación de un personaje siniestro que, desde entonces, no hace más que entorpecer en normal y apacible transcurrir de la vida del hombre.
Bien estaba sólo nuestro padre Adán y no dudamos de que Usted lo dotó de la inteligencia necesaria para procurarse, él mismo, la satisfacción de sus necesidades; sin que fuese necesaria la intrusión de un nuevo personaje en Su Creación, que no hizo más que entorpecer el camino y, entre otras cosas, que Usted perdiera contacto con el más excelso producto que saliera de Sus manos. No lo dudamos: Usted actuó de manera correcta expulsando a Adán y la chirusa, pues no le quedaba otra posibilidad, atendiendo a la normativa imperante en Su cielo. Pero estamos convencidos de que Usted no se habría visto en la tal disyuntiva, a no ser por la acción de la susodicha.
Confiamos en Su discernimiento.

Acerca del autor: Daniel Frini

Piedras no olfatean - Federico Laurenzana


“Mi olfato no me falla.”

En un alto edificio sus escalinatas de piedra habían sido recorridas por tres niños que anhelaban llegar a la cúspide. Verla era deseable, aunque más aún situarse sobre ésta para contemplar lo bajo del mundo. Eran visiones que se ensimismaban –por altaneras- a quienes temían el ascenso mediante sus cinco sentidos, como si éstos les dijesen, les repitieran un riesgo.
Comenzaban escalón por escalón. Sobre algunos descansos no hubo albergue para los tres, y por eso uno debía seguir el paso. Seguros se sentían mientras a baja distancia del suelo se mantuvieron; inseguros se detenían –de vez en cuando- para mirar hacia abajo, aunque no había alejamiento suficiente como para satisfacer sus deseos.
Persistiendo, escalando procuraban no hablar ni propiciar diálogo alguno que reste un amuleto de valor sobre el cuello del compañero afligido. Es que eran sólo tres niños aventureros dentro de un deshabitado edificio jamás en funcionamiento. Y sin embargo, ellos ya no pensaban en retroceder por mero agotamiento o miedo amenazante.
En un solo día habían llegado al piso veinticuatro sabiendo que tras semanas al menos habrían de alcanzar el tercio del total. Pues cada uno medía ocho metros de altura. Y sin tener en cuenta los de dieciséis donde se habían establecido juegos.
Aún así, seguían.
Durante la primera semana, uno de ellos se había resignado y, los dos restantes, no lo vieron más. Creían que se había perdido, o quedado en alguna habitación recreativa. Asimismo, habían continuado sus escaladas. Es que no meditaban en que la altura podría ser un manto inalcanzable cubriendo la desfachatez de recriminarlos demasiado osados.
Durante la segunda semana, uno de los dos había susurrado que nunca llegarían, que no había sido pánico ni flaqueza alguna el motivo causante de su decisión. Y se detuvo en un balcón donde observó al primer compañero en desistir un poco más abajo, y mirando hacia arriba.
Un único niño se había encargado de cumplir el viaje hacia el trono sublime de la altura, hacia lo que le devolvería el poder de saberse premiado por un inusual denuedo.
Durante la tercera semana, él ya no insistía. Ya no había interés alguno en sobrexigirse y parafrasear junto a las nubes el divino ícono de censar a los de abajo suyo. Se había sentado junto a un borde para ver a sus dos amigos.
Al fin de cuentas, nadie había llegado arriba, nadie había sido presunto dignatario de demostrarse elevado. Aunque sí, las piedras de la escalera, porque éstas no sentían. Ninguna de sus percepciones era como la de ellos. No eran capaces de sentir y sufrir temor alguno. Cualquier aspecto del peligro jamás sería presenciado por ellas. Por esto no lo olfateaban como los niños, no podían decidir por su protección. Entonces quedaban siempre quietas, inmóviles una sobre otra.
No es que yo no las aprecie. No. No es que yo por haber sido el primero en detenerme las envidie. Es al contrario: pues desde tan baja altura veo la cúspide rígida. Y mis compañeros, afectados por la búsqueda de concederse prestigios, me miran. Están viendo hacia acá, cuando soy yo el que entiende y ve la más alta torre de agudo pico.

