domingo, 2 de septiembre de 2012

Las flores del tiempo de la lluvia - Daniel Frini


Kan Imix Che, hijo de hijos de la nobleza Tutul Xiu y sacerdote que escribe pintando; alisa el amate sobre la piedra con el filo de la misma mano que sostiene el pincel, que moja en los cuencos con tintas negras como la noche, rojas de un rojo intenso, azules maravillosos, verdes y amarillos extraordinarios. Con una infinita dulzura dibuja los glifos que conforman la poesía que, hace días, escribe para la hermosa Yatziri, su flor de rocío, su doncella de luna, tocada de eternidad:

Aún cuando se marchiten
no morirán mis flores.

Piensa en ella y se iluminan sus ojos, y agradece a la diosa luna y al dios del cielo, y le promete a la Mujer Arco Iris dejar el libro en el templo de Ticul, para que los Hombres Sabios lo guarden en secreto de los hombres pálidos que vinieron con el sol, caminando sobre las grandes aguas.

Irán a visitar la casa
del ave de plumas de oro.

Kan Imix Che sabe que la mujer que ama y lo ama leerá su obra en el Templo Oculto y la sonrisa clara del rostro que lo deslumbra le llegará, llenándolo de alegría.

Se embriagarán
y volverán a nuestras manos.

Sabe que debería escribir sobre la grandeza de los dioses del Ma'ya'ab; guardar, para los que vendrán, las relaciones de los hechos de los gobernates de su tiempo; registrar la malicia de los hombres pálidos, la muerte y el dolor de los suyos.

Las flores del tiempo de la lluvia,
fragantes flores,

Pero, de manera clara entiende que la mejor manera de hablar de su tiempo y de su gente; que la mejor forma de homenajear a los dioses; que el mejor testimonio de su época que puede dejar escrito es éste poema inspirado por Yatziri, la querida de Ix Chel, Señora del Amor; su flecha radiante, su princesa.

abrirán sus corolas
donde anida el ave que te nombra.

Hoy es doce de julio del año del Señor de mil quinientos sesenta y dos, y en Maní arde la hoguera en la que se quema todo registro de la cultura maya; en el Auto de Fe con el que concluye el proceso de inquisición que inició Fray Diego de Landa. «Hallámosles gran número de libros de estas sus letras, y porque no tenían cosa en que no hubiese superstición y falsedades del demonio, se los quemamos todos, lo cual sentían a maravilla y les daba pena», dijo el franciscano; mientras los hombres del Alcalde Mayor escarmientan a los señores de Pencuyut, Tekit, Tikunché, Hunacté, Maní, Tekax y Oxkutzcab, por su reticencia a abrazar la nueva fe y a olvidar a sus dioses paganos.

Que te pongan los collares
de flores del amor fragante.

Hoy es el mismo día que también es diez Etz’nab Tzolkin, dieciséis Kumk’u Haab y Kan Imix Che está sentado, inmóvil junto a quienes observan la hoguera. La expresión de su rostro es indefinible y es la última muralla de orgullo que puede imponer a los extranjeros. Aguanta, sin pestañear —ninguno de ellos lo hace― los lengüetazos de fuego que le acarician la cara a pesar de la distancia que lo separa del centro de la plaza y la pira en la que arden toneladas de libros, figuras de los Señores del cielo, altares, estelas y vasijas. No puede respirar y algo como un puñal le atraviesa la garganta y lucha por no estallar en llanto. Sabe que del otro lado, hoguera de por medio, está Yatziri. No se anima a buscarla con la mirada, de pura vergüenza.

Sólo con nuestras flores
nos alegramos.

El poema está allí y se consume. Los pigmentos de las tintas colorean las llamas; y el humo se pierde en la dirección en que vinieron los hombres que ahora están borrando la memoria del Yucatán.

Sólo con nuestro canto
muere nuestra tristeza.
Mi esposa. Mi mujer amada

Kan Imix Che sabe que nadie nunca sabrá de ese amor que él creyó símbolo de su cultura y expresión de su historia y de sus dioses y que él morirá, que Yatziri morirá, que no habrá hijos e hijos de hijos que lo recuerden; que, de alguna manera, él y su esposa y su gente están muriendo en esa hoguera. Las llamas distorsionan el último y exquisito glifo del poema. Sus brillantes colores se confunden en un negro de humo que ahora es ceniza y ahora es nada.

Acerca del autor: Daniel Frini

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