martes, 16 de octubre de 2012

La isla – Miguel Aguilera


Hace frío. Ya se nota en los amaneceres, en el retraso del sol al asomarse, en la piel cuando es sorprendida por las primeras luces del alba. Y pienso que todo sigue igual. Abro los ojos y veo la tenue luz del nuevo día atravesar la persiana de la habitación. Tras levantarme observo a los almendros aún dormidos, los rosales llenos de rocío, y al perro durmiendo a la par de ellos. La soledad también despierta. Se ha vuelto casi un mimo perfecto. Donde voy, donde permanezca, haga lo que haga, allí está, sentada a mi lado, susurrándome al oído, a milímetros de mi espalda.
Las primeras bombeadas de agua arrojan un líquido frío y cargado de vida. Me lavo a consciencia mojando mi rostro, el pelo, la barba, inclusive mis axilas. Siento frío, pero a la vez siento a la vida recorrerme las venas. Tras secarme observo las sierras que recortan el horizonte. Ya es otoño, me digo. Y sí, el otoño comienza a hacerse presente pintando de a poco las hojas, recargando de humedad al viento, tiñendo los cielos de grises, apaciguando el ir y venir de los animales. Es la bandera de aviso que indica la próxima llegada de un invierno que aparentemente será cruel, y silencioso.
Sentado a la mesa, tomo mate. Miro al perro a los ojos y el animal mueve su cola. De algún modo, en ese diálogo primitivo entre humanos y perros, hay una camaradería de grandes amigos. Él lo sabe, yo lo sé. Nos sorprende el sol posándose sobre las sierras e inundando la cocina de luz anaranjada. Ambos nos quedamos mirándolo. En ese momento pienso en cuánta cuerda me hubiera gustado darle a tú corazón ajetreado, cansado, disminuido. Juro que haría eso cada día de mi vida si me fuera posible, pero no, no pude. Por más que ahora estire las manos y con ellas quiera atrapar imágenes en mi memoria siento que el intento es en vano. La muerte te ha llevado y me ha dejado la soledad en tú reemplazo.
La tristeza no es por tú ausencia, es por lo insignificante que siento mi vida al no compartirla contigo. Creeme, si me estás escuchando hazle caso a mis pensamientos, después de todo ellos son los que dicen la verdad de cómo me siento, ellos son los que filtran todo lo que mi corazón se permite sentir y lo que el dolor le transmite. El perro coloca su hocico sobre mis pies. Acaricio su cabeza, le hablo. Al mover su cola pienso fugazmente que sabe de mi dolor, que escucha mis pensamientos ¿Por qué no? Tal vez el animal tenga esa percepción que otros humanos no tienen. Tal vez te perciba a ti, y en eso sí que lo envidiaría y odiaría. Continúo acariciando su cabeza y ambos nos miramos a los ojos. Ojos de perro azul, así, como lo describiría García Márquez.
Salgo a la galería y riego tus plantas. Parecen no echarte de menos, es que hago bien el trabajo que me enseñaste: les remuevo la tierra, las abono con el regalo de las vacas, las riego respetando sus tiempos, las roto al sol para que la dosis sea justa y no dañe sus hojas. Se han acostumbrado a mí. Puedo percibirlo. Pero hay momentos, cuando estiro la mano y tomo una maceta, que me parece ver tú mano blanca, con motas propias de la edad, con tus uñas cortas y arregladas, tomándola con cariño y acercándola a tú pecho. Es ahí, justo en ese momento, que me quiebro. Una punzada me recorre de cabeza a pies pasando por todo el eje de mi cuerpo, y como si de una lágrima de sirena se tratase, mis mejillas se inundan de bronca y dolor, pero no de compasión. La impotencia de no poder traerte de nuevo, de no poder tocar tus pequeñas manos, de jamás volverte a mirar a los ojos.
El otoño ya se instaló. Con él llegan los días cargados de humedad, los vientos que juegan con la hojarasca, la desaparición del trino de muchos pájaros, y amarillareá mi corazón. Te prometo cuidar de tus plantas. Envolveré a las que lo necesiten, cortaré las hojas caducas de las que lo requieran. Si algo me olvido la soledad me lo hará recordar en las tantas horas que compartiremos. Quiero que te quedes tranquila, habrá muchos otros otoños sin ti y aún así, siempre estarás aquí, en el mar muerto que has dejado, en esta isla que estoy habitando, en éste micromundo que se ha construido.

Tomado del blog Las colecciones de Literato

Acerca del autor:
Miguel Aguilera

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