jueves, 17 de mayo de 2012

La silla – Héctor Ranea


Con su cara manchada como un plátano maduro, Felisberto Lachurri se balanceaba orondo en la silla del bar a la mesa que tenía marcada como propia.
Se balanceaba pensando en la novia más hermosa de todas las que había tenido, Malvasia, la romana. Y por supuesto, en el balanceo también iba el penoso olvido para la más buena de todas, Rudecinda Alvariño, venida desde el interior y rechazada por Felisberto.
Malvasia había llenado sus días con belleza. Es que tenía los ojos más aptos para ser bella. Y Felisberto se mecía en la silla, la mesa se alejaba, se acercaba. Mientras, apoyados sobre la tabla con la placa de bronce con su nombre, el café se enfriaba y la ginebra helada se calentaba.
El hombre comenzó a mesarse la barba con una mano, haciendo gala de gran equilibrio inconsciente, porque mientras eso hacía, pensaba en el pelo de su amada perdida. Y, como siempre que recordaba a Malvasia, sonreía por algún secreto que por ahora escondía.
Mientras repasaba el torso monumental de aquella novia pasada, la memoria sobre la otra (él creía) se desleía. Y entonces bajaba del torso a la madriguera de todos los deseos, al ámbito de su mejor caricia, al teatro de las mejores resonancias del amor. Ese lugar deseado al que hubiera acudido gozoso de no ser porque Malvasia le puso fin a la relación antes de que él pudiera intentarlo.
En ese preciso instante la memoria de Rudecinda acudió a la cabeza de aquel hombre, forrado como una banana madura, lleno de las manchas que la vejez inapelable nos regala y por un instante que sellaría toda su vida, Felisberto se hamacó más de la cuenta.
La silla resbaló antes de que él pudiera dar un inicio al grito. Y en ese giro predecible, la mente de Felisberto viajó desde un lejano pueblo del interior al que ya ni el nombre le sabía, pasó por las redacciones de todos los periódicos y diarios en los que trabajó, por varias mujeres cuyos besos creyó haber olvidado hasta que en el último milímetro antes de estrellar su cráneo contra la mesa contigua, la mano de Rudecinda, grande, fuerte, lo soliviantó piadosamente y lo ubicó de nuevo frente al café.
—¡Hombre, Rudecinda, gracias! No sé si zafaba de esta.
—¡Zopenco tú eres, Felisberto! Menos mal que todavía conservo mi fuerza que si no...
—¿Puedes creer que había olvidado lo fuerte que eres? —dijo el hombre aliviándose del susto, pálido como la nata en la leche.
En su fuero íntimo pensaba en su fortuna por no haber olvidado del todo a Rudecinda y, cuando ella se marchó, cómo la había extrañado. Pero ella retornó, compró el bar y hasta le dejó mudar la mesa y la silla para tener su lugar al Sol, con tal de verle. Y en eso estaban, deste muchos años ya.
Mirándole la espalda a Rudecinda, Felisberto pensó: “¿Y si le decía?” Entonces la llamó:
—Oye, Rude. Ven.
—¡Me hace gracia cómo quieres imitar a los españoles! No te sale, Felisberto. No lo sigas intentando.
—No quería hablarte sobre mi acento o mis modismos. Siéntate, por favor.
Rudecinda aceptó, secándose las manos en el delantal del servicio.
—Rude. Tú y yo...
—¡Basta, Felisberto! Que te haya salvado la crisma no quiere decir nada. Lo nuestro fue hace tanto que casi ni yo lo creo.
Felisberto, con su cara picada de manchas como una banana a punto de caramelo, comenzó a balancearse mesándose las barbas, tratando de recordar a Rudecinda cuando se amaban. Recordó que era una giganta y que era buena y en eso estaba cuando la silla se quebró. Y esta vez Rudecinda no llegó a tiempo. Felisberto no tuvo tiempo de agonizar, tanto que había esperado ese momento.

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Héctor Ranea

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