martes, 15 de mayo de 2012

Nada se salva – Héctor Ranea


—¡A esa vaca, gustoso la ordeño yo! —grito Teméntibus con su vozarrón de tanques de aceite cayendo.
—¡Pero usted es manco, afloje! —le contestó el rabino Calixto Collado, el único en el pueblo que podía usar los signos de exclamación con Teméntibus—. ¿No se lo dijo la María el martes a la madrugada?
Eso lo paró al gritón como la salmuera en los huevos del esturión.
—¿Qué le pasó, amigo? —le dijo a Calixto, ni lerdo ni perezoso, el dependiente del lechero, que ese día manejaba una de las calesas con los bidones de leche. Calixto se había quedado pensando en el parate del cabrón de Teméntibus—. ¿Se olvidó de decirle, acaso, que la ubre de Agustina le da el pasmo cuando la ordeñan con la mano de fierro? ¡Dígale que vienen de la montaña la Agustina y el resto de la tropa! Son vacas sensibles, si hasta la Tercerita es núbil todavía, rabí Calixto ¡por favor!
Pero para Calixto había algo raro en la actitud de Teméntibus. Notó que se tiraba a la retranca y se iba del tambo sin protestar ni nada.
—Me voy; si no me quieren, me voy. —Con estas palabras intentó arreglar su huída, pero sólo la hizo más evidente ante los ojos de Calixto.
Éste pensó: “¡No va que me malicio que este me la reventó a la María!”. Estaba que explotaba el hebreo, dueño de siete hectáreas de tierras de labrar, el tambito de cinco vacas, dos caballitos de lomo bastante combado ya, y padre adoptivo de María. “Voy a tener que pelear contra el insensible, mendaz, prepotente, déspota, abusador, dictadorzuelo del pueblito” —pensó Calixto furibundo pero pragmático, así que no se le abalanzó como quien tira una cuchilla al aire para cortarle el gañote. En eso estaba cuando la Agustina, como si estuviera en medio de un aguacero, comenzó a mugir como si le quemaran las pezuñas con una bolsa de polvo cáustico alcalino para destapar los caños de las bombas de leche; el Teméntibus se quedó en el molde, como purrete al que lo descubrieron robándose helados. En dos segundos, Calixto armó el plan maestro de su venganza; en la cúspide de su ira, logró encontrar la forma exacta de las acciones para lograrla sin poner en riesgo su vida y, cuando mucho, tomar la de ese holgazán urbano que vino al campo a pasar las vacaciones y sólo demostró ser más inútil que carámbano en un plato de sopa. Sólo tenía que darse vuelta, soltar a la Agustina —fingiendo un tropezón— que, con las tetas como las tenía después del ordeñe forzado por el violador de Teméntibus, se abalanzaría sobre el zopilote humano y lo dejaría hecho papilla inservible. ¡Qué se creía este citadino, que las vacas no tienen memoria? Vas a ver, pensó Calixto, citadino cruel, mientras giraba para realizar lo planeado pero, justo en ese momento, María se le acercó, intuyendo la bronca de su padre y le dijo:
—¡No se desgracie, Calixto! El Timéntibus, vino con una mano menos, pero cuando el martes de madrugada se me acercó para mostrarme su estúpido atributo, no calculó lo que pueden las manos de una ordeñadora. Y se quedó manco de otra parte.
Todo esto dijo la María en un abrir y cerrar de ojos, aunque parezca mentira. La sonrisa de satisfacción de Calixto amansó a la vaca, quien se puso a mugir en Sol, para preparar el coro Bach de terneras que ensayaría esa tarde.

Acerca del autor

No hay comentarios.: