jueves, 20 de septiembre de 2012

Emisiones lejanas - Héctor Ranea & Sergio Gaut vel Hartman


—No se aflijan —dijo el otorrinolaringólogo—. Es un tinnitus un poco fuerte. Algo normal en la mayoría de las personas. Tensión nerviosa, mala postura al dormir, por ejemplo; solo eso.
La mujer lo miraba no sin escepticismo. Calixto, su marido, un poco adormilado, asentía sin comprender todo lo que oía.
—Pero, doctor —insinuó la mujer en tono de queja—, yo escucho lo mismo que él.
—Mire, señora Elisa, pueden pasar tres cosas, o bien que usted también tenga tinnitus, cosa que yo diría que es lo más probable, o que usted se sugestione con otro sonido objetivo de los alrededores de su vivienda (recuerde que de noche se escuchan mejor ciertos ruidos lejanos) o que su marido tenga emisión acústica, un fenómeno raro pero bien estudiado. En todo caso, si usted insiste en que también lo escucha, los internaremos a los dos, los estudiaremos y procederemos a tratar este fenómeno.
—Será como usted dice; usted es el doctor —dijo Elisa, dando por terminada la visita.
La pareja se fue de la clínica. Calixto se dejaba llevar porque no dormía desde hacía tres noches, de modo que fueron directo a la casa. De día dormía gracias a los ruidos de la calle. De noche no, pero tampoco podía dormir Elisa. Ella, la fuerte de la familia, no necesitaba más que una leve siesta para estar a tono con sus obligaciones, pero los ruidos que salían de la oreja de su marido no la dejaban descansar en paz.
Apenas habían pasado dos horas de la medianoche cuando Elisa escuchó unas voces salir del cráneo de su marido. Eran voces amables, casi se diría afectuosas. La llamaban, aparentemente, rogándole que se uniera a ellas en la celebración de algo. Pero Elisa no entendía cómo podría unírseles.
Al día siguiente llamó a la clínica. El médico le sugirió que fuera a un neurólogo, porque podía ser epiléptica, cosa que ofendió a Elisa en grado sumo y juró no volver a ver a ese médico.
Esa noche las voces fueron perentorias en su petición. Entonces ella les habló.
—Díganme: ¿cómo podría ir con ustedes?
Se hizo un silencio que el extenuado Calixto aprovechó para dormir. Al rato Elisa despertó con las voces susurrándole otra vez sobre unírseles. Entonces ella hizo la pregunta nuevamente. Y nuevamente se hizo el silencio, esta vez por el resto de la noche.
Al día siguiente Calixto, gracias a las inesperadas suspensiones de su tinnitus, estaba de buen ánimo y hasta quería ir a trabajar, pero Elisa lo convenció de ir a otro especialista.
En el consultorio, y luego de realizarle una serie de exámenes, el médico dio el mismo veredicto que el anterior, pero esta vez Elisa le contó la experiencia con las voces. El médico, sorprendido, solo atinó a recomendar un neurólogo. Aunque por ahí dejó caer el nombre del efecto: emisión acústica.
—Puede que Calixto sufra de este raro síndrome pero de ninguna manera es posible que le hable, Elisa, lo siento pero eso no lo puedo creer. Solo puedo pensar en que usted se ha sugestionado con esta cuestión y en el duermevela cree hablar con esas voces.
—¿Y entonces por qué cree que esas voces se callan cuando les pregunto cómo debo hacer para reunirme con ellas? Calixto que no las escucha pero, como quedan pensativas, al menos puede dormir algo. —Calixto asintió.
El médico farfulló una serie de términos extraños y mencionó la palabra psicólogo, ante la cual, la irascible Elisa decidió irse con su marido y no volver nunca más a ese médico tampoco.
Entonces, en el diario, una noche, antes de ir a dormir, vio el aviso: “Escuchamos tu oído”, decía. Y daba el celular. Era el licenciado Keops, arqueoastrólogo sofitomista ergonoacústico (ASE). Pidieron turno para el primer día que llegara a la ciudad. Y fue a su casa y los encontró cansados ya de responder siempre con la misma pregunta para poder dormir. El ASE les preguntó si antes de escuchar esas voces habían tenido relaciones sexuales traumáticas o si habían tenido deseos de tenerlas al caer una estrella fugaz. Calixto, sonrojándose, dijo que sí. Eso enfureció a Elisa, no tanto porque él hubiera querido tener relaciones con otra, sino porque lo había ocultado con malicia.
Keops los dejó solos un rato.
—Podrías habérmelo dicho —protestó Elisa—. Nos hubiéramos ahorrado todo esto y habrías podido dormir mejor.
—Es que ni me di cuenta al pensarlo —respondió Calixto—. Fue ver la estrella y algo dentro de mí me obligó a pensar en eso, fue contra mi voluntad. Te lo juro.
—¿Entonces ahora estás poblado de esos pensamientos? ¿No los dejas salir?
—Tampoco puedo hacer nada. Es algo inevitable. No tengo idea de cómo los oís, pero nada puedo hacer.
Llamaron al ASE. Quiso escuchar el oído de Calixto y para eso debieron pasar todo el día respirando humos pestilentes que dejaron la ropa impregnada. Finalmente Calixto entró en un trance. Al cabo de unos minutos las voces se hicieron oír, transparentes, feéricas, invitando a ambos a unírseles en esa fiesta. Keops, más acostumbrado que Elisa a escuchar oídos ajenos, le describía los paisajes acústicos que reconstruía de lo que salía de la cabeza de su marido y entendió rápidamente que se trataba de sirenas que navegaban en la perilinfa de la cóclea. Lo que describía era tan subyugante que Elisa sucumbió al encanto del ASE, lo abrazó, se besaron; ya desnudos se recorrieron todos los canales, se metieron uno dentro del oído del otro y al final ambos escucharon las voces menos terrenales que jamás hubieran escuchado. Dejaron a Calixto seguir durmiendo mientras practicaron el exorcismo de sirenas durante varios días, al cabo de los cuales Calixto despertó con una sonrisa extraña y encontró a Elisa con la cara tan iluminada que quiso amarla ahí mismo. Keops, comprensivo, cobró lo acordado, les cerró delicadamente la puerta, tomó el bondi para el próximo pueblo y se llevó las sirenas en sus oídos. Las sumaría a sus voces internas.


Sobre los autores: