sábado, 24 de marzo de 2012

El náufrago secreto – Jorge Luis Borges & J. G Ballard


La vegetación de la isla en la que había naufragado era agreste y exuberante, lo que le permitió a Tyler imaginar un retroceso en el tiempo hacia una era anterior, el precámbrico, tal vez, más violenta y fracturada. Sin embargo, los profundos surcos dejados por los neumáticos de un automóvil lo devolvieron al presente. Eran unas marcas singulares que le permitían afincarse de algún modo en la sustancia fugitiva de los días. Caminó hacia el terraplén pensando que las noches de sus sueños eran hondos y oscuros océanos de olvido en los que podría sumergirse, pero no se hizo demasiadas ilusiones. Por momentos, ansiaba recibir un golpe definitivo, algo que lo redimiera de la inútil tarea de imaginar desastres, reales o inventados. No obstante, cuando llegó a la cima de la colina se vio obligado a contemplar una escena arrancada de una obra teatral arcaica y obscena, y tuvo que admitir que un insospechado rigor castiga a quienes se aventuran y no olvidan.
Recordó un oscuro libro en el que se relataba un episodio similar. Abajo, a los pies de la colina, en lo hondo del valle, se desarrollaba una orgía. Decenas de demonios rojizos y albinos, algunos con alas, otros provistos de los dos sexos, con falos príapicos y senos de estrella hollywoodense, copulaban como en una película pornográfica. La escena invitaba a la locura, evocaba un sanatorio y tranquilizantes de diversos colores. A un kilómetro de allí, el mar seguía cantando su canción de espuma, y el náufrago, debido a una vaga e indeterminada sensación, quería irse, quería volver a la sal, a los restos de su embarcación. Tocó el arma colgada de la pistolera y eso lo hizo sentir un poco más seguro.
Cierto mito nórdico habla de un pequeño Apocalipsis que precederá al gran final. Este antefinal será extraño, una lucha entre facciones de gigantes que hará temblar el puente de los dioses y los cimientos del mundo. Así entendió la escena el náufrago. Así la entendió hasta que unos ojos se toparon con los suyos. Unos ojos del color de la aurora que lo sumieron en un estado de sopor. “Qué cercano el sueño, cómo se entremezcla con la dura realidad” pensó mientras se dormía.
Pero despertó de inmediato, sobresaltado, con la perversa sensación de haber soñado algo que no recordaba. Contempló las huellas de nuevo. No estaba muy seguro de cómo interpretarlas; una de las cosas que había aprendido en sus largos años de existencia era que toda señal encerraba disyuntivas no resueltas: lo que en apariencia podría significar salvación, la mayoría de las veces resultaba lo contrario.
La desconfianza era uno de los atributos que le habían dado más satisfacciones. Llegó hasta el terraplén dando un largo rodeo, ocultándose entre unos manglares rojos, algo que solo había visto en fotografías. Desde allí observó hacia el interior de la isla. Las huellas se prolongaban por un par de kilómetros y notó extrañado que en su recorrido formaban un inusual dibujo en la arena. El sol presentaba a su vez un halo demasiado opaco, con un color rojizo para nada acorde a su posición estelar, más cerca de un mediodía que del amanecer o el atardecer. A pesar del extravagante paisaje y de lo acontecido desde su naufragio, una porción de su mente supo con certeza que no era la primera vez que visitaba ese lugar. Comenzó a soplar el viento y las marcas de los neumáticos empezaron a borrarse. Debía tomar una decisión.
Horas después, seguía sin tomarla. Una absoluta parálisis espiritual lo dominaba. Recordó a los hombres de Odiseo en la isla de los lotófagos, perdidos en la desmemoria. ¿Regresaría él a su Itaca? ¿Y quién sería el prudente capitán homérico que lo rescataría?
Entre las raíces de un mangle, un pequeño lagarto verde cazaba moscas con su lengua pegajosa. Las escamas enjoyadas brillando sobre las oscuras raíces eran las cifras en la ecuación probabilística de geometría existencial en la que se hallaba inmerso.
¿Seguiría las cada vez más difusas marcas de neumáticos o buscaría un punto más alto, una palmera, tal vez, para descifrar el jeroglífico que estas trazaban sobre las arenas rojizas? ¿Cuál era el mensaje que le transmitían las centelleantes escamas del reptil? Bajó por la ladera, decidido a encontrar un refugio para pasar la noche, pero el tabletear de las aspas de un helicóptero lo sacó de esta ensoñación.
Cuando llegó de nuevo al terraplén, la aeronave ya se había ido. Sólo quedaba como prueba de la realidad del helicóptero una caja de madera que, al abrirla, demostró contener provisiones, más de dos docenas de números de la revista Life de la década del 60 y la Edda Menor de Snorri Sturluson.
Mientras saciaba su hambre comiendo con los dedos el contenido de una lata de viandada de los frigoríficos Swift, Tyler trataba de entender por qué se le habían entregado aquellos semanarios de fotoperiodismo y el renombrado tratado de poética islandesa. ¿Acaso debía encontrar una clave en la conjunción de la hendidura de los senos de Elizabeth Taylor, la sonrisa de Jacqueline Kennedy y las sutilezas del verso aliterativo de los kenningars?
Ya eran demasiados misterios, tantos que le molestaban. En un gesto totalmente absurdo, empuñó su pistola, pero desistió al encontrarse envuelto en una miríada de insectos. Dejó el arma y optó por deshacerse de los restos aceitosos de la lata de viandada. ¿Tenía sentido concentrarse en escapar de esa isla? Para eso debía dejar atrás la borrosa memoria de los hechos que rodeaban su llegada. Escapar estaba fuera de discusión ya que, después de todo, recorrer una isla era como dar vueltas dentro de sí mismo, resolviendo una ecuación laberíntica. Absorto en sus pensamientos, tropezó con el dueño de los ojos. El hombre, su rostro —ese que se empeñaba en recordar, para volver a olvidarlo— era el de un anciano de mirada acuosa, pero con algo inquebrantable e inmortal.
Aunque el desconocido le cerraba el paso, Tyler sabía que le quedaban múltiples alternativas: matarlo, que el otro lo matara, ignorarse recíprocamente o salvarse los dos. Fueron sus aficiones metafísicas las que lo libraron del dilema. En algún lugar, entre los restos del naufragio, se encontraba abandonado un libro inacabable, hecho de palabras infinitas, y era posible que esas palabras le sirvieran de guía para deducir el tiempo y el espacio en el que se encontraba.
Sostenido por esa última esperanza, eludió al anciano y continuó su camino. Antes de caer, lo último que Tyler escuchó a sus espaldas fue el sonido del disparo.

Acerca de los autores:
Jorge Luis Borges
J. G. Ballard


Este cuento es un homenaje realizado por varios escritores a la obra de dos de los más formidables creadores del siglo XX.

Acerca de quienes, con el mayor respeto, pergeñaron este apócrifo:

María del Pilar Jorge
Miguel Dorelo
Saurio
Esteban Moscarda
Sergio Gaut vel Hartman

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