sábado, 25 de agosto de 2012

La endorfina – Héctor Ranea


—¿A quién dijo que quería ver? No lo sigo. A ver, ponga el traductor y repita —me dijo el gaurgal, o por lo menos eso que llamamos gaurgal.
—¿Me da audiencia con el Jefe? —repetí por enésima vez, admiro la paciencia de estos seres, pero les enterraría la linterna hasta la empuñadura si no fuera porque vengo en son de paz.
—¡Ahora sí! ¡Ahora entiendo! ¿Usted quiere con el jefe, cierto? —y puso cara de neurobiólogo a punto de ganar el Nobel.
—Por mí, que sea lo que quiera: jefe, cacique, lonko, capitán, presidente, gobernador, capo, mandamás, jerarca, patriarca, ser supremo, lo que quieras, che.
El gaurgal me miró como sólo suelen hacerlo ellos, como vaca que se siente entorpecida en su camino hacia el pasto más tierno las mañanas de verano en que quiere comer temprano para descansar durante la hora de calor y resulta que alguien trata de llevarla por otro camino. E hizo lo que hacen los gaurgal, abrió su boca y el aliento me tiró bastante fuera de su camino. Sin sutilezas.
—Voy a buscar al jefe.
Cuando llegó el jefe, no pude evitar sonreír. Tenía un birrete con visera corta que le quedaba ancho y se le caía por el costado, con cara de dormido y tartamudeaba del cansancio por venir siguiendo al gaurgal.
—¿Qué quiere? No me va a venir a proponer a esta hora un tratado de paz, ¿no?
—En realidad, no es un asunto formal. Venía con un cargamento para usted. Podemos hacer negocios.
—¿Negocios? —le brillaron los siete ojos y el ano seudopodial—. ¿Qué trae?
—Chocolate. Pruebe. —Y les di a cada uno una caja de buen chocolate venezolano.
—¡Carajo, que bueno que está esto!
—¡Y la de endorfinas que genera! —comenté exultante.
El gaurgal se encendió con tanta endorfina y quería violar al jefe así que empezaron a correrse por todo el brulerete, la nave que los traía. La verdad, no me esperaba esta reacción, así que, por las dudas, hice mutis, con lo distraídos que estaban todos con la persecución.
En nuestro planeta ahora soy un héroe, porque con los chocolates que les mandamos mantenemos a los invasores tan endorfinizados que pocas ganas les queda para la guerra y las nuevas generaciones ya son como nosotros, adictos al chocolate venezolano.

Sobre el autor: Héctor Ranea

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