martes, 12 de junio de 2012

Ensayo sobre la fatuidad - Carlos Enrique Saldívar


Jazmín despertó y hasta ese momento todo iba bien. Se estiró, bajó de la cama y entró al baño a lavarse. Miró por los corredores de su casa.
No había nadie.
Se miró en el espejo. La imagen le devolvió su propio rostro desgreñado de doce años. Solía contemplarse a cada rato y por largos periodos de tiempo. Su abuela le había dicho:
«Cuidado, cuando una chiquilla se observa demasiado termina siendo absorbida por su propia vanidad».
«La abuela tiene ideas locas, por eso está en un asilo», pensó.
Se duchó. Se cambió. El reloj señalaba las 7 y 35 a.m., desayunaría rápidamente e iría al colegio. Llegaría caminando en cinco minutos. Llamó a su padre y a su madre.
No contestaron.
Se inquietó. Revisó en la alcoba del segundo piso, al otro extremo de la suya. La cama estaba tendida.
Ellos no estaban.
Buscó por toda la casa… Nada. No había ningún mensaje. «Tal vez uno de los dos se ha puesto mal y fueron al hospital». Jazmín miró por la ventana. El coche se encontraba ahí. «Quizá han ido a comprar el desayuno a la esquina». No obstante, los alimentos estaban en la mesa de la cocina. No servidos, pero había pan, leche, huevos y café.
«¿Qué está pasando?»
Algo no andaba bien, volvió a escrutar por la ventana. No había gente en la calle. No estaba el vecino de enfrente cortando el pasto de su jardín como de costumbre. No había perros, ni gatos. Ninguna paloma pasó volando entre los árboles del parque contiguo a su casa. Se lamentó por ser hija única, no había alguien en toda la vivienda que pudiese brindarle una respuesta. Cuando el reloj marcó 8 y 50 a.m. partió a la escuela.
Se percató de que no había gente en la calle. El colegio se hallaba cerrado. «Qué extraño». Ni un solo transeúnte en las avenidas. Ninguna tienda abierta.
Nadie.
Se asustó, volvió corriendo a su hogar, abrió con su llave y gritó los nombres de su padre y de su madre con todas sus fuerzas.
No respondieron.
Chilló por varias horas.
Pasó la tarde con una gran depresión. Estaba agotada y se quedó dormida. Su tristeza le duró varios días, aminoró el dolor con largas siestas que la condujeron por inhóspitos lugares; en todos estos había seres humanos. Al despertar, se daba cuenta de la cruel realidad: estaba sola y nunca volvería al mundo de las personas. Pensó en el suicidio varias veces, pero el miedo al dolor físico le impidió realizar tal acto. Iba al mercado a diario y cogía comida de los puestos, sorprendentemente ésta nunca se pudría. Al parecer, aquel extraño mundo no tenía animales vivos. Pero sí había carnes comestibles. Sobreviviría. Esperaba retornar pronto al mundo real. Sin embargo, pasaron las semanas, y los meses.

Un día, mientras se contemplaba en el espejo, creyó oír un levísimo sonido proveniente del extremo opuesto. Se puso histérica, cogió el vitral, le dio la vuelta, lo sacudió… y nada ocurrió.
Lloró más que nunca.

Del otro lado:
—No te preocupes, amor, la encontraremos… tranquila.
El hombre sostenía a su esposa de un hombro. Ella posaba su mirada en el espejo, insistiendo en que había oído algo.
«Puede que haya sido mi propio llanto», dijo luego la mujer.

Lima, mayo de 2011

Acerca del autor:
Carlos Enrique Saldivar

No hay comentarios.: