jueves, 14 de junio de 2012

En busca del ámbar báltico – Héctor Ranea & Sergio Gaut vel Hartman


El rudo trashumante estonio humeaba, estólido, de tanto permanecer observando a un supuesto vikingo con cara de calamar que ahumaba sabrosas ostras del Báltico, entre otras cosas. Pero harto de su propio hartazgo y con ánimo de incorporar algo de hidromiel a su cuerpo, abandonó al vikingo sin saludar siquiera y entró a un modesto bar de la costa, donde empezó su faena incorporando un vaso para terminar dando cuenta de una garrafa de tres litros en menos de media hora.
—¡Ja! ¡Me encanta tener poder! —vociferó—. ¡Disfruto del poder! —insistió—. ¡Los amenazo a todos con una palabra! —Nadie le hizo caso. Estaban cansados de los oportunistas que llegaban a la costa con la intención de convertirse en vikingos para obtener la inimputabilidad escandinava. Era el caso de este estonio mal entrazado que siguió con sus amenazas retóricas—: Tengo gente a cenar.
La gente del bar se sobresaltó tímidamente, pero hubo quien se animó a contestarle.
—Diga, don Estonio, ¿y cómo los prepara? ¿A la Greenaway?
—Depende —dijo el interrogado—. Sobre todo depende del ostracismo.
—Me parece que usted se refiere a las ostras —intercaló el mesero sueco, que secretamente aspiraba a ser zapatilla.
—No. Dije bien. Ostracismo. Si el tipo viene a cenar sin compañía, más solo que un berberecho o pelado como sepia o peludo y con barba de coco, se denomina ostracismo.
—No conozco Cocos, don Estonio. ¿Se refiere a la isla de Cocos?
—No. Me refiero a los cocos de los cocoteros —conjeturó el presunto antropófago—, pero sólo podría confirmarlo preguntándole a un zueco.
—¿Por qué habla con faltas de ortografía?
—Tengo mis motivos. Y los expongo. No lo hago sólo porque nací en Estonia sino porque me consta que la mayoría de los suecos desea ser zueco, ya que eso los acerca más al sol de España.
—Usted sólo conoce suecos de pacotilla, le diré. Ahí tiene; yo mismo, señor, soy sueco y me importa un rábano…
—¿Rábano picante? Mire que hay muchas variedades. Los judíos lo mezclan con remolacha y hacen jrein. ¿Lo conoce? Pica tanto como el chile. Y no me extiendo porque Chile viene extendido de fábrica.
—¿Puede ser mas específico?
—¡Por supuesto! Algunas variedades no se pueden combinar con el eneldo. Se lo digo para ahorrarle dolores de cabeza.
—¿Para el dolor de cabeza me recomienda rábano picante?
—Cada uno hace con su dolor de cabeza la que le cueste menos, mesero. Pero la lengua le queda como para no pensar en el resto del cuerpo. Funciona por empatía, le digo y le comento: eso de la sinergia, créame, es puro cuento.
—Y con un cuento —filosofó el mesero— no se llena un libro, ni ahí, acepto.
Se hizo un silencio en el que sólo podían escucharse las sirenas del Báltico, que aullaban como naves perdidas como lobos esteparios a la fuerza, de esos que trotan paralelos a los renos, alhajados como contratenores de teatros palurdos en medio a mares calmos como cachubos.
—Arvejas, lo que se dice arvejas —injertó un borracho.
—Dicen —respondió el estonio sin inmutarse— que eso fue lo último que dijo el primer rey de los cristales de tierras raras en Aralsk, que no era primo del Condestable Mayor de los buratios.
—Conozco ese lugar —dijo un extranjero hasta entonces silencioso; tenía el especto de un KGB cesanteado—; es donde un músico escuchó melodías conmovedoras en un fonógrafo a pedal de camello y no supo que las había escrito él mismo hasta que se lo contaron despacito para no producirle una incineración espontánea.
En medio de la pausa que siguió, se oyó clarito una sirena clamando con toda su voz:
—¡Ya que estoy en pelotas y nadie viene a mirarme, alguien podría alcanzarme una campera, que acá hace frío, carajo! ¡Esto no es el Egeo, mecachendié! —Acto seguido una voz tonante le espetó:
—¡Te dije que si querías ámbar te tenías que pelar el traste! Esto no es Costa Rica, donde te comen los mosquitos aunque cueste algo más que un ojo de la cara.
—¡Me está costando un ojo de otro lado! —gritó la princesa sirena.
Ante tales expresiones, el sueco mesero dejó caer la mandíbula inferior (la otra no se mueve) denotando más que sorpresa, espanto.
El estonio, en cambio, consumida su hidromiel, se fue a dormir la mona que lo acompañaba desde sus incursiones bélicas por el Amazonas salvaje. En eso estaba cuando el mesero se le acercó, le puso una mano en el hombro y le dijo al oído:
—Problema, lo que se dice problema, es lo que sigue; trate de saltar un baobab, maestro.
—Dadme una galocha adecuada y marcharé sobre el baobab sin mojarme los timbos —respondió el estonio.
—¡Ay! ¡A cuántos le dirá lo mismo!
—No. No es difícil asaltar baobabs. Hay que tener la precaución de extraerles la vesícula, purgarlos y mojarlos bien en manteca de cerdo. Después les apunta con una Magnum 508 y listo.
—¿En manteca de leche de cerdo? ¿Cómo alzan las manos? ¿Se cagan encima?
—La misma que viste y calza; la manteca, claro. Siempre que no sea una sirena, obvio.
La mentada, entretanto, parió una lata de anchoas, pero no pudo saber qué color de ojos tenían los filetes porque no había traído el abrelatas.
—Me parece que usted se está burlando de mí —dijo el mesero.
—Sí, ¿no? Eso parece. ¿Se acuerda que le dije que tenía gente a cenar?
—¡Sí! —Los ojos del mesero se iluminaron como si en su cabeza se hubiera alojado el reflector del faro del cabo Finisterre—. ¿Me va a invitar?
—¡Hombre! Ya que no comprende las indirectas, o es sordo como una tapia (me refiero en particular a la solterona Indalecia Tapia) se lo digo de nuevo y sin rodeos: como dijo acá el señor, a la Greenaway.
—Ah, qué bueno. Lo que pasa es que voy poco al campo; vivo encerrado en este lugar de mierda, ¿comprende?
—Comprendo.


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