viernes, 30 de marzo de 2012

El traductor que quería traducir - Rafael Blanco Vázquez


Había una vez un traductor que quería traducir. Se juntaba con un actor deseoso de actuar, un cantante ávido por cantar y un profesor ansioso por profesar. Formaban un grupo de deprimidos de la vida bastante deprimente de ver. Yo no quería verlos ni en pintura.

Un día llegó un pintor que anhelaba pintar y los pintó a los cuatro. El éxito del cuadro fue inmediato e internacional. El pintor contaba en las entrevistas que había intentado pintar una reunión de seres que sólo pretenden ser lo que ya son. Algún avezado periodista con ínfulas de sabueso le preguntó si no serían más bien unos seres que son antes de ser, a lo que el pintor se encendió su pipa, guardó silencio y no volvió a pintar nunca más.

Yo, por aquel entonces, sólo tenía una ambición: vivir. Pero no fue posible. Me moría por vivir y morí sin haber vivido. Ahora soy un muerto viviente solitario. Nunca tengo hambre y sólo me apetece salir para hablar con mi enterrador, un tipo viejísimo que, según me cuenta, de pronto fue enterrador sin haber sabido nunca que quería serlo. Él sólo sabía que quería ser padre, así que se casó, qué remedio. Su mujer le dio 7 hijos. A día de hoy los ha enterrado a los 8, así que, me asegura, puede considerarse un hombre realizado.

El autor: Rafael Blanco Vázquez

Profetizando – Sergio Gaut vel Harman & Héctor Ranea


En 1937, el arqueólogo uzbeco Garam Masavilov encontró, en el enterratorio de una cueva cercana al Iztaccihuatl, un manuscrito en arameo que databa del siglo IV antes de la era cristiana. La rareza del material hizo que, violando toda ética profesional, Garam lo sustrajera de las autoridades correspondientes y se lo llevara a Islandia, donde continúa estudiándolos aún hoy.
Los islandeses, de hecho, están más que extrañados porque, los pocos que lo recuerdan, aseguran que el uzbeco presenta el mismo aspecto que cuando llegó, en 1942. Y más aún porque, recientemente, el arqueólogo decidió dar a conocer los resultados de sus investigaciones, a sabiendas de que el gobierno de México solicitará su extradición por robo de material arqueológico en concurso ideal.
Lo que ha publicado es terrible, son los signos mayas de la catástrofe global. Las coincidencias, que no son coincidencias, representan la revelación de la trama invisible que ata todas las cosas. Vivimos —escribió Garam— tiempos proféticos y la profecía encontrada en el Popocatepelipsis del manuscrito de Iztaccihuatl, anuncia en el Juanícolo: 17, 123 que el último tren partirá el 21 de diciembre de 2012 rumbo a Aldebarán, créase o reviéntese, súbase o bájese. Las piedras darán frutos y la lechuga repollada será un arma más temible que la bomba de neutrones. Las bailarinas clásicas lucharán en el barro y los fullboxing aprenderán a cortar y coser soleras. Saque sus propias conclusiones y, si la mecánica cuántica ayuda, seremos tantos como posibles decisiones tomemos. El uzbeco agrega que un pedo que se tiren las bailarinas clásicas en el barro llevará a Aldebarán los restos mortales de los viajeros del último tren del 21 del 12 de 2012... A propósito, ¿y si el fin del mundo se produce el 20 del 12 y nos birlan el último polvo o el whisky del final o el mojito postrero?
Por el momento queda la gran duda. Garam, mientras se cumplimentaban los pasos para iniciar la extradición, desapareció rumbo a Groenlandia, donde había descubierto que un volcán, al que llamó Verne, estaba conectado con el Popo. El misterio se cierne sobre nosotros. ¿Será que el pedo de las bailarinas presupone una metáfora para la explosión del volcán de Groenlandia? ¿O será el Popocatepetl quien transportará a los viajeros a salvo de la gran masacre de 2012?
Garam sigue masticando misterio y calla.

Requiescat In Pace - Alejandro Ramírez Giraldo


Les he dicho hasta la saciedad que no me gustan los entierros y mucho menos las ceremonias religiosas. Todos de negro, llorando, recordando al difunto... y otros allí simplemente por obligación o cortesía. Este entierro no es la excepción. No asistiré. Sé perfectamente que es el entierro de mamá, pero eso no cambia el desenlace de la comedia. Mis hermanos han intentado convencerme: es mamá... es la última vez... podrías al menos fingir... la despedida. Nada. Ninguno de esos argumentos me convence. Puede ser cruel mi percepción, pero es mi perspectiva del asunto: una persona que vivió lo que tenía que vivir y falleció (da la casualidad que es mi madre), le organizan una ceremonia religiosa para abrirle las puertas del cielo (da la casualidad que los sacerdotes no saben fingir) y luego inhuman su cadáver en el cementerio (da la casualidad que es un recurso prosaico). Les he pedido el favor que no insistan más, que voy a quedarme en casa leyendo. Porque si voy no haré más que reírme de tanta hipocresía y será peor el espectáculo.

Tomado de: http://cuentominicuento.blogspot.com/

Sobre el autor: Alejandro Ramírez Giraldo

miércoles, 28 de marzo de 2012

Zoila - Raquel Barbieri


Zoila se levanta a las cinco, entra al baño y parada sobre una palangana enlozada,
se hace sus abluciones matutinas con una toallita áspera empapada en agua tibia tirando a calentita, previo enjabonamiento cuidadoso y metódico de su cuerpo entero, como en un ritual. A su lado tiene dos jarras de agua para enjuagarse y una toalla blanca prístina. Así, la sirvienta se dispone a comenzar su día estando limpia y lozana; son para esto las cinco y media, y a esa hora ya está vestida con su uniforme azul lavanda, delantal gris y zapatillas blancas inmaculadas. Se ha peinado con un rodete prolijo y tirante que oculta su hermosa cabellera rojiza que ya deja ver alguna cana o dos, quizás tres pero no más. De su piel y su pelo irradia el aroma a limpio del jabón de lavanda. Ella tiene el olor de la ropa recién planchada y parece recortada de un catálogo.

Zoila cumple. Habla y come poco, lee, no roba, ni piensa siquiera en tomar lo ajeno. Sólo vive para cumplir con su destino de empleada doméstica y sí sueña que es diseñadora de ropa y que las modelos más finas llevan su obra puesta, mientras en algún desfile distinguido, se la menciona y no al pasar, como una diosa de la alta costura: Zoila Leguizamón, nada de prêt-à-porter, no, por favor; la señora dijo que eso es cosa de gente cache sin clase, entonces Zoila diseñará vestidos, faldas, blusas y tapados únicos, a pedido, obras de arte… aunque si además tuviera una sección de prêt-à-porter, su público aumentaría y ella podría vestir con gusto a las clases menos pudientes.

Zoila se levanta todas las santas mañanas a las cinco en punto, y todavía tiene ganas de soñar con un futuro incierto en donde existe una casa de modas que lleva su nombre. Ella sabe que tal vez no lo logre, pero el mero hecho de pensar que es posible, la obliga a dibujar, a pensar y a leer, a tener sus dibujos guardados en el roperito de su cuarto, envueltos en papel de seda azul para que no se pongan amarillentos con el correr de los años. Esto es lo que hace que Zoila tenga ganas de levantarse cada mañana y sus ganas de vivir aumenten.

Mi mamá me mima, mi mamá me ama, el bebé duerme en la cuna, Odila amasa, Isolda alisa, ese oso me mira, mis amigos me dan la mano, el osito come miel y Zoila lava, friega, cose, pule, encera, cocina, plancha, ordena, seca, sueña despierta y se levanta temprano...

Raquel Barbieri

Extraído de Despertar de la Crisálida

Algo así - Pablo Moreiras


Era enero, un cielo gris y húmedo, algunos kilómetros más cerca de la infancia, la lejanía del horizonte cuando se incendia, una metáfora, las calles y olores de una ciudad secreta, sus luces, su silencio, sus voces repetidas por cientos de bocas y lenguas y dientes.
Era tu rostro, algo así como el recuerdo de unos ojos confiados y escondidos tras una taza de café, el aire fresco de cualquier mañana blanca, la respiración ausente de tu cuerpo desnudo y también ausente al otro lado de la cama.
Era el momento en el que escribo con la cabeza en otra parte, en otro tiempo futuro, en un salto al vacío con red de pasado. Es este cigarrillo ardiéndome en los labios, este presente que consumen mis latidos, este saberte cerca al otro lado del teléfono.
Es esta cena de ensalada, esta digestión frugal, esta felicidad en vilo cuando felicidad es algo más que una palabra y es algo así como un misterio, como un enero tan distinto, y un contingente proyecto de futuro.


Tomado de: Se vende poesía


Acerca del autor:

lunes, 26 de marzo de 2012

Dimensión Extraterrestre - Adriana Alarco de Zadra


Desde Marte tratan de comunicarse con los pasajeros de una nave con rutas pre-establecidas. Pero es inútil, nadie contesta. No se atreven a suponer que haya caído en un agujero negro de antimateria espacial o que se haya detenido en algún lugar no previsto en la ruta. Ningún piloto en su sano juicio desobedece las instrucciones de vuelo interplanetario pues sería un plan inconcebible, suicida y sin precedentes.
Mientras buscan a la nave desaparecida con radares, ondas magnéticas y telescopios, a la imperceptible luz de las múltiples lunas, se acerca imperceptible, una nave al planeta. La descubren por el cambio de atmósfera al detenerse sobre la superficie árida y volcánica. Está cubierta por una capa de materia volátil que la ha envuelto en el espacio durante su trayectoria. Viaja imperceptible y rebosante de inusitado movimiento: en su interior se enroscan, fecundan y se multiplican voraces larvas, orugas y gusanos.
Como una amenaza volante en un artefacto que se ha detenido sin guía y sin mando, organismos desconocidos se alimentan de material orgánico e inorgánico para luego transformarse en monstruosos escarabajos devoradores de todo lo que encuentran, aún si es materia proveniente del vacío de una dimensión extraterrestre. Bajo el ojo aterrorizado detrás del telescopio, la nave pronto desaparecerá engullida por las feroces mandíbulas. Luego, cuando no quede más de qué alimentarse, se devorarán entre ellos si antes no descubren desde lejos la base aérea con sus ocupantes que siguen su proceso a través de lentes increíblemente potentes.

Sobrevivientes – María del Pilar Jorge


Al principio, el temporal fue tomado por un evento meteorológico más, se recurrió a las medidas de rutina y tratamos de retornar a la normalidad. Pero solo había sido el primer anuncio: cuarenta y ocho horas después el tornado azotó la ciudad. Cientos de vidrios estallaron, cayeron árboles y, cuando nos quisimos dar cuenta, estábamos contando muertos. Los equipos de rescate no se daban abasto para auxiliar a los sobrevivientes.
La reparación de los daños se convirtió en una tarea lenta e ingrata: hubo personas que pudieron albergarse con familiares o amigos, en los barrios suburbanos o en los poblados vecinos. Pero muchos se resistían a abandonar sus semiderruidas moradas, a pesar de la insistencia por parte de la gente de Defensa Civil en que buscaran lugares más seguros. En medio de esa desorganización, toda la camada de gente que había quedado sin vivienda vagaba por las calles, eran cientos de individuos desorientados y en estado de shock.
La tercera vez el peligro no vino del cielo. Cuando la tierra tembló, el caos fue completo: lo que nos afectaba era un terremoto que tenía su epicentro en el río. Los pulsos se repetían a espacios irregulares y duraban entre 59 y 90 segundos; la intensidad crecía y decrecía desde el 6.1 hasta el 7 en la escala de Richter.
El saberlo fue suficiente para mí, comprendí que tenía que huir de la ciudad. Fui afortunado, el terror había paralizado a la mayoría y aunque con dificultad, aún se podía transitar por las calles. Cargué una mochila liviana, con lo indispensable, y elegí alejarme en mi motocicleta; en caso de enfrentar a algún derrumbe, podría escurrirme más fácilmente. Por supuesto, cada vez que se repetían los temblores tenía que detenerme.
Recién me sentí más seguro cuando crucé la ruta para alejarme de la zona urbana. Desde el puente al que había subido pude divisar a una caravana de gente que se acercaba, cada vez más, hacia donde me encontraba. Cuando ya estaban demasiado cerca, retomé la marcha, ellos, como yo, avanzaban atrás, ellos, como yo, buscando sobrevivir, caminaron sin detenerse.


Acerca de la autora:
María del Pilar Jorge

sábado, 24 de marzo de 2012

El náufrago secreto – Jorge Luis Borges & J. G Ballard


La vegetación de la isla en la que había naufragado era agreste y exuberante, lo que le permitió a Tyler imaginar un retroceso en el tiempo hacia una era anterior, el precámbrico, tal vez, más violenta y fracturada. Sin embargo, los profundos surcos dejados por los neumáticos de un automóvil lo devolvieron al presente. Eran unas marcas singulares que le permitían afincarse de algún modo en la sustancia fugitiva de los días. Caminó hacia el terraplén pensando que las noches de sus sueños eran hondos y oscuros océanos de olvido en los que podría sumergirse, pero no se hizo demasiadas ilusiones. Por momentos, ansiaba recibir un golpe definitivo, algo que lo redimiera de la inútil tarea de imaginar desastres, reales o inventados. No obstante, cuando llegó a la cima de la colina se vio obligado a contemplar una escena arrancada de una obra teatral arcaica y obscena, y tuvo que admitir que un insospechado rigor castiga a quienes se aventuran y no olvidan.
Recordó un oscuro libro en el que se relataba un episodio similar. Abajo, a los pies de la colina, en lo hondo del valle, se desarrollaba una orgía. Decenas de demonios rojizos y albinos, algunos con alas, otros provistos de los dos sexos, con falos príapicos y senos de estrella hollywoodense, copulaban como en una película pornográfica. La escena invitaba a la locura, evocaba un sanatorio y tranquilizantes de diversos colores. A un kilómetro de allí, el mar seguía cantando su canción de espuma, y el náufrago, debido a una vaga e indeterminada sensación, quería irse, quería volver a la sal, a los restos de su embarcación. Tocó el arma colgada de la pistolera y eso lo hizo sentir un poco más seguro.
Cierto mito nórdico habla de un pequeño Apocalipsis que precederá al gran final. Este antefinal será extraño, una lucha entre facciones de gigantes que hará temblar el puente de los dioses y los cimientos del mundo. Así entendió la escena el náufrago. Así la entendió hasta que unos ojos se toparon con los suyos. Unos ojos del color de la aurora que lo sumieron en un estado de sopor. “Qué cercano el sueño, cómo se entremezcla con la dura realidad” pensó mientras se dormía.
Pero despertó de inmediato, sobresaltado, con la perversa sensación de haber soñado algo que no recordaba. Contempló las huellas de nuevo. No estaba muy seguro de cómo interpretarlas; una de las cosas que había aprendido en sus largos años de existencia era que toda señal encerraba disyuntivas no resueltas: lo que en apariencia podría significar salvación, la mayoría de las veces resultaba lo contrario.
La desconfianza era uno de los atributos que le habían dado más satisfacciones. Llegó hasta el terraplén dando un largo rodeo, ocultándose entre unos manglares rojos, algo que solo había visto en fotografías. Desde allí observó hacia el interior de la isla. Las huellas se prolongaban por un par de kilómetros y notó extrañado que en su recorrido formaban un inusual dibujo en la arena. El sol presentaba a su vez un halo demasiado opaco, con un color rojizo para nada acorde a su posición estelar, más cerca de un mediodía que del amanecer o el atardecer. A pesar del extravagante paisaje y de lo acontecido desde su naufragio, una porción de su mente supo con certeza que no era la primera vez que visitaba ese lugar. Comenzó a soplar el viento y las marcas de los neumáticos empezaron a borrarse. Debía tomar una decisión.
Horas después, seguía sin tomarla. Una absoluta parálisis espiritual lo dominaba. Recordó a los hombres de Odiseo en la isla de los lotófagos, perdidos en la desmemoria. ¿Regresaría él a su Itaca? ¿Y quién sería el prudente capitán homérico que lo rescataría?
Entre las raíces de un mangle, un pequeño lagarto verde cazaba moscas con su lengua pegajosa. Las escamas enjoyadas brillando sobre las oscuras raíces eran las cifras en la ecuación probabilística de geometría existencial en la que se hallaba inmerso.
¿Seguiría las cada vez más difusas marcas de neumáticos o buscaría un punto más alto, una palmera, tal vez, para descifrar el jeroglífico que estas trazaban sobre las arenas rojizas? ¿Cuál era el mensaje que le transmitían las centelleantes escamas del reptil? Bajó por la ladera, decidido a encontrar un refugio para pasar la noche, pero el tabletear de las aspas de un helicóptero lo sacó de esta ensoñación.
Cuando llegó de nuevo al terraplén, la aeronave ya se había ido. Sólo quedaba como prueba de la realidad del helicóptero una caja de madera que, al abrirla, demostró contener provisiones, más de dos docenas de números de la revista Life de la década del 60 y la Edda Menor de Snorri Sturluson.
Mientras saciaba su hambre comiendo con los dedos el contenido de una lata de viandada de los frigoríficos Swift, Tyler trataba de entender por qué se le habían entregado aquellos semanarios de fotoperiodismo y el renombrado tratado de poética islandesa. ¿Acaso debía encontrar una clave en la conjunción de la hendidura de los senos de Elizabeth Taylor, la sonrisa de Jacqueline Kennedy y las sutilezas del verso aliterativo de los kenningars?
Ya eran demasiados misterios, tantos que le molestaban. En un gesto totalmente absurdo, empuñó su pistola, pero desistió al encontrarse envuelto en una miríada de insectos. Dejó el arma y optó por deshacerse de los restos aceitosos de la lata de viandada. ¿Tenía sentido concentrarse en escapar de esa isla? Para eso debía dejar atrás la borrosa memoria de los hechos que rodeaban su llegada. Escapar estaba fuera de discusión ya que, después de todo, recorrer una isla era como dar vueltas dentro de sí mismo, resolviendo una ecuación laberíntica. Absorto en sus pensamientos, tropezó con el dueño de los ojos. El hombre, su rostro —ese que se empeñaba en recordar, para volver a olvidarlo— era el de un anciano de mirada acuosa, pero con algo inquebrantable e inmortal.
Aunque el desconocido le cerraba el paso, Tyler sabía que le quedaban múltiples alternativas: matarlo, que el otro lo matara, ignorarse recíprocamente o salvarse los dos. Fueron sus aficiones metafísicas las que lo libraron del dilema. En algún lugar, entre los restos del naufragio, se encontraba abandonado un libro inacabable, hecho de palabras infinitas, y era posible que esas palabras le sirvieran de guía para deducir el tiempo y el espacio en el que se encontraba.
Sostenido por esa última esperanza, eludió al anciano y continuó su camino. Antes de caer, lo último que Tyler escuchó a sus espaldas fue el sonido del disparo.

Acerca de los autores:
Jorge Luis Borges
J. G. Ballard


Este cuento es un homenaje realizado por varios escritores a la obra de dos de los más formidables creadores del siglo XX.

Acerca de quienes, con el mayor respeto, pergeñaron este apócrifo:

María del Pilar Jorge
Miguel Dorelo
Saurio
Esteban Moscarda
Sergio Gaut vel Hartman

jueves, 22 de marzo de 2012

Mandato - Néstor Darío Figueiras


El flamante Primer Ministro se aclaró la garganta.
—Procedan.
El caparazón de cristal diamantino se cerró sobre él. Su cuerpo se tensó, según mostraban las máquinas que leían sus impulsos vitales, dentro de la valva nacarada desde la cual gobernaría. Sabía que billones de espectadores estaban observándolo conteniendo el aliento, en cada uno de los numerosos mundos de La Comunión. La ceremonia de asunción era transmitida por infinitrón al Universo entero. Todos, absolutamente todos, estaban frente a sus terminales portátiles, prontos a practicar su civismo. Se oyó a si mismo decir con vehemencia: —Yo, Lucio Zimastein, Primer Ministro de La Comunión de Mundos, prometo asumir con responsabilidad… sometiéndome a vuestra continua injerencia… garantizar la justicia, la paz, y la fraternidad… hasta el final de mi mandato… —Las palabras que vibraron en todo el Cosmos se le antojaron un presagio terrible. Años enteros anhelando ese momento decisivo, repitiendo una y otra vez el juramento, y ahora todo era tan aterrador. Cuando culminó su discurso, una ovación rugiente cimbreó a través del infinitrón, reverberando a lo largo de millones de pársecs. A su pesar, sonrió a las cámaras. Las luces de la valva destellaron, y cientos de filamentos penetraron en su cuerpo, conectándolo a la red. Fue sumergido violentamente en el ejercicio de su función pública. De pronto, su conciencia, suspendida en un oscuro mar virtual, fue asediada por innumerables seres que, desde sus terminales, preguntaban, reclamaban, protestaban, suplicaban, exigían, adulaban, insultaban, o increpaban. Sintió que anónimas garras lo despedazaban sin piedad, arrancándole las respuestas, las promesas, los descargos y las disculpas. En medio de esa pesadilla sin tregua, se preguntó desesperadamente cuando finalizaría su mandato. Mientras tanto, en el salón de gobierno, los robots enfermeros retiraban el cadáver de su antecesor.

 Néstor Darío Figueiras

Y me envenenan los besos que voy dando… - Fernando Puga


—Dale Nico. Dejame darte un beso.
Tanto insistía Maru que a pesar del desagrado tuve que aceptar. Eso sí; que nadie nos viera. No estaba preparado para soportar las burlas de la barra. Sabido es que para un chico de nueve años no hay nada más monstruoso que una de esas nenas primorosas que no paran de hacer ojitos.
Maru resultó ser una siniestra bruja infiltrada por el turro de Marcos que me la tenía jurada y ése, mi primer beso, fue el que me convirtió en sapo y en el hazmerreir de todo el colegio.
—¿Querés compartir conmigo la laguna?— dijo mientras atrapaba un mosquito con su viscosa lengua. Y yo, harto de andar solo entre los juncos, acepté. Saltó la rana sobre mí y me llenó de besos. Besos que no hicieron otra cosa que confinarme en esas sucias aguas que comenzaron a llenarse de pequeños batracios. ¡Y bien demandantes resultaron los sapitos!
—No quiero, no me molestes, dejame en paz. ¿No ves que no estoy sola? Y ya te dije que no te creo ni una palabra. ¡Mirá que vas a ser un príncipe!
No había caso; por más dulce y galante que fuera, no dejaba de ser un sapo. Ninguna se atrevía a besarme. Pasó el tiempo, hasta que un buen día vino ella a pasar el día junto a la laguna. Me encandiló. No esperé que respondiera y salté a su boca sin darle tiempo a nada. Caí seco sobre la arena gruesa. Mi cuerpito verrugoso no estaba preparado para el amor, esa otra muerte.

El autor: Fernando

martes, 20 de marzo de 2012

La tinta – Héctor Ranea


He tenido, creo, una gran idea: le tatuaré, mientras duerma, pelos en sus pechos, pelos en sus brazos, en sus orejas y en sus muslos. La llenaré de pelos falsos y dentro de esa maraña que, calculo, armaré en su sueño, escribiré mi nombre tantas veces que jamás, jamás, podrá olvidarlo.
Cada vez que se mire al espejo estarán esos pelos, cubriéndola de las miradas obscenas que le robaban su cuerpo amado, que la alejaban de él aunque fuera por esos mínimos instantes en que ella creía que esos clientes la amaban. Cada vez que se mire, es cierto, me odiará, pero luego recordará cómo he sido con ella, recordará nuestro amor y estará conforme con esos pelos y mi nombre en ellos. La resignación al ser odiado es preferible a la convicción de que me olvidará.
Ahora saldré a comparar imágenes de pelos para esos pechos, para sus muslos; haré compras de máquinas de tatuar y de tintas para pintarle esos vellos impúdicos. Espero que reconozca que usé los mejores instrumentos disponibles.
—Si hubiera estado viva, las tintas hubieran entrado —dijo el forense al Inspector—; por la forma en que la rayó, diría que ella llevaba algunos días de muerta, Inspector.
El policía no podía acostumbrarse a ver un cuerpo así de bonito, muerto.

Sobre el autor: Héctor Ranea

El apartamento - Rafael Blanco Vázquez


Estaba viendo comer al gato en la cocina. De repente reparó en un cuchillo que había por ahí. Se preguntó cómo sería agarrar el cuchillo y clavárselo al gato. En el vientre, por ejemplo. ¿Qué haría el gato? ¿Lanzaría un chillido desgarrador? ¿Se desplomaría? ¿Le atacaría? ¿Le daría por huir, regando de sangre el apartamento? ¿Y qué haría él? ¿Lo seguiría despacito, sin prisa alguna, como los psicópatas de las películas? ¿Cómo lo remataría? Pensar en la sangre le procuraba un sentimiento primero de embriaguez y enseguida de pereza. Sangre por todas partes que tendría que limpiar él mismo, la maldita cotidianidad que todo lo ensucia. Pensó que su instinto cazador había quedado reducido al terreno de la seducción y que últimamente le había dado por pegarles fuerte en el culo a sus amantes, a veces en la cara. Guantazos que ellas disfrutaban y le devolvían con menor intensidad, como pidiendo perdón por ser castigadas. ¿Pero cómo sería la visión de las tripas del gato? Pensó en el olor a mierda de las tripas de Santiago Nasar y se dijo que no había nada que hacer, que su contacto con las vísceras era puramente intelectual. El gato terminó de comer, maulló y se frotó contra sus piernas. Él consideró las diversas posibilidades que le ofrecía esa tarde. Ir al cine, salir a tomar algo con amigos, pasear, presentarse en casa de Cecilia. Decidió empezar una nueva novela policíaca.