Sobre el autor: Federico Laurenzana

sábado, 17 de noviembre de 2012

Emigrantes al planeta Azul - José Enrique Serrano Expósito


Salvador y Ana estaban en la lista de los numerosísimos jóvenes que se presentaron como voluntarios para emigrar al planeta Azul. El plan era que viajasen juntas dos naves hacia ese remoto confín de la galaxia, las dos naves terrícolas de última tecnología ––Pegaso y José–– llegasen a Azul al mismo tiempo, y una se quedara ––nave José––, y la otra regresara ––nave Pegaso–– con un nuevo cargamento de tulipauras ––unas plantas medicinales cuyos grandes pétalos eran la única medicina capaz de curar la Nueva Lepra que asolaba a la mitad de los habitantes del planeta Tierra.
––¡Salvador!, algo me dice que iremos a ese lindo planeta.
––¿Estás segura, Ana? Todavía estamos a tiempo de borrarnos; sabes que es una decisión que cambiará nuestras vidas para siempre. Y nuestras familias…
––Tomamos una decisión. No vamos a echarnos atrás, ¿verdad, querido?
––No. ¿Qué importa dónde estemos? Lo importante es que permanezcamos juntos.
Nave José estaba casi a punto. En cuestión de una semana aproximadamente efectuaría el viaje de prueba a la cercana estrella alfa de la constelación Centauro. Un día o dos más tarde, si todo marchaba bien, emprendería su primer viaje interestelar con nave Pegaso, esta vez comandada por Régulo, los demás cautivos liberados que habían pertenecido a la primera tripulación de nave Pegaso y catorce de los jóvenes seleccionados. Nave José iría comandada por Rafael ––el insigne inventor de ese tipo de naves, capaces de viajar a la inmensa velocidad de 371 años-luz/24 horas–– y otros veinticuatro tripulantes: el resto de los seleccionados. A esa velocidad, las naves eran capaces de recorrer la inimaginable distancia al planeta Azul, unos 28.153 años-luz, en poco más de 75 días ––28.153 años-luz / 371 años-luz/día = 75,88 días––. El bello planeta se encuentra en las afueras de un pequeño universo-isla, el cúmulo globular M80, que tiene alrededor de 200.000 estrellas.
Régulo, sus compañeros y esos treinta y ocho jóvenes eran verdaderos emigrantes a Azul, pues iban para quedarse, en principio durante el resto de sus vidas. También nave José permanecería en Azul, pues constituía la segunda parte del pago acordado entre el Rey de ese planeta, Arturo, y las autoridades de la poderosa empresa privada Hangar Córdoba, sita en las afueras de Córdoba, la urbe más grande e importante de la Tierra en aquellos tiempos.
En el anterior viaje de aprovisionamiento de tulipauras, la primera parte del pago fue enviada a Azul: un robot de última generación que el Comandante Rafael había denominado robot José. Se acercaba el momento de efectuar el segundo pago en especie.
Conforme a las bases de la convocatoria publicitada en su día por el Consejo Rector de la gran empresa aeroespacial Hangar Córdoba, los aspirantes eran todos chicos y chicas, casados o novios, especialistas sobresalientes en al menos una de las materias de una lista de ciencias y técnicas. Fueron reconocidos por el equipo médico de Hangar Córdoba para asegurarse de que estaban perfectamente sanos de mente y cuerpo, y de que podían tener hijos ––querían cuantos más terrícolas mejor viviendo en Azul.
Salvador y Ana formaban un matrimonio joven, como jóvenes eran todos los inscritos. Experimentados rehabilitadores osteópatas, practicaban Taekwondo y Capoeira desde hacía bastantes años, y muy bien. Los terrícolas sabían que existía solo un maestro de Artes Marciales en el planeta Azul, Fénix... Por lo tanto vendrían bien dos profesores de otras dos disciplinas marciales que impartieran clases junto a la ruinosa Colina Verde, como continuaba haciendo el maestro Fénix… Esto último podría ser el detalle definitivo a la hora de inclinar la balanza a favor de ese simpático matrimonio entre tantísimos aspirantes de todo el planeta Tierra, a pesar de que en la lista de ciencias y técnicas no se incluyeron Artes Marciales.
Por fin llegó el gran día. Una audiencia inmensa en internet seguía en directo el acto en que se harían públicos los nombres de los seleccionados, sus conocimientos y habilidades... Salvador y Ana brincaron de alegría cuando mencionaron sus nombres a mitad de lista. Casi se les cayó al suelo el ordenador de bolsillo conectado a internet, pues el alboroto entre los familiares y amigos que abarrotaban la sala de estar de su casa fue considerable. La madre de Ana y la de Salvador se abrazaron, llorando de alegría y pena al mismo tiempo:
––¡Ay, Ana!, no volverás a ver a tu hija.
––¡Ay, María!, no volverás a ver a tu hijo.
Sus maridos las abrazaron, llorando también; aunque en el fondo estaban contentos, pues sus hijos eran ahora más felices. La inmensa distancia impedía las comunicaciones con el planeta Azul… Solo sus corazones estarían unidos para siempre.

Registro de la propiedad intelectual en SafeCreative

Cambio de género - Daniel Sánchez Bonet


Lucía sólo tenía 14 años cuando vio su primer partido de fútbol tumbada sobre el sofá. Un año después, se aficionó a hacerlo junto a algunas latas de cerveza que amontaba allí, sábado tras sábado. Dos años más tarde, cambió su vestuario y decidió llevar pantalones, americanas, corbatas y camisas a cuadros. A los 18, se apuntó a un gimnasio para fortalecer sus músculos y cuando por fin terminó de alimentar su ego personal, ya en la treintena, se acostumbró a liberar sonoros eructos por la calle mientras rascaba su trasero. Con 32 años ya se había tragado todas las películas de acción disponibles en el videoclub y tres años más tarde, muerta aburrimiento, Lucía ingresó en el club de borrachos del bar de la esquina, quienes no dudaron en aceptarla, a pesar de ser mujer.
Por fin, a los 36 años, se casó y desde entonces, al llegar a casa, nunca se olvida de dar algún azote a su marido.

Sobre el autor: Daniel Sánchez Bonet

Asesinando blátidos - Rita Vicencio


Las cucarachas son los seres más resistentes del mundo, dicen; serán los únicos sobrevivientes de una guerra nuclear junto con "los mojados", dicen. Yo de esos bichos se poco, salvo que son cafés, les encanta el calor y la oscuridad y que a más de uno le ponen nervioso, además de crujir como galleta crocante cuando se aplasta su exoesqueleto. Se reproducen a una velocidad brutal, como cucarachas, y todas son iguales, como los hombres diría alguna.

Hoy las he estado observando mientras leía en un banco de terraza. Silenciosas, rastreras, precavidas; asomando de la coladera con precaución, lentamente. Más de 5 min. en la boca del desagüe. Mi paciencia ha sido mayor, leyendo con un ojo al blátido y otro al garabato.
Son asquerosas, sí, pero ese sonido crocante es tan gratificante. Mientras mayor la cuca más crocante el sonido, ¡como una deliciosa barra de granola al desgajarse! Y Mientras más grande es la cuca, mayor es el tiempo que tarda en morir mientras sus convulsas patas y antenas marcan un beat inaudible y desconocido.

Heme aquí, acechando a uno de esos insectos que se desgranan lentamente por las baldosas de la terraza, esperando que se aleje lo suficiente de su pertrecho. Desde aquí logro distinguir su oscuridad ocre que se desvanece en la negra oscuridad del desagüe. Y espero pacientemente, mientras observo a otra cuca que realiza su espasmódica danza junto con otras más, que lentamente han caído bajo mi suela. Hoy soy una asesina de cucarachas.


Tomado del blog: http://saborajenjo.blogspot.com/
Sobre la autora: Rita Vicencio

Base Luna 2. Desencanto e hipogeo – Héctor Ranea


La base Luna 2 tenía tantas personas, que había sido necesario llevar muchos sacerdotes de diversas religiones. Todos se habían adaptado a la vida en gravedad un sexto así que los costosos aparatos que arruinaron la economía de Luna 1 no eran más necesarios, de modo que todas las dimensiones eran mayores para evitar colisiones y permitir a los novatos desplazarse más cómodos por el territorio.
El mayor de los problemas era beber en esas condiciones, pero habían desarrollado la tecnología necesaria para evitar pérdidas de agua, elemento tan esencial como escaso.
Ese fue uno de los primeros años del Padre Pardo en la base Luna 2 así que aún no tenía los reflejos acostumbrados a la gravedad más pequeña y no hubiera sido nada de no ser que ocurrió el primer caso registrado de posesión demoníaca en la Luna desde que se habitó cien años atrás. Y justo le toco al curita recién llegado.
Lo llamaron de la conserjería del edificio de habitaciones de solteros. Era un hombre joven que había caído desde una gigantesca grúa y al levantarse, casi sin daños, fue poseído sin mucho esfuerzo por una serie de diablos selenitas que empezaron con travesuras pero continuaron con verdaderos dolores de cabeza para toda la corporación. Al ser el único con capacidad de emprenderla contra estos diabólicos seres, se convocó al Padre Pardo y él pidió auxilio a dos budistas y un zoroastriano aunque más no sea para que aportaran ideas, ya que tenían más antigüedad en el lugar.
Cuando empezó se dio cuenta de que no tendría éxito fácil. De hecho, al arrojar el agua bendita no más tuvo problemas, porque entre que él hacía que salieran las gotas hacia el poseído y que éstas llegaran a destino había para el conjunto de demonios tiempo como para alzarse, saltar, freír dos huevos o hacer fideos, ya que el agua salía disparada de modo tal que caía mucho más lejos que lo que el curita esperaba. Con cada vez que esta operación le fracasaba, no sólo se quedaba con menos agua y menos confianza en sí mismo, sino que los diablos se hacía más fuerte. Esas y otras zarandajas hicieron del exorcismo lunar una de las más grandes chapuzas del nuevo orbe. Para peor concluyó con los diablos poseyendo a los libres católicos (eran tan racistas que no toleraban otros pensamientos).
Esto fue uno de los comienzos del caos en Lunar 2. Los católicos se veían bastante más felices que los otros, así que comenzó una migración religiosa, a la par que aumentaba el número de posesos. Algunos religiosos emprendieron la retirada pero otros, envidiosos, empezaron a lanzar habladurías sobre el Padre Pardo. Finalmente, éste fue expulsado y lo cambiaron por otro que sí sabía el oficio y logró exorcizar a más de la mitad de los afectados en menos de una semana. Pero hete ahí otra paradoja, los nuevos curados declaraban no tener felicidad, por lo que comenzaron a suicidarse o pasarse a otras religiones. Ya que no eran más felices, también se frenó el transfuguismo, por lo que volvieron otros sacerdotes con un poco más de línea ideológica que soltar. Tanto que lograron que algunos poseídos se pasaran al budismo, con lo cual esta religión comenzó a tener revolucionadas algunas costumbres ya que, se sabe, los diablos que intentan ser budistas no pueden con su genio y le meten a todos sus deseos.
Era obvio para los Grandes Jueces que el culpable era Pardo, así que lo condenaron a pegar estampillas de correo electrónico en cada envío de teletransportación pidiendo agua bendita o cloro o vituallas para los mimos.
Luna 2 no descansará nunca en paz.

Sobre el autor: Héctor Ranea

jueves, 15 de noviembre de 2012

Salón de rechazados – Héctor Ranea


—Es cierto, Doctor, pero no vamos a poder dejarlo acá. Las órdenes son que nadie en su condición ocupe un lugar de los pocos que tenemos.
—Mire —hice una pausa tratando de dejar que hablara el Doctor, pero al ver que enmudecía me animé, aunque la voz decúbito me sale mal— entiendo las regulaciones, pero o me admiten o la vamos a pasar mal acá. Y no me malinterpreten, no es una amenaza. Es la biología, ¿sabe?
—Como sea. Usted habla, se mueve. ¿Qué quiere que le diga? No puede quedarse acá.
El Doctor parecía que pensaba, pero me daba cuenta de que estaba estupefacto. Balbuceaba cosas incomprensibles.
—No le entiendo, señor —dijo el encargado de la Sección. —¿Podría ser más claro?
El enfermero que me había llevado se había corrido del centro de la escena. Parecía decir que a él lo enviaron conmigo pero que no quería hacerse cargo y se liberó de todo pasándole el fardo, vale decir yo, al médico.
Éste me miraba con aprensión e indecorosamente. Me había hecho trasladar hasta acá y en el trayecto le habían cambiado las cartas. Parecía que, mirándome, entendería cómo se había equivocado. O peor. Estaba seguro de no haberse equivocado.
—Doctor, hagamos una cosa —dijo el encargado, notando el desconcierto del médico. —Lléveselo por ahora y vuelva más tarde con el señor, si es necesario.
—El problema —atinó a decir el médico— es que arriba no tenemos más lugar. La cama del señor —me señaló— ya fue ocupada. Se suponía que no la necesitaría, después de todo.
—Mire —dije— a mí no me explique nada. Mándeme a casa.
Se hizo silencio. En verdad, nadie sabía qué hacer conmigo.
—Yo no sé —dijo el encargado con las manos en jarra —pero sáquenmelo de acá. Tengo trabajo que hacer y en el mismo acto, con un sello que tenía en la mano me estampó en el pecho una leyenda en rojo: rechazado.
En tanto fui el primero de la morgue del Hospital, formé primero un grupo de autoayuda, después una cooperativa de trabajo para zombis y, finalmente, estamos organizando grupos musicales que después tocan en los salones de rechazados. Con algunos amigos, nos dedicamos al rock. Nuestra banda se llama: Los Rechazados de la Morgue. Esta noche salimos de teloneros de Los Rolingos, una de medio-muertos que tuvo más éxito que nosotros porque el bajista es mujer. Sí; ésa que se electrocuta en todos los recitales. Ésa misma.

Sobre el autor: Héctor Ranea

Un trato difícil – Alejandro Bentivoglio & Carlos Enrique Saldivar


En la encrucijada, el músico hizo el ritual tal como le habían dicho. Un profundo olor a azufre le indicó la llegada del Maligno.
—Quieres un trato —dijo el Diablo.
—Sí, quiero ser el mejor músico del mundo.
El diablo parecía un hombre como cualquier otro. Aunque sus ojos eran insondables.
—¿Qué instrumento tocas?
—El ukelele —dijo el músico.
El Diablo frunció el ceño. De inmediato, mencionó:
—De acuerdo. Solo firma aquí.
—¿Qué es este conjunto de papeles?
—Es un contrato.
—¿Puedo leerlo, verdad?
—Por supuesto. Lo resumo, aceptarás darme tu alma y te entregaré el talento.
—Quisiera sacar mis propias conclusiones, por favor, démelo.
—Ten. Chequéalo todo lo que quieras.
—¿Es necesario que lo revise un abogado?
—Nada de eso. Este trato es entre tú y yo solamente.
—De acuerdo, pero son varias páginas… quisiera revisar el documento un rato.
—Claro, tómate tu tiempo, esperaré.
Después de dos horas, el Diablo comenzó a impacientarse. Iba a llamar al músico, pero este se acercó, fastidiado, y le dijo:
—¿Sabe qué? Hay muchos puntos que no entiendo, ¿me los podría explicar?
Será un trato de jodido, pensó el Maligno. Pero valdrá la pena.
Los idiotas hacían que el fuego infernal ardiera con especial intensidad.

Acerca de los autores:
Alejandro Bentivoglio
Carlos Enrique Saldivar

El sofá de cuero - Maritza Ramírez Suárez


Fue hace años. Dicen que eran las seis de la mañana y don Aníbal puteó su mala suerte: los ascensores no funcionaban y subió los cuatro pisos, arrastrando los pies, por una escalera estrecha y sin luz. Temía despertar a su mujer. Le dolían los pies, la cabeza y las cinco caipirinhas. Sólo necesitaba llegar hasta el living. Chocó varias veces con los muebles y las puertas. Por fin llegó al sofá de cuero. Sofocado, se desnudó con dificultad y luego desparramó sus ochenta kilos. Se durmió como un bebé.
Era lamentable que la oficina estuviera en un cuarto piso, al igual que su departamento, era lamentable que en el mismo llavero, tuviera las llaves de la oficina y las de su casa. Era lamentable ese sofá de cuero en medio de la recepción.
Su secretaria, la primera en llegar, declaró en el sumario. Aún recuerda el ronquido, los calcetines grises, una pierna apuntando al cielo y la otra apoyada en el piso, su humanidad al aire y el olor. Al final, lo echaron. Después pasó al olvido, hasta ayer, que me mandaron a limpiar la bodega y me encontré con el famoso sofá de cuero.

Acerca de la autora:
Maritza Ramírez Suárez

martes, 13 de noviembre de 2012

Mercados saturados – Héctor Ranea


—No me lo va a creer —dijo el KC2442—, pero creo que los ingenieros no me dicen la verdad.
Se tomó de un trago el Oil Masters 2034 falso; quiso seguir, pero lo interrumpí.
—No creo que sean tan considerados. Lo hubieran desguazado.
—No si el problema es la cañería de Rufus.
El silencio en el área de recreación fue impresionante. Hasta el que nos servía el infame brebaje se detuvo en un falso chillido y se acercó hasta el KC.
—¿No me tendría que haber advertido de su falla, querido?
—No es oficial, nena —espetó éste con desprecio.
La expendedora le descargó una chispa de advertencia pero para el KC fue mortal. Nunca llegó a beber el segundo trago que yo le había prometido.
—Juro que no quise… —comenzó a justificarse la mecánica.
—No te preocupes, primor —la tranquilicé— tipos como éste, más tarde o más temprano iban a ser desactivados. Los mercados ya están saturados de este modelo y hay que introducir los nuevos. Lo viste medio errático y bastante liviano de ejes con toda esa descomunal dosis de lubricante que llevaba ingerida.
No le quise decir que la Compañía había programado su función de descarga preventiva de defensa para eliminar a los indeseables KC, para qué preocuparla si tenía tan linda profesión.

Sobre el autor: Héctor Ranea

Vengo hasta ustedes desde un Dios muy lejano - Daniel Frini


El rey sajón que ofrece al rey noruego
Los siete pies de tierra y que ejecuta,
Antes que el sol decline, la promesa

El Pasado, Jorge Luis Borges
El oro de los tigres, 1972

Inconmensurables señores: hoy me presento ante esta asamblea para reclamar justicia y llamar a vuestra indulgencia, exponiéndoles mi caso. Vengo solo, sin mediadores ni protectores, porque entiendo que sabrán ser ecuánimes y creo, firmemente, estar asistido por la verdad. 
Soy Raúl Ordóñez. Mis antepasados nacieron en la Hispania. Uno de ellos, el iniciador de la estirpe, se llamó Ordoño, y todos sus descendientes —mi padre, el padre de mi padre y así hasta llegar hasta él— nos llamamos sus hijos. Pero por mis venas corre sangre de otra raza, además de la ibérica: también vengo de los mapuches que habitaron el sur de la América, aún antes de que los barcos españoles llegaran con empeño de conquista. Por eso mi piel es cobriza; mi cabello renegrido y grueso; mi rostro es redondo, con pómulos altos y mentón fuerte y tengo ojos pequeños y negros. Nací en Caleufú, departamento de Rancúl, sobre la Ruta 4, en la Provincia de La Pampa; en una época que se me antoja perteneciente al futuro, si bien no sé en qué tiempo estoy viviendo y ni siquiera si ese concepto es válido aquí. Durante toda mi niñez cultivé la tierra de mis señores; y tuve una pobre educación, apenas la necesaria para aprender a leer y escribir, y para ser un hombre temeroso de mi Dios nazareno. 
Sin embargo, en algún momento de mi juventud fui reclutado junto a otros veinte, por un grupo de científicos que trabajaban en un proyecto muy importante en apariencia, y totalmente secreto. Durante varios años fuimos entrenados en diversas artes, para servir como recolectores de datos y comisionados en distintos destinos. Nos llamaron los Enviados, y nos convencieron de que éramos soldados de la Tecnología, héroes, y que seríamos honrados por las generaciones futuras como Aquellos que Abrieron el Camino. Nunca lo mencionaron, pero estaba claro que no esperaban que volviésemos.
Acepté mi destino, quizá, por las palabras que usaron, o por el ambiente de entusiasmo militar que precedió a una epopeya que se adivinaba trascendente; o por que me sabía cobarde y quise convencerme, así, de que no lo era.
Por artes de encantamiento me tocó en suerte ser enviado al Puente de Stamford, en la mañana del veinticinco de septiembre del año mil sesenta y seis, a la batalla en que Harald Harald Sigurdsson, conocido como Hadrada y último rey vikingo de Noruega, obtuvo del rey sajón sus siete pies de tierra inglesa.
Estuve allí, a su lado, cuando en plena furia guerrera y con su estandarte Landeythan ondeando junto a él, recibió la flecha que le atravesó la garganta y acabó con su vida. Cuando los sajones del rey Godwinson contraatacaron, uno de ellos se precipitó sobre mi con rabia violenta. Por puro y simple acto reflejo, busqué alrededor algo para protegerme y mi mano encontró una espada abandonada con la que intenté cubrirme. La fortuna quiso que mi atacante, en su carrera impetuosa y vehemente, resbalase en las vísceras de un muerto y cayese sobre la espada que yo sostenía, muriendo a mi lado mientras pronunciaba una maldición que no entendí. Quizá el sudor, quizá la sangre me nubló la vista. Un instante después, una lanza entró en mi pecho, matándome y sin que aún hubiese soltado la espada. Fue así que, sin quererlo, honré la tradición vikinga como un einherjar, un muerto heróico, y fui llevado al Valhalla por las Valquirias.
Allí, día tras días y en las llanuras de Asgard, nos enfrentamos en sangrientos combates, que todos parecen disfrutar, en espera de la última batalla, al final de los tiempos. Por las noches somos curados de nuestras heridas para repetir la lucha al día siguiente. En el caldero mágico siempre está listo el estofado de jabalí y se celebran extraordinarios banquetes acompañados con embriagante hidromiel. 
Sin embargo, no estoy cómodo allí. No soporto los repugnantes modales de los guerreros, sus habituales demostraciones escatológicas y las palabrotas; suelen caerse desvanecidos por las borracheras y tratan a las valquirias como a vulgares prostitutas, toqueteándolas y sometiéndolas a sus más bajos deseos, a la vista de todos y festejados por todos.
Pero lo que realmente me aterroriza es estar obligado a participar en las diarias batallas. Ya lo dije, soy total, absoluta y convencidamente cobarde. Siento un pánico atroz cada vez que veo avanzar a un temible y enorme guerrero, con su rostro desencajado, y drogado por los alcaloides de la muscaria o el cornezuelo. Lo normal es que yo caiga, con terribles heridas, en la primera embestida. Y esto, según parece, durará por la eternidad. Para todos aquí, esto en el paraíso, pero no para mí.
Les he planteado mi caso y por eso recurro a ustedes con humildad. 
Poderoso Odín, jefe de todos los dioses y señor de la sabiduría, temible Thor, dueño del trueno; sereno Freyr, amo de la naturaleza; Tyr, señor de la guerra; Heimdall, dios de la luz; Baldr, el más bello y amado de los dioses; Frigg, esposa de Odín; Sif, la de los largos cabellos rubios. No soy digno del honor dispensado a los más grandes guerreros vikingos. Acepto mi muerte, pero les pido, les ruego a todos ustedes, por favor, relévenme de este privilegio, permítanme abandonar el Valhalla y marchar a mi cielo cristiano.


Acerca del autor: Daniel Frini

Camisa blanca - Alberto Benza Gonzáles


Nunca me gustaron los ternos (y usarlos menos), pero esta vez contraía nupcias una de mis mejores amigas y no tenía más remedio que ponerme mi único terno azul. Sólo necesitaba una camisa blanca para que combine mi corbata (así lo pensaba). No dude dos veces y me fui a comprar con mi padre la susodicha camisa. Ya en la tienda encontré una sola, era blanca y, lógicamente, era para usarla con gemelos (menos mal que incluía los gemelos). El detalle era que la camisa costaba cien dólares. “Es de algodón egipcio”, repetía el vendedor. Me pareció muy cara, sin embargo me resigné a comprarla por la premura del tiempo.
Estando en la caja para pagar la camisa, mi padre me miró fijamente y me dijo bromeando: “Hijo, esa camisa es muy fina para ti, yo debo usarla”.
Pasó un año de este suceso y llegó la muerte de mi padre, intempestivamente, un 24 de diciembre. “Otra vez a usar el terno de siempre”, me dije. Mi asombro fue grande cuando no encontré la camisa blanca, pero en ese momento no había tiempo para pensar en dichas nimiedades. Me presté un traje cualquiera y salí rumbo al velatorio. Ya en pleno velorio me acerqué al lecho de mi padre y quedé sumamente perplejo cuando vi que llevaba consigo mi camisa blanca de algodón egipcio, incluidos los botones ornamentales enchapados en oro.

Sobre el autor: Alberto Benza Gonzáles

Los pies culpables no tienen ritmo - Jaime Arturo Martinez Salgado


<LEO de junio 24 a agosto 23. Una tarea asignada esta mañana le dejará furioso el resto del día. Trate de no descargar su mal humor en los seres queridos.>
Una brisa fría envolvía la mañana, al punto que el sol apenas se sentía. A las 6:58 a.m. había timbrado su tarjeta en su lugar de trabajo y casi al momento el jefe de personal le hizo entrega de la lista de labores que realizaría durante la jornada. La miró asombrado, porque sólo tenía una tarea: acudir a la sucursal 23 – que está en los Altos de Compostela, al noreste de la ciudad – y sustituir a un vigilante que se había reportado como enfermo. Esto lo motivó a reírse cuando leyó su horóscopo mientras viajaba en el metro al lugar señalado, donde le esperaba una apacible jornada, en medio de un ambiente refrigerado.
En su primera ronda descubrió a una de sus amigas, que atendía una de las cajas recaudadoras. Era Julita Rosario con quien sostuvo un corto romance, hacía más de dos años. Se acercó con discreción, la saludó y le lanzó un besito. Durante la mañana pasó varias veces y siempre la miró con interés. A las 12:30 p.m. cerraron el almacén y todo el personal se fue a almorzar, hasta las 2:00 p.m. cuando volverían a abrir. A la salida la buscó y la invitó a comer, a lo que ella aceptó gustosa. A la vuelta encontraron una panadería, donde consumieron pastelitos de carne molida con jugo de guayaba. Él estaba sentado frente a la calle y de pronto vio el letrero: MOTEL 24 HORAS. Enseguida atacó con los mejores argumentos: que quedaba mucho tiempo, que podían descansar, hacer una corta siesta, darse un baño reparador…y ella aceptó.
Luego de ingresar a la habitación le dieron seguro a la puerta. Estaban en el tercer piso, lejos del trafago citadino cuando él empezó a acariciarla. Ella lo rechazó de plano y le recordó que sólo venían a reposar, hacer una corta siesta y darse un baño. Y así fue. Cuando faltaban diez minutos para las dos intentaron abrir la puerta, pero el seguro se trabó. Lo intentaron varias veces y terminaron por golpear la puerta, gritar y pedir auxilio y sólo veinte minutos más tarde, el portero acudió y abrió desde fuera. Los dos salieron en estampida y al llegar a las escaleras del segundo piso, él se fue de bruces y, en medio de volteretas fue a parar al rellano. Cuando llegaron al sitio de trabajo, ya eran las 2:32 p.m.
Al anochecer llegó a su casa, su esposa le abrió y el entró cojeando. Cuando iba a empezar a hablar, ella lo cortó de tajo y le dijo:
—Tus compañeros me llamaron para contarme que te suspendieron tres días y yo te voy a suspender para toda la vida. Debiste desnucarte en esa escalera.
El apretó los puños e intentó replicarle con un grito, pero decidió que su horóscopo se cumpliera al pie de la letra.

El autor: Jaime Arturo Martínez Salgado

sábado, 10 de noviembre de 2012

La maestra 1 – Francisco Garzón Céspedes


La maestra comienza su día de trabajo desde el momento mismo en que despierta. Muchas mañanas, cuando tras abrir los ojos permanece unos minutos acostada, sin levantarse de la cama ya reflexiona acerca de alguna de las materias que enseñará o acerca de alguno de los pequeños y la individualidad que es; y, muchas otras mañanas, su “ensayo” de la clase nueva empieza sin que ella haya puesto los pies en el suelo.
Y es que lo que en su casa realiza muy temprano: desentumecerse, echarse agua en el rostro, verse en el espejo, lavarse los dientes, ducharse, preparar el desayuno, desayunar y fregar lo recién utilizado, vestirse, reunir los cuadernos y notas necesarios para partir, entre más acciones cotidianas; la maestra lo hace, en gran medida, inmersa en pensamientos relacionados con el colegio, el aula, las asignaturas y los alumnos.
“Si siento el latido de la clase, si escucho los latidos de mis alumnos, la jornada podrá ser desde una reafirmación hasta una sorpresa, desde un aprendizaje mutuo hasta la exploración de un arcoíris.”, piensa.
“Ese recodo del patio en el colegio ¿no debería estar vallado?” Y es que un caminante ha avisado del haber visto ponerse histérico a un alumno con otro que había querido jugar pateándolo, y que el que no quería jugar le había corrido detrás al de la patada con un camión de juguete en la mano alzada mientras le gritaba desaforado: “¡No quiero lucha! ¡No quiero lucha!” Y, sin embargo, era evidente que si a algo el niño parecía dispuesto era a luchar. “Ninguno de los profesores o del personal administrativo lo percibimos porque ese recodo del patio está alejado, en la oscuridad, y no se lo cuida a cada minuto. No hemos sido ejemplares en algo tan prioritario como la atención. Tenemos que ser ejemplo todo el tiempo.”, concluye.
Esta mañana cuando la maestra se acerca al aula unos minutos más tarde de lo acostumbrado, pues suele llegar la primera pero ha debido recoger un material escolar, observa desde afuera la pequeña laguna ondulante de cabe-zas y se cuestiona cuántas habrán pensado en el colegio al despertarse.
Y tiene un sobresalto porque de pronto se pregunta cuál la recordará. Se pregunta si alguno de estos pequeños seres pensará al crecer que ella fue su modelo. Entonces, no obstante las agudas punzadas en sus hombros, la maestra endereza el cuerpo, destierra el dolor, escala una sonrisa y completa una frase ingeniosa para saludar, por lo que, al entrar, como si fuera el genio de la lámpara, exclama: “¡Gigantes, os espera el castillo de los conocimientos!”

De Cuentos de la maestra (Edición Los cuadernos de las gaviotas)
Sobre el autor: Francisco Garzón Céspedes

Carrera – Alejandro Bentivolgio & Carlos Enrique Saldivar


Jorge empezó a correr antes de que el juez diera la orden de largada. Los otros maratonistas pensaron que alguien diría algo y anularía la salida. Pero nada pasó.
—¡Hizo trampa, vamos por él! —gritó uno.
Aunque ya les había sacado una distancia importante, todos salieron tras sus pasos. La idea ya no era la meta. O, más bien, la meta era otra. Atrapar al tramposo y darle su merecido. No podían alcanzarlo, parecía una gacela, además llevaba mucha ventaja. El representante de Sudáfrica se aproximaba a él, pero el tramposo le dio un codazo en la cara y lo dejó fuera de juego. Esto irritó a los otros veintiocho competidores, quienes solo deseaban darle alcance para hacerlo trizas. Jorge estuvo al frente durante toda la ruta y llegó a la meta primero, pero, cuando vio los rostros de sus rivales, se dio cuenta de que no debía dejar de correr. No recabó el trofeo ni los cinco mil dólares del premio. Huyó por toda la ciudad, por todo el país, por todo el mundo. E iban tras él.
Aún hoy sigue corriendo, acosado por sus contendientes, los cuales intentarán destruirlo en cuanto lo atrapen. Nunca mira atrás. No come, no duerme, solo espera llegar a una meta, una que está más allá del tiempo, de la muerte, de este universo. Cabe decir que nunca conseguirá su objetivo. Ni tampoco sus perseguidores.

Los autores:
Alejandro Bentivoglio
Carlos Enrique Saldivar

El rosario - Alberto Benza


Era la primera vez que entramos a la casa embrujada para jugar a la ouija, y sólo recuerdo a David invocando al espíritu (todos empezamos a reír). Después nos dijo: ¡No jodan, esto no es broma! Y la situación se puso más seria. Él continuó invocando: “Si hay un espíritu en esta casa que se presente”. Ni bien terminó el segundo llamado, sentí frío gélido en los pies, en las manos. Abrí los ojos y las lunas de la casa estaban opacas., todos nos asustamos cuando se rajó el vidrio de la ventana. Percy se levantó, y con una voz temblorosa dijo: ¡Vámonos! Entonces empezamos a correr sin parar. Salimos trepando el muro, corrí hacia mi casa. Entré asustado a mi cuarto, era medianoche y encontré a mi abuela molesta. Me reprendió por lo sucedido y me puso a rezar el rosario. Ahora sólo espero terminarlo para que mi abuelita pueda descansar en paz (ella falleció la semana pasada).

Sobre el autor: Alberto Benza Gonzáles

Desde Casiopea – Héctor Ranea


Cuánto había soñado con llegar ahí, algún día. Durante los últimos años toda mi energía había estado dedicada a esa meta. Finalmente, me eligieron para integrar el equipo de exploración de un planeta que giraba en torno a una vecina amarilla clase G. Para eso me había formado en física, matemática, letras, agronomía exoplanetaria, en clima de mundos extraños. Era, como se suele decir, la pieza imprescindible del conjunto.
Nos embarcaron a los dos, y a todos los otros, una fresca mañana después de ponernos en el sistema de frascos hipnos que yo había contribuido a desarrollar. Era como estar en casa. El viaje tardaría varias generaciones de personas en nuestro planeta, pero para nosotros solo sería un sueño largo, oscuro y veloz. La nave era un eximio robot probado en el espacio durante lapsos prolongados, de modo que todo estaba bajo control.
Al llegar al tercer planeta de la estrella G, el hipnos nos despertó del profundo sueño. Él me miró con algo de vergüenza, típico de los que han compartido la pileta colectiva de líquidos de mantenimiento orgánico, pero comprobé que algo en mí no estaba totalmente bien. Tenía unas náuseas extrañas. La nave me respondió telepáticamente a la pregunta que le hice con un enigmático: “Hay otro en ti”. Comprobé, al bajar a la Tierra, que mi compañero me había dejado embarazada mientras dormíamos. Maldita sexsomnia.

Sobre el autor: Héctor Ranea

viernes, 9 de noviembre de 2012

El vuelo de José Luis - José Enrique Serrano Expósito


José Luis volaba en la noche infinita.
No sentía frío ni calor. Sus sentidos no le decían nada, solo su vista, captando la inmensa belleza que le rodeaba: Estrellas, nebulosas, galaxias…
No había un arriba, ni un abajo, ni existía el peso.
Su cuerpo, ahora hermoso y brillante, no era como antes. Se sabía impasible.
Volaba sin alas; no deseaba otra cosa que seguir así para siempre.
Comprendió que viajaba a una velocidad muy superior a la de la luz, pues contemplaba el lento desfile de las estrellas más cercanas.
José Luis contempló una hermosa estrella azul. Estaba cada vez más cerca. Pronto lo engulliría; pero no sentía calor…
Embelesado con la descomunal joya azul, no temió la muerte. Abrió sus brazos, deseando abrazar la hermosa estrella.
Sonó el despertador y abrió los ojos, sonriente. Tardó unos instantes en comprender que había tenido un bello sueño. Se levantó del lecho y miró las estrellas; se le antojaron más brillantes. Volvería a mirarlas la noche siguiente.
José Luis fue al trabajo, más relajado y contento que nunca.

Sobre el autor: José Enrique Serrano Expósito

Sólo K - Lilian Elphick


K en la oficina A
Funcionario: —¿Nombre?
K: —K.
F: —K…¿qué?
K: —Sólo K. Así me llamo.
F: —Muy bien. “Sólo K”. Firme aquí.
K escribe “K” en el formulario.
F: —Pero dice “K” y no “Sólo K”. Tendré que llamar a mi superior. ¡Señor Superior, hágame el favor de venir aquí!
K: —Pero…
F: —Nada de peros, señor. Usted está transgrediendo la Ley 1987 art.4 inciso 1 de Extranjería y Migraciones del Estado in situ.
Superior mira el papel.
Superior: —Violación de preceptos, vulneración de la Patria, burla y prevaricación.
K: —Éste es mi país, Señor Superior. Nací aquí y vivo aquí, a la vuelta. Mire usted ahí. Sí, ésa, la casa con dos chimeneas. Y en aquella ventana de marco azul habita Gregorio, mi amigo y confidente.
F: —¡Cállese, mentiroso! Usted es un terrorista. ¡Policía, revíselo, pudiere estar armado o tener una bomba!
S: —Detenido hasta nueva orden.
K: —¿Cuál es mi delito? Soy inocente.
F: —¿Su delito? Atentar contra la integridad del territorio nacional, revelación de secretos políticos, alimentarse de bebés recién nacidos y fabricar artefactos explosivos. Usted es un peligro público.
K: —¡No! Soy escritor…
S: —…de panfletos revolucionarios, de pasquines agitadores de masas, de literatura subversiva.
K: —Se equivoca, Señor Superior. Escribo de Gregorio, un insecto; de procesos, de castillos. Nada del otro mundo. Fantasías.
F: —“Sólo K” es un elemento pernicioso para la sociedad.
S: —Llévenselo a la Sala 1.
K: —¡Qué me van a hacer!
S: —Usted nos va a decir su nombre real luego de una estadía en la cámara de reclusión. Notifíquese y cúmplase.

El Policía se lleva a K a rastras.


Sobre la autora:
http://biosdelosblogsh.blogspot.com.ar/search/label/Lilian%20Elphick

Los argonautas - Daniel Frini


“La Tesálica”, que se supone escrita por Meleagro de Patmos, relata que cuando Pelías se hizo con la corona de Iolcos destronando a su hermano Esón, fue advertido por el oráculo acerca del hombre de una sola sandalia. Al cumplir veinte años, Jasón, hijo de Alcímene y Esón, criado por el centauro Quirón; marchó a reclamar el trono que por herencia le pertenecía. Cuando cruzó el Apidanos, la fuerte corriente le llevó una sandalia; por lo que se presentó ante su tío con un solo pie calzado. Pelías, desconfiado y sospechando que podía ser quien estaba anunciado, quiso deshacerse de él enviándolo en una misión imposible: traerle el vellocino de oro. 
Jasón organizó la expedición, integrada por cincuenta héroes, que se hizo a la mar en dirección a la Cólquida.
Nunca encontraron el vellocino.
Pero se divertían a lo grande cantando, todos juntos, en los fogones de las frías noches de las playas del Helesponto. Algún pastor los vió y cundió la noticia. En parte debido al aburrimiento atemporal de las comarcas por las cuales pasaron, y quizá por mera curiosidad, en varios puntos del viaje fueron incitados a cantar para la gente; y fueron ganándose cierta reputación. La noticia de su actuación les precedía en su viaje, y en cada aldea a la que arribaban los esperaban centenares de personas interesadas en la novedad. Gradualmente, fueron perfeccionando su estilo: introdujeron kitháras y aulós; krótalas, kúmbalas y kroúpalas; siringas, barbitones y fórmixs; pektís, sambýkes y mágadis. 
Pólux y Atalana —única mujer del grupo— amenizaban con un número de baile que, según se cuenta, daba calor al Hades.
Inicialmente, fueron conocidos como “Los Cosos Esos”; que era la manera en que se refería a ellos Fineo de Salmideso a quien ayudaron a deshacerse de las Harpías; pero más adelante se hicieron famosos como “Jasón y los Argonautas”, nombre con el que alcanzaron fama eterna.
Quizá su éxito más resonante fue “Escila y Caribdis”, inspirado en los dos monstruos fabulosos que, según se cree, guardaban el paso del Estrecho de Skila. Jasón y sus acompañantes habían logrado sortear ambos peligros gracias a la ayuda de la ninfa Tetis, y en recuerdo de esa hazaña, comenzaron a cantar esta canción, con letra de Jasón y música de Orfeo. En todos está el recuerdo del pegadizo estribillo:

La bombachita de Escila
La bombachita de Escila
La bombachita de Escila
Y el corpiño de Caribdis…

Considerados los primeros y más conspicuos exponentes de la cumbia mitológica, se presentaron en tabernas, orchestras y teatros; en las acrópolis de distintas ciudades y palacios de reyes; en muneras, venationes,  naumachias, dionisias y otras festividades.  Son famosos sus recitales en Salamís; y se sabe que hicieron doce Leneos seguidos, en el mes de gamelión; se cree que en la octava olimpíada, siendo Liságoras arconte en Atenas. 
Otras fuentes, entre las que figura Jenofonte, mencionan que Jasón y los Argonautas fueron los encargados de cantar el himno de apertura de los Juegos de la cuadragésimo quinta Olimpíada. Es claro que esta cita es errónea, por razones cronológicas y es muy probable que se trate, en realidad, de un grupo tributo.
De muchos éxitos de su larga carrera artística sólo han llegado hasta nosotros sus títulos. Habrán oído hablar de “Ulises, entregá a Penélope”; “Nena, corré que te agarra el Minotauro”, “Mirá la columna que tiene Hércules” y “Platón, dejá la filosofía y traé más vino”
Alceo de Mecene menciona que durante su expedición a la Cólquida recogieron un coro de sirenas en la desembocadura del Istros, que los acompañó siempre. Malsanamente, Alceo propone que es ésta la razón oculta de su éxito, porque es bien sabido que nadie puede resistirse al canto de las sirenas. Dice, además, que indirectamente esto explica mucho sobre su música: no habrían sido afectados por las sirenas porque todos los integrantes de “Jasón y los Argonautas” eran decidida y francamente sordos.


Acerca del autor: Daniel Frini