viernes, 25 de mayo de 2012

La palabra - Silvia Braun

La palabra

Cuando le quedaron sólo los gestos, se tiñó el pelo de verde.
Un día amaneció sin manos. En su lugar dos enormes muñones enrojecidos señalaban las cosas.
Ella pensó que había llegado la hora del silencio definitivo.
Y lloró.
Fue hasta el espejo que siempre le revelaba la historia, pero estaba empañado pese al aire fresco que entraba por las ventanas cerradas.
Las abrió y el aire se fue en forma de paloma.
Le alcanzó a ver el color: era verde. Verde como su pelo, como los ojos, como la piel. Se había teñido desde hacía mucho tiempo, en una laboriosa y lentísima tarea para evitar la penosa impresión de no ser vista.
Soy como soy, había dicho, y nadie la había escuchado. Por eso y por el color del pelo, se pensó que estaba loca.
Nadie salió en su defensa.
Salvo ella misma.
Esgrimió la palabra como única salvación posible, eligió el diálogo y no el monólogo, pero las palabras caían, se estrellaban, descendían por el laberinto de la incomprensión convertidas en minúsculas partículas de choque, se quebraban y se mojaban con su llanto.
Nunca se supo muy bien por cuánto tiempo esgrimió la palabra.
Se cree que fue en la época de la cosecha, porque el pelo, antes de que se lo pintara de verde, se había llenado de hebras blancas, la piel se le había arrugado pero no tanto por el paso del tiempo como por haber permanecido bajo el agua. Destino de pez o de sirena, la verdad, nadie lo supo.
Así anduvo, mitad hembra, mitad escama. Creaba, imaginaba palabras, las pintó, las esculpió y las escribió, las habló, las contó y el milagro de ser entendida nunca llegó.
Muerta de pena las tiró al mar y vio como el agua las llevaba, y entonces emitió por única vez un alarido desgarrador.
Quiso recuperarlas para volverlas a esgrimir, pero el mar en su destino de agua se las había llevado para siempre.
Fue entonces cuando pensó en los gestos. Podían muy bien llenar el vacío de las palabras.
Si antes no habían podido escucharla, ahora ni siquiera la miraban.
Quiso arrancarse los ojos para no ver lo que le pasaba.
Fue cuando se tiñó de verde. Seguro, ahora sí la mirarían, sería por el color pero tal vez pudieran ver sus ademanes de mujer nacida para la ternura.
Caminó descalza, envuelta en su túnica blanca, los pies se le hicieron dos enormes grietas de cansancio, los ojos eran dos súplicas sin retorno.
Fue en un amanecer.
Con un pájaro muerto en la boca para ahogar lo único que le quedaba que era el grito, tomó una rama y se cortó las manos. Con las plumas cerró las heridas y así anduvo con sus muñones hasta que un día volvió al mar para reclamarle las palabras, quería que se las devolviera ahora que se había quedado sin gestos.
La vieron pasar hacia la playa lejana.
Dejaba su rastro de escamas, su perfume de heliotropos.
A medida que se alejaba, la túnica se hacía más y más transparente hasta que al final la vieron desnuda, con el pelo verde hasta la cintura.
Nadie dijo nada.
Al día siguiente la encontraron boca abajo.
En la arena húmeda por el rocío de la noche, los muñones habían escrito la palabra.

Sobre la autora: Silvia Braun

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