martes, 12 de junio de 2012

El aroma de la vida - Christian Lisboa


Con cariño al maestro.
“¿Sabes qué son las buhardillas? Son máquinas del tiempo”.

La señora Finch se puso su más bello vestido artesanal, copia de un sari en seda sintética guardado durante cincuenta años en el fondo del armario, desde los tiempos en que participó del movimiento hippie. Suspiró al mirarse en el espejo. No está mal para mis setenta y pico años, se dijo. Luego, se dirigió al cuarto habilitado como estudio y entró sin golpear.
El señor Finch la miró sorprendido. ¿Por qué entras sin avisar? le preguntó.
—Porque la situación lo amerita, querido respondió ella sonriendo.
—¿Qué es tan importante? dijo él? Luego se la quedó mirando incrédulo y le preguntó: ¿por qué vistes así?
—¿No te gusta? dijo ella sonriendo y dando una vuelta por la habitación.
—Es ridículo. Parece que fueras a una fiesta de disfraces. Esas ropas se usaban hace medio siglo.
La señora Finch no le respondió, pero un par de lágrimas asomaron a sus ojos cuando salía de la habitación. Su esposo la miró y quiso disculparse, pero Cora ya abría la puerta de calle. Sin darse vuelta a mirarle, ella dijo una frase que quedó flotando en la sala con vibrantes ecos:
—¿Vienes? Esta es tu última oportunidad.
El señor Finch caminó tras ella a paso rápido, pero Cora parecía tener alas en los pies. Él nunca imaginó que su esposa pudiera tener el estado físico para moverse con esa agilidad. Tras varias cuadras a gran ritmo, con el corazón acelerado y la respiración entrecortada, la vio a una cuadra de distancia (su vestido de colores era inconfundible) cuando ingresaba en la estación de ferrocarriles.
Mientras la buscaba entre el gentío, el tren entró en la estación sin disminuir velocidad. El señor Finch pensó que sería imposible que se detuviese, sin embargo, al llegar frente al andén, la máquina frenó de golpe pero silenciosamente, como lo hacen los elevadores modernos. Un funcionario descendió y dijo en alta voz: “Pasajeros a Xanadú”. Su uniforme impecable parecía sacado de una fotografía de cien años atrás, en tono sepia. El señor Finch no se decidía a subir, hasta que vio a su esposa ya encaramada en la escala metálica, haciéndole señas. Trepó tras ella, pero no llegó a alcanzarla. La mujer parecía una chiquilla avanzando entre la gente, casi corriendo, pasando de un carro a otro. Las puertas se cerraron, el tren abandonó la estación, y el señor Finch debió contentarse con ocupar cualquier asiento y esperar a que el tren se detuviese para encontrarse con su mujer.
En cuanto el ferrocarril se puso en marcha todos los pasajeros se pegaron a las ventanas, pues en lugar de los conocidos barrios pobres de los suburbios, atravesaban campos cultivados, entre bosques y lagunas. El sol se asomaba entre las nubes como al término de la lluvia. En pocos minutos y como por arte de magia se habían alejado del caos de la ciudad, del smog y el frío. Un agradable aire tibio entraba por las ventanas. A lo lejos se divisaba un arco iris que aumentaba de tamaño, pues se acercaban rápidamente a uno de sus extremos.
Después de un tiempo indefinido a través de los paisajes más hermosos que hubiese visto, el señor Finch se alegró de comprobar que llegaba al final del viaje. Todos los viajeros comenzaron a prepararse para el descenso, sacando sus equipajes de los estantes y acercándose ansiosos a las puertas. Un letrero de madera con la palabra “XANADU” indicaba el nombre de la estación. Guillermo Finch recordó que ese era el nombre de una canción que interpretaba una famosa rubia cantante pop de los años ochenta.
Bajó del vagón buscando a su esposa entre la multitud y creyó verla entre un grupo de mujeres y niños comiendo frutas en medio de una pérgola, pero al llegar allí ella no estaba. Creyó distinguirla entre la gente que bailaba alrededor de una banda de músicos, pero no era ella, o ya se había marchado. La vio chapoteando en el lago, entre otros bañistas desnudos, pero no la encontró al llegar a la orilla. Miró hacia el pequeño bosque en el confín del parque y nuevamente creyó ver su figura grácil, con el vestido que le traía recuerdos imprecisos. Mientras se dirigía hacia allí, se sintió de pronto liviano y ágil, su mente se aclaró y comenzó a recordar.
En primer lugar, se dio cuenta con preocupación de que no había traído equipaje. No había preparado este viaje, como parecían haberlo hecho la mayoría de los otros pasajeros, cargados de bultos y maletas. Estaba vestido con ropa de andar en casa, no tenía sus pantalones y zapatos y camisa apropiados para ir de excursión. Tampoco su traje de baño (para qué iba a traerlo, si al salir de casa el cielo estaba nublado, a punto de llover, y hacía un frío que le obligó a cubrirse con una gruesa chaqueta). Pero lo más importante, lo que causó que su caminar fuese cada vez más lento, lo que humedeció sus ojos mientras se repetía que quizá nunca volvería a la seguridad de su casa, el recuerdo que se abría paso en su mente en busca de una explicación, era de un año antes, o poco menos, pues entonces era primavera, al menos había muchas flores en todas partes. Recordaba el funeral de su querida Cora, y la promesa que le hizo de volver a verla.

Acerca del autor:
Christian Lisboa

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