Acerca del autor:
Rafael Blanco Vázquez

domingo, 18 de marzo de 2012

El francés Cousteau - Max Goldenberg


¿Por qué Jacques Cousteau, en su versión doblada al español hablaba con “tono francés” y el resto de la tripulación en perfecto español neutro? Cada vez que veía sus peripecias submarinas, el Jacques me enseñaba que un “pegfecto mundo submagino se atgaviesa con cagiño y paciencia”. Es cierto que la mitad de las cosas no las entendía pero me transportaba a un universo plagado de especies hermosas y, por que no, de ilusiones dormidas.
Pero, por otro lado, la cuestión afrancesada me molestaba y me sigue molestando. O todos o ninguno, viejo. Entraba un marinero y le espetaba un furioso: “Escúcheme una cuestión, Yacs. Tenemos los botes a la miseria, los muchachos están como locos porque este submarino no da para mas. ¿Qué hacemos?”. Y el sabio Cousteau se sacaba su gorrito rojo, sonreía con parsimonia, posaba su mano derecha sobre el hombro izquierdo del marinero bullanguero y le respondía: “Quegido maginego: no te pgeocupes pog las pgofundidades maginas. Nosotgos sugcaguemos estos mages en busca de nuestgo objetivo. El gggggan pulpo bipolagggg”.
Y ahí tengo otra queja para con Jacques. ¿Siempre de buen humor? ¿siempre con sus romances a flor de piel a la hora de responder, de hilar sus frases? ¿Nunca un “no me gompas las pelotas y hacé lo que te digo, la puta madge”?
En ese sentido se nota su raíz europea, refinada. Seguramente Jacques tuvo algún familiar en las cortes francesas de algún siglo pasado donde por cualquier boludez te mandaban a matar, pero te mandaban a matar con elegancia. Nada de pim pum, a la guillotina. Era todo casi en verso, en rima constante. “La corte, que supo albergar a Luis XV, ahora ha decidido que tomar dos frescos repollos del jardín real no es mas que una severa ofensa contra la bonhomía de quien portaba dicho verduril. Por tal razón, este grupo de jueces ha decidido, sabiamente como su investidura lo permite, declarar al quien se acusa, culpable, condenándolo a la muerte instantánea mediante la aplicación de hierro al rojo vivo y/o candente contra su sien para luego rebanársela de su cuello provocándole la muerte in momentum”.
Otros de los grandes doblados al francesñol fue el inspector Clouseau. Aquí, sin embargo, existe una gran contradicción, porque Dodó (su fiel escudero) habla perfecto español neutro. Pero él no, él, al igual que Jacques Cousteau, maneja un francésñol increíble.
Como decía Juan Esteban de Esteban, el poeta austrohúngaro, en su poema “La señora da pena”: “La francesa busca amor / lo pide y no se lo dan / ella lo busca por error / para francés, está el pan”.

[texto bajo licencia Safe Creative / todos los derechos reservados]

El escritor y sus fantasmas - Hugo Perrone


—¿Para qué escribe? —preguntó el hombre sin rostro.
—No lo sé. Es como una necesidad. Se me ocurre algo y así, de la nada, voy dándole forma a la historia, empiezo a imaginar los detalles…
La cara del hombre se hizo un poco más definida, más nítida. El escritor siguió hablando, entusiasmado:
—Entonces... me dejo envolver por la atmósfera del cuento, que se va creando sola, casi como si ella misma fuera el sentido del relato…
—Toda una teoría —dijo el hombre irónicamente.
Una mueca de desprecio asomó en el rostro duro del hombre, que ya mostraba una boca de labios finos y contraídos, evidenciando el carácter frío, ladino.
—…y absorto en ese ejercicio de crear con las palabras –continuó el escritor como si hablara solo—, me dejo llevar por la intriga de la trama que, generalmente, suele terminar en un final inesperado, sorpresivo para el lector.
Los ojos del hombre se tornaron crueles, amenazantes.
—¿Y no teme quedar atrapado en alguna de sus ficciones? —preguntó el hombre con malicia.
—Puedo correr ese riesgo —repuso el escritor tranquilamente.
—¿Y qué está escribiendo ahora?
—Algo sencillo: el escritor que dialoga con uno de sus personajes y el muy traidor quiere matarlo.
—¿Cómo lo supo? —preguntó el hombre, que ya levantaba el puñal en el aire.
—Porque se me acaba de ocurrir.
Y súbitamente dejó de escribir para no manchar la hoja con sangre.

Música de delfines - Fernando Andrés Puga


—¡No! Yo quiero ir a ver la de Tom Cruise —insiste Norma—. No me jodas con esas películas aburridas que te gustan a vos.
Dan en el Arteplex la del director tailandés que ganó en el Festival de Cannes y tengo que verla; los cráneos del bar no paran de hablar sobre ella y yo no tengo nada para decir. Por no discutir, siempre termino viendo cualquier cosa y quedo como un pollerudo.
—Dale, Norma. ¿No podés darme el gusto por esta vez? ¡Dale, no seas mala! ¡Por favor!
—No, che. No entiendo nada, me quedo dormida y me pierdo la que yo quiero ver. Vemos la que vos querés la semana que viene.
—No. Ahora. Siempre lo mismo. Seguro que la semana que viene la sacan de cartel.
¡Qué plomo! No. Hoy no voy a hacer lo que ella quiere. Estoy harto. No puede ser que otra vez tenga que ser yo el que da el brazo a torcer.
Al llegar a la avenida freno el auto junto a la acera y pongo la baliza.
—Bajate— le digo con firmeza—. Volvete en taxi o andate sola a ver lo que se te dé la gana. Hoy voy a ir a ver lo que yo quiero.
Se sorprende. Intenta retrucar, defenderse. No le doy espacio. Aturdida, abre y se baja. Sin abrir la boca, sin volver la vista atrás, se va. ¿Nos volveremos a ver?
Solo en el auto, enfilo hacia el centro. El silencio de su ausencia empieza a aturdirme. Abro la guantera y busco. Pongo un cd que encuentro entre los papeles. ¿Música? No. Son extraños sonidos que invaden el ambiente. Parecen delfines. ¿Cantan? ¿Ríen? ¿Conversan? Bostezo y empiezo a adormecerme. Otro paisaje se dibuja ante mis ojos; uno que aún no es del todo nítido.
Será mejor que vuelva a casa antes de que sea demasiado tarde; total la película la puedo ver otro día y acá, entre nosotros, no creo que sea ¡taaaan buena!

jueves, 15 de marzo de 2012

Desencanto - Hernán Dardes


Un encanto. Me dijo que era un encanto cuando yo esperaba por lo menos que me trate de maleducado, o mucho mejor, de pervertido. Esperaba recoger todo su odio, verla inflarse de rencor y recibir un cachetazo colmado de su desprecio. Pero no. Yo esperaba el peor de sus insultos y ella me respondió con un elogio que sonó casi como un piropo amable: me dijo era un encanto. Y yo sentí que el cuerpo se me desintegraba, que las manos se me hinchaban y los dedos se convertían en lanzas de fuego. Yo que me había dedicado a mirarle los pechos de manera grosera a lo largo de toda la noche. Directo, sin rodeos ni simulaciones. Fijando mi vista en el canal generoso y profundo que se hundía en su corset. Dirigiendo mis pupilas insolentes como si estuviera hincando los dientes en su generosidad. Abusando de su obligación de comportarse y actuando de la peor manera en una inútil represalia por cada una de mis insinuaciones ignoradas a lo largo de años. Porque ni mis atenciones, ni cumplidos, ni mis elogios, mis regalos, ni mis galanterías habían tenido efecto alguno en su atención. Tampoco mi complicidad interesada; ni siquiera había valorado mi oído, que generoso la había acompañado cada una de sus desilusiones. Y se acercó a saludarme con dulzura y mientras yo elocuente fijaba mi vista en sus pechos firmes y abundantes, ella apenas sonrió y me dijo que yo era un encanto. Un encanto. Como le dicen las tías solteronas a sus sobrinos antes de pellizcarles los cachetes y regalarles un dulce. Como una maestra jardinera despide a sus infantes al final de cada año. Y entonces me alejé enfurecido, buscando extinguir mis dedos candentes con cuanta copa fría quedaba a mi alcance, esperando el mejor momento para concretar mi venganza. Mientras tanto ella y los suyos buscan desesperados el cuchillo gigante con el que a cuatro manos y sonriéndole al fotógrafo, pensaban cortar la primera rebanada de un pastel empalagoso de tanto glaseado.


Tomado de: http://hernandardes.blogspot.com/

sábado, 10 de marzo de 2012

Sierra Chica – Luciana Ruiz


En el prolongado pasillo el frío se siente hasta en los recuerdos. Sin embargo, los acordes de algún instrumento de cuerdas brindan algo de tibieza. En algún lugar del edificio un grupo se enreda entre alabanzas, gemidos y frenéticos aplausos; todo empezó con los evangelistas que ingresaron al penal con la intención de desterrar el Demonio de los cuerpos de los detenidos. Hoy continúan más por inercia que por convicción religiosa, dos veces por semana un grupo ingresa entre sahumadores, velas e imágenes. Alguna vez se decía: “Ya pasaron años del motín más feroz que recuerda la historia penitenciaria argentina, cuando siete presos fueron incinerados en la panadería del Penal. Las montañas de basura, el clima de muerte y el olor nauseabundo no están. Pero Sierra Chica sigue metiendo miedo”. Ya pasaron demasiados años, cuando el hacinamiento superó cualquier posibilidad de organización interna, cuando los motines aumentaron en número de muertos, de fugas…cuando los enfrentamientos entre guardias e internos dejaron de ser anécdotas aisladas y titulares de los periódicos…ya a nadie más le interesó qué sucedía dentro. Solo un grupo de hombres sumidos en sus túnicas… penitentes silenciosos, brujos milagreros, traspasaban los muros ronroneando versos mántricos.
Frente a una pequeña ventana-hueco un ser de apariencia humanoide respira dificultosamente y repite: “no existe tal cosa…no existe tal cosa…”

Afuera brilla la luz - José Antonio Parisi


La expresión más elevada de la felicidad o la desgracia es muy a menudo el silencio.
Los amantes se comprenden mejor cuando callan.
ANTÓN CHÉJOV


El hombre sueña con un animal enorme e indefinido en la noche. También con una mujer de torso desnudo, que cubre los pechos con las manos.
Desea despertarse, pero lo retiene esa persistencia opresora de las pesadillas.
Logra abrir los ojos y los deja tiesos. La sábana corrida, la mejilla aplastada contra el cotín. La oscuridad de la pieza le evoca la penumbra que había imaginado y le cuesta reconocerse en su cuarto del hotelucho familiar. Su cuerpo todavía tenso y alerta, la mano palpa la base del herrumbrado velador cuello de cisne, y lo enciende.
Había echado una siesta pesada, extensa y profunda; de esas que se dan pocas veces y que siempre se recuerdan. Esas siestas que se le piden prestadas a la muerte.
Se sienta en la orilla de la cama, las plantas de los pies en el frío del mosaico. El tuco aceitoso del mediodía le arde en el estómago. Busca un cigarrillo en la mesa de luz. Fuma y exhala un arroyito de humo gris. Con los dedos se quita las lagañas, y enfila hacia la puerta despegando apenas sus plantas del piso. Estira los brazos abiertos, arquea la espalda, y modera un bostezo. Afuera se viene el agua. La panza de unos nubarrones infinitos hace de telón a su tristeza. Evoca a sus dos hijitos, lejos, en aquel pueblo caduco, renunciado de ferrocarril y de todo destino afortunado. Y aquel día en la terminal de Retiro, cuando su mujer histéricamente se subió con ellos al colectivo para llevárselos de Buenos Aires. Pucha si había sido alevosa ella: lo culpó de la pérdida de su puesto en la fábrica. Si la fábrica se fue al Brasil, a él qué culpa le cabía.
Chasquea los labios, cierra la puerta y le da la espalda al recuerdo. Hay que aguantárselas.
Se enjuaga la cara en la palangana, y en la hornalla de la garrafa pone el agua para el mate. Le gusta hacer las cosas con tiempo, y se cambia aunque no tenga que irse ya al trabajo. Vigilador nocturno, conchabo vacío que tanto le costó conseguir y que consiste en hacer nada: la postrada contemplación nostálgica y perturbadora de una oficina en horas de desolación.
Se ceba los primeros mates, que ha cambiado a dulces —bastante hiel hay en su vida como para agregarle de a sorbos—. Y contempla sus manos con pena: tan luego a él, se le han puesto tersas aquellas garras de metalúrgico.

A través del tabique de Durlock le llegan voces apagadas. Ya ha sucedido un par de veces: es la pareja del cuarto de al lado sofocando el principio de una pelea. Pronto vendrán los gritos, y después la biaba y el silencio. Al día siguiente a esa mujer de ojos almendrados, la vergüenza le hará bajar la frente para ocultar una marca. El tipo no. Él sostendrá los hombros anchos, el mentón erguido, como si nadie supiese lo que es.
Pero hoy, hay algo más. Hay más que gritos, biaba y silencio: la vecina le entra a su pieza como un tornado, y se planta temblorosa dos pasos adentro. Lágrimas implorantes en la mirada convulsa. El torso desnudo, los pechos ocultos entre las manos manchadas con sangre.
¿¡Qué anda pasando!? Él deja el mate y va al ropero, cubre a la mujer con un toallón limpio. La hace sentar en la única silla, y le enjuaga las manos con agua fresca de la jarra. Sale al patio, los demás inquilinos alborotados en chisme, ahogan el umbral de la otra pieza. Él se abre paso. En el suelo, a los berridos como un marrano —quién te ha visto, y quién te ve—, el tipo con la cabeza rota y la plancha volcada. El cable alrededor del cuello ha sido un intento inútil de ella: el cerdo respira bien. El hombre busca en el armario un abrigo y una blusa. Vuelve a su cuarto por entre los curiosos, que lo siguen con la mirada y él entorna la puerta. Le entrega la ropa a la mujer, y se pone la campera marrón de vigilador. Fuera, un rayo parte la noche, y el chaparrón dispersa a aquellos entrometidos.
Los dos parados en el vano de la puerta de la pieza con la vista en las agujas de la lluvia, que caen fuertes y rebotan en el patio. Aquel velador cuello de cisne encendido difumina las sombras de sus siluetas en las baldosas mojadas. Él con un brazo rodea a la mujer por el hombro, y se largan a cruzar el patio en busca del zaguán y la calle. La luz del farol brilla en los adoquines y en el follaje húmedo de los paraísos. La pareja se aprieta bajo el aguacero, y en carrerita ligera se pierde en la bruma de la noche.
¡Cuánto ha sucedido! Y, sin embargo todavía, no se han dicho una palabra.

Desazón - José A. García González


Presionó la tecla número uno. En la pantalla apareció un seis. Presionó, entonces, la tecla número seis. En la pantalla se iluminó una ele.
No había caso, la máquina se estropeó otra vez, pensó lamentándose por la pérdida de tiempo. Sin saber si debía sonreír o no ante semejante retraso. Pero, el informe a la Dirección sí debía pasarlo, sin perder tiempo, para que no le descontaran del sueldo. Como si fuera su culpa que la máquina no funcionara adecuadamente y, semana por medio, sucediera lo mismo.
Claro que si la empresa se decidía a cambiar la obsoleta máquina de calcular, tendrían que modificar todo el mueble sobre el que se apoyaba, quitar el escritorio, tal vez romper la pared para sacarla. La excusa perfecta para dividir la oficina en pequeños cubículos idénticos, higiénicos e impersonales llenos de desconocidos.
Ante todo debía evitar eso. Años de esfuerzos vacíos le llevó ganarse la oficina, horas extras, corridas a contrarreloj, gastritis y suelas besadas. Si existía algo a lo que no podía renunciar era a esa oficina.
Suspiró sin saber qué hacer, dándole vueltas a un asunto sin más que una única solución.
Reinició la máquina y esperó a que los sistemas volvieran a ser operativos.
Escuchó los pin, pan, pun, cla, cla, cla, fixxxxxllluuuu, que emitía la máquina como un mantra para calmar sus nervios.
Seis minutos, cuarenta y cinco segundos, después, presionó la tecla número uno, en la pantalla apareció un nueve.
Suspiró otra vez reclinándose en la incómoda silla; miró hacia un costado, la ventana estanca, esa que no podía abrirse, no era más que un ojo ciego mirando el cielo gris. Quince pisos. Los accionistas de la empresa sabían muy bien por qué esa ventana no debía abrirse nunca.
Presionó la tecla nueve, vio apareció una letra ‘A’ mayúscula.
Iba a ser un día muy, muy, largo.

Tomado de Proyecto Azúcar

jueves, 8 de marzo de 2012

Verdadera historia de la sábana - Lilian Elphick


La sábana fue inventada por Rashid Sab-Anah el año 1000, vendedor de telas y alfombras en El Cairo (القاهرة). En un principio las confeccionó de lino tejido con doble hilo, pero pronto cayó en cuenta que la tela era gruesa (de aquí la locución grosso modo) y se arrugaba mucho, provocando reclamos de parte de las mujeres que tenían que esperar horas para que se secasen, y luego comenzar el lento proceso de estirado y planchado con una especie de sartén de hierro rellena de carbón encendido.
Mientras en China nacía la pólvora y Leif Eriksson llegaba a América del Norte, bautizándola Vinland, Sab-Anah fabricaba lienzos encimeros de muselina (tela originaria de Mosul), y bajeros de algodón. Las dos telas eran compatibles con los cuerpos que se abrigaban en ellas: el algodón pegado al colchón, que generalmente estaba relleno de lana de cabra, era resistente al roce y a los fluidos nocturnos. La muselina, transparente, suave y vaporosa, estimulaba el amor pasional y el buen dormir.
A pedido de la dueña del prostíbulo más grande de la época, el Lilaz, Rashid Sab-Anah cortó y cosió 240 pares de sábanas de seda roja con miniaturas de posturas sexuales bordadas en color cúrcuma, para que los clientes aprendieran que el arte amatorio no se reduce sólo al encabalgamiento simple o al anacoluto brutal.
Demás está decir que Sab-Anah se hizo rico y famoso. Tuvo diez amantes que de noche lo agasajaban, y de día trabajaban en la floreciente fábrica, pespunteando a mano los bordes de las finas telas para dormir. Llegó a tener cuatro sucursales en El Cairo.
Para los extranjeros provenientes de tierras heladas, y que debían volver a ellas, ideó el forro viril al-cayata, de exquisita lana de camello. Y al comprobar que algunas mujeres no guardaban bien el calor en sus posaderas, para efecto de mantener siempre fresco el al-liqat, creó el calzón térmico con rejilla delantera.
Sab-Anah murió a los 90 años jugando al aleleví con una de sus costureras. Para esconderse, se cubrió con una sábana y tapó su cara con una almohada (colchoncillo para la cabeza, otra de sus creaciones). La falta de aire le provocó un paro respiratorio. La joven trató de reanimarlo con una al Jimaa, pero ya era demasiado tarde.
Jorge Luis Borges lo menciona injustamente en La historia universal de la infamia, 1935.

De por qué a la entrada de un pueblo en ruinas se encuentra un kilómetro de zapatos - Esteban Dublin


Vuelvo. En señal de respeto ante los caídos, me quito los zapatos y los dejo a la entrada, justo antes de pisar el suelo bañado por la tragedia. Después de tantos años, regreso a este pueblo del que ya solo quedan escombros. Mientras camino, trato de reconocer los lugares que me vieron crecer, pero nada me resulta familiar. La desolación del lugar me indica que la lava del volcán que se desbordó aquella noche no solo arrasó con los lugares, sino también con los recuerdos. Lo único que me guía son los epitafios, clavados sobre la lava seca, justo encima de las viviendas que ahora se clasifican como desaparecidas. Sobre las inscripciones solo se encuentra tallado el apellido de la familia, como si los nombres de pila bautismal también se hubieran esfumado esa noche de cuarto creciente. Cada apellido me evoca algo: el olor al pan fresco de la casa de los Muñoz, los partidos de fútbol en el solar de los Amézquita, la inusual belleza de primogénita en la ventana de los Ibarra, los juegos de cumpleaños a las escondidas en el patio de los Restrepo.
Al fin llego a la que era mi casa. Debo estar parado sobre los huesos de mis padres y mis hermanos, sepultados en fracciones de segundo por la furia de un volcán que nunca avisó. Me hinco y cierro los ojos. Lloro en silencio. Cuando me levanto, siento una brisa húmeda sobre mi rostro, pista inequívoca de que los fantasmas, que aún gritan de dolor, se alegran de ver a un conocido. Es hora de partir. Aunque no detallo mis huellas, sé que los vestigios de mis pies descalzos sobre la escoria son un grito de esperanza para las víctimas de este lugar: el saber que uno de cientos de miles sobrevivió a la cólera de la naturaleza esa fatídica noche. No recojo mis zapatos. Los dejo ahí. Es mi manera de decirle al destino que pude escapar de su fatalidad.

De la Serie: Zonas Anónimas
Tomado de: Los Cuentitos

Viejas de pelo largo – Diana Sánchez


Los pelos viejos de las viejas flotanen un nido de espuma. Ellas los cepillan y cepillan pero los pelos quedan paralizados, estáticos. Atónitos, en el estallido de la tarde que se quiebra lenta, inexorable.
Una de las viejas espía sobre el hombro. Mira hacia atrás buscando los relojes de la infancia y sólo encuentra el escalpelo del padre. Lo toca, está frío (por supuesto) también un poco oxidado. Sin embargo, aún brilla contra las aspas del sol cuando otra de las viejas lo hace girar entre sus dedos.
Sixta, la más joven de las viejas enciende un cigarrillo. Volutas de humo y de pelo se entrecruzan en el aire, una hoguera invisible sobre el aparador.
Las viejas juegan en el salón enorme. A veces ríen, cuando Onelia la más vieja de las viejas ahora ciega, parándose con torpeza intenta atraparlas. Cae la silla, se suelta el grito.
Juegan las viejas en el espacio del tiempo.
Como es habitual a esta hora, Andrómeda amenaza a las otras con ir a bailar en patines sobre la pista de hielo. Busca el carmín urgente para empastarse los labios y nerviosa, intenta el rodete con horquillas invisibles.
—¡Que me devuelvan el mundo! —clama obstinada Sixta—.¡Porque el olvido no alcanza! —Y con los brazos en cruz, cae de rodillas.
Alarmada, Onelia extiende el brazo izquierdo y empieza a caminar, buscándola. Tropieza con Sixta y se derrumba a su lado, la más vieja de las viejas ahora, ciega.
Suelta el carmín y empuña el escalpelo Andrómeda, amenazante.
Desde el piso, las dos viejas desnudas como peces heridos, suplican el perdón. Entonces, la más joven de las viejas y más vieja de las jóvenes, explota en una carcajada vigorosa y con maestría, introduce el escalpelo en su pelo largo, a manera de horquilla.
Una cortina de pájaros atraviesa la ventana. El cielo azul recobra su sentido.


Acerca de la autora:
Diana Sánchez

martes, 6 de marzo de 2012

Sólo ese caballero - Olga Appiani de Linares


Los jinetes avanzaban a paso lento. Los monstruos calcularon que no estarían a su alcance antes de mediodía.
Hacia las diez de la mañana, el sol castellano definía a los viajeros con mayor precisión.
Uno, algo rechoncho, lucía bastante prometedor; el otro, en cambio, no haría un gran bocado. Pero no eran tiempos de melindres. Por más flaco que estuviera… ¡serviría igual como tentempié!
¡Todo habría terminado antes siquiera de que pudieran entender lo que ocurría!
Grande fue la sorpresa de los gigantes cuando el caballero del jamelgo, tan esquelético como él, se les abalanzó lanza en ristre, sin prestar atención a los clamores de Sancho que, como la mayoría, era incapaz de reconocerlos bajo su disfraz de molinos.

Tomado del blog: Palabras

Sobre la autora: Olga A. de Linares

Avatares de un comerciante – Héctor Ranea


Fulvio Velorreta tiene un negocio que le deja pingües beneficios: vende fantasías en un lugar del puerto y ya casi no da abasto. Hasta que un día viene a comprarle una fantasía un niño. Ahí comprende que debe dejar el negocio. Decide vender hortalizas, verduras, frutas y así sigue con sus éxitos hasta que un día
—¡Buenas tardes, Fulvio! Vengo a comprarle algo de frutas —dijo Calixto, el hortelano. Entonces Fulvio decidió decir “No más” a la venta de ensalada y dedicarse de lleno a la pintura y retratar a las señoras sentadas o al flanco del burrito de Calixto. En eso estaba, casi sin aliento pintando a troche y moche, cuando ve venir a Vicente, el pintor más afamado, a pedirle un retrato suyo. Decide abandonar la venta y dedicarse a la transacción de joyas, hasta que la Reina aparece a comprarle un anillo que él hiciera entre gallos y mediasnoches. Entonces abandona el menester y pone en práctica lo que sabe de lutería, que abandona por tener de clientes a los magníficos hombres de Cremona y sigue eligiendo negocios que debe abandonar porque no se siente digno, hasta que retorna a sus primeros beneficios, vendiendo peso por peso su imaginación comprándosela a su vez a los niños.


Sobre el autor: Héctor Ranea

viernes, 2 de marzo de 2012

Superando el bloqueo creativo – Sergio Gaut vel Hartman


―No sea tan apocalíptico, don Juan; no es para tanto. Usted habla como si el mundo fuera a terminar realmente, y no de un modo simbólico, como una advertencia a los que pecan sin freno.
―Y usted, don Pablo, ¿o debo llamarlo Saulo?
―Como prefiera...
―Le decía, don Saulo, que no se aferre tanto a los hechos. Entiendo que desee narrar las historias de los apóstoles de los primeros días, pero deje volar la imaginación. La gente quiere cuentos bonitos, no necesita rigor periodístico.
―Es que estoy un poco bloqueado, no se me ocurre nada. ¿Tiene alguna idea para tirarme?
―A ver qué le parece esta: convierta a uno de los tantos caudillos zelotes, Jesús de Nazaret, por ejemplo...
―¿El galileo?
―Ese, conviértalo en un líder espiritual que hace muchos milagros, enfurece a romanos y judíos, lo apresan, lo ajustician y lo transforman en un mártir. Pero que luego de morir resucita. ¿Cómo lo ve?
―Mmm, demasiado fantasioso. ¿Se lo creerán?
―Sin la menor duda.
―La idea está buena. Déjemelo pensar. Lo hablo con los muchachos y veo qué me dicen.

Sergio Gaut vel Hartman

Cuestión de números - Rita Vicencio


Javier se acaba de enterar. Otro vecino que fallece este año. El cuarto a su alrededor. Dos en su edificio, dos en los edificios de enfrente. La casona abandonada que flanqueaba su edificio ha desaparecido también, por fin ha recibido el tiro de gracia a manos de una máquina demoledora que terminó con su agonía. Una más de las señales familiares que desaparecen en las cercanías. Con esta van cuatro también, en lo que va del año. Las chatarras que sus viejos vecinos llamaban autos y que se hallaban eternamente aparcados a las afueras de  su edificio también han ido desvaneciéndose poco a poco. Si mal no recuerda, eran cuatro, incluido el armatoste ese que alguna vez fue un Cadillac de lujo y que desde hace años era casa de ratas y vagabundos. Empieza a distinguir un patrón en todo esto, aunque muy claro no lo tiene todavía. Meditabundo, saluda a una vieja enjuta y frágil eternamente vestida de negro. Hace un año que se ha mudado al edificio, la nueva vecina del cuatro.

Tomado del blog
http://saborajenjo.blogspot.com